20

Esa noche después de trabajar, Joseph Schilling la llevó a cenar a La Poblana. Era el restaurante al que habían ido el primer día. Se había convertido en un lugar especial para ellos.

Las velas salpicaban la oscuridad mientras seguían al mesero a su mesa particular. Las mesas eran bajas y estaban cubiertas con manteles a cuadros rojos y blancos. Las paredes eran de adobe, al estilo español; el techo era bajo, y en un extremo de la habitación corría un barandal, estilo rococó, cubierto de enredaderas viejas. Detrás del barandal, tres músicos vestidos con trajes españoles tocaban para acompañar la cena.

El mesero ayudó a Mary Anne a sentarse, abrió el menú delante de Schilling y salió. Una baja bruma producida por el humo de los cigarros y las velas estaba suspendida en la habitación; con ella se mezclaba el murmullo de las voces, acallando la orquesta.

—Está tranquilo aquí —comentó Mary Anne.

Joseph Schilling escuchó su voz y, al tomar el menú, la miró y trató de adivinar sus sentimientos.

—Sí —confirmó a su vez, porque el restaurante estaba tranquilo. La gente iba ahí a comer, a relajarse y a hablar; la luz era tenue y se respiraba una baja quietud, como si todo —la gente, las mesas— estuviera derritiéndose y vacilando junto con las velas, fundiéndose en la pasividad. Descansó. Percibió la desaparición de toda presión, y se integró a la gente a su alrededor. Sin embargo, la muchacha no estaba relajada; decía estar tranquila, pero se veía rígida como una barrita de marfil, con las manos sobre la mesa delante de ella, unas manos blancas, enlazadas, frías a la luz de la vela. No estaba calmada; era como un aparato duro, despostillado, sumamente pulido, que no parecía tener ningún sentimiento en particular; estaba reservada, como si se hubiera cerrado a todo salvo su cautela. Escuchaba todo, lo observaba sin mirarlo; pero nada más.

—¿Quieres que pida? —preguntó. Si iba a ayudarle, tendría que proceder frase por frase. No podía correr ningún riesgo ni permitirse ningún error. Exigía mucho de sí mismo.

—Por favor —pidió Mary Anne—. Tú sabes lo que es bueno.

Su voz sonaba hueca.

—¿Tienes hambre? —preguntó.

Vio cómo cobró un falso entusiasmo.

—Me gustaría algo nuevo. Algo que nunca haya probado antes.

—Algo nuevo.

Puso énfasis en estudiar el menú, leyó todas las palabras y todos los precios.

—Algo inusitado, algo especial.

—¿Qué te parece una dolma?

Mary Anne reflexionó largamente, como si el asunto fuera de vasta importancia. Y quizá lo era.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—La dolma es una mezcla de arroz y carne de res cocinada en hojas de parra… enrolladas como tortillas.

—Suena muy bien. Pediré eso.

Él lo pidió.

—¿Qué quieres tomar? —le preguntó, mientras el mesero esperaba con su bloc. Era el mismo mesero que los había atendido la primera noche, un joven mexicano de tez clara con patillas hasta la mandíbula—. ¿Un poco de vino? El oporto es excelente aquí, si mal no recuerdo.

—Sólo café.

Pidió lo mismo para él y el mesero se fue. Con un suspiro se soltó las mancuernillas. Mary Anne lo observó fijamente mientras se aflojaba la corbata.

—Beth y Tweany pasaron a buscarte —afirmó—. ¿Te encontraron?

—Sí.

Inclinó la cabeza en señal de afirmación.

Lo perturbó escuchar su respuesta. Los había mandado a un destino vago, sin saber él mismo dónde se encontraba.

—¿Fue algo importante? —preguntó—. Se veían espantosos.

Se movieron los labios de la muchacha.

—El jurado indagatorio.

—Oh, sí.

Mary Anne preguntó:

—¿Qué vamos a hacer? ¿Qué va a pasar con nosotros?

