Ella era una chiquilla, y vestirse de mujer hacía que pareciera aún más joven. Como el maquillaje, eso también: el carmín de los labios y las marcadas sombras alrededor de los ojos —ojos claros pero grises: como de loba. Llegó hacia las nueve de la noche, con su novio, el que tenía que ser evidentemente su novio, sólo algo mayor que ella. Debían de haber bebido ya bastante. No tenían reserva, y al portero del hotel le dijeron que habían olvidado la documentación en el coche. El portero era un hombre de unos sesenta años a quien la dirección le había ordenado que no se hiciera de rogar y cobrara por anticipado. No podía permitirse hacer lo que le pareciera, de manera que les dio a los dos una habitación en el tercer piso y les cobró. El muchacho sacó un fajo de billetes del bolsillo y pagó al contado. Mientras lo hacía, añadió alguna frase más bien grosera, porque parecía importarle dejar claro que era un tipo duro. La joven no dijo nada. Estaba de pie, dos pasos atrás.

Subieron a la habitación pero casi de inmediato bajaron de nuevo y se marcharon a cenar, sin despedirse.

Era un hotel más bien sórdido, en la periferia de la ciudad.

En el corazón de la noche el portero del hotel, echado en su camastro, oyó unos ruidos, en el vestíbulo, como de voces ahogadas. Se levantó para ir a ver y apoyados en una pared vio cómo se besaban aquellos dos. La joven parecía querer subir a la habitación, pero él la sujetaba, manteniéndola contra la pared, y ella, entre beso y beso, se reía a carcajadas. El chico le metió una mano por debajo de la falda y ella cerró entonces los ojos, sin dejar de reírse. Podía tratarse de una escena incluso simpática, pero él obraba de un modo que no era del todo bonito. El portero del hotel tosió levemente. El chico se dio vuelta hacia él y luego volvió a hacer lo que estaba haciendo, como si no le importara que alguien estuviera mirándolo, o como si le gustara. Pero al portero aquello no le iba nada, de manera que cogió la llave de su habitación y dijo en voz alta que les agradecería que subieran. El chico blasfemó, pero sacó la mano de allí y la usó para atusarse el pelo. Al final cogieron la llave y subieron. El portero del hotel se quedó de pie tras el mostrador, y estaba pensando en lo que había de delicioso en aquella chica cuando la joven reapareció en el vestíbulo, con una sombra de cansancio que antes no tenía, y dijo que no había toallas en la habitación. El portero estaba seguro de que las había, pero fue a buscarlas a la parte trasera sin hacer ningún comentario. Volvió con las toallas y se las tendió a la chica, que le dio las gracias de una bonita forma y empezó a irse. Pero tras dar dos pasos se detuvo y, dándose la vuelta hacia el hombre, le hizo una pregunta, como si la tuviera guardada desde hacía tiempo, y con un tono en el que había simple curiosidad y un poco de aquel cansancio.

¿Cuándo duermen los porteros de noche?, preguntó.

Por la noche, respondió el hombre.

Ah.

Aunque lo haces a trozos, claro está.

Quiere decir que acaba uno destrozado, ¿verdad?

No, quiero decir que sueles tener que despertarte y volver a dormirte muchas veces.

No es que sea una maravilla. ¿Cómo ha acabado haciendo un trabajo así?

No estaba en condiciones de poder elegir. Y, además, no me disgusta.

Claro, ser una estrella del rock debe ser otra cosa.

Seguro que no tendría la tranquilidad ni el tiempo del que tengo el privilegio de disponer.

¿Cómo dice?

Digo que a mí la cosa me va bien. Quería vivir tranquilo.

Qué feliz. En mi opinión, no ha tenido pelotas para soñar con algo mejor para usted. Buenas noches.

Qué curioso, es lo mismo que he pensado yo de usted.

¿Perdone?

Cuando la he visto entrar, y luego más tarde, allí, en el vestíbulo, lo que he pensado es que era una lástima.

¿Qué era una lástima?

Ese chico. Usted con ese chico. Usted, si me lo permite, es una muchacha deliciosa, eso se ve de inmediato.

¿Pero qué gilipolleces está diciendo?

Perdóneme. Que tenga buenas noches.

