En medio de estas sombrías meditaciones, un soplo de vulgaridad vino a traer cierto alivio.
Un hombre entró en el comedor y al ver a los Boynton fue hacia ellos. Era un norteamericano de mediana edad y aspecto agradable del tipo más convencional. Vestía con elegancia, iba completamente afeitado y su voz era un tanto lenta y monótona.
—Les estaba buscando —dijo.
Meticulosamente, cambió apretones de manos con toda la familia.
—¿Cómo se encuentra usted, señora Boynton? ¿Cansada del viaje?
Casi cortesmente, la vieja replicó:
—No, gracias. Como ya sabe, mi salud nunca es buena.
—Desde luego… Es una lástima… una lástima.
—Pero tampoco me encuentro peor.
Y con una sonrisa de reptil, la mujer agregó:
—Nadine me cuida muy bien, ¿verdad, Nadine?
—Hago lo que puedo —su voz era totalmente inexpresiva.
—Estoy seguro de que lo hace —aseguró calurosamente el recién llegado—. Bien, Lennox, ¿qué le parece la ciudad del Rey David?
—No sé…
Lennox hablaba apáticamente, sin interés.
—Le ha decepcionado, ¿verdad? A mí al principio me ocurrió lo mismo. Será que todavía no ha salido usted mucho a pasear.
Carol Boynton explicó:
—No podemos salir mucho a causa de mamá.
Y la señora Boynton corroboró:
—Un par de horas de turismo cada día es todo lo que puedo resistir.
—Creo que es maravilloso que sea capaz de hacer todo lo que hace, señora Boynton —declaró con entusiasmo el americano.
La señora Boynton soltó una carcajada gutural.
—¡No es el cuerpo lo que importa, sino la mente…! Sí, la mente…
Su voz se apagó y Gerard notó que Raymond Boynton daba un respingo.
—¿Ha estado usted en el Muro de las Lamentaciones, señor Cope? —preguntó el joven.
—Desde luego. Fue uno de los primeros lugares que visité. Espero terminar de ver todo Jerusalén en un par de días más y ya he encargado a los de la agencia Cook que me preparen un itinerario para recorrer toda Tierra Santa: Belén, Nazaret, el Tiberíades, el mar de Galilea. Después visitaré Jerash, donde hay una ruinas romanas también muy interesantes. Y me encantaría echarle un vistazo a la Ciudad Rosa de Petra; según creo es un fenómeno natural sumamente notable. Queda un poco fuera de las rutas normales. Se necesita casi una semana para ir allí y volver y visitarla como es debido.
—¡Me gustaría ir! —dijo Carol—. ¡Suena estupendamente!
—De veras creo que vale la pena visitarla —el señor Cope hizo una pausa, dirigió una vacilante mirada a la señora Boynton y prosiguió con una voz que al francés le pareció claramente insegura—. Me encantaría que algunos de ustedes me acompañaran. Naturalmente, comprendo que usted no está en condiciones de hacer ese viaje, señora Boynton, y que alguien de su familia deseará quedarse a su lado, pero si estuviera dispuesta a dividir las fuerzas, por así decirlo…
Guardó silencio. Gerard escuchó el entrechocar de las agujas de tejer de la señora Boynton. La anciana replicó:
—No creo que ninguno de nosotros quiera separarse de los demás. Somos una familia muy unida —levantó la vista—. ¿Qué decís, niños?
Había un sospechoso tono en su voz. Las respuestas no se hicieron esperar.
—¡No, mamá!
—¡De ninguna manera!
—¡No, por supuesto que no!
Siempre con su peculiar sonrisa en los labios, la señora Boynton dijo:
—¿Lo ve? No quieren dejarme. ¿Y tú, Nadine? No has dicho nada.
—No, mamá. Gracias. No quiero ir, a menos que Lennox lo desee.
Lentamente, la señora Boynton volvió la cabeza hacia su hijo.
—¿Qué contestas, Lennox? ¿Por qué no vais tú y Nadine? Ella parece tener deseos de visitar ese lugar.
Lennox se sobresaltó y levantó la vista.
—No… no —tartamudeó—. Creo que es preferible que permanezcamos juntos.
