21

La joven familia la dejó en el sector comercial del centro y de ahí caminó a su propio cuarto en la oscuridad de la noche. Sobre el porche del frente, estaban todavía las botellas de vino vacías de las mujeres negras, un montón de brillo y vidrio liso cerca de sus pies cuando abrió la puerta.

El pasillo, estrecho y húmedo, se abrió delante de ella mientras caminaba hacia su puerta; buscó en el bolso, encontró su llave y se detuvo en su propia puerta.

Desde algún cuarto cercano, un radio proyectaba estruendosamente una tonada jump. Afuera, a lo largo de la calle oscura, una barredora recorría su complicada ruta entre las tiendas y las casas. Metió la llave a la cerradura, le dio la vuelta y entró. La luz del pasillo dibujaba el perfil de unas cosas en la penumbra: las cajas de cartón con sus posesiones. No las había desempacado. Cerró la puerta y la débil luz desapareció; el cuarto se redujo a sí mismo y se convirtió en una superficie sólida. Permaneció recostada contra la puerta durante largo tiempo. Luego se quitó el abrigo, caminó hasta la cama y se sentó en la orilla. Los resortes gimieron, pero no los veía; sólo podía escuchar. Hizo los cobertores a un lado, se acostó de espaldas, los brazos pegados al cuerpo, y cerró los ojos.

El cuarto estaba silencioso. Debajo, en la calle, la barredora había pasado de largo. El piso vibraba con los sonidos producidos por otra gente, en otros cuartos, pero incluso eso era un movimiento más que un sonido. Ya no veía, y tampoco oía nada. Permaneció boca arriba y pensó en diferentes cosas, en cosas buenas y agradables, en cosas limpias, amables y apacibles.

En su oscuridad nada se movía. El tiempo transcurrió y desapareció la oscuridad. La luz del sol se filtró a través de las cortinas deshilachadas y llenó el cuarto. Mary Anne estaba acostada de espaldas, con los brazos pegados al cuerpo, y escuchaba los sonidos de los coches y la gente más allá de la ventana. Corría el agua en los baños; los ruidos vibraban entre los otros cuartos.

Permaneció acostada, la mirada fija en los diseños dibujados por la luz del sol sobre el techo. Pensó en muchas cosas diferentes.

A las nueve de la mañana, Joseph Schilling abrió la discoteca, encontró la escoba en el clóset y empezó a barrer la banqueta. A las nueve y media, mientras ordenaba los discos, Max Figuera se presentó con su abrigo y pantalones mugrosos.

—¿No vino? —preguntó Max y se escarbó los dientes con un cerillo—. Ya me lo imaginaba.

Schilling siguió trabajando.

—No volverá. A partir de hoy, me gustaría que vinieras todos los días. Al menos hasta la Navidad. Después tal vez pueda hacer todo solo de nuevo.

Max se detuvo frente al mostrador y se recostó en él con una expresión de sabiduría en la cara, un conocimiento seco que se desprendía de él como fragmentos de piel y de tela, los trozos de sí mismo depositados sabiamente al avanzar.

—Se lo dije —afirmó.

—¿De veras?

—Cuando primero observó a esa muchacha, la de las tetas grandes. La que estaba tomando la malteada, ¿se acuerda?

—Es cierto —confirmó Schilling y siguió trabajando.

—¿Cuánto le sacó?

Schilling contestó con un gruñido.

Max prosiguió:

—Ya debería haber aprendido algo. Siempre cree que puede con estas niñitas, pero siempre terminan burlándose de usted. Lo harán sin falta; son listas. Las muchachas de los pueblos pequeños son las peores. Lo venden caro. Saben cómo cobrar. ¿Consiguió algo por su dinero?

—Atrás —indicó Schilling— hay un envío de la Columbia que no he tenido tiempo de abrir. Ábrelo y compáralo con la factura.

—Está bien.

Max dio una vuelta a la rienda. Se rió disimuladamente, una risita húmeda.

