El chiquillo se había echado en la cama sin quitarse siquiera los zapatos, y hacía un rato que se revolvía encima de las mantas, durmiéndose de tanto en tanto, aunque no con un sueño de verdad. Sentada en una silla, en un rincón de la habitación, una mujer lo observaba intentando librarse de la molesta sensación de que no estaban obrando de la forma apropiada. Ni siquiera se había sacado el chaquetón porque en aquel hotel deprimente también la calefacción era un asco. Como la mugrienta moqueta y los puzles enmarcados en las paredes. Sólo los idiotas de sus jefes podían pensar que era una buena idea llevar allí a un chiquillo de trece años, después de lo que había ocurrido aquella noche. La estupidez de los policías. Y todo porque no habían conseguido localizar ni siquiera a un familiar con quien llevarlo. Únicamente habían encontrado a un tío, quien a pesar de todo no tenía intención alguna de desplazarse desde donde estaba, unas obras en el norte, en el culo del mundo. De manera que ahora se encontraba haciendo de niñera del chiquillo, en aquel hotel del carajo, y por la mañana ya decidirían qué hacer. Pero el chiquillo se agitaba, sobre las mantas, y la mujer era incapaz de digerir aquel abandono, y la tristeza de todo aquello. Ningún crío se merecía aquella mierda. Se levantó y se acercó a la cama. Hace frío, dijo, métete debajo de las mantas. El chiquillo hizo un gesto negativo con la cabeza. Ni siquiera abrió los ojos. Antes habían charlado un rato, ella había incluso logrado hacer que se riera. Tú imagínate que soy tu abuela, le había dicho. No eres tan vieja, le había dicho él. Me conservo bien, había dicho la mujer, que tenía cincuenta y seis años y, en realidad, se los notaba todos encima. Luego había intentado hacer que se durmiera, y ahora estaba allí, convencida de que todo era un error.
Se fue al lavabo a refrescarse la cara, porque tenía la intención de permanecer despierta. Y allí se le ocurrió una idea idiota que, no obstante, hizo que se sintiera inmediatamente mejor. Le fue dando vueltas en la cabeza y se dio cuenta de que hacía aguas por todas partes, pero le gustó también debido a lo insensata y delicada que era. Volvió a sentarse en aquella silla sin dejar de pensar, y como el chiquillo seguía removiéndose en la cama, en un momento dado dijo en voz baja A tomar por culo, se levantó, cogió su bolso y encendió las luces de la habitación. El chiquillo abrió los ojos y se dio la vuelta. Nos vamos de aquí, dijo la mujer. Coge tus cosas porque nos vamos de aquí. El chiquillo puso los pies en el suelo y miró a su alrededor. ¿Adónde?, preguntó. A un sitio mejor, dijo la mujer.
Salieron del hotel y se subieron a un viejo Honda, aparcado en la parte trasera. No llevaba los distintivos de la policía y no parecía estar en muy buen estado. Era un destartalado vehículo de servicio que en la comisaría sólo utilizaba ella. Le había cogido cariño. Cargó las cosas en el maletero, hizo subir al chiquillo y se puso al volante. Tú échate e intenta dormir, le dijo al chiquillo. Luego salió lentamente del aparcamiento, comprobando que no hubiera coches de la policía en las inmediaciones. Se relajó un poco sólo cuando enfilaron la carretera que salía de la ciudad. El chiquillo no hacía preguntas, y parecía sentir más curiosidad por la radio instalada en el salpicadero que por el motivo de aquel traslado en la noche. Una vez en el campo, ya no quedaba nada que ver por las ventanillas, pues todo acababa devorado por la oscuridad. Mientras la mujer conducía silenciosa, el chiquillo se acurrucó en el asiento y cerró los ojos. Duerme, dijo la mujer.
Condujo una buena hora, intentando concentrarse en la carretera, porque nunca le había gustado conducir y tenía miedo de dormirse. No había tráfico: a aquellas horas de la noche uno se cruzaba como mucho con algún camión insomne. Pero para la mujer resultaba difícil de todas formas, porque no estaba acostumbrada a esa clase de cosas y toda aquella oscuridad la ponía nerviosa. De manera que se alegró cuando vio que el chiquillo se levantaba y miraba a su alrededor, mientras se desperezaba como cualquier otro chiquillo, un chiquillo al que no le hubiera pasado lo que le había pasado a él. A la mujer le pareció que las cosas iban algo mejor.
Buenos días, señorito, dijo.
¿Dónde estamos?
Casi hemos llegado. ¿Quieres un poco de agua?
No.
También debe de haber alguna lata debajo del asiento.
No, no, estoy bien.
Te acuerdas de quién soy, ¿verdad?
Sí.
Detective Pearson.
Sí.
Lo único que tienes que hacer es relajarte, del resto me encargo yo. ¿Te fías de mí?