—Nada va a pasar con nosotros —afirmó y reparó en el cuidado con el que estaba midiendo su tono de seguridad. Y en lo tangible que era el sufrimiento de la muchacha—. No se caerá el techo. El suelo no se abrirá para tragarnos.

Hizo una pausa y la observó.

—¿Dijeron algo?

Ella asintió con la cabeza.

—¿De veras?

Le hubiera gustado ponerles las manos encima.

—¿Hay alguien más de quien esperas reproches? ¿Y tu familia?

—Mi familia… no está enterada.

—Pero opinarán algo.

Mary Anne exclamó:

—¿No se te ocurre nada? Tienes el cerebro… deberías saber qué hacer. ¿Sólo vamos a estar aquí sentados y…?

Hizo un ademán.

—Joseph, por amor de Dios, ¡haz algo!

El mesero apareció en ese momento con los tazones de ensalada verde y luego sus cenas. La interrupción fue bienvenida; revolvió su comida y se concentró en la dolma. Comentó al respecto:

—¿Son éstas hojas de parra?

—Lo siento, señor —aclaró el mesero—. No hay hojas de parra en el invierno.

—¿De col?

—Sí, señor. Las verdaderas empiezan a llegar como en abril o a comienzos de mayo.

El mesero les sirvió el café.

—¿Alguna otra cosa, señor?

—No en este momento —contestó Schilling.

El mesero se fue y los dejó solos.

—No me importa —dijo Mary Anne. Comió con movimientos mecánicos—. Esto es exactamente lo que quería.

—¿Qué clase de persona es ese Dave Gordon? —preguntó él—. No me has contado mucho sobre él. En la mañana estuve pensando en lo que dijiste. Max trabajaba más o menos en lo mismo; tenía una agencia para la renta de coches, una bomba de gasolina, y hacía algunas reparaciones. De esto y de aquello. Se la pasaba sentado en su oficina… yo lo veía en el camino al trabajo. Nunca parecía hacer nada; sólo estaba sentado en su oficina.

Cortó una dolma a la mitad.

—Parecía gustarle. En cierto sentido, Max se retiró a los 15 años.

Ella parecía escucharlo y estar atenta a lo que decía. Por lo menos eso era alentador. Sin embargo, no decía nada. Él esperó y luego prosiguió, con tono informal y sin énfasis.

—En muchos sentidos soy así también. Vine aquí a retirarme; buscaba una población tranquila y estable en la que pudiera poner mi discoteca. Para mí, este ambiente dormilón es exactamente el indicado; puedo abrir la tienda a la hora que quiero, platicar con los clientes, perder el tiempo. En realidad no hay mucho que hacer ni ver. Si quisiera ver algo, supongo que tendría que irme.

—¿A dónde irías? —preguntó Mary Anne.

—Es difícil decirlo.

Le mostró su concentración, reflexionó, repasó las ciudades, los lugares, otros países.

—A Nueva York, probablemente, o a San Francisco. No iría a Los Angeles; pese a su tamaño, es en realidad una población pequeña. Desde luego, es informal… uno puede salir a la calle en pantalones cortos.

—Me lo han platicado —comentó ella.

—Y el clima es agradable ahí. Todo lo que dicen sobre la contaminación es más bien propaganda. Hace calor; hay grandes espacios; el sistema de transporte público es terrible. Si te cambiaras ahí tendrías que comprar un coche.

Tomó unos sorbos de café.

—¿Alguna vez has pensado en comprar un coche?

—No —contestó ella.

—¿Sabes manejar?

—No. Nunca se me ocurrió.

—Alguien me dijo que los coches salen como en doscientos o trescientos dólares menos ahí. Aquí son caros.

Ella pareció salir brevemente a la superficie.

—¿Cuánto se tarda uno en aprender a manejar?

Schilling hizo cuentas.

—Varía según la persona. En tu lugar, iría a una escuela establecida de manejo. Durante unas dos o tres semanas. Luego puedes conseguir tu licencia y practicar por tu propia cuenta. Ser dueño de un carro propio implica muchas satisfacciones. No dependes de nadie; puedes levantarte y salir a la hora y al lugar que quieras. Muy tarde por la noche… cuando las calles están desiertas. A veces, cuando no logro dormir, me levanto y salgo a manejar. Si lo haces bien, se convierte en una fuente de auténtica satisfacción personal. Cualquier habilidad de esa índole no se pierde, una vez adquirida.