Afablemente, el señor Cope comentó:
—¡Sí que son ustedes realmente una familia muy unida!
Pero en su afabilidad había algo que sonaba hueco y forzado.
—Somos muy reservados —dijo la señora Boynton y empezó a enrollar su ovillo—. Por cierto, Raymond, ¿quién era aquella joven que te habló hace un momento?
Raymond la miró nerviosamente. Enrojeció primero y palideció después.
—No… no sé cómo se llama. Viajaba en el tren… la otra noche.
La señora Boynton empezó lentamente a levantarse de su silla.
—No creo que nos interese relacionarnos con ella —dijo.
Nadine se levantó y ayudó a la anciana a salir de su sillón. Lo hizo con una profesional destreza que llamó la atención de Gerard.
—Es hora de acostarse —anunció la señora Boynton—. Buenas noches, señor Cope.
—Buenas noches, señora Boynton. Buenas noches, señora Lennox. Salieron formando una pequeña procesión. A ninguno de los jóvenes pareció ocurrírsele permanecer en el comedor.
El señor Cope los miró alejarse. La expresión de su rostro era de extrañeza. Como el doctor Gerard ya sabía por experiencia, los norteamericanos suelen ser muy sociables. No tienen la suspicacia del viajero británico. Para un hombre del tacto del doctor Gerard, trabar conocimiento con el señor Cope no presentaba excesivas dificultades. El americano estaba solo y, como la mayoría de sus compatriotas, dispuesto a ser amistoso. Su tarjeta de presentación precedió de nuevo al doctor Gerard.
—¡Sí, claro, el doctor Gerard! Usted estuvo en los Estados Unidos no hace mucho.
—El pasado otoño. Di unas conferencias en Harvard.
—Desde luego. Es usted uno de los nombres más distinguidos de la profesión médica. El primero de su país.
—Protesto, caballero. ¡Es usted demasiado amable!
—En absoluto. Es un enorme privilegio para mí el conocerle. Por cierto que en estos momentos se encuentran en Jerusalén varios personajes distinguidos. Usted, lord Weildon, sir Gabriel Steinmaum, el financiero. También el veterano arqueólogo inglés, sir Manders Stone. Y lady Westholme, una mujer de gran relieve en la política inglesa. ¡Y el famoso detective belga Hércules Poirot!
—¿El pequeño Hércules Poirot? ¿Está aquí?
—Leí en el periódico local que había llegado hacía poco. Parece como si el mundo entero se hubiese congregado en el Hotel Salomón. Un hotel excelente, y muy bien decorado.
Era indudable que Jefferson Cope estaba disfrutando. El doctor Gerard era un hombre que sabía ser simpático cuando le interesaba. Al cabo de un rato, se dirigieron juntos al bar.
Después de un par de whiskies con soda, Gerard preguntó:
—Dígame, ¿esa gente con la que estaba usted hablando es un ejemplo de la típica familia americana?
Jefferson Cope sorbía pensativo su bebida.
—Bueno, yo diría que no exactamente —dijo.
—¿No? Sin embargo, me pareció una familia muy unida.
—¿Quiere usted decir que todos parecen girar alrededor de la vieja? —murmuró Cope lentamente.
Es verdad. Es una anciana muy notable, ¿sabe?
—¿De veras?
El señor Cope no necesitaba que le empujasen demasiado. La leve invitación fue suficiente.
—Doctor Gerard, no tengo inconveniente en decirle que he pensado bastante en esa familia últimamente. En realidad he pensado mucho en ellos. Creo que sería un descanso para mi cerebro hablar con usted de este asunto, si no le aburro.
El doctor Gerard aseguró que no le aburría en absoluto. El señor Jefferson Cope prosiguió lentamente. Su pulcro y afeitado rostro reflejaba perplejidad.
—Le aseguro que estoy un poco preocupado. La señora Boynton, ¿sabe?, es una vieja amiga mía. No me refiero a la anciana señora Boynton, sino a la joven, a la señora de Lennox Boynton.
—¡Ah sí! Esa joven encantadora de pelo negro.
—Exacto. Esa es Nadine. Nadine Boynton es una persona encantadora, doctor. La conocí antes de que se casara. Entonces trabajaba en un hospital, preparándose para ser enfermera. Pasó unas vacaciones con los Boynton y se casó con Lennox.