¿Dónde está mi chaquetón?
Está todo en el maletero. Lo he cogido todo.
¿Por qué no nos quedamos allí?
Aquello era un hotel horrible. No era una buena idea quedarse allí.
Yo quiero volver a casa.
Malcolm…, te llamas Malcolm, ¿verdad?
Sí.
Lo de volver a casa tampoco es una buena idea, Malcolm, créeme.
Quiero ver mi casa.
Ya la verás. Pero no esta noche.
¿Por qué?
No es necesario hablar ahora del tema.
¿Por qué?
Podemos hablar de otras cosas.
¿Por ejemplo?
De fútbol, de coches. O puedes hacerme las preguntas que quieras.
¿Quién eres?
Un detective, ya lo sabes.
¿Un detective mujer?
No está prohibido, ¿sabes?
Sí, pero… ¿cómo se te ocurrió eso?
Ah, eso… En un momento dado lo cambié todo y se me metió esa idea en la cabeza. Quería empezar desde cero. Estaba saliendo con un policía. Había un examen y lo aprobé.
¿Difícil?
Chorradas.
¿Disparar también?
Eso también.
¿Has disparado alguna vez luego?
Al principio. Pero yo no era de los que le encuentran gusto a eso. Me gustaban más otro tipo de cosas.
¿Por ejemplo?
Entender. Me gustaba entender. Y luego me gustaban los delincuentes. Los locos. Me gustaba entenderlos. En un momento determinado me puse a estudiar. Es lo único que casi terminé. Me utilizaban para eso, en la policía.
¿A qué te refieres con eso?
Cuando necesitaban entender la cabeza de los delincuentes o de los locos. Dejé de disparar y durante una buena temporada me utilizaron para otras cosas, para las que no se requerían pistolas. Era el tipo de policía al que envían a las cornisas para los que están a punto de lanzarse al vacío, ¿sabes a lo que me refiero?
Sí.
Me llamaban cuando había que leer las cartas de algún perturbado.
Qué guay.
Se me daba bien, por entonces.
¿Por qué siempre dices se me daba?
¿Eso digo?
Hacía eso, hacía lo otro…, ¿ya no eres policía?
Serlo, lo soy, pero hace ya tiempo que dejé de hacer las cosas bien.
¿Quién dice eso?
Lo digo yo.
¿Por qué?
Perdóname un momento… 3471, detective Pearson… Sí, el chico está conmigo… Lo sé… Lo sé perfectamente… No era una buena idea… Ya sé cuáles eran las órdenes, pero no era una buena idea, ¿te parece una buena idea tener a un chiquillo toda la noche en esa mierda de hotel después de lo que le ha ocurrido?, ¿es a eso a lo que tú llamarías una buena idea? Lo sé… Vale, ¿sabes qué puedes hacer con tu protocolo?… Haced lo que os dé la gana, ya sabes lo poco que me importa… Está aquí, conmigo, ya te lo he dicho… No, no te lo voy a decir, pero es el lugar apropiado para él… Puedes hacer todos los informes que quieras, luego también los haré yo… qué secuestro, pero qué carajo estás diciendo, sólo lo estoy llevando… No, no voy a regresar, dejémoslo aquí. Haz lo que quieras…Ya sabes por dónde me lo paso… Anda y que te den por culo, Stoner, corto y cierro.
Perdóname, señorito.
No pasa nada.
Perdóname por las palabrotas.
No pasa nada.
No pueden hacerme nada.
¿No?
Cuatro días más y se acabó. Devuelvo la placa y me jubilo. No pueden hacerme nada. Seguro que tú eres mi último trabajo, quiero hacerlo bien, y a mi manera.
¿Se jubilan los policías?
Eso si no los fríen antes.
¿Los fríen?
Los matan.
Ah.
Mira, vamos a hacer una cosa, pulsa esa tecla, la primera de la izquierda, y apaga esa radio. Así no nos fastidian más.
¿Ésta?
Sí. Muy bien.
¿También hay sirena?
Sí, pero está rota. Pero llevo la luz azul, si quieres.
¿Esa luz azul que gira en el techo?
Sí. Tendría que estar debajo del asiento. Con las latas.
Me gustaría.
Venga. Sácala.
¿Es ésta?
Abre la ventanilla y colócala sobre el techo.
¿No saldrá volando?
Espero que no. Debería ser magnética. Pero hace ya tiempo que no la utilizo.
Hecho.
Levanta esa ventanilla, entra un frío de mil demonios. Ok, encendamos. Voilà. Chulo, ¿verdad?
Es la luz de verdad de la policía.
¿Te gusta?
No lo sé.
¿Ocurre algo?
Había un montón de luces de éstas delante de casa.
Si no te gusta la quitamos.
No lo sé.
No te gusta, señorito, quitémosla.
Había la gran luz del fuego y luego fueron llegando todas aquellas luces.