—Los coches cuestan mucho dinero, ¿verdad?

—Algunos sí. Deberías buscar uno compacto, si compras uno o alguna vez piensas en comprarte uno. Digamos, entre 1951 y 1953. Un Ford o un Chevrolet. Un pequeño Oldsmobile de dos puertas estaría bien; podrías pedir una transmisión hidromática. Puede ser muy divertido.

—Tendría que ahorrar —reflexionó ella después de una pausa.

—Lo que puedes hacer es lo siguiente —afirmó Schilling. Había dejado de comer, y ella también—. Tu decisión más importante será si quieres casarte y tener una familia o entrar a alguna profesión en la que puedas utilizar tus más altas habilidades: medicina, leyes, una de las grandes artes comerciales, como la publicidad, la moda o incluso la televisión.

—Me choca la ropa —declaró ella—. Nunca me metería a diseñar ropa.

Luego comentó.

—Me interesaba la medicina. Tomé un curso de enfermería en la escuela.

—¿Qué otro interés has tenido?

—Pensé que podría… vas a reírte.

—No —aseveró.

—Por poco tiempo consideré meterme de monja.

No se rió. Experimentó una profunda turbación.

—¿De veras? ¿Aún piensas lo mismo?

—A veces.

—No te retires de la vida —indicó—. Debes ser activa; debes estar con la gente, hacer cosas. No metida en algún lado, aislada, en un estado de meditación.

Inclinó la cabeza en señal de comprensión.

—¿Y el arte? ¿Has hecho exámenes de aptitud?

Mary Anne explicó:

—Nos hicieron unos exámenes en el último año. Mostré habilidades para…

Usó los dedos para contar.

—Resulté buena para las habilidades manuales: mecanografía, costura y el trabajo con objetos.

—La manipulación de objetos —corrigió él.

—Tuve habilidad para las cosas secretariales, como archivar y usar formas y equipo de oficina. No tuve gran capacidad artística, como para pintar, dibujar o escribir. En el examen de inteligencia salí bastante bien. En sociología tuvimos que presentar un trabajo sobre lo que queríamos ser. Escogí el trabajo social. Lo estudié mucho en la biblioteca. Me gustaría ayudar a la gente… en los barrios pobres, el alcoholismo y el crimen. Las relaciones raciales… di un discurso ante la escuela sobre la relaciones raciales. Fue bien recibido.

—Si estuvieras en una ciudad grande —afirmó Schilling— podrías recibir una educación en algún campo. En realidad no se consigue aquí. Tienen un colegio universitario, pero no ofrece mucho. Stanford, en Palo Alto, ya sería algo diferente. O incluso el Colegio de la Ciudad de San Francisco. O la universidad en Berkeley.

—Stanford cuesta muy caro. Lo investigué una vez, cuando estaba a punto de graduarme en la preparatoria. Pero…

Su voz se enturbió y bajó.

—Nunca saqué nada de la escuela.

—No sería como la escuela —indicó él—. Estarías recibiendo un entrenamiento específico. Sería algo que podrías usar, no sólo una serie de datos que aprender. Sería tu trabajo, la obra de tu vida.

—¿Cómo viviría?

Schilling sugirió:

—Podrías trabajar en la noche. O tomar tus cursos en la noche para trabajar durante el día. En una ciudad como San Francisco, tendrías la oportunidad de hacer ambas cosas. O también puedo sugerirte lo siguiente. Tal vez puedas conseguir una beca. ¿Qué clase de calificaciones obtuviste en la escuela?

—Casi puros nueves.

De la bolsa del saco, Schilling sacó su bloc encuadernado en piel negra y una pluma fuente. Empezó a dibujar claras y largas líneas sobre el papel.

