Capítulo VI

Sarah King se encontraba en el recinto del templo de Haramesh-Sherif, de espaldas a la Cúpula de la Roca. El chapoteo de las fuentes sonaba en sus oídos. Pequeños grupos de turistas pasaban por allí sin turbar la paz de aquella atmósfera oriental.

Resultaba extraño, pensó Sarah, que un jebuseo hubiera hecho de aquella cima rocosa una era y que David la hubiera comprado por seiscientos siclos de oro y la hubiera convenido en un Lugar Santo. Y ahora se escuchaba allí la cháchara de visitantes de todas las nacionalidades.

Se volvió para mirar hacia la mezquita que cubría el sepulcro y se preguntó si el templo de Salomón habría sido siquiera la mitad de hermoso.

Se oyó un ruido de pasos y un pequeño grupo salió del interior de la mezquita. Eran los Boynton, escoltados por un guía muy locuaz. La señora Boynton caminaba entre Lennox y Raymond, que la sostenían. Nadine y el señor Cope iban detrás. Carol venía la última. Mientras se alejaban, esta se fijó en Sarah. Vaciló. Después, con súbita decisión, dio media vuelta y atravesó presurosa el patio procurando no hacer ruido.

—Perdone —dijo casi sin aliento—. Quiero… Necesito hablar con usted.

—¿Sí? —dijo Sarah.

Carol temblaba violentamente. Estaba muy pálida.

—Se trata de… mi hermano. Ayer noche, cuando habló con él, debió usted de pensar que era muy grosero. Pero no se comportó así intencionadamente… es que… no pudo evitarlo. Por favor, créame.

Sarah tuvo la impresión de que aquella escena era completamente ridícula. Se sentía ofendida en su orgullo y en su buen gusto. ¿Por qué una muchacha desconocida habría de correr, de pronto, a excusarse tontamente con ella por la descortesía de su hermano?

Una seca réplica vacilaba en sus labios… Pero rápidamente su humor cambió. En todo aquello había algo que se salía de lo corriente. Aquella chica hablaba completamente en serio. El sentimiento que había impulsado a Sarah a seguir la carrera de medicina reaccionó ante la necesidad de la muchacha. Su instinto le dijo que ocurría algo muy grave.

—Cuénteme lo que pasa —dijo en tono alentador.

—Él le habló en el tren, ¿verdad? —empezó Carol.

Sarah asintió con la cabeza.

—Sí. O, por lo menos, yo le hablé a él.

—Sí, claro. Tuvo que ser de ese modo. Pero, ayer noche, ¿sabe?, Ray estaba asustado…

Se detuvo.

—¿Asustado?

El pálido rostro de Carol enrojeció.

—Ya sé que suena absurdo, de locos. Es que mi madre… no está bien y no le gusta que hagamos amistades con gente de fuera. Pero yo sé que a Ray le gustaría ser amigo suyo.

Sarah estaba muy interesada por todo aquello. Antes de que pudiera decir nada, Carol prosiguió:

—Sé que todo lo que estoy diciendo suena muy tonto… pero es que somos una familia bastante extraña —lanzó una rápida mirada a su alrededor. Era una mirada de temor.

—No puedo entretenerme más. Podrían echarme de menos.

Sarah se decidió a decirle:

—¿Por qué no ha de quedarse si lo desea? Podemos volver juntas.

—¡Oh, no! —Carol retrocedió—. No puedo hacer eso.

—¿Por qué no? —dijo Sarah.

—De verdad, no puedo. Mi madre se…

—Ya sé que a veces a los padres les cuesta mucho darse cuenta de que sus hijos han crecido —dijo pausadamente Sarah—. Por eso siguen intentando dirigir sus vidas. Sin embargo, es una lástima que los hijos se dejen vencer. Uno tiene que luchar por sus derechos.

—Usted no lo entiende… no lo entiende —murmuró Carol. Sus manos se retorcían nerviosamente.

—A veces, uno cede por temor a las peleas —prosiguió Sarah—. Las peleas familiares son siempre muy desagradables, pero yo creo que la libertad de acción es algo por lo que merece la pena luchar.

—¿Libertad? —Carol la miró fijamente—. Ninguno de nosotros ha sido nunca libre. Nunca lo seremos.

—¡Eso es una tontería! —declaró Sarah con sequedad.

Carol se inclinó hacia ella y tocó su brazo.