Quítala, venga.
Perdona.
¿Por qué? Tienes razón, son luces horribles.
¿Dónde la pongo?
Tírala ahí, pero sube esa ventanilla.
Estaban todas aquellas caras que no había visto nunca, y encima de ellas giraba esa luz azul. Luego estaba aquel olor.
Hablemos de otra cosa, venga.
No.
Cuando lleguemos hablaremos un poco, si quieres.
No, ahora.
No estoy segura de que sea una buena idea.
¿Le prendió fuego alguien?
No lo sabemos.
Una casa no arde sola.
Puede ocurrir. Un cortocircuito, una estufa que se ha quedado encendida.
Alguien le prendió fuego. ¿Fueron los amigos de mi padre?
No lo sé. Aunque si es así, lo descubriremos.
¿Vas a descubrirlo tú?
Yo me jubilo ya, Malcolm. Se ocupará de ello el capullo de Stoner. Es un capullo, pero trabaja bien.
Tienes que decirle que nuestra casa no se quemó sola.
De acuerdo.
La quemaron ellos.
De acuerdo.
El fuego surgió de repente por todas partes. Yo lo vi.
De acuerdo.
Mis padres estaban discutiendo. Cuando discuten, yo me voy.
Sí, es un buen sistema, yo también lo utilizaba.
Estaba dando saltos desde la acera, con la bici, delante de casa. Luego surgió aquel fuego. Dejé la bicicleta allí y me acerqué. Miré por la ventana grande…
…
…
…
Era algo raro, no huían.
¿Quiénes?
Mi padre y mi madre. No hacían nada para huir de allí. Mi padre estaba sentado a la mesa, con su botella de vino, y la pistola colocada allí cerca, como siempre. Mi madre había salido de la cocina y estaba de pie delante de él. Y gritaban. Pero no…
Ok, ahora hablemos de otra cosa, Malcolm.
No.
Malcolm…
Se gritaban el uno contra el otro. Se lanzaban gritos. Y mientras tanto todo ardía.
Ok.
No habrían muerto si en vez de estar gritándose hubieran huido de allí. ¿Por qué no lo hicieron?
No lo sé, Malcolm.
Por eso no conseguía moverme. Los miraba. No conseguía moverme. Empezó a arder todo, y entonces empecé a caminar hacia atrás. Me detenía donde ya no ardía. Pero no podía dejar de mirar.
Pásame una lata, Malcolm.
Un momento. ¿Me van a preguntar por qué no entré a salvarlos?
No, no te lo van a preguntar.
Diles que fue porque veía aquello.
De acuerdo.
A mi padre no, pero a mi madre la vi como si fuera una antorcha, en un momento dado se encendió, pero ni siquiera en ese instante huyó, estaba allí como si fuera una antorcha.
Entonces la mujer levantó una mano del volante y la apoyó sobre una de las manos del chiquillo. Apretó con fuerza. Aminoró un poco porque conducía pocas veces y no se sentía segura, no le gustaba conducir con una sola mano. En la oscuridad, por aquella carretera en la nada. Pero mantuvo la mano apretada sobre la del chiquillo, procurando no dar bandazos —quería decirle que lo dejara, pero también que si quería proseguir ella seguiría cogiéndolo de la mano. Él añadió que al final ya no quedó nada de la casa, y le preguntó cómo era posible que de una casa no quedara nada, después de que se prendiera fuego, en la oscuridad de la noche. La mujer sabía que la respuesta exacta era que, de aquella casa, permanecerían un montón de cosas para siempre y que él iba a emplear toda una vida para quitársela de la cabeza, pero en cambio respondió que sí, que era posible, cuando una casa era de madera podía quedar reducida a un montón de cenizas, por muy raro que pudiera parecer, si una noche el fuego decidía devorarla, al encenderse el hogar en el salón durante la noche. Todo echaba humo, dijo él. Seguirá echando humo mucho tiempo, pensó ella. Y se preguntó si existe una posibilidad, una sola, de volver a mirar a lo lejos cuando delante siempre tenemos, todos, alguna ruina echando humo, y aquel chiquillo más que ningún otro. Conduzco de pena con una sola mano, dijo. El chiquillo le cogió la mano y se la colocó en el volante. Me las apaño, dijo. Luego se quedaron callados largo rato. Estaban en aquella carretera que llevaba hacia el este, sin girar nunca, o haciéndolo muy poco, para sortear algún bosque. A la luz de los faros iba descubriéndose poco a poco, como un secreto de no mucha importancia. De tanto en tanto se cruzaban con algún coche, pero no lo miraban nunca. El chiquillo cogió una lata, la abrió, se la tendió a la mujer, luego se acordó de la historia de conducir con una sola mano, de manera que se la acercó a los labios y entonces ella se echó a reír, y dijo que así no, que no podía —no podía hacer un montón de cosas de ese tipo, dijo. Sabes conducir por la noche, dijo el chiquillo. Esta vez sí, dijo la mujer.