—Sí consiguió algo, ¿verdad? ¿Le pagó de alguna manera?

Schilling caminó al frente de la tienda y se asomó, miró a la gente, las tiendas del otro lado de la calle. Luego, al oír a Max hurgar en la caja de envío, volvió a su propio trabajo.

A la una y media, mientras Max estaba almorzando, un muchacho de cabello oscuro con un uniforme amarillo entró a la tienda. Schilling atendió a un caballero quisquilloso en el mostrador, lo envió a una cabina y entonces se volvió hacia el muchacho.

—¿Se encuentra la señorita Reynolds? —preguntó el muchacho.

Schilling replicó:

—¿Es usted Dave Gordon?

El muchacho sonrío tímidamente.

—Soy su prometido.

—No está aquí —declaró Schilling—. Ya no trabaja para mí.

—¿Renunció?

El muchacho empezó a alterarse.

—Lo hizo ya varias veces. ¿Sabe usted dónde vive? Ya ni siquiera sé eso.

—No sé dónde vive —contestó Schilling.

Dave Gordon vaciló, dudando.

—¿Dónde cree que pueda averiguarlo?

—No tengo idea —afirmó Schilling—. ¿Me permite hacerle una sugerencia?

—Claro.

—Déjela en paz.

Dave Gordon salió, desconcertado, y Schilling reanudó su trabajo.

No creía que Dave Gordon la encontrase; el muchacho la buscaría por un tiempo y luego volvería a su gasolinera. Sin embargo, había otros que podrían lograrlo. Algunos ya la habían encontrado.

En la noche, después de cerrar la tienda, permaneció ahí a solas para preparar un pedido navideño para la Decca. La calle oscura estaba tranquila; pasaban pocos coches y casi no había transeúntes. Trabajó en el mostrador a la luz de una sola lámpara y escuchó las nuevas grabaciones clásicas en uno de los tocadiscos.

A las siete y media un fuerte golpe en la puerta lo sobresaltó; alzó la vista y vio a Dave Gordon perfilado en el marco. El muchacho le señaló que quería entrar; había cambiado su uniforme por un tieso traje cruzado.

Schilling colocó el lápiz sobre el mostrador, se dirigió a la puerta y la abrió.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó.

—Su familia tampoco sabe dónde está —afirmó Dave Gordon.

—No puedo ayudarle —declaró Schilling—. Sólo trabajó aquí durante una semana.

Empezó a cerrar la puerta.

—Fuimos al bar —explicó Dave Gordon—, pero aún no abren. Vamos a intentarlo más tarde. Quizá ahí lo sepan.

—¿Con quién anda? —preguntó Schilling, deteniéndose.

—Con el padre de ella. No tiene coche propio. Lo estoy llevando en el camión.

Schilling se asomó y vio un camión amarillo de servicio automovilístico estacionado en la acera unos lugares más adelante. En la caseta del camión había un hombre menudo, sentado inmóvil.

—Echémosle un ojo —repuso Schilling—. Dígale que venga.

Dave Gordon se fue, se quedó hablando junto al camión un rato, y luego él y Edward Reynolds regresaron juntos.

—Lamento tener que molestarlo —musitó Ed Reynolds. Era un hombre esbelto, de complexión ligera, y Schilling distinguió algunos rasgos de la muchacha en su cara. Un temblor nervioso corría por sus brazos y manos, un espasmo involuntario que tal vez se debiera a una abundancia de energía reprimida. No era de mal ver, se dio cuenta Schilling. Pero su voz era aguda, estridente y desagradable.

—¿Está buscando a su hija? —preguntó Schilling.

—Así es. Dave dice que trabajó para usted.

Parpadeó rápidamente varias veces.

—Creo que algo le ha sucedido.

—¿Como qué?

—Bueno…

El hombre hizo un ademán y volvió a parpadear. Giró sobre un pie, abrió y cerró las manos, con un estremecimiento que subió hasta su cara y provocó la actividad de una serie de músculos.