—Óigame. Quiero que comprenda —dijo—. Antes de casarse, mi madre, bueno, en realidad es mi madrastra, fue celadora en una cárcel. Mi padre era el gobernador y se casó con ella. Desde entonces, todo ha seguido igual. Ella ha continuado siendo una celadora, la nuestra. Por eso nuestra vida es como la de alguien que está en la cárcel.

Carol volvió a mirar a su alrededor.

—Se han dado cuenta de mi ausencia. Tengo que irme. Sarah la agarró del brazo cuando se marchaba.

—Un momento. Tenemos que vernos otra vez y hablar.

—No puedo. Es imposible.

—¡Sí que puede! —dijo Sarah autoritariamente—. Vaya a mi habitación después de la hora de acostarse. Es la trescientos diecinueve. No lo olvide, trescientos diecinueve. Soltó a la muchacha y Carol corrió a reunirse con su familia.

Sarah se quedó allí parada mirándola fijamente mientras se alejaba. Cuando salió de sus pensamientos, descubrió al doctor Gerard a su lado.

—Buenos días, señorita King. ¿Así que ha estado usted hablando con la señorita Carol Boynton?

—Sí, hemos sostenido la más extraordinaria conversación que pueda imaginarse. Déjeme que le cuente.

Repitió lo esencial de su charla con Carol. Al llegar a cierto punto, Gerard se sobresaltó.

—¿Ese viejo hipopótamo era celadora en una cárcel? Podría ser muy significativo.

—¿Quiere decir que de ahí procede su tiranía? —preguntó Sarah—. ¿La costumbre de su antigua profesión?

Gerard movió negativamente la cabeza.

—No. Eso es abordar la cuestión desde un ángulo equivocado. Esa mujer no ama la tiranía por haber sido celadora en una cárcel. Sería mejor decir que se hizo celadora porque amaba la tiranía. Según mi teoría, fue el secreto deseo de ejercer su poder sobre otros seres humanos lo que la empujó a adoptar esa profesión.

Con suma gravedad, el doctor continuó:

—Hay cosas muy extrañas enterradas en el subconsciente. Ansia de poder, anhelos de crueldad, deseos salvajes de destrucción. Todo ello es la herencia del pasado más ancestral de nuestra raza. Todo está ahí, señorita King, la crueldad, el salvajismo, la lujuria… En nuestra vida consciente, cerramos la puerta a esas cosas y las negamos, pero a veces son demasiado fuertes.

Sarah se estremeció.

—Lo sé.

—Hoy en día podemos verlo mirando a nuestro alrededor —continuó Gerard—, en los credos políticos, en la conducta de las naciones. Asistimos a un retroceso, una reacción contra el humanitarismo, la piedad, el espíritu de hermandad. Los programas políticos suenan bien a veces, un régimen sabio, un gobierno benéfico, pero se imponen por la fuerza, sobre una base de crueldad y temor. ¡Esos apóstoles de la violencia están abriendo la puerta, están liberando el antiguo salvajismo, el viejo gusto por la crueldad gratuita! Es enormemente difícil. El hombre es un animal con un equilibrio muy precario. Tiene una necesidad primordial: sobrevivir. Avanzar con demasiada rapidez es tan fatal como quedarse atrás. ¡Tiene que sobrevivir! ¡Quizá está obligado a conservar algo de su antiguo salvajismo, pero definitivamente no debe divinizarlo!

Hizo una pausa. Entonces, Sarah dijo:

—¿Cree que la vieja señora Boynton es una especie de sádica?

—Estoy casi seguro de ello. Creo que disfruta haciendo daño. Pero no un daño físico, sino mental. Es un tipo de sadismo mucho más raro y mucho más difícil de tratar. Le gusta controlar a otros seres humanos y le gusta hacerles sufrir.

—¡Es detestable! —dijo Sarah.

Gerard contó a Sarah su conversación con Jefferson Cope.

—¿Y ese hombre no se da cuenta de lo que sucede? —preguntó pensativa.

—¿Cómo podría? No es un psicólogo.

—Cierto. ¡No posee nuestra desagradable inteligencia!

—Exactamente. Su temperamento es el propio de un americano normal, agradable, honrado y sentimental. Prefiere creer en el bien y no en el mal. Se da cuenta de que los Boynton viven en un ambiente equivocado, pero supone que la señora Boynton actúa guiada por un cariño mal entendido y no por maldad.

—Seguramente, eso la divierte.

—¡No es difícil imaginar que sí!

—¿Y por qué no rompen con ella? —preguntó Sarah con impaciencia—. Podrían hacerlo.