Pero lo hago sólo por ti, añadió.
Gracias.
Lo hago de buena gana. Hacía un montón de tiempo que no hacía algo de buena gana.
¿De verdad?
Tan de buena gana, quiero decir.
Eres rara, no pareces un policía.
¿Por qué?
Estás gorda.
El mundo está lleno de policías gordos.
No vas vestida de policía.
No.
Y este coche da asco.
Eh, señorito, estás hablando de un Honda Civic propiedad de la policía de Birmingham.
Por dentro. Por dentro da asco.
Ah, es eso.
Sí, es eso.
En la central lavan los coches cada mañana, pero el mío no, el mío no quiero.
Te gusta así.
Sí.
Hay palomitas por todas partes.
Me encantan las palomitas. No es fácil comerlas mientras conduces.
Lo entiendo.
Y, además, ahora me ves así, pero yo era una mujer de bandera, ¿sabes?
Yo no he dicho que seas fea.
En efecto. Soy guapísima. Y aún lo era más. No es por nada, pero mis tetas son famosas en todas las comisarías de las Midlands.
Ostras.
Estoy bromeando.
Ah.
Pero es verdad, era una mujer hermosa, era una chica guapísima y luego fui una mujer muy atractiva. Ahora es otra cosa.
¿O sea?
Ya no me importa.
No lo creo.
Lo sé, uno no lo cree si no le sucede. Como un montón de cosas más.
¿Tienes marido?
No.
¿Hijos?
Tengo uno, pero no lo veo desde hace años. No se me daba bien hacer de madre. Así fueron las cosas.
Se te daba bien hacer de policía.
Sí, durante un tiempo se me dio bien.
Luego te pusiste gorda.
Digámoslo así.
Lo he entendido.
No estoy muy segura, pero dejémoslo así.
No, de verdad, lo he entendido.
¿Qué has entendido?
Eres como mis padres, que cuando se caló fuego no huyeron. ¿Por qué os pasan estas cosas?
Oye, oye, ¿de qué estás hablando?
No lo sé.
Y una mierda me iba yo a quedar achicharrándome en aquella casa, créeme.
…
Perdóname, no quería decir eso.
No pasa nada.
Quería decir que yo siempre he huido cuando la casa se quemaba, lo juro, he huido un montón de veces, no he hecho otra cosa que huir. No se trata de eso.
Entonces, ¿de qué se trata?
Oye, oye, cuántas preguntas.
Era sólo por saber.
Entonces búscame unas palomitas, debería haber en el asiento de atrás.
¿Aquí?
Sí, por ahí. Un paquete familiar ya abierto.
No hay nada.
Mira por el suelo, se habrá caído.
¿Aquí abajo?
¿Y qué demonios es eso?
Pero no hablaba de las palomitas. Estaba viendo por el espejo retrovisor algo que no le gustaba. Demonios, dijo otra vez. Entrecerró un poco los ojos para ver bien. Se veía un coche, lejos, detrás de ellos, y por la luz azul, sobre el techo, tenía todo el aspecto de ser un vehículo de la policía. Ese capullo de Stoner, pensó la mujer. Luego, instintivamente, pisó el acelerador y se inclinó un poco sobre el volante, murmurando algo. El chiquillo se dio la vuelta y vio el coche con la luz azul, lejana en la oscuridad. No llevaba la sirena, sólo aquella luz azul. Echó una ojeada a la mujer y la vio concentrada en la conducción, agarrando el volante con las manos. Leía la carretera con los ojos un poco entrecerrados, echando de tanto en tanto un vistazo al retrovisor. El chiquillo se dio la vuelta otra vez y le pareció que el coche, allá detrás, estaba más cerca. No te vuelvas, le dijo la mujer, que da mala suerte. Añadió que cuando te están persiguiendo, no tienes que distraerte fijándote en el perseguidor, sino que tienes que concentrarte en tus decisiones, mantener la lucidez y saber que si das el máximo no van a conseguir pillarte. Hablaba para relajarse y porque lentamente había empezado a disminuir la marcha, cansada. Si en cambio eres tú quien persigue, lo que tienes que hacer es repetir todo lo que hace el otro, sin detenerte a pensar: pensar hace perder el tiempo, solamente tienes que repetir lo que está haciendo él y cuando lo tienes a tiro, separarte de su cerebro y hacer tu elección. Nueve de cada diez veces funciona, dijo. Eso siempre que no lleves un cacharro como éste debajo del culo, eso es obvio. Miró por el espejo retrovisor y vio el coche de policía dirigiéndose impasible hacia ellos, como una bola hacia la tronera. A saber cómo me habrá localizado, el muy capullo, dijo. Ya te he dicho que trabajaba bien, dijo. Esconde las latas, dijo. ¿Qué latas? La cerveza, dijo ella. El chiquillo miró a su alrededor, pero lo cierto es que no había latas. Tal vez estuvieran rodando por debajo