—Verá usted. Andaba con unos negros en ese bar. Creo que había uno que mató a un hombre blanco. Salió en el periódico.

Su voz se desvaneció.

—Quizá usted se enteró.

Ése era el torturador. Schilling veía a un hombre menudo y cincuentón, a un obrero encorvado por la fatiga de su día en la fábrica. El hombre, como la mayoría de los seres humanos, olía a su edad y a sudor. Su chamarra de cuero estaba manchada, arrugada y desgarrada. Le hacía falta rasurarse. Sus lentes le quedaban muy pequeños, y el aumento probablemente ya no le servía. En un dedo tenía un trozo disparejo de cinta sobre una cortada o lastimadura. El hombre no tenía nada de malvado o sádico. Era como Schilling se lo había esperado.

—Váyase a su casa —indicó Schilling— y preocúpese de lo suyo. Lo único que logrará es causarle más problemas. Ya tiene suficientes.

Cerró la puerta con llave.

Después de consultar con el señor Reynolds, Dave Gordon volvió a tocar en el cristal. Schilling había vuelto al mostrador. Regresó y abrió la puerta. Dave Gordon parecía apenado y el padre de la muchacha estaba abochornado y humilde.

—Váyanse —ordenó Schilling—. Váyanse.

Azotó la puerta y bajó la persiana. Los golpes se reanudaron casi de inmediato. Schilling gritó a través del cristal:

—Váyanse, o los haré arrestar a los dos.

Uno de ellos murmuró algo; no lo escuchó.

—¡Váyanse! —vociferó. Abrió la puerta y afirmó—: Ni siquiera está aquí. Se fue. Le di su dinero y se fue.

—Ya ve —confirmó Dave Gordon al padre de la muchacha—. Se fue a San Francisco. Siempre quiso hacerlo; se lo dije.

—No queremos molestarlo —indicó Ed Reynolds obstinadamente—. Sólo queremos encontrarla. ¿Sabe usted a dónde fue en San Francisco?

—No fue a San Francisco —declaró Schilling y medio cerró la puerta. Luego pasó al mostrador y reanudó su trabajo. No alzó la vista; se concentró en la hoja de pedidos para la Decca. En la oscuridad, Dave Gordon y Ed Reynolds entraron silenciosamente a la tienda detrás de él. Se detuvieron junto al mostrador y aguardaron, sin pronunciar palabra alguna. Él siguió trabajando.

Los percibía ahí, esperando que les dijera dónde estaba ella. Se quedarían un tiempo, luego irían al Wren y ahí averiguarían dónde estaba. Entonces, acudirían a su cuarto, al cuarto desde el que se asomaba a los letreros de neón. Y ahí se acabaría.

—Déjenla en paz —repitió.

No hubo respuesta.

Schilling colocó el lápiz sobre el mostrador. Abrió un cajón y sacó un trozo de papel doblado, que arrojó hacia los dos hombres.

—Gracias —dijo Ed Reynolds. Se alejaron del mostrador arrastrando los pies—. Se lo agradecemos, señor.

Después de que se hubieron ido, Schilling volvió a cerrar la puerta con llave y regresó al mostrador. Se habían llevado la dirección garabateada de un mayorista de discos en San Francisco, de una compañía en la calle Seis del distrito de la Misión. Era lo más que podía hacer por ella. A la diez habrían regresado, y entonces irían al Lazy Wren.

Ya no podía hacer nada más por ella. No podía buscarla, y no podía impedir que otros la buscaran. En su cuarto de veinte dólares mensuales, a menos de dos kilómetros de distancia, quizá a sólo unas cuadras, ella estaba sentada como la había visto en el restaurante: las manos sobre el regazo, los pies juntos, la cabeza ligeramente inclinada y caída. Podía ayudarla sólo evitando lastimarla; podía evitar el lastimarla más, y al hacer eso, hacía todo.