—Veamos esto en orden. Primero —apuntó algo— deberías irte de este pueblo.

—Sí.

Observó la pluma al escribir; se inclinó hacia adelante y siguió las líneas negras. Sin embargo, aún no mostraba ninguna emoción, ninguna expresión; él no sabía qué estaba sintiendo. La tensión estaba presente; no se había soltado. Quizá, pensó él, no lo haría nunca.

—Tendrás que vivir en alguna parte. Podrías intentarlo con un grupo de muchachas, con una muchacha, en la Asociación de Jóvenes Cristianas o en una casa de huéspedes. Sin embargo, creo que serías más feliz si vivieras sola, para tener un lugar en dónde refugiarte. Debes contar con alguna especie de refugio, un lugar dónde esconderte.

Colocó la pluma sobre la mesa.

—Eso te hace falta. Necesitas contar con una salida. ¿No es cierto?

—Sí —afirmó ella.

Él siguió escribiendo.

—Podrías buscar un sitio en North Beach, alrededor de Telegraph Hall. O podrías salir hacia la Marina. O incluso por Fillmore. Es el barrio negro; hay bares y tiendas, mucho ruido. O, si dispones de dinero suficiente, podrías rentar un departamento de lujo en uno de los suburbios nuevos, como Stonestown. No lo he visto nunca, pero dicen que parece sacado del futuro.

—Yo lo vi —indicó ella—. Lo construyó alguna compañía de seguros, todo el pueblo. Está cerca del mar.

—Ahora, en cuanto al trabajo.

Tomó unos sorbos de café.

—Lo he estado pensando mucho. Según yo lo veo, tienes dos opciones buenas. ¿Dónde has trabajado? Repásalo otra vez para mí.

Mary Anne replicó:

—Trabajé para una casa de préstamos, como recepcionista. Y luego trabajé en una fábrica de muebles.

—¿Haciendo qué?

—Como taquimecanógrafa. Lo aborrecía.

—¿Y luego siguió la compañía de teléfonos?

—Sí —afirmó—. Y luego contigo.

—No aceptes un trabajo en una oficina pequeña. No te metas con otras seis muchachas y un mensajero. Haz una de dos cosas. Busca trabajo con algún profesional particular, un médico, un abogado o un arquitecto, alguien que tenga una oficina moderna en la que no haya nadie aparte de ti, donde tú puedas controlar las cosas. Uno de esos pequeños lugares modernos, con vidrio y ladrillos y lámparas en los nichos, un lugar limpio y agradable.

—¿Cuál es la otra posibilidad?

—Ve con una compañía grande, Shell Oil, la Fundación Kaiser, incluso el Banco de América. Con una organización tan grande que el sistema resulte impersonal y haya espacio para avanzar. Con puestos realmente especializados. Una cosa tan grande que…

Mary Anne lo interrumpió:

—Tal vez pudiera trabajar para una discoteca en San Francisco. Como Sherman Clay.

—Sí. Podrías hacerlo.

Y tuvo la impresión, en ese momento, de haber logrado algo, que después de todo tal vez consiguiera sacarla a la superficie en forma permanente y ayudarla.

Si iba a ayudarla, si tenía la intención de frustrar su retirada hacia la desesperación, tendría que hacerlo ya. Ella lo estaba observando, miraba sus apuntes, escuchaba lo que tenía que decir. La había tocado. Sus ojos no estaban en blanco por el miedo; se mostraba racional, atenta, una mujer joven que hacía caso de sus planteamientos.

—Lo estoy planeando por ti —afirmó.

—Gracias.

—¿Eso te molesta?

—No —aseguró ella.

—¿Quieres comer otra cosa? Ya se te enfrió todo; ¿y el café?

Mary Anne comentó:

—En la mañana llegué tarde… ¿sabes qué hice?

—¿Qué hiciste?

—Renté un cuarto. Saqué mis cosas del departamento. Le dije a la mujer que se fuera al demonio.