de los asientos, en medio de las palomitas y todas aquellas cosas increíbles, como por ejemplo la caja de un secador del pelo, un póster enrollado, dos botas de pescar. No hay cervezas, dijo. Bien, dijo la mujer, y luego dijo que sería mejor que se tendiera en el asiento y fingiera estar dormido. Se le había ocurrido que eso impediría que Stoner gritara. Sería mejor que evitaran gritar. Hablando con calma del asunto a lo mejor lo convencía. Levantó los ojos hacia el espejo retrovisor y vio que para entonces la luz azul destellaba a una cincuentena de metros de ellos. Ya no soy capaz de planear algo y que me salga bien, pensó. Y fue presa de esa angustia que la ahogaba de noche, en las horas insomnes, cuando todas las teselas de su vida le pasaban por la mente y no había ni una en la que no hubiera escrito un final mezquino, insoslayable. Levantó un poco el pie del acelerador y el coche que iba detrás se le echó encima. El chiquillo había cerrado los ojos, las luces azules bajo los párpados, cada vez más cerca. El coche de policía puso el intermitente y con lentitud empezó a ponerse a su lado. La mujer dijo que tenía que permanecer calmada, y pensó en las primeras palabras que iba a decir. Déjame hacer mi trabajo, diría. El vehículo se colocó a su lado, ella se dio la vuelta. Pudo entrever un rostro que no conocía, un policía joven. Parecía bastante guapito. La observó un instante y luego levantó el pulgar para preguntarle si todo iba bien. Ella sonrió e hizo el mismo gesto. El vehículo aceleró y cuando estuvo a una veintena de metros se situó de nuevo en su carril. Empezó a alejarse lentamente. La mujer sabía con exactitud qué estaba ocurriendo en ese coche. Uno de los dos estaría diciendo algo sobre la rareza de algunas mujeres que salen de noche por ahí para conducir. El otro no diría nada y esto significaba que no iban a detenerse, no había razón para hacerlo. Si quiere conducir de noche, que lo haga, diría tal vez. Vio cómo se alejaban y siguió conduciendo de la forma más disciplinada posible, para que la olvidaran. Pensó que lo había logrado cuando los vio desaparecer tras una de las escasas curvas, y entonces aferró el volante con las manos, porque sabía cómo funcionaba y no iba a sorprenderse si los encontraba parados, a un lado de la carretera, esperándola tras la curva. Echó una ojeada al chiquillo. Estaba con los ojos cerrados, inmóvil, con la cabeza apoyada a un lado del asiento. No le dijo nada y entró en la curva. Venga, dijo en voz baja. Vio la carretera perdiéndose en la oscuridad y la luz azul destellando a lo lejos. Aminoró un poco y siguió conduciendo hasta que vio una explanada que se abría a un lado de la carretera. Fue frenando y llevó el coche hasta la explanada, deteniéndose con el motor encendido. Soltó los dedos del volante. A tomar por culo, pensó. Joder, qué palpitaciones, pensó, a estas alturas cualquier cosa me asusta. Apoyó la frente sobre el volante y empezó a llorar, en silencio. El chiquillo abrió los ojos y la miró, sin moverse. No estaba seguro de cómo había acabado la cosa. Miró hacia la carretera pero no había luces azules alrededor, sólo la oscuridad de antes y nada más. Y pese a todo aquella mujer estaba llorando y, es más, ahora estaba sollozando, golpeando rítmicamente el volante con la frente, pero despacio, sin hacerse daño. No dejó de hacerlo durante un buen rato y el chiquillo no se atrevió a hacer nada, hasta que ella levantó la frente de golpe, se secó los ojos con la manga del chaquetón, se volvió hacia él y con una voz más bien alegre dijo Era necesario. El chiquillo sonrió.
Algo que tienes que aprender, Malcolm, es que…, te llamas Malcolm, ¿verdad?
Sí.
Pues bien, algo que tienes que saber, Malcolm, es que cuando uno necesita llorar tiene que hacerlo, es inútil quedarse dándole vueltas y más vueltas sin decidirse.
Sí.
Después todo va mejor.
Sí.
¿Tienes un pañuelo?
No.
Yo tenía, en alguna parte… ¿Todo bien?
Sí.
Podemos continuar, ¿qué te parece?
Por mí está bien.
Por mí también. Entonces vamos.
¿Sabemos adónde nos dirigimos?
Claro.
¿Adónde?
Siempre recto, hasta el mar.
¿Estamos yendo al mar?
Hay un amigo mío allí. Te encontrarás bien.
Yo no quiero ir a casa de tu amigo, yo quiero quedarme contigo.