No, ahora me va usted a decir lo que quería decir.

No es importante.

De eso estoy segura, pero ahora me lo va a decir de todas formas.

Su novio estará esperando las toallas.

Eso es problema mío. ¿Qué es esa historia de la muchacha deliciosa?

Mantiene los pies uno junto a otro, bien pegados. No siempre las chicas se dan cuenta de que si llevan tacones altos la manera de estar, cuando están quietas, de pie, es con los pies bien juntos. A veces los separan sólo un dedo, pero no es lo mismo.

¿Será posible, el tío este?

No todas se dan cuenta, pero usted lo sabe, y luego está también todo lo demás, tiene una bonita forma de… de todo. El chico en cambio es completamente erróneo, ¿no?

Pero ¿usted se está escuchando?

De manera que he pensado que era una lástima. He pensado que usted no ha tenido pelotas para soñar con algo mejor.

Tendría usted que dormir un poco más, ¿sabe? No está nada bien.

Es posible. Pero uno se da cuenta de algunas cosas.

¿Pero de qué le parece que se da cuenta?

De algunas cosas.

¿Qué pasa, tiene usted estudios, es psicólogo por el día, es un adivino?

No. Es que ya tengo una edad, y he visto de todo.

¿Permaneciendo de pie detrás del mostrador de un hotel?

Incluso así.

Menuda experiencia.

He tenido otras.

¿De qué tipo?

Tener hijos como usted.

Ya ves tú.

¿Le parece algo sin importancia?

Todo el mundo puede tener hijos.

Eso es verdad. Estuve en la cárcel. ¿Eso le gusta?

¿Usted, en la cárcel?

Trece años.

¿Se está choteando de mí?

No me atrevería nunca.

Usted no es un tipo carcelario.

No, eso es cierto.

¿Acabó allí por error?

Acabé allí por una serie de causas que se alinearon de una forma anómala e incorregible.

No le entiendo.

Maté a un hombre.

Joder.

Su novio está esperándola.

¿Mató a un hombre cómo?

Le disparé. Un tiro, sólo uno.

Qué puntería…

Estaba a un metro, no resultaba muy fácil errar el tiro. Aunque el hecho de haber disparado sólo un tiro me ayudó ante el tribunal. No hay ensañamiento, ¿comprende?

Deja entrever que no le encontró gusto a la cosa.

Eso es.

Algo limpio.

Por decirlo de algún modo.

¿Por qué lo mató?

Es una larga historia.

Está bien, pues abréviela.

¿Y por qué tendría que hacerlo?

No lo sé, me gustaría conocerla.

Pues lo haremos así…

Vale, pero deprisa, que tengo que subir.

Yo le cuento la historia, pero usted a cambio se va de este hotel, enseguida, sin despedirse siquiera del tipo de arriba.

¿Cómo dice?

He dicho que con gusto se lo contaría, por qué lo maté, pero que a cambio me gustaría que usted luego se marchara de aquí y se volviera a casa.

¿Pero qué coño está diciendo?

Sinceramente, no lo sé. Pero se me ha ocurrido esta idea. Me gustaría mucho verla salir por esa puerta y marcharse a un sitio mejor.

¿Qué tiene este lugar que no sea adecuado?

Ese hombre.

¿Mi novio?

Tal vez. Usted y ese muchacho, sí. Es todo un error.

Lo que hay que oír.

A lo mejor me equivoco.

Claro que se equivoca.

¿Está segura?

Claro.

Entonces perdóneme. Coja las toallas. Buenas noches.

Un momento, un momento.

Vaya usted.

Un momento. Primero, la historia.

Ya le he dicho que con gusto se la contaría, pero que a cambio tendría que hacerme el favor de salir por esa puerta y volver a casa.

¿Pero qué pasa, es tonto o qué? ¿No creerá que yo iba a hacer eso realmente? Lo de irme sólo porque a usted le gustaría.

En efecto, lo veo como una eventualidad improbable.

Diga más bien imposible.

¿Por qué?

Se trata de mi vida, ¿qué tiene usted que ver?

¿Y aparte de eso?

Y, aparte de eso, de todas formas no podría irme.

¿Por qué?

Porque él me daría una paliza.

