Capítulo III

Después de que Sarah abandonara el comedor, el doctor Gerard permaneció unos minutos sentado donde estaba. Luego se acercó a la mesa de las revistas, cogió el último número de Le Matin y fue a sentarse a pocos metros de la familia Boynton. Su curiosidad se había despertado.

Al principio le había divertido el interés de la joven inglesa por aquella familia norteamericana y había deducido sagazmente que aquel se hallaba inspirado por otro interés, más particular, en uno de los miembros de la misma. Pero en aquel momento, todo lo que aquella familia tenía de poco común aguijoneaba su espíritu imparcial de científico. Sentía que allí había algo de enorme interés psicológico.

Muy discretamente, camuflado detrás del periódico, se dedicó a estudiarlos. Empezó por el joven a quien la atractiva inglesa dedicaba tanta atención.

Sí, pensó Gerard, sin duda el tipo que podía atraer a una mujer como ella.

Sarah King poseía fuerza, equilibrio, nervios firmes, frialdad de juicio y una voluntad decidida. El doctor Gerard juzgaba al joven como un ser muy sensible, perceptivo, tímido y fácil de sugestionar. Con ojo clínico descubrió que el muchacho se encontraba en aquellos momentos en un estado de fuerte tensión nerviosa. Era obvio. El doctor Gerard se preguntó por qué. Estaba desconcertado. ¿Por qué un joven que gozaba de evidente buena salud y que estaba disfrutando de un viaje por el extranjero habría de encontrarse a punto de sufrir un ataque de nervios?

El doctor dirigió su atención hacia los otros componentes del grupo. La joven de cabellos castaños era indudablemente la hermana de Raymond. Tenían las mismas características físicas. Los dos eran de huesos menudos, bien formados y de aspecto aristocrático. Sus manos eran igualmente finas, tenían el mismo mentón, limpiamente perfilado, y la cabeza de ambos permanecía erguida con la misma elegancia sobre un largo y esbelto cuello. Y también la chica estaba nerviosa… Hacía leves movimientos compulsivos, sus ojos brillantes se hallaban subrayados por una profunda sombra. Su voz, al hablar, era demasiado rápida y parecía falta de aliento. Estaba vigilante, alerta, y se la veía incapaz de relajarse.

—Y también está asustada —decidió Gerard—. ¡Sí, tiene miedo!

Oyó fragmentos de conversación… Una conversación completamente normal.

—¿Qué os parece si vamos a las Cuadras de Salomón? ¿No será demasiado fatigoso para mamá? ¿El Muro de las Lamentaciones por la mañana? El Templo, por supuesto… Lo llaman la Mezquita de Omar… no sé por qué… Porque fue convertido en una mezquita musulmana, Lennox…

La charla típica de los turistas. No obstante, por alguna razón, Gerard tenía la extraña convicción de que todos esos fragmentos de diálogo que había captado al azar eran irreales. Eran una máscara, una tapadera para cubrir algo que se agitaba y arremolinaba bajo ellos, algo demasiado profundo y vago para convertirlo en palabras…

De nuevo se escudó detrás de Le Matin y dirigió una cautelosa mirada a los norteamericanos.

¿Lennox? Era el hermano mayor. Se advertía el mismo parecido familiar, pero había una diferencia. Lennox no estaba tan tenso. Gerard decidió que tenía un temperamento menos nervioso. Pero también en él había algo raro. A diferencia de los otros dos, no manifestaba ningún signo de tensión muscular. Estaba sentado con aire relajado, laso. Desconcertado, Gerard buscó entre sus recuerdos a los pacientes que había visto sentados así en las salas de los hospitales y pensó: «Está agotado. Sí, vencido por el sufrimiento. Esa mirada en sus ojos, la mirada de un perro herido o de un caballo enfermo… ese aguante bestial y mudo… Es curioso, físicamente no parece que le pase nada. Y sin embargo no hay duda de que últimamente ha soportado un gran sufrimiento, sufrimiento mental. Ahora ya no sufre, aguanta en silencio, esperando el próximo golpe… ¿Qué golpe? ¿Me estoy dejando llevar por la imaginación? No, ese hombre está esperando algo, está esperando que llegue el final. Así esperan los enfermos de cáncer, agradeciendo cualquier calmante que atenúe sus dolores…». Lennox Boynton se levantó y recogió un ovillo de lana que la vieja había dejado caer.

—Toma, mamá.

—Gracias.

¿Qué tejía aquella monumental e impasible mujer? Algo grueso y áspero. Gerard pensó: «Mitones para los habitantes de un asilo». Y sonrió ante su propia fantasía.

Dirigió su atención hacia el miembro más joven del grupo: la muchacha de cabello rojo dorado. Debía de tener unos diecinueve años. Su piel tenía la exquisita claridad que suele acompañar al cabello rojo. Aunque muy delgado, su rostro era bello. Estaba sentada sonriendo para sí misma… o al espacio. Había algo curioso en aquella sonrisa. Estaba muy lejos del Hotel Salomón, de Jerusalén. Al doctor Gerard le recordaba algo… De pronto, se acordó. Era la extraña y ultraterrena sonrisa de las doncellas de la Acrópolis de Atenas, algo lejano, encantador y un poco inhumano… La magia de su sonrisa, su exquisita fijeza, le hicieron sentir una punzada.

Y entonces, con cierto sobresalto, Gerard reparó en sus manos. Las tenía bajo la mesa, ocultas a la vista del grupo que la rodeaba, pero Gerard podía verlas claramente desde el lugar en el que estaba sentado. Sobre su regazo, destrozaban un pañuelito y lo convertían en finas tiras.

Esta visión hizo que se estremeciera. La vaga y lejana sonrisa… el cuerpo inmóvil… y las manos destructoras.