Él es mucho mejor. Cuando uno está cerca de él no puede pasarle nada.
¿Por qué?
No sé por qué. Pero es así.
¿Es viejo?
Es como yo. Dos años más. Pero no es viejo, es alguien que nunca se hará viejo. Será como estar con otro niño, ya verás.
Yo no quiero estar con otro niño. Yo nunca estoy con otros niños.
Vale, vale, te digo que todo saldrá bien, ¿te fías de mí?
¿Quién es?
Un amigo mío, ya te lo he dicho.
¿Amigo en qué sentido?
Madre mía, ¿qué quieres saber?
¿Por qué él?
Porque yo sólo conozco lugares miserables, y en cambio donde está él es hermoso, y tú necesitas estar en un lugar hermoso.
¿Es hermoso porque está cerca del mar?
No, es hermoso porque está él.
¿Qué quieres decir?
Oh, por Dios, no hagas que te lo explique todo, no puedo explicártelo.
Inténtalo.
¿Será posible?
Venga.
Yo qué sé, es el único lugar que se me ha ocurrido, tú estabas allí, en aquella cama horrorosa, en aquella habitación terrorífica y lo único que se me ha ocurrido es que no podíamos dejarte allí, así que me he preguntado si existía un lugar al que llevarte que fuera el lugar más bello del mundo, y la verdad es que no conozco lugares más bellos del mundo, no tengo ni siquiera uno guardado, bueno, aparte de uno, o tal vez dos, contando los jardines de Barrington Court, no sé si los has visto alguna vez; pero aparte de ésos, que quedan muy lejos, yo sólo conozco un único lugar más bello del mundo porque estuve allí y sé que, precisamente, se trata del lugar más bello del mundo, de manera que he pensado que podría llevarte allí, bastaría con que fuera capaz de conducir durante horas de noche, que es algo que odio hacer y que me angustia sólo de pensarlo, pero mirándote bien mientras intentabas dormir he decidido que iba a ser capaz de hacerlo y por eso te he levantado y te he metido en el coche, decidiendo que iba a ser capaz de llevarte hasta él, porque las cosas que hay a su alrededor, y el modo que tiene de tocarlas y de hablar de ellas, son el lugar más bello del mundo, el único que tengo. ¿He de volver a repetirlo colocando bien las frases una detrás de otra?
No, lo he entendido.
Bien.
Si eso es tan hermoso, ¿por qué no vives allí?
Vale, hombre, otra vez volvemos con el interrogatorio. Tú tendrías un gran futuro en la policía, ¿sabes?
Dime sólo una cosa, ¿por qué no vives allí, si él es… si eso es tan hermoso?
Es una historia de mayores, déjalo estar.
Dime sólo el principio.
¿El principio?, ¿qué principio?
Cómo empieza la historia.
Caramba, qué buen tipo eres.
Por favor.
Pues nada, es la historia de siempre, es el hombre de mi vida y yo soy la mujer de su vida, eso es todo, lo que ocurre es que nunca hemos sido capaces de vivir juntos, ¿contento?
Gracias.
No hay que pensar que es obvio que si uno ama a alguien de verdad, y mucho, además, lo mejor que se puede hacer juntos es vivir.
¿No?
No es tan obvio.
Ah.
Ya te advertí que era cosa de mayores.
Sí, me lo has advertido.
Te gustará. Él. Te gustará.
Tal vez.
Ya lo verás.
¿A qué se dedica?
Barcas. Pequeñas barcas de madera. Las hace una a una, se pasa todo el tiempo pensando en sus barcas. Son hermosas.
¿Las hace todas él?
De cabo a rabo, todas él.
¿Y luego?
Las vende. De vez en cuando las regala. Está loco.
¿A ti te regaló alguna?
¿A mí? No. Pero una vez hizo una con mi nombre. Lo escribió en once lugares ocultos, y nadie lo sabrá nunca, salvo yo.
Y yo.
Y tú, ahora.
Qué bonito.
Me lo prometió, así que lo hizo.
Qué bonito.
Sí. Dios Santo, de vez en cuando pienso en quién será el capullo que tendrá ahora esa barca, y ya no me siento tan segura de que sea una historia tan bonita.
No sabes dónde está tu barca.
No.
Pregúntaselo.
¿A él?
Sí.
Ya ves tú. No quiero saber nada, ni de él ni de sus barcas: cuanto menos sé al respecto, mejor estoy.
Se lo voy a preguntar yo, entonces.
Ni se te ocurra.
¿Le has dicho qué me ha pasado?
¿A él? No.
¿No sabe nada?
Si se trata de eso, ni siquiera sabe que estamos a punto de llegar a su casa.
No se lo has dicho.
No. No me apetecía llamarle por teléfono. Hace un montón de tiempo que no le llamo.