Ah, se trata de eso.

¿Contento?

No. De ninguna manera. ¿Cómo se ha metido en este lío?

Yo qué sé.

Fantástico.

Me gustaba…, bueno, me gusta, lo que pasa es que…

¿Qué le gusta?

Mi novio.

Ya, pero ¿qué le gusta de él?

Qué chorrada de pregunta: me gusta él, cómo es, me gusta porque está loco, me gusta en la cama. ¿Sabe de qué le hablo?

Puedo llegar a hacerme una idea.

Vale, pues hágasela.

¿No había nadie menos dado a la vulgaridad y la violencia?

Pero ¿de qué coño está hablando?

¿Por qué no se busca a uno que sea amable y que no le atice?

¿Es que los hay?

Usted es espléndida.

Déjelo correr. Deme esas toallas.

Tome.

Creo que necesito una buena ducha.

Probablemente.

Me tocará dármela sin saber cómo demonios un memo como usted acabó siendo un asesino.

Vaya a darse esa ducha a su casa y lo sabrá.

¿A casa? Usted no tiene ni idea.

Tendrá una casa.

No es mi casa, es la casa de mi madre.

Por regla general, no es distinto.

Conteste, sin duda alguna será él.

Recepción, buenas noches… Sí, está aquí. No tengo ni idea… Sí, le paso con ella.

¿Diga?… Ya voy… Me he parado a charlar un momento… Con el portero… Sí, a charlar… Podría ser mi abuelo, Mike… Oye, eso es asunto mío… No, mira… Te he dicho que ya voy… OYE, ¿PUEDES DEJARME EN PAZ UN MOMENTO?, te he dicho que ya voy… ¡ERES TÚ EL QUE ESTÁ GRITANDO!…, pero qué dices media hora, hará cinco minutos…, yo qué sé, estará en el fondo del bolso…, no me grites, por favor… NO ME GRITES, COÑO… HE DICHO QUE…, vete a tomar por culo.

Lo siento, es culpa mía.

Qué coño…

Váyase.

No, póngame otra vez con él, por favor.

¿Por teléfono?

¿Cómo iba a ser, si no? Rápido.

La verdad, creo sinceramente…

¡Rápido, que, si no, va a bajar!

Tome.

¿Oye?… ¿Me oyes?… Perdona, perdóname, por favor, perdóname… Mike… de acuerdo… subo enseguida…, te lo juro…, recojo nada más las toallas… Te quiero…, sí…, ya te lo he dicho…, sí, ya voy.

Y ahora, márchese.

Sí, ya voy.

Buenas noches.

No me habrá tomado el pelo, ¿verdad?

¿En qué sentido?

Ha estado en la cárcel de verdad.

Trece años.

¿Trece?

Leí mucho. Pasaron.

Yo me habría vuelto loca allí dentro.

Usted es joven, es distinto. Váyase.

En su opinión, ¿cuántos años tengo?

Dieciocho. Lo escribió usted en el formulario que rellenó para el hotel.

¿Y usted se lo cree?

No.

¿Pues entonces…?

Dígamelo usted.

Dieciséis.

Caramba.

Todo el mundo dice que es una edad especial.

Sí, así parece.

¿Usted cree que es una edad especial?

No lo sé, nunca la tuve.

¿Se la saltó?

Es una forma de decirlo.

Una lástima.

También es una lástima desperdiciarla como está haciendo usted.

No la estoy desperdiciando de ninguna de las maneras.

Perdóneme, tiene razón, yo no sé nada.

¿Por qué dice que estoy desperdiciándola?

No lo sé. Su cara.

¿Qué tiene mi cara?

Es muy hermosa.

¿Y qué?

Sería muy hermosa si no llevara encima esa maldad.

¿Maldad?

Tiene usted una cara malvada.

¡Guay!

Ya ve.

Yo soy malvada.

Mejor para usted.

Sí, claro que mejor para mí, me gusta ser malvada, me defiende del mundo, es la razón por la que no le tengo miedo a nada. ¿Qué es lo que le parece mal de la maldad?