—¿Sí?
El señor Jefferson Cope tomó otro sorbo de whisky con soda y prosiguió:
—Quisiera explicarle algo acerca de la historia familiar de los Boynton.
—Me interesa mucho.
—El último Elmer Boynton, un hombre de gran carisma y muy conocido, se casó dos veces. Su primera esposa murió cuando Carol y Raymond eran muy pequeños. Me han dicho que la segunda señora Boynton era muy hermosa aunque no demasiado joven cuando él se casó con ella. Resulta casi increíble que alguna vez haya sido hermosa, sobre todo viéndola ahora, pero quien me lo contó lo sabía de muy buena tinta. En cualquier caso, su marido la admiraba mucho y seguía todos sus consejos. Antes de morir estuvo varios años inválido y prácticamente fue ella quien dirigió el cotarro. Es una mujer muy capaz, con gran talento para los negocios. Y muy concienzuda también. Después de la muerte de Elmer, se entregó por entero al cuidado de los niños. La chica más joven, Ginebra, es su propia hija. Muy linda, con su pelo rojo dorado, pero algo delicada de salud. Pues bien, como le decía, la señora Boynton se dedicó por completo a su familia. Los apartó completamente del mundo exterior. No sé lo que opinará usted, doctor Gerard, pero no me parece un proceder muy sensato.
—Estoy de acuerdo con usted. Es muy perjudicial para el desarrollo mental.
—Exacto, yo no lo hubiera expresado mejor. La señora Boynton protegió a esos niños del mundo exterior y nunca les permitió ninguna relación externa. El resultado es que han crecido… bueno, bastante nerviosos. Son asustadizos… ya me entiende. Incapaces de trabar amistad con nadie. Eso es malo.
—Sí, muy malo.
—Estoy seguro de que la señora Boynton ha obrado de buena fe y de que todo se debe a un exceso de cariño por su parte.
—¿Viven todos en casa? —preguntó el doctor.
—Sí.
—¿Ninguno de los hijos trabaja?
—No. Elmer Boynton era un hombre rico. Dejó toda su fortuna a la señora Boynton mientras viviera, pero se sobreentendía que era para el sostén general de la familia.
—Entonces todos dependen económicamente de ella, ¿no es así?
—Así es. Ella ha hecho lo posible para que vivan en casa y no busquen ningún empleo fuera. Quizá sea lo correcto. Son lo bastante ricos para no necesitar trabajar; pero yo opino que, para el hombre al menos, el trabajo es un estímulo. Por otra parte, ninguno de ellos tiene aficiones. No juegan al golf. No pertenecen a ningún club de campo. No van a bailes ni hacen nada con otros jóvenes de su edad. Viven en una especie de cuartel lejos de todo lugar habitado, en pleno campo. Le aseguro, doctor, que todo eso me parece una equivocación.
—Estoy de acuerdo con usted —aseguró Gerard.
—Ninguno de ellos tiene el menor sentido social. El espíritu de comunidad… ¡Eso es lo que les falta! Puede que sean una familia muy unida, pero están totalmente encerrados en ellos mismos.
—¿Ninguno ha intentado independizarse nunca?
—Que yo sepa, no. Simplemente, se dejan llevar.
—¿Cree que la culpa es de ellos o de la señora Boynton?
Jefferson Cope se movió, inquieto.
—Bueno, en cierto sentido, creo que ella es más o menos responsable. Los ha educado mal. Sin embargo, cuando un joven llega a la madurez, depende de él el obrar según sus propios impulsos. Ningún muchacho debería permanecer ligado a las faldas de su madre. Debería elegir ser independiente.
—Eso podría resultarle imposible —murmuró pensativo el doctor Gerard.
—¿Imposible por qué?
—Existen medios de impedir el crecimiento de un árbol, señor Cope.
—Todos están muy sanos, doctor Gerard. —Cope lo miró fijamente.
—La mente puede estar entorpecida y deformada lo mismo que el cuerpo.