Pero perdona…
Es más, para ser sinceros, hace un montón de tiempo que no lo veo.
¿Cuánto tiempo?
No lo sé. Dos, tres años. No se me dan bien las fechas.
¿Dos o tres años?
Algo así.
¿Y ni siquiera le has avisado de que estás yendo a su casa?
No lo hago nunca. Llego hasta allí y llamo, todas las veces que lo he hecho he llegado allí y he llamado. También él, en cierta ocasión, vino hasta mi casa y llamó. No nos gusta telefonear.
A lo mejor ni siquiera está en casa.
Es posible.
¿Y qué vamos a hacer nosotros si no está?
Mira qué maravilla.
¿El qué?
La luz, allí al fondo. Se llama amanecer, es luz.
Amanecer.
Exactamente así. Lo hemos conseguido, señorito.
Y, en efecto, desde el horizonte se había levantado una luz cristalina que iba reencendiendo las cosas y que ponía de nuevo el tiempo en movimiento. Tal vez fuera el reflejo sobre el mar, pero había algo metálico en el aire que no todos los amaneceres tienen, y la mujer pensó que la ayudaría a permanecer lúcida, y calmada. No era cuestión de decírselo al chiquillo, pero lo cierto es que le provocaba ansiedad regresar allí, después de tanto tiempo. Además, sabía que no tenía ningún otro plan, en el caso de que fallara aquél, cosa que podía suceder perfectamente. Quizá él no se encontraba allí. Quizá estaba con una mujer, o a saber con quién. Había un montón de formas en que aquel asunto podía acabar torciéndose. Sin embargo ella se había imaginado la forma en que podía, en cambio, salir a la perfección, y sabía que en tal caso no habría podido inventarse nada mejor para aquel chiquillo, sobre eso no tenía ninguna duda. Se trataba sólo de seguir siendo optimistas. Aquella luz la ayudaba. De manera que se echó a reír, con el chiquillo, explicándole ciertas historias suyas, de cuando era pequeña. Hasta incluso encontraron, en un momento dado, las palomitas. Conducir resultaba ahora más fácil, y ni siquiera el hecho de llevar horas al volante representaba ya una carga para ella. Llegaron hasta el cartel de entrada de la ciudad sin darse cuenta siquiera. La mujer detuvo el coche y se bajó para estirar un poco las piernas. También el chiquillo se bajó. Dijo que la ciudad tenía un bonito nombre. Luego dijo que tenía que hacer pis y se adentró por el prado. La mujer lo vio pequeñito, en medio de aquel horizonte de hierba y casas lejanas, y sintió una punzada que no pudo entender, tan difícil resultaba separar el sabor de la añoranza de la hermosa sensación de haber hecho algo bueno. Tal vez no eres, en definitiva, ese fracaso que crees ser, se dijo. Y por un instante sintió que le subía el límpido descaro que tenía de joven, cuando sabía que no era ni peor ni mejor que tanta gente, sino únicamente distinta, de una manera preciosa e inevitable. Era cuando todo le daba miedo pero aún no le tenía miedo a nada. Ahora que había pasado tanto tiempo, una especie de inquieto cansancio se había adueñado un poco de todo, y la nitidez de aquel sentir se había vuelto muy rara. La reencontró allí, en la cuneta de la carretera, delante de un letrero que pronunciaba un nombre, aquel nombre, y deseó intensamente que no se fuera enseguida. Deseó fortísimamente que la acompañara hasta la casa de aquel hombre, porque entonces el hombre se la leería en los ojos y de nuevo pensaría otra vez hasta qué punto era ella única, y hermosa, e irrepetible. Se volvió porque el chiquillo le estaba gritando algo. No lo entendió muy bien, pero él le señaló el horizonte y entonces ella se fijó bien y lo que vio fue un camión, recortado en aquella luz de amanecer metálico, que transportaba una barca, por entre los prados, una barca blanca y grande que ahora parecía enfilar un rumbo absurdo en medio del maizal, las velas arriadas y el timón hacia las colinas. Vámonos, le gritó al chiquillo. Miró la hora y pensó que quizá fuera un poco pronto para dejarse caer por allí, por sorpresa, pero en cuanto el chiquillo llegó, subió al coche y puso el motor en marcha, porque tenía en sí una fuerza determinada que no sabía cuánto le iba a durar. No importaba si lo despertaban, pensó, no era de los que se cabrean. Tampoco importaba siquiera si lo encontraba con una mujer, en ese momento le pareció que no le importaría gran cosa. Era así, mucho tiempo atrás, de joven.
Atravesaron el centro de la pequeña ciudad y luego tomaron una carretera sin asfaltar que llevaba hasta el mar. Entraron en una pequeña explanada en medio de las casas bajitas de colores, y se movieron con lentitud por entre esqueletos de barcas y motores. Se detuvieron delante de una casa de una planta, pintada de rojo y blanco. La mujer apagó el motor. Vamos, dijo. Pero no se movió. El chiquillo la miraba sin saber muy bien qué hacer. Ella le desordenó con una caricia el pelo negro y le dijo que todo iba a salir bien. Se lo estaba diciendo a sí misma, y el chico lo comprendió. Sí, dijo.