El hombre se lo pensó un rato. Luego dijo que hay que ir con cuidado, cuando uno es joven, porque la luz en la que se habita de joven será la luz en la que se va a vivir para siempre, y esto por una razón que él nunca había entendido. Pero sabía que era así. Dijo que muchos, por ejemplo, son melancólicos de jóvenes y entonces lo que les ocurre es que siguen siéndolo para siempre. O han crecido en la penumbra y la penumbra los persigue luego durante toda su vida. De manera que hay que ir con cuidado con la maldad porque de joven parece un lujo que puede uno permitirse, pero la verdad es otra, y es que la maldad es una luz fría en la que todas las cosas pierden su color, y lo pierden para siempre. Dijo también que él, por ejemplo, había crecido en la violencia y en la tragedia, y tenía que admitir que por una serie de circunstancias ya no había podido nunca salir de aquella luz a pesar de que, en general, podía decir que había hecho las cosas bien, en el curso de su vida, con la única intención de colocar de nuevo las cosas en su sitio, y consiguiendo, en el fondo, hacerlo, pero innegablemente en una luz que nunca había conseguido ser distinta a la trágica y violenta, con escasos momentos de belleza, que por otra parte no iba a olvidar nunca. Luego vio que el ascensor bajaba desde el tercer piso a la planta baja y se dio cuenta de que algo en el rostro de la muchacha se había endurecido, algo muy parecido a un pequeño espasmo de miedo. De forma instintiva al hombre le entraron ganas de meterse en su cuartito, pero luego pensó que no podía dejar allí a la joven y entonces le dijo Rápido, venga conmigo, y ella extrañamente lo siguió y se dejó llevar hasta el cuartito del despacho donde el hombre le indicó con un gesto que se mantuviera callada, mientras buscaba por allí algo que no habría sabido decir qué era. Se oyó la puerta del ascensor al abrirse y la voz del muchacho gritando el nombre de la chica. El hombre esperó un momento, luego salió del cuartito y se fue hacia el mostrador. El muchacho iba en calzoncillos y camiseta. El hombre lo miró con toda la mansedumbre impersonal de la que fue capaz.

Tengo que rogarle que no grite, dijo.

Yo grito lo que me da la gana. ¿Dónde se ha metido?

¿Quién?

Mi novia.

No lo sé. Cogió las toallas.

¿Y dónde se ha metido?

No lo sé, creo que ha subido.

¿Cuándo?

Después de que usted la llamara por teléfono, cogió las toallas y luego ya no sé nada más.

¿Y esto qué es?

¿Esto?

¿Estás atontado o qué?, esto, ESTO, ¿no son toallas?

Debe de haberlas dejado aquí. No lo sé, yo estaba ocupado, me volví para mi…

Pero qué coño…

Debe de habérselas olvidado.

¿Dónde se ha metido?

A lo mejor ha subido un momento a la terraza.

¿Qué terraza?

Le he explicado que hay una terraza, en la última planta, que es muy bonita de noche, se ve toda la ciudad iluminada. A lo mejor le han entrado ganas de…

¿La terraza?

No lo sé, si no ha vuelto a la habitación…

¿Cómo se llega a esa mierda de terraza?

Sube en el ascensor hasta el último piso y luego todavía queda un último piso de escaleras. La puerta está abierta.

Venga, tutéame. ¿Seguro que no la has visto salir?

¿Salir del hotel?

Salir del hotel, sí, ¿acaso hablo árabe?

Podría ser, pero, como ya le he dicho, estaba ocupado y por eso me volví para dentro y…

Ni se te ocurra tratarme como a un idiota, ¿vale?

Yo sólo estoy haciendo mi trabajo.

Menudo trabajo de mierda…

Lo he pensado, sí.

Hombre, muy bien, de vez en cuando piensa, que eso no va a hacerte daño.

Sus toallas.

Jódete.

¿No se las lleva?