En realidad no lo sorprendió. Sin embargo, no resultó fácil escucharlo. Seguramente lo mostró, porque Mary Anne continuó:

—Te devolveré el dinero… la renta de los cincuenta dólares. Lo siento, Joseph. Quise decírtelo de inmediato.

—¿Cómo le hiciste para llevar tus cosas?

—Llamé un taxi. No queda nada en el departamento; sólo pintura y periódicos.

—Sí —repitió—, la pintura.

—Una parte está en los botes; el resto, sobre las paredes.

La inquietud volvió a su voz.

—¿Qué te imaginas? ¿Qué más?

—¿Está bonito el cuarto?

—No.

—Lo siento —dijo, desasosegadamente—. ¿Por qué no?

—Está en un barrio feo. Tengo una vista de… letreros de neón y botes de basura. Pero está perfecto; es justamente lo que quiero. Veinte dólares al mes, yo lo puedo pagar.

Schilling volvió una hoja limpia en su libreta de apuntes.

—¿Cuál es tu dirección?

—Se me olvida.

De repente lo estaba mirando fijamente, con la misma expresión dura de antes.

—Seguramente lo apuntaste en alguna parte.

—Quizá. Quizá no. Lo reconozco cuando lo veo.

—¿Ahí fue donde te encontraron Beth y Tweany?

—Sí.

Por lo tanto, dedujo, se encontraba en el barrio negro. Probablemente lo había hallado a través de alguien en el Wren. El dueño, sin lugar a dudas.

—¿Cómo lo reconoces?

—No —replicó.

—¿No qué?

—No voy a decirte dónde está.

Había cometido un error. La había presionado demasiado.

—Está bien —convino complacientemente y cerró la libreta—. Me parece perfectamente bien.

—Y me voy —declaró.

—¿De la tienda?

—Renuncio.

Racionalmente, inclinó la cabeza en señal de aceptación.

—Está bien. Lo que tú quieras.

Ya lo había aceptado; era una realidad y había que enfrentarla.

—Ahora, ¿qué me dices del dinero?

—Me alcanza —afirmó.

—Te daré —indicó Schilling— lo que necesites. De preferencia durante unos meses. Te daré lo suficiente para que vayas a donde quieras y puedas empezar.

Ella lo escudriñó con ojos intensos.

—Trataré de conseguirte el trabajo que quieres —prosiguió—. Pero no sirvo para mucho en eso. No había venido por aquí en muchos años. Mis contactos son pocos. Sin embargo, conozco a los mayoristas de discos en la ciudad; tal vez pueda lograr algo ahí. Podrías dirigirte a Sid Hethel. Tal vez pueda ayudarte. En todo caso, deberías pasar a verlo si vas a ir allí.

—Voy a otra parte —afirmó.

—¿Al Este?

—No.

Estaba respirando agitadamente.

—No me lo preguntes.

Pese a su cautela, la había llevado a eso. Por lo tanto, no había logrado nada. Después de todo no estaba en situación de ayudarla. Sólo podía tratar de controlarse, para que ella ya no sufriera más daño.

Era el instante, se dio cuenta, en que hacía falta la gran jugada maestra, la solución que lo esclareciera todo. Sin embargo, no disponía de ella. Se encontraba a sólo cincuenta centímetros de ella, lo suficientemente cerca para tocarla, y no podía hacer nada. Todos sus conocimientos, todos sus años, la comprensión y la sabiduría que había acumulado en muchos países, todo era inútil. Le era imposible llegar hasta esa única muchacha delgada, asustada, de pueblo pequeño.

—Depende de ti —afirmó.

—¿Qué cosa?

—Me temo que no puedo ayudarte. Lo siento.

—No quiero que nadie me ayude —indicó ella—. Sólo quiero que la gente me deje en paz.

—Mary Anne… —prosiguió él. Las manos de la muchacha descansaban sobre la mesa, blancas contra el mantel a cuadros—. Te amo —declaró. Alargó el brazo para tocarla… pero ella se apartó. La mano del hombre, como si contara con vida propia, se alargó, buscándola y la palpó. Ella observaba, fascinada. La mano la encontró y el anciano siguió hablando; farfullaba y musitaba incluso al agarrarla.