Si la dejaban en paz, se recuperaría. Si la hubieran dejado en paz desde siempre, no le haría falta recuperarse. Le habían enseñado a tener miedo; no había inventado su temor por su propia cuenta, no lo había generado ni alentado ni cultivado. Probablemente no sabía de dónde venía. Y definitivamente no sabía cómo deshacerse de él. Necesitaba ayuda, pero no era tan simple; el deseo de ayudarla ya no bastaba. Alguna vez quizá hubiera sido suficiente. Mas había transcurrido demasiado tiempo, se le había hecho demasiado daño. No era capaz de creer ni siquiera a los que estaban de su lado. Desde su punto de vista, nadie estaba de su lado. Gradualmente, había ido separándose y aislándose; había sido acorralada en un rincón, y ahí estaba sentada ahora, con la manos sobre el regazo. No le quedaba otra opción. Ya no tenía otro lugar a dónde ir.

Se preguntó qué hubiera pasado de no morir su abuelo, o si hubiese tenido otro padre, vivido en una población más grande, conocido a alguien en quién confiar. ¿Qué clase de persona hubiese sido? No podía creer que hubiera sido muy diferente. El temor posiblemente se hubiera enterrado en estratos más profundos; lo hubieran ocultado capas de complacencia, y nadie se hubiera percatado de que estaba ahí. No se sentía capaz de echar la culpa a su padre. No se imaginaba que Carleton Tweany fuera responsable de defraudarla, o que Dave Gordon tuviera en alguna forma la culpa de ser joven y no muy listo o sensible. La culpabilidad —de existir siquiera— estaba extendida y difundida sobre todo el mundo y todas las cosas. Del otro lado de la calle, un hombre se había estacionado con las luces encendidas, a fin de examinar su llanta trasera de la izquierda; tal vez fuese la persona a la que debía considerarse responsable, servía tanto como cualquier otra. Él también participaba en el mundo; de haber hecho algún ademán en particular que no había hecho, o dejó de hacerlo, en algún momento del pasado, tal vez Mary Anne sería sana y confiada y no habría ningún problema.

Quizá existiese, en algún punto del tiempo, en algún sitio del mundo, un momento de responsabilidad. Sin embargo, lo dudaba. Nadie había echado a perder a Mary Anne, porque no estaba echada a perder; estaba tan bien como cualquiera, y mucho más que algunos. Pero eso no servía para nada. Él podía estar consciente de que estaba bien, y ella podía intuirlo a su manera impulsiva, pero aun así no se abría un camino según el cual pudiera vivir. No era un asunto moral. Era un asunto práctico. Algún día, dentro de cien años, tal vez existiese su mundo. Todavía no existía. Él pensaba que podía percibir sus vagos perfiles. No estaba completamente sola y no lo había inventado por su propia cuenta. Su mundo se compartía en parte y sufría de una comunicación deficiente. Las personas en él no tenían suficiente contacto; no podían comunicarse unos con otros, al menos todavía no. Sus contactos eran breves y fragmentarios: un niño aquí, un negro allá, un pensamiento aislado que producía alguna respuesta y luego se desvanecía. El hecho de que él lo percibiera, aunque sólo fuera un poco, demostraba que no estaba enferma, que no era la víctima de interpretaciones incorrectas. Y él era mucho mayor. No hubiera habido manera alguna de acercarse más. La amaba y otros la amaban, pero eso no servía. Lo que ella necesitaba era el éxito.

Del otro lado de la calle, el individuo no identificado estaba asestando puntapiés a su llanta y se inclinaba para examinarla. Schilling lo observó mientras el hombre daba una vuelta al carro, se inclinaba una vez más, se subía detrás del volante y arrancaba ruidosamente. ¿Se le había bajado una llanta? ¿Había pasado por encima de una botella, un bote de cerveza? ¿Se le había caído y perdido algo de valor inestimable? El hombre se había ido y no lo sabría jamás. Lo que fuera que el hombre había hecho, lo que en secreto había concebido y desarrollado, sería desconocido para siempre.