Viejo atontado…

Luego el muchacho ya no dijo nada más. Se encaminó hacia el ascensor, pero algo se le pasó por la cabeza, por lo que enfiló las escaleras, blasfemando en voz baja. El hombre no se movió. Sólo en ese momento se dio cuenta de que le temblaban las manos y se sintió feliz de que el chico no se hubiera dado cuenta. Se quedó unos instantes allí, porque no estaba seguro de que el chico no fuera a dar la vuelta, e intentó pensar rápidamente qué es lo que tendría que hacer a continuación. No se le ocurrió nada de nada. Qué idiota, pensó, pero no se refería al muchacho. Regresó al cuartito y esta vez sabía cómo llamar a la chica. Mary Jo, dijo, ahora lo mejor sería que usted subiera, deprisa. Ella estaba sentada en el camastro. Tenía los pies el uno junto al otro, de esa hermosa forma suya. Hizo un gesto de negación con la cabeza. Tengo miedo, dijo. ¿De qué?, preguntó el hombre. De subir.

Váyase de aquí, entonces, y corriendo, dijo el hombre.

Tengo miedo de eso también.

Yo la acompaño.

No tiene sentido.

¿Por qué?

Tengo que volver arriba.

Pero en cambio va a irse de aquí, es lo más apropiado, yo la acompaño.

Usted tiene que quedarse aquí.

Nadie se va a dar cuenta.

¿Y luego adónde coño voy?

Ahora no tenemos tiempo para discutir sobre el tema. Venga.

Déjelo correr. Ya se me ha pasado.

Venga, le he dicho.

¿Por qué?

Mire afuera, ya amanece.

¿Y eso qué significa?

Es hora de que regrese a casa a dormir.

¿Qué tendrá que ver la hora que es?, no soy ninguna niña.

No es una cuestión de horas, es una cuestión de luces.

¿Qué demonios está diciendo?

Es la luz apropiada para regresar a casa, está hecha a propósito para ello.

¿La luz?

No hay luz mejor para sentirse uno limpio. Vámonos.

No pensará de verdad que…

Sí, lo pienso. Venga conmigo.

¡Ni siquiera sabemos adónde coño ir!

Improvisaremos. Hacia la estación, tal vez. Allí abren pronto. Ambos necesitamos un buen café, ¿no está de acuerdo? Venga, salgamos por la puerta trasera. ¿Le molestaría dejar las toallas?

No pienso hacerlo, ni hablar. Éstas me las llevo conmigo.

Como prefiera, pero dese prisa, por aquí.

Me encanta robar las toallas de los hoteles.

Muy infantil.

De ninguna de las maneras. ¿Qué se cree, que me las llevo para hacerle a alguien un feo?

No veo otro motivo. Como toallas no valen gran cosa. Venga, giremos por aquí.

No me importa nada la calidad. Es que luego, en casa, me recuerdan dónde estuve. ¿Esto es capaz de entenderlo?

¿Un souvenir?

Algo así.

Un estorbo, como souvenir.

Es verdad. ¿Me las lleva usted? Gracias.

Camine un poco más deprisa, de todas formas, por favor.

¿Tenemos prisa?

No lo sé.

Qué luz, en cualquier caso.

Ya se lo he dicho.