Cuando los dedos se cerraron sobre su mano, Mary Anne le asestó un puntapié, le pegó en el tobillo con la punta del zapato y al mismo tiempo saltó hacia atrás. Se levantó y se alejó rápidamente de la mesa. Su taza de café giró y se derramó al voltearse, arrojándole el líquido sobre la falda y la pierna.

Enfrente de ella, Joseph Schilling emitió un grito ahogado de dolor; bajó la mano y se palpó el tobillo lastimado. Su rostro mostraba una expresión de agudo dolor.

Ella se detuvo fuera de su alcance un momento, jadeando, y luego se volvió y se fue caminando. No había nada en su mente, ningún pensamiento, ninguna tensión, sólo la conciencia de las velas, la figura del mesero, los parroquianos que la observaban. Parecía estar hundida en un medio brumoso y silencioso a todo su alrededor. Los parroquianos, los curiosos, se transformaron en caras de pez, grotescas y aumentadas hasta que llenaron la habitación. Y ella tenía frío, mucho frío. Un silencio entumecido y frígido le invadió la mente y se encajó ahí; con gran esfuerzo sacudió la cabeza y miró a su alrededor, miró por dónde había venido.

Se encontraba junto a una silla solitaria en un rincón del restaurante, una silla de respaldo recto, barnizada y lustrosa, colocada aparte, aislada. Ahí se sentó y enlazó las manos sobre el regazo. Dominaba todo el restaurante. Ella era la espectadora. Y hasta allá, muy lejos, distorsionado y encogido, una forma marchita agachada sobre la mesa, estaba Joseph Schilling. No la siguió.

Joseph Schilling permaneció ante la mesa. No la siguió, y trató de no mirar hacia ella. El restaurante había vuelto a la normalidad; los parroquianos comían y los meseros daban vueltas. Las puertas a la cocina se abrían y cerraban; los ayudantes salían empujando sus carritos y emanaba el estruendo de los trastes.

A la entrada del restaurante, junto al escritorio del cajero, una joven pareja se disponía a salir. El hombre estaba colocándose el abrigo, mientras su mujer se encontraba delante del espejo, enderezándose el sombrero. Sus dos hijos, un niño y una niña, ambos de unos nueve años de edad, habían empezado a bajar lentamente las escaleras hacia el estacionamiento.

Joseph Schilling se puso de pie y caminó hacia la joven pareja.

—Disculpe —dijo. Su voz sonaba áspera, ronca—. ¿Se dirige otra vez a la ciudad?

El marido lo miró, perplejo.

—Sí, allá vamos.

—Quisiera molestarlos con un favor —afirmó—. ¿Ve a la muchacha sentada en el rincón?

No la señaló con el dedo; no hizo ningún movimiento. Ni siquiera la miró. El marido la había descubierto y ahora Schilling se volvió un poco.

—¿Les molestaría mucho llevarla a la ciudad? Se lo agradecería.

La esposa se había acercado.

—¿A esa muchacha? —preguntó—. ¿Quiere que la llevemos con nosotros? ¿Se encuentra bien ella? No está enferma, ¿verdad?

—No —afirmó Schilling—. Estará bien. ¿Sería demasiada molestia?

—Supongo que no —replicó el esposo e intercambió miradas con su mujer—. ¿Qué dices?

La esposa, sin contestar, se acercó a Mary Anne y se inclinó para dirigirle la palabra. Schilling se quedó con el marido; ninguno de los dos habló. Después de unos momentos, Mary Anne se puso de pie y salió del restaurante con la esposa del hombre.

—Gracias —dijo Schilling.

—No tiene qué agradecerme —contestó el hombre y salió detrás de su familia, confundido, pero complaciente.

Después de pagar la cuenta, Joseph Schilling atravesó el estacionamiento desierto hacia su Dodge. Al encender el motor, buscó a la joven pareja, sus hijos y Mary Anne, pero no quedaba rastro de ellos.

Al cabo de un rato, regresó a la ciudad, solo.