¡La señora Boynton estaba allí! ¡En Petra!
Sarah contestó maquinalmente a las preguntas que le iban formulando. ¿Quería cenar en seguida? La cena estaba servida. ¿Prefería lavarse antes? ¿Quería dormir en una tienda o en una cueva?
La respuesta a esta última pregunta fue inmediata. Una tienda. Sólo de pensar en dormir en una cueva, se estremeció y recordó la imagen de aquella monstruosa figura sedentaria que había divisado. (¿Por qué sería que había algo en aquella mujer que no parecía humano?).
Al fin, siguió a uno de los criados indígenas. Llevaba unos pantalones de montar color caqui con unas espinilleras remendadas y descuidadas y una chaqueta raída que tendría que haber sido desechada hacía tiempo. Sobre su cabeza, el típico tocado nativo, el cheffiyah, dotado de largos pliegues que protegían el cuello y fijado por medio de una trenza negra de seda fuertemente ajustada en la coronilla. Sarah se quedó admirada ante su relajada y rítmica forma de andar, el modo descuidado pero altivo de llevar la cabeza. Sólo la parte europea de su vestimenta parecía ridícula e inadecuada. «La civilización es un error —pensó Sarah—. ¡Un completo error! ¡Si no fuera por la civilización no existiría una señora Boynton! ¡En una tribu salvaje probablemente la habrían matado y se la habrían comido hace años!».
Se dio cuenta, con cierto humor, de que estaba extremadamente cansada, al límite de sus fuerzas. Después de lavarse con agua caliente y empolvarse la cara, volvió a sentirse ella misma, fría, serena y avergonzada por su reciente pánico.
Se pasó el peine por la espesa y negra melena, haciendo esfuerzos con la vista para poder ver su propio reflejo en un espejo del todo inadecuado, a la luz oscilante de una pequeña lámpara de petróleo.
Después, apartando el toldo que cubría la entrada de su tienda, salió y se hundió en la oscuridad, preparada para descender hasta la gran carpa que se encontraba más abajo.
—¿Usted… aquí?
Fue como un grito apagado, desconcertado, incrédulo.
Se volvió y encontró frente a ella los ojos de Raymond Boynton. ¡Cuánta perplejidad había en ellos! Algo que la mantuvo silenciosa y casi asustada. Algo como una increíble alegría. Era como si estuviera teniendo una visión del Paraíso: su expresión era de sorpresa, aturdimiento, gratitud y humildad. Nunca en toda su vida olvidaría Sarah aquella mirada. De ese modo debían de alzar la vista los condenados para ver el Paraíso…
—Usted… —repitió.
Aquel tono bajo y vibrante removió algo en el interior de Sarah. Hizo que su corazón diera un vuelco dentro del pecho. Se sintió avergonzada, asustada, humilde y, casi al mismo tiempo, contenta, con arrogancia. Contestó simplemente:
—Sí.
Él se le acercó, todavía perplejo, todavía sin acabárselo de creer. Entonces, inesperadamente, tomó su mano.
—Es usted —dijo—. Es real. Al principio creí que era un fantasma, porque he estado pensando mucho en usted —calló un momento y después agregó—: La amo, ¿sabe? La amé desde el momento en que la vi en el tren. Ahora lo sé. Y quiero que usted lo sepa también, para que… para que comprenda que no soy yo, mi verdadero yo, el que… el que se comporta como un canalla. Ni siquiera ahora puedo responder de mí mismo. ¡Podría hacer… cualquier cosa! Podría pasar de largo junto a usted o fingir que no la veo, pero quiero que comprenda que no soy yo el responsable, yo mismo, el de verdad. Es culpa de mis reflejos. No puedo fiarme de ellos… ¡Cuando ella me dice que haga algo, lo hago! ¡Mis reflejos lo hacen! ¿Lo entiende, verdad? Desprécieme si quiere…
Sarah lo interrumpió. En voz baja y con inesperada dulzura, le dijo:
—No le desprecio.
—¡De todas maneras, soy despreciable! Debería… ser capaz de portarme como un hombre.
En parte como un eco del consejo de Gerard, pero sobre todo a causa de sus propios conocimientos y sus propias esperanzas, Sarah contestó:
—A partir de ahora lo será —detrás de la dulzura de su voz, resonaba la certeza y un autoritarismo consciente.
—¿De veras? —la voz de él era triste—. Quizá…
—Estoy segura de que de ahora en adelante tendrá el valor suficiente. Raymond se levantó y echó hacia atrás la cabeza.
—¿Valor? Sí, eso es todo lo que necesito. ¡Valor!
De pronto, se inclinó hacia ella y rozó su mano con los labios. Un minuto después se había marchado.