—También son inteligentes —continuó Jefferson Cope—. No, doctor Gerard, créame. Un hombre tiene el dominio de su destino en sus propias manos. Un hombre que se respeta a sí mismo se independiza y hace algo con su vida. No se sienta alrededor de su madre a jugar con sus pulgares. Ninguna mujer debería respetar a un hombre que hiciera eso.
Gerard miró curiosamente a su compañero.
—Creo que se refiere particularmente al señor Lennox Boynton, ¿no es cierto? —preguntó.
—Sí, estaba pensando en Lennox. Raymond es sólo un muchacho. Pero Lennox tiene ya treinta años. Ya va siendo hora de que se muestre capaz de hacer algo.
—¿Tal vez es una vida difícil para su mujer?
—¡Claro que es una vida difícil para ella! Nadine es una muchacha excelente. La admiro mucho más de lo que puedo decir. Nunca se ha quejado ni lo más mínimo. Pero no es feliz, doctor Gerard. No podría ser más desgraciada.
—Sí, creo que tiene usted razón —asintió Gerard meneando la cabeza.
—¡No sé lo que piensa usted de esto, doctor Gerard, pero yo creo que el aguante de una mujer debería tener un límite! Si yo fuera Nadine, se lo dejaría claro a Lennox: o se pone a trabajar y demuestra de lo que está hecho o, de lo contrario,…
—¿Cree usted que ella debería abandonarlo?
—Tiene derecho a vivir su propia vida, doctor Gerard. Si Lennox no sabe apreciarla como se merece, hay otros hombres que sí sabrían.
—¿Usted, por ejemplo?
El americano enrojeció. Después miró directamente al francés con sencilla dignidad.
—Es verdad —dijo—. No me avergüenzo de mis sentimientos hacia ella. La respeto y la aprecio profundamente. Todo cuanto deseo es su felicidad. Si fuese feliz con Lennox, yo desaparecería de escena.
—Pero tal como están las cosas…
—¡Tal como están las cosas, estoy cerca de ella! ¡Si me quiere, aquí me tiene!
—¡Es usted el parfait gentil caballero andante! —murmuró Gerard.
—¿Cómo dice?
—¡Mi querido amigo, hoy en día la caballería sólo permanece viva en los Estados Unidos! ¡Usted se siente satisfecho sirviendo a su dama sin esperar recompensa! ¡Es admirable! ¿Pero qué es exactamente lo que espera usted poder hacer por ella?
—Mi intención es permanecer a su lado por si me necesita.
—¿Puedo preguntarle cuál es la actitud de la vieja señora Boynton hacia usted?
Lentamente, Jefferson Cope replicó:
—Nunca se puede estar seguro de lo que piensa esa vieja dama. Como ya le he dicho, no le gusta mantener relaciones con extraños. Pero conmigo se comporta de manera diferente. Es siempre muy cordial y me trata casi como a uno de la familia.
—¿De hecho aprueba su amistad con la señora Lennox?
—Sí.
El doctor Gerard se encogió de hombros.
—¿No le parece un poco raro? Secamente, Jefferson Cope respondió:
—Le aseguro, doctor Gerard, que no hay nada deshonesto en nuestra amistad. Es puramente platónica.
—Mi querido amigo, estoy completamente seguro de ello. Le repito, sin embargo, que es extraño que la señora Boynton apoye esa amistad. Verá, señor Cope, la señora Boynton me interesa, me interesa muchísimo.
—Sin duda es una mujer notable. Tiene un carácter y una personalidad muy fuertes. Ya le he dicho que Elmer Boynton hacía mucho caso de sus opiniones.
—Tanto que le pareció bien dejar a sus hijos a merced de ella desde el punto de vista económico. En mi país, señor Cope, es legalmente imposible hacer una cosa semejante.
El señor Cope se levantó.
—En América —dijo— creemos ciegamente en la libertad absoluta.
El doctor Gerard también se levantó. La observación de Cope no le había causado ninguna impresión. La había oído en labios de otros muchos ciudadanos de distintas naciones. La ilusión de que la libertad es la prerrogativa de la raza de cada uno está bastante extendida.
El doctor Gerard era más sabio. Sabía que no podía considerarse libre a ninguna raza, país o individuo. Pero también sabía que hay grados muy diferentes de esclavitud.
Pensativo e interesado, subió a acostarse.