Schilling abrió el directorio y encontró el número del Lazy Wren. Lo marcó y escuchó.

—Bueno —sonó la voz de un hombre, una voz de negro, en su oído—. Lazy Wren Club.

Pidió hablar con Paul Nitz. Finalmente, Nitz contestó el teléfono.

—¿Quién contestó antes? —preguntó Schilling.

—Taft Eaton. Es el dueño del lugar. ¿Quién habla?

Nitz sonaba aburrido.

—Tengo que ir a tocar una serie.

—Pregúntele dónde está Mary Anne Reynolds —indicó Schilling—. Él le encontró una habitación.

—¿Qué habitación?

—Pregúnteselo —repitió Schilling y colgó. Cuando se sintió mejor, volvió a su trabajo.

Del otro lado de la puerta cerrada, pasaron unos individuos. Escuchó el sonido de sus zapatos contra el asfalto, pero no levantó la vista. Puso unos discos nuevos en la cabina; sacó punta al lápiz, metió la hoja del pedido para Decca en un sobre y empezó con uno para la Capitol.

La oscuridad estaba suspendida sobre ella, alterada por la luz que se filtraba desde el pasillo. Al volver la cabeza, vio que la puerta estaba abierta. No la había cerrado con llave; no parecía tener ningún caso. Una figura se perfilaba bajo la tenue luz, la figura de un hombre.

—No tardaste mucho —declaró.

El hombre entró al cuarto. Pero no era Joseph Schilling.

—Oh —exclamó, sobresaltada, al materializarse la forma opaca muy cerca de la cama—. Eres tú. ¿Te lo dijo… Tweany?

—No —replicó Paul Nitz y se sentó en la cama junto a ella. Después de un momento alargó el brazo y le retiró el pelo de la frente—. Me enteré en el Wren, por Eaton. Definitivamente es un agujero horrible éste.

—¿A qué hora te enteraste?

—Apenas hace unos momentos. Acababa de llegar para iniciar el trabajo de la noche.

—No estoy muy bien —le informó.

—Estabas corriendo —afirmó Nitz—. Y chocaste contigo misma. Ni siquiera te fijaste a dónde ibas… sólo corrías, tratabas de escaparte. Es todo.

—Estás loco —musitó débilmente.

—Pero tengo razón.

—Está bien, tienes razón.

Nitz sonrió.

—Me da gusto haberte encontrado.

—A mí también. Ya era hora.

—Yo quería que te fueras, esa noche en tu departamento. Estaba harto de tanto pintar.

—Yo también —afirmó. Después de un instante preguntó—: ¿Puedes hacerme un favor?

—Lo que tú quieras.

—¿Podrías traerme mis cigarros?

—¿Dónde están?

Se puso de pie.

—En mi bolso, sobre el tocador. Si no es mucha molestia.

—¿Qué tan lejos está el tocador?

—Puedes verlo. Sólo hay este cuarto… ¿es demasiado lejos?

Pasó un rato en que se quedó escuchando el ruido producido por Paul Nitz al buscar en la oscuridad. Luego volvió.

—Gracias —dijo cuando él le encendió un cigarro y se lo metió entre los labios—. Bueno, ha habido mucha agitación. Una semana agitada.

—¿Cómo te sientes?

—No muy bien —admitió—. Pero creo que estaré bien. Tardaré un poco.

—Quédate ahí y descansa.

—Sí —asintió agradecida.

—Voy a encender el calentador.

Encontró el pequeño calefactor de gas y lo prendió. Aparecieron unas llamas azules; el fuego silbó y chisporroteó en la oscuridad del cuarto.

—No puedo volver a verlo —declaró Mary Anne.

—Está bien —replicó Nitz—. No tienes que preocuparte. Te cuidaré hasta que estés bien otra vez y luego puedes irte, a donde tú quieras.