Y, en efecto, en aquella mañana de verano el amanecer se extendía en el cielo terso con tal seguridad que hasta aquellos suburbios sin ambiciones parecían haber sido cogidos por sorpresa, acabando por ceder a casi una belleza para la que no habían sido construidos. Había destellos optimistas en las ventanas, y la hierba escasa brillaba, donde la había, con un verde inesperado. Pasaban coches, pocos, y también ellos parecían haber suspendido cualquier prisa particular que llevaran, como si estuvieran atravesando una tregua. El hombre y la chica caminaban uno junto a otro, y era un espectáculo extraño porque la joven era hermosa y el hombre muy corriente, aparte de viejo. Habría costado un gran esfuerzo comprender su historia, al verlos, ella con sus tacones altos, su paso seguro; él algo encorvado, con un juego de toallas blancas bajo el brazo. Tal vez un padre y una hija, aunque ni siquiera eso. Giraron alrededor del muro de una vieja fábrica de cerveza, abandonando la calle principal, y el hombre no se puso a decirle que prefería ir por allí porque seguía teniendo miedo de aquel chico que iba en calzoncillos, y la seguridad de que no iba a encontrar la terraza, dado que no la había. Prefirió explicarle algo sobre aquella fábrica de cerveza, y sobre el olor a malta y a pub que aún se percibía al pasar por allí. Le explicó que su propietario se fugó al Caribe, tres años atrás, y entonces durante un tiempo los trabajadores llevaron la fábrica por su cuenta, sin que les fuera nada mal, pero las cosas luego fueron como tenían que ir. La chica le preguntó si él había bebido alguna vez aquella cerveza, y el hombre le dijo que no bebía desde hacía años, no podía permitírselo, porque estaba en libertad vigilada y cualquier tontería que se le ocurriera hacer acabaría por llevarlo de regreso a la cárcel en un abrir y cerrar de ojos. Por tanto, prefiero permanecer lúcido, dijo. Si tuviera que hacer una tontería, preferiría elegirla lúcidamente, añadió. Tal vez se estuviera refiriendo remotamente a lo que estaba haciendo en aquel momento. Debió de pensarlo también la joven porque de inmediato le dijo que ahora ya podía regresar al hotel, que ella ya se las apañaría. Pero el hombre hizo un gesto de negación con la cabeza, sin añadir nada más. Estaba tan evidentemente indefenso, en su tranquilidad, que la chica lo quiso, por un instante. Sólo en ese momento se dio cuenta de que él se estaba arriesgando realmente a perder su trabajo, caminando al amanecer por las inmediaciones de una cervecería muerta junto a una muchacha que estaba loca, y el asunto extrañamente no le gustó. De repente, se empeñó en que aquel hombre no tenía que sufrir, y siguiendo sus pensamientos llegó incluso a pensar que le gustaría que no hubiera sufrido nunca en su vida. Por eso le preguntó al hombre en un momento dado si los suyos le esperaron durante todos aquellos años de cárcel.

Más o menos, respondió el hombre.

¿Sí o no?

Mi mujer más o menos. Y mis hijos, uno ya era mayor y se marchó, los otros dos se quedaron con su madre.

Quiere decir que cuando salió ya no tenía una casa que fuera suya.

Lo intentamos, durante un tiempo, pero no funcionaba. Habían cambiado muchas cosas.

¿Como cuáles?

Yo había cambiado. Ellos también. Todos. No es fácil.

¿Se avergonzaban de usted?

No, no lo creo, avergonzarse no es el término correcto. Tal vez sería más apropiado un término que tuviera que ver con el perdón.

No lo perdonaron.

Algo parecido. Es una lástima, porque en realidad lo había hecho por ellos.

¿El qué?

Fue por ellos por lo que maté a ese hombre.

¿En serio?

Sí. Por mí, por ellos. Para defender mi casa.

No puedo seguirle si camina tan rápido.

Perdóneme.

No tenemos prisa, ¿verdad?

No lo sé.

¿Mi novio?

El mismo.

Bah. Siga contándome.

¿Qué?

Me debe una historia.

Cierto.

¿Y entonces?

Era un usurero. El hombre al que maté era un usurero.

¡Guau!

¿Sabe de qué le hablo?

Claro, no soy tonta. Un usurero.

Le debía un montón de dinero. Quería tomar represalias contra mis hijos.

Así que le disparó.

Sí.

Qué estupidez, esa gente amenaza pero luego, cuando llega el momento, no hace nada de nada. Es su sistema.

No en ese caso.

¿Cómo lo sabe?

Empezó a hacer cosas molestas, nada violento, pero se trataba de cosas desagradables. Advertencias.

Y a usted le entró miedo.

No. Estaba tranquilo. Pero no encontraba el dinero y él siguió. Lo sabía todo sobre nosotros, los horarios, los sitios, todo.

Podía denunciarlo.

Tarde o temprano saldría y entonces nos habría encontrado de nuevo. Así funcionan las cosas. Quien denuncia, al final lo paga.

Vaya mierda. Usted sabe adónde estamos yendo, ¿verdad?

Más o menos.

Ok. Entonces prosiga.

Nada, yo me lo había buscado, necesitaba ese dinero y me metí en ese lío.

¿Y no se le pasó nada más por la cabeza, aparte de dispararle?

No había otra salida, créame. Matarlo era el único movimiento que podía acabar esa partida.

¿Y se hizo un plan?

Más o menos. Intenté adivinar si había algo en lo que fuera más fuerte que él.

Y lo encontró.

Sí. Yo tenía más fantasía y cara de pusilánime.