En la puerta había una pequeña campana de bronce, de esas que suele haber en las barcas, y la mujer tiró de la cadenita y la hizo sonar unas cuantas veces. Tenía un sonido bonito, cristalino. Durante un tiempo no ocurrió nada, luego se abrió la puerta.
El hombre iba en camiseta y bóxers, los pies desnudos. Algo de pelo desordenado y gris en la cabeza.
Hola, Jonathan, dijo la mujer.
Tú, dijo simplemente el hombre, como si respondiera a una pregunta. Luego se volvió para mirar al chiquillo. Lo hizo entrecerrando un poco los ojos, porque no se había acostumbrado aún a la luz de la mañana.
Éste es Malcolm, dijo la mujer.
El hombre se quedó unos instantes estudiándolo. Luego volvió a mirar a la mujer.
¿Es mío?, preguntó.
La mujer no lo entendió bien de inmediato.
¿Es un hijo mío, por casualidad?, dijo el hombre, tranquilo.
La mujer se echó a reír.
¿Pero qué coño dices?, es un chiquillo y ya está, ¿te parece que iba a esconderte durante trece años un hijo tuyo?
Eres perfectamente capaz, dijo el hombre, pero seguía tranquilo. Luego dio un paso hacia el chiquillo y le tendió la mano. Hola, Mark, dijo. Eres pequeño para ir por ahí con mujeres tan guapas, dijo. Ándate con ojo, añadió.
Malcolm, no Mark, dijo la mujer.
Luego entraron en casa y el hombre se puso a preparar un desayuno. Había una única habitación grande, llena de objetos, que servía como cocina y como salón. En alguna otra parte habría una alcoba. La mujer sabía dónde se encontraban las cosas, y se puso a poner la mesa. Lo que se había imaginado era exactamente eso: hacer que el chiquillo tomara un desayuno en una mesa bien puesta. Mientras tanto contó algo de la historia, pero no toda. El hombre escuchaba sin interrumpir y de vez en cuando le daba al chiquillo algo que hacer, como si no estuvieran hablando de él. Tendrías que quedártelo aquí unos días, dijo al final la mujer, sólo el tiempo necesario para que pueda llegar su tío desde el norte. Algunos días, repitió. Claro, dijo el hombre. Había un delicioso aroma a French toast.
Sólo cuando hubieron acabado y colocado las cosas en su sitio la mujer dijo que tenía que marcharse sin falta. Fue hasta el coche a coger las cosas del chiquillo, el chaquetón y lo demás, y volvió para dejarlo todo sobre el sofá, en casa. Al chiquillo simplemente le estrechó la mano, porque era un detective, y le dio algún consejo que lo hizo sonreír. Luego le señaló al hombre con un pequeño gesto de la cabeza.
A ver si le puedes echar una ojeada, de tanto en tanto, dijo en voz baja. Puede montar unos desastres que ni te imaginas.
Del hombre se despidió sin decir nada, un beso en los labios. Apenas un poco largo —y cerrando los ojos, él.
Se subió al coche, sacudiendo con la mano, antes, las palomitas que había en el asiento. Se abrochó el cinturón de seguridad, pero luego se quedó allí, sin encender el motor. Miraba aquella casa, ante ella, y pensaba en la misteriosa permanencia de las cosas en la corriente nunca quieta de la vida. Pensaba que, viviendo con ellas, uno acaba dejando siempre algo como una ligera mano de pintura, el tinte de ciertas emociones destinadas a decolorarse, bajo el sol, en recuerdos. Pensaba también que tendría que poner gasolina y que hacer de vuelta toda aquella carretera, a solas, iba a ser un coñazo. Al menos no está oscuro, se dijo. Luego vio abrirse la puerta de la casa y al hombre saliendo, aún con la camiseta y los pies desnudos, acercándose con pasos lentos hacia ella. Se detuvo al lado de la portezuela. La mujer giró la manivela y bajó la ventanilla, aunque no completamente. Él apoyó una mano encima.
Hay el viento apropiado, dijo. A lo mejor podríamos salir a la bahía.
La mujer no dijo nada. Permanecía con la vista clavada en la casa.
Te marchas esta noche, qué más te da, dijo el hombre.
Entonces la mujer se volvió hacia el hombre y vio el mismo rostro de tantas otras veces, los dientes torcidos, los ojos claros, los labios de chiquillo, aquel pelo esparcido por la cabeza. Tardó un poco en decir algo. Pensaba en la misteriosa permanencia del amor, en la corriente nunca quieta de la vida.