—Gracias. Te lo agradezco. Él se encogió de hombros.

—Tú me cuidaste una vez.

—¿Cuándo?

Ya no lo recordaba.

—La noche en que me desmayé y me pegué en la cabeza en el baño. Te sentaste conmigo en el sofá y me tuviste en tu regazo.

Esbozó una tímida sonrisa.

—Sí —asintió ella al recordarlo—. De alguna manera, nos divertimos mucho esa noche. Lemming… me pregunto qué habrá pasado con él. Fue una noche extraña.

—Pedí unos días en el Wren —afirmó Nitz—. No tengo que regresar durante casi dos semanas. Una especie de descanso adelantado de Navidad.

—¿Pagado?

—Bueno, en parte.

—No debiste hacer eso.

—Ahora podemos pasearnos.

Mary Anne reflexionó.

—¿De veras me llevarías de paseo?

—Claro. A donde tú quieras.

—Porque —explicó con fervor— hay muchos lugares que quiero conocer. Podríamos hacer muchas cosas… ¿podríamos ir a San Francisco?

—Cuando tú quieras.

—Podemos dar una vuelta en el transbordador. ¿Podríamos hacer eso?

—Definitivamente. Hay uno que va a Oakland.

Con vehemencia declaró:

—Quiero ir a algunos de esos restaurancitos en North Beach. ¿Alguna vez has ido ahí?

—Muchas veces. Te llevaré al Hangover Club a oír a Kid Ory.

—Eso sería maravilloso. Y podemos salir a Playland… a la casa de los espejos. Podemos bajar en las resbaladillas. ¿Te gustaría eso?

—Claro —afirmó.

—Dios mío.

Alargó los brazos y lo estrechó.

—Eres como un niño.

—Tú también —replicó Nitz.

—Es cierto —convino ella. Y entonces pensó en Joseph Schilling. Al poco tiempo, rugiendo de dolor y de desesperación, se aferró al hombre a su lado y exclamó—: ¿Qué diablos voy a hacer? ¡Contéstame, Paul! ¿Cómo voy a vivir así?

—No puedes —afirmó.

—Ya estaba mal antes. Sabía que algo andaba mal… pero ahora es peor. Ojalá no hubiera entrado ahí; Dios mío, si tan sólo no hubiera entrado ahí ese día.

Pero no era cierto, porque le daba gusto haber encontrado la tienda.

—Sigue ahí —dijo con voz quebrada—. La tienda. Joseph Schilling. Ambos siguen allí. En cierta forma.

En cierta forma, pero era una cáscara muerta. No había nada adentro. Sollozó en la oscuridad, con un brazo alrededor del cuello de Nitz y el cigarro entre los dedos. Había llegado y desaparecido, dejándola sola. Pero no quería estar sola.

—¡No lo soporto! —vociferó. Arrojó el cigarro a través del cuarto; pegó en la pared de enfrente y cayó a la alfombra, un pequeño destello de luz roja—. No moriré en esta ratonera.

Nitz fue a apagar el cigarro.

—No —dijo al volver. La recogió entre los brazos, junto con los cobertores, y la cargó a la puerta—. Vámonos —declaró, apretándola contra su cuerpo. La cargó por el pasillo y las escaleras, junto a las puertas cerradas y sus estruendosos ruidos, junto a la señora Lessley, la casera, que se asomó recelosa, con mirada cautelosa y hostil. La cargó por los escalones exteriores y la banqueta nocturna, entre la gente que caminaba aquí y allá en grupos y en parejas, entre las tiendas, las gasolineras, los estacionamientos, los hoteles, los bares y las farmacias. La cargó por los barrios pobres, por el sector comercial, pasando por letreros de neón, cafés y la oficina del Leader, por las tienditas modernas de Pacific Park. La estrechó fuertemente contra sí y la cargó hasta su propio cuarto.