Gerard negó con la cabeza.

—No, en eso se equivoca. No pueden. ¿No ha visto nunca el viejo experimento del gallo? Se traza una raya en el suelo con tiza y se obliga al gallo a apoyar el pico sobre ella. El gallo cree que está atado. No puede levantar la cabeza. Lo mismo les pasa a esos desgraciados. Recuerde que esa mujer los ha manipulado desde que eran niños. Y su dominio ha sido mental. Los ha hipnotizado y les ha hecho creer que no pueden desobedecerla. Ya sé que muchos dirían que eso es una estupidez, pero usted y yo sabemos que no lo es. Les ha hecho creer que es inevitable que dependan de ella completamente. ¡Hace tanto tiempo que están en la cárcel, que si la puerta estuviese abierta ni siquiera se darían cuenta! ¡Uno de ellos al menos, ya ni siquiera desea ser libre! Y todos tendrían miedo de la libertad.

—¿Qué ocurrirá cuando ella muera? —preguntó Sarah con un gran sentido práctico.

Gerard se encogió de hombros.

—Depende de lo que tarde en ocurrir. Si sucediera ahora… quizá no fuese demasiado tarde. El chico y la chica todavía son jóvenes, impresionables. Creo que podrían volver a ser personas normales. Es posible que en el caso de Lennox la cosa haya ido ya demasiado lejos. Me parece un hombre que ha perdido ya la esperanza, que vive y aguanta embrutecido como una bestia.

Sarah replicó impaciente:

—¡Su mujer debería haber hecho algo! ¡Debería haberle sacado de esto!

—Quizá lo probó y fracasó.

—¿Cree usted que también es víctima del mismo hechizo? Gerard movió negativamente la cabeza.

—No, no creo que la anciana tenga ningún poder sobre ella, y por ese motivo la odia, un odio amargo. Fíjese en sus ojos.

Sarah frunció el ceño.

—No acabo de entender a esa joven. ¿Sabe lo que está pasando?

—Creo que seguramente se la ha ocurrido pensarlo.

—¡A esa mujer habría que asesinarla! —dijo Sarah—. Yo le recetaría arsénico en el té del desayuno.

Después añadió bruscamente:

—¿Y qué pasa con la más joven? Me refiero a la del cabello rojo dorado y la fascinante y vacía sonrisa.

Gerard frunció el ceño.

—No sé. Ahí hay algo raro. Por supuesto, Ginebra Boynton es hija de la vieja, su propia hija.

—Sí. Eso debería variar las cosas, ¿o no? Muy despacio, Gerard replicó:

—No creo que cuando la manía por el poder (y el gusto por la crueldad) se han apoderado de un ser humano, este pueda dejar al margen a nadie. Ni siquiera a sus más allegados y queridos.

Permaneció en silencio durante un momento y después añadió:

—¿Es usted cristiana, mademoiselle?

—No lo sé —respondió Sarah con lentitud—. Solía pensar que no era creyente. Pero ahora, no estoy segura. Siento que si pudiera barrer todo esto —gesticuló violentamente—. Todos los templos y las sectas y las iglesias que luchan ferozmente las unas contra las otras, podría tal vez contemplar la serena figura de Cristo cabalgando sobre un burro hacia Jerusalén… y creer en Él.

En tono grave, el doctor Gerard dijo:

—Yo creo al menos en uno de los principales dogmas de la fe cristiana: conformarse con un lugar humilde. Soy doctor y sé que la ambición, el deseo de triunfar, de tener poder, es la causa de la mayor parte de los males que afectan al alma humana. Si el deseo se realiza, conduce a la arrogancia, a la violencia y a la saciedad; y si no se realiza a si no se realiza, entonces basta acudir a todos los asilos para enfermos mentales que existen. ¡Son el mejor testimonio de lo que sucede! Esos lugares están llenos de seres humanos que no pudieron resistir el saberse mediocres, insignificantes, inútiles, que inventaron vías para escapar de la realidad y ello hizo que los encerraran y los apartaran de la vida para siempre.

Abruptamente, Sarah replicó:

—Es una lástima que la vieja Boynton no esté en un manicomio. Gerard negó con la cabeza.

—No, su lugar no está entre los fracasados. Es mucho peor que eso. Ella ha triunfado. ¿No se da cuenta? Ha cumplido su sueño.

Sarah se estremeció y gritó apasionadamente:

—¡Estas cosas no deberían pasar!