¿Qué quiere decir?

Nunca se esperaría que pudiera hacer algo valiente, o violento. Así que le dije que tenía el dinero, decidí un lugar, él ni siquiera se tomó la molestia de elegirlo bien, o de hacer que lo acompañara alguien. Llegó, me aproximé y le disparé. Era lo último que se esperaba.

Caramba.

Así fue como ocurrió.

¿No le causó…, me explico, no le causó impresión? Disparar, me refiero.

Crecí en un mundo en el que la gente disparaba. Mi padre trabajaba de contable, pero cuando era necesario disparaba.

¿En serio?

Era un mundo que estaba hecho así. La gente se mataba, y lo hacía normalmente.

¿En qué sentido dice normalmente?

Ésa es otra historia, y ésa no se la debo.

Pues vale. Acabe la mía, entonces.

¿Qué más quiere saber?

Qué hizo luego. ¿Escapó, se entregó a la policía, qué hizo?

Me subí al coche y durante un par de días estuve dando vueltas por ahí. El primer día tenía algunas citas con clientes y acudí a ellas. Luego ya está, me fui por ahí y ya está. Ni siquiera telefoneé a mi casa.

Huyó.

No. Iba dando vueltas por ahí. Pero no me escondí ni un instante siquiera. No me importaba que me cogieran.

¿Por qué?

Llevaba todavía la pistola conmigo. La guardaba en el bolsillo de la chaqueta. Pensaba suicidarme tarde o temprano.

¿De verdad?

Ésa era mi idea. Era una idea lógica.

Pero luego no lo hizo.

Pensaba hacerlo cuando viera llegar a la policía. Pero fueron muy hábiles.

¿Es decir?

Se imaginaban algo semejante y entonces fueron muy hábiles. Me siguieron durante un tiempo desde lejos, luego escogieron bien el momento. Estaba en un hotel y fueron a detenerme allí, al amanecer, pero de una forma buena, con estilo. Tuve suerte, eran policías que sabían hacer bien su trabajo.

Así que no se disparó.

Como puede ver.

Tal vez habría sido mejor dispararse.

Quién sabe. Aunque me decantaría por descartarlo. Siempre es mejor vivir.

¿Hasta en la cárcel?

Pero el hombre no respondió porque un coche negro, unos cruces más adelante, pegó un frenazo de golpe y puso marcha atrás. ¿Es él?, preguntó el hombre, y la joven asintió. Estaba pálida. Por aquí, dijo el hombre, y echaron a correr hacia el paseo grande, por donde pasaban más coches y a lo mejor había hasta gente. La chica se agachó para quitarse los zapatos y llevándolos en la mano se puso a correr con rapidez. Al hombre le latía el corazón en los oídos, estaba intentando pensar, esforzándose en que se le ocurriera algo. Estaba claro que el muchacho los había visto, pero probablemente estaba tan cabreado que tardaría un poco en orientarse en aquella red de callejuelas. Tal vez tenían todavía algunos minutos, aunque no estaba nada claro qué podían hacer. Quizá llegar hasta el paseo ya era algo, pensó, y cuando lo alcanzaron se dio la vuelta para ver si el coche negro lo había encontrado antes que ellos. Vio un autobús que se acercaba, con el intermitente puesto. Dio media vuelta y vio la parada a unos veinte metros de ellos. Por aquí, rápido, le gritó a la chica, y al mismo tiempo levantó el brazo para que el autobús se parara de verdad. Llegaron a la parada y el tiempo que tardó el autobús en frenar y abrir las puertas pareció una eternidad. Suba, rápido, dijo el hombre. La joven se subió sin decir una palabra. El hombre se echó instintivamente una mano al bolsillo en busca de un billete, porque se trataba de esa clase de persona. Pero no tuvo tiempo, porque las puertas se cerraron. Desde detrás del cristal la chica le gritó algo y él pensó que le estaría preguntando por qué no se había subido. Sólo hizo un gesto diciendo que no, con la cabeza. El autobús partió y él vio cómo la joven se despedía de él con la mano. Le pareció que lo hacía de una forma hermosa, como seguramente lo hacía todo.

Luego se quedó allí, de pie, con el corazón latiéndole con fuerza. Ni siquiera pensaba.

