19

La señora Rose Reynolds se posó junto al refrigerador y se inclinó hacia adelante, con los brazos doblados; observó a su hija servirse un plato con cereal Post Toasties. Mary Anne vertió leche sobre el plato. Mientras las hojuelas de maíz se remojaban en una masa homogénea, movió su café y untó mantequilla sobre una rebanada de pan tostado seco.

—Querida —declaró la señora Reynolds—, te escucho.

—¿Me escuchas qué?

Comió el desayuno con rápidas cucharadas.

—No puedo quedarme a platicar. Debo estar en la discoteca a las nueve.

La mujer exigió con voz firme:

—Dime con quién te acuestas.

—¿Qué te hace pensar eso? ¿Por qué dices eso?

—Mientras no sea un negro. No lo soportaría.

—No lo es.

La señora Reynolds frunció los labios.

—Entonces sí te acuestas con alguien. ¿Te echó? ¿Es por eso que regresaste a casa?

Su voz cayó en un bajo sonsonete monótono.

—Tienes tu propia vida, por supuesto. Te saliste de aquí para estar con él; entonces se cansó de ti. ¿Puedo preguntarte algo? ¿Cuándo empezaste? Vivías bajo este techo cuando empezaste. Lo digo porque noté cómo te sobabas, hurgando dentro de tus pantalones. De eso hace por lo menos dos o tres años.

—Sigue gritando —contestó Mary Anne. Había terminado de desayunar y llevó sus trastes al fregadero.

—Me gustaría hablarlo contigo —afirmó la señora Reynolds—. La gente, buenos amigos míos, me han dicho que en un bar hay un cantante con el que has estado. No me acuerdo del nombre del bar… no es importante. El cantante es de color, ¿verdad? La gente tiene sus maneras de enterarse; es sorprendente. En el periódico leí acerca del negro que mató al blanco, al que arrestaron. Me sorprende que lo hayan dejado salir con fianza. Deben tener mucha influencia en California, sobre todo en Los Angeles.

Con los brazos doblados, siguió a Mary Anne.

—Cuando tú y yo hablamos de las relaciones matrimoniales, este mismo año, mencioné la dificultad para que una mujer soltera consiga un diafragma. Sin embargo, a través de los amigos una muchacha a veces es capaz de…

Dejó de hablar.

Vestido con su chamarra de cuero y pantalones de trabajo, con el almuerzo bajo el brazo, Ed Reynolds apareció en la puerta; se dirigía a la fábrica.

—¿Cómo está mi niña? —preguntó—. ¿Dónde has estado en estos últimos meses? Quiero una respuesta franca.

—Tengo un departamento… tú lo sabes.

Retrocedió ante su padre y le dio la espalda.

—¿De dónde venías anoche?

—Dicen que se ha estado acostando con un tipo de color —afirmó la señora Reynolds—. Pregúntale tú. No soy capaz de sacarle una respuesta decente; tal vez tú puedas.

—¿Ha empezado a inflarse? ¿La has mirado?

—No tuve la oportunidad anoche.

—Aléjense de mí —pidió Mary Anne, abandonó la cocina y se fue corriendo a lo que había sido su recámara—. ¡Tengo que ir a trabajar! —gritó, aprensiva, mientras su madre se escabulló detrás de ella. Cerró la puerta y vociferó—: ¡Maldita sea, no me vayas a tocar!

—Déjame —ordenó su madre—. O él lo hará; no quieres que él lo haga, así que, por tu propio bien, déjame a mí.

Abrió la puerta.

—¿Cuándo fue la última vez?

—¿La última vez de qué?

Fingiendo no hacerle caso, Mary Anne revisó el clóset y sacó un traje rojo oscuro. Del armario sacó su viejo bolso; los 40 dólares seguían ahí donde los había metido. No los habían encontrado.

—Tu regla —replicó la señora Reynolds—. ¿O no te acuerdas?

—No, no me acuerdo. En algún momento del mes pasado.

Rápida y nerviosamente, Mary Anne se quitó los pantalones de mezclilla y la playera, la ropa que había traído puesta al presentarse en la casa de su familia la noche anterior. Mientras comenzaba a ponerse una pantaleta limpia, Rose Reynolds se desprendió de la puerta de un salto y corrió hacia ella.

—¡Suéltame! —chilló Mary Anne, mientras trataba de defenderse a golpes y arañazos. Ed Reynolds apareció en la puerta y fue un testigo atento.

Rose Reynolds atrapó a la muchacha de la cintura, le bajó las pantaletas y hundió la mano en su duro abdomen. Mary Anne, gritando, luchó por arrancar la mano de su madre. Satisfecha al fin, la señora Reynolds la soltó y regresó a la puerta.

—¡Fuera de aquí! —vociferó Mary Anne, tomó un zapato y lo arrojó; La cara se le derrumbó entre lágrimas furiosas—. ¡Fuera!

Corrió a empujar a sus padres del cuarto y azotó la puerta.

Entre sollozos, manejando torpemente la ropa, logró vestirse. Los escuchaba afuera de la puerta cerrada, discutiendo su caso.

—¡Cállense! —gimió, secándose la cara con el dorso de la mano; mientras se apuraba, planeó los siguientes pasos.

A las nueve de la mañana se presentó en el Lazy Wren. Taft Eaton, serio con su delantal sucio y pantalones de trabajo, estaba barriendo la banqueta. Cuando la vio, fingió no conocerla.

—¿Qué quieres? —preguntó al fin—. Siempre traes problemas.

—Puede hacerme un favor —contestó Mary Anne.

—¿Qué clase de favor?

—Quiero rentar un cuarto.

—No estoy en ese negocio.

—Usted conoce todo lo que hay por aquí. ¿Dónde hay algo desocupado? Sólo un cuarto… algo barato.

—Esta es la zona de color.

—Lo sé. Es más barato.

En su estado de ánimo, necesitaba la presencia reconfortante de los negros.

—¿Qué hay de malo en lo que tienes?

—No le importa. Mire… no tengo todo el día. No voy a ponerme a buscar; no tengo tiempo.

Eaton reflexionó.

—Sin cocina. Y sabes que es para negros. Ah, es cierto, a ti te gusta andar con los negros. ¿Por qué? ¿Qué sacas de ello?

Mary Anne emitió un suspiro.

—¿Tenemos que discutir esto?

—Por tu culpa, Carleton tiene problemas con la ley.

—No es por mi culpa.

—Eres su mujer. Bueno, lo fuiste alguna vez. Ahora es esa gran rubia. ¿Qué le pasó, le gustó el sabor?

Pacientemente, Mary Anne esperó.

Eaton recogió su escoba y empezó a quitarle pedacitos de pelusa.

—Hay muchas casas de huéspedes por aquí. Conozco una; pero no es muy bonita. Uno de los cocineros de frituras vive ahí.

—Perfecto. Déme la dirección.

—Pregúntale; está ahí adentro. No —dijo Eaton, cambiando de opinión cuando la muchacha echó a caminar hacia la puerta—. Me daría mucho gusto que te alejaras de este lugar.

Escribió algo sobre una hoja de papel, la arrancó del bloc encuadernado en piel de imitación y se la entregó.

—Es un basurero; no aguantarás. Lleno de borrachos y de ratas de las alcantarillas. ¿Alguna vez has visto las grandes ratas de las alcantarillas? Vienen a nado desde la bahía.

—Del tamaño de perros —señaló con las manos.

—Gracias —murmuró Mary Anne y se metió el papel en la bolsa.

—¿Cuál es tu problema? —preguntó Eaton cuando la muchacha empezaba a alejarse—. ¿No tienes quien te pague las cuentas? ¿Una muchacha tan simpática como tú?

Meneó la cabeza y empezó a barrer otra vez.

El edificio, descubrió Mary Anne, era como Eaton lo había descrito. Estrecho y alto, estaba encajado entre dos tiendas: una casa para aparatos quirúrgicos y un taller para la reparación de televisores. Unos escalones sin pintar conducían al porche. Ahí encontró una silla y una botella de vino tirada. Tocó el timbre y esperó.

Una anciana mujer negra, diminuta y marchita, de agudos ojos negros y una nariz alargada y ganchuda, abrió la puerta y la escudriñó.

—Sí —preguntó con voz chillona—, ¿qué es lo que quiere?

—Un cuarto —indicó Mary Anne—. Taft Eaton me dijo que tal vez tuvieran uno.

El nombre no significó nada para la anciana.

—¿Un cuarto? No, no tenemos ningún cuarto.

—¿No es ésta una casa para huéspedes?

—Sí —afirmó la anciana; inclinó la cabeza y tapó la puerta con su brazo delgado. Llevaba puesto un vestido gris sin forma y calcetas. A sus espaldas se distinguía el recinto oscuro de un pasillo; una cavidad húmeda y sombría que contenía una mesa y un espejo, una planta en su maceta, el inicio de una escalera—. Pero están todos ocupados.

—Perfecto —declaró Mary Anne—. ¿Y ahora qué hago?

La anciana empezó a cerrar la puerta, pero se detuvo, reflexionó y preguntó:

—¿Para cuándo lo necesitaba?

—Enseguida. Hoy.

—Normalmente sólo rentamos a gente de color.

—Eso no me importa.

—No tiene muchos novios, ¿verdad? Esta casa es tranquila; trato de mantenerla decente.

—No tengo novios —afirmó Mary Anne.

—¿Bebe?

—No.

—¿Está segura?

—Estoy segura —repitió Mary Anne, dando golpecitos con el tacón sobre el piso y mirando por encima de la cabeza de la mujer—. Y leo la Biblia todas las noches antes de acostarme.

—¿A qué Iglesia pertenece?

—La primera presbiteriana.

La había escogido al azar.

La anciana meditó.

—Trato de que ésta sea una casa tranquila, sin mucho ruido y actividades. Once personas viven aquí, y todas son decentes y respetables. Todos los radios deben estar apagados a las diez de la noche. No se permiten baños después de las nueve.

—Qué bien —suspiró Mary Anne.

—Tengo un cuarto desocupado. No estoy segura si debiera rentárselo o no… pero se lo enseñaré. ¿Gusta pasar a verlo?

—Claro —repuso Mary Anne, abriéndose paso junto a la anciana y entrando al pasillo—. Veamos.

A las nueve y media llegó al departamento de madera de secoya que Joseph Schilling había adquirido para ella.

Con su llave abrió la puerta, pero no entró. El olor a la pintura fresca la inundó, un olor intenso, nauseabundo. La luz fría del sol matutino llenaba el departamento; las rayas de pálida iluminación se extendían sobre los periódicos arrugados y manchados de pintura que había esparcidos sobre el piso. El departamento estaba completamente solitario. Sus posesiones, aún metidas en las cajas de cartón, estaban apiladas en el centro de cada cuarto. Las cajas, los periódicos, los rodillos mojados de los que todavía rezumaba la pintura de la noche anterior…

Bajó al otro departamento y golpeó fuertemente en la puerta. Cuando el dueño —un hombre de edad mediana, con una avanzada calvicie— apareció en el marco, preguntó:

—¿Me permite usar su teléfono? Soy de arriba.

Llamó a la compañía de Taxis Amarillos y salió a esperar.

Mientras supervisaba la carga del taxi, se presentó la arrendadora. El taxímetro avanzó alegremente mientras ella y el chofer bajaban las cajas de cartón y las amontonaban en la cajuela; ambos estaban sudando y jadeaban, felices de terminar el trabajo.

—Por Dios —exclamó la arrendadora—. ¿Qué significa esto?

Mary Anne se detuvo.

—Me voy.

—Eso veo. Bueno, ¿qué sucede? Creo que tengo derecho de saberlo.

—He cambiado de opinión; no lo rentaré.

Le parecía obvio.

—Supongo que querrá que le devuelva su depósito.

—No —contestó Mary Anne—. Soy realista.

—¿Y toda la basura de arriba? Todos esos periódicos y la pintura; está pintado sólo a medias. No puedo arrendarlo en esas condiciones. ¿Va a terminarlo?

Siguió a Mary Anne mientras la muchacha tomaba una brazada de ropa del chofer del taxi y la metía entre las cajas.

—Señorita, no puede irse en estas circunstancias; no se hace. Tiene la responsabilidad de dejar el lugar en las mismas condiciones en que lo rentó.

—¿De qué se queja?

La mujer la irritaba.

—Se está quedando con 50 dólares por nada.

—Tengo ganas de llamar a su padre —afirmó la casera.

—¿A mi qué?

Entonces comprendió, y al principio le pareció gracioso. Después ya no pareció tan gracioso, pero ya había comenzado a reír.

—¿Eso le dijo? Sí, mi padre. Mi padre Joseph, el mejor que pude haber deseado. El mejor maldito padre anciano del mundo.

La casera quedó pasmada ante su estallido.

—Vaya a freír espárragos —gritó Mary Anne—. Arriende su departamento… póngase a trabajar.

Se introdujo en el asiento delantero del coche y azotó la puerta. El chofer, después de cargar la última caja atrás, se colocó del lado del volante y arrancó el motor.

—Debería de darle vergüenza —gritó la casera.

Mary Anne no contestó. Mientras el taxi se alejaba de la acera, se recostó y prendió un cigarro; tenía demasiadas preocupaciones para hacer caso de las quejas de la arrendadora.

Cuando el taxista vio el cuarto al que se cambiaba, meneó la cabeza y declaró:

—Muchachita, está loca.

—¿Estoy loca, dice usted?

Dejó su carga y volvió a salir del cuarto al pasillo polvoriento y manchado de humedad.

—Definitivamente.

Caminó con pasos pesados junto a ella, por el pasillo y la escalera hasta la banqueta.

—Era un bonito departamento el que tenía… toda esa madera de secoya. Y en una zona elegante.

—Vaya usted a rentarlo, pues.

—¿De veras va a vivir aquí?

Recogió dos cajas y empezó a subirlas.

—Este trabajo le costará mucho, muchachita. Lo que está en el taxímetro es sólo el enganche.

—Perfecto —contestó Mary Anne, siguiéndolo laboriosamente—. Cárguele todo lo que pueda.

—Es lo acostumbrado. No estamos en el negocio de mudanzas, ¿sabe? Esto debe considerarse como un favor.

—Nadie está en ningún negocio —replicó Mary Anne. Desde la puerta, la diminuta y marchita anciana negra —se llamaba Lessley— los observaba recelosamente—. Supongo que tengo suerte; es usted muy amable.

Después de haber subido la última caja, le pagó. No fue tanto como había esperado; el taxímetro decía un dólar y setenta centavos y la propina —cuando por fin el hombre la nombró— fueron dos dólares más. Tres setenta no era demasiado por una mudanza. Además, por supuesto, de los 20 dólares por el cuarto: la renta de un mes por adelantado.

Tal vez el taxista tuviera razón. Con una creciente sensación de horror examinó el cuarto; estaba limpio, oscuro y olía a humedad. Había una pequeña ventana encima de la