Un minuto, tal vez algo más, y el coche negro se detuvo delante de él. Se abrió la portezuela y el muchacho se bajó, con calma, lentamente. No iba en calzoncillos y camiseta, se había vestido. Rodeó el coche y se acercó al hombre. Está embarazada, gilipollas, susurró lentamente, luego le dio un puñetazo al hombre por debajo de las costillas y el hombre cayó al suelo. Se ovilló en la acera, como un insecto, y mientras tanto iba pensando en la cárcel y en qué podía hacer para evitar volver a acabar de nuevo allí. No hacer nada, pensó. El muchacho le dio una patada en la espalda, repitiendo en voz baja Gilipollas. Luego sacó un cigarrillo y lo encendió. El hombre, en el suelo, escuchaba su propio corazón. Intuyó que el chico daba unos pasos, como para alejarse. Luego volvió a oírlo nuevamente de cerca.

¿Adónde ha ido?, preguntó el muchacho.

Al hombre le pareció que el asunto de que la chica estuviera embarazada cambiaba un poco las cosas.

Ha cogido el autobús, respondió.

El muchacho hizo un gesto ambiguo con la cabeza. Daba furiosas caladas a su cigarrillo.

Levántate de ahí, dijo.

El hombre pensó que nunca saldría de aquélla, pero el chico le repitió que se levantara y lo hizo con una voz maligna e impaciente. De manera que el hombre se apuntaló con los brazos sobre la acera y con un inmenso esfuerzo se puso nuevamente en pie. Sentía un dolor, dentro del pecho, que lo partía por la mitad.

Súbete al coche, dijo el chico, con la misma voz de antes.

El hombre levantó la cabeza y por un instante se preguntó dónde habrían acabado aquellos escasos viandantes que, se acordaba bien, antes caminaban apresurados por el paseo. Se subió al coche y se le ocurrió que no iba a salir vivo de allí. Pero se trataba de una idea idiota, probablemente.

El muchacho se puso al volante y el hombre, en el asiento del copiloto, se abandonó contra el respaldo. No sucedió nada, durante un rato. Luego el muchacho arrancó y lentamente hizo un cambio de sentido, moviéndose a lo largo del paseo. Vagaron como si no tuvieran ninguna meta, y tal vez no la tenían. Pero al final el chico enfiló una calle que había reconocido y tras recorrer unos cincuenta metros se detuvo delante del hotel. Apagó el motor, bajó la ventanilla y encendió un cigarrillo. Se quedó unos instantes en silencio.

Ni siquiera estoy seguro de que sea mío, dijo en un momento dado. El niño, añadió.

¿Por qué?

¿Cómo que por qué? ¿Tú has visto qué clase de chica es?

Es guapa.

Está loca.

Pero de una forma bonita, dijo el hombre, luego empezó a toser por lo que se le había roto dentro del pecho.

El muchacho lo dejó toser, luego le preguntó si tenía hijos.

Más o menos, respondió el hombre.

No quiero un hijo que no sea mío, dijo el muchacho.

Luego no se dijeron nada más hasta que el chico le dijo Bájate, y lo dijo como si ya nada le importara un carajo.

El hombre abrió la portezuela y dijo Lo siento.

Desaparece, dijo el muchacho. No esperó siquiera a que el hombre hubiera acabado de bajar, se estiró para cerrar la puerta y salió a toda pastilla.

El hombre se quedó allí, delante del hotel. Miró a su alrededor y se sorprendió al ver una luz que aún sabía a amanecer, porque en realidad le parecía que habían pasado horas desde que se marchara con la joven. No se movió porque el dolor lo estaba destrozando, pero también porque tenía la vaga impresión de que se había olvidado de algo. Acudieron a su cabeza las toallas. Se las imaginó allí, por el suelo, en la parada del autobús. Las vio blancas, planchadas, allí en el suelo, y por un instante pensó que había sido algo bueno que el muchacho lo golpeara sin hacer que sangrara. No le habrían gustado las toallas blancas sucias de sangre. Y en cambio ahora podía imaginárselas limpias, e injustificadas, ante la mirada curiosa de la gente.

Alguien las recogerá y se las llevará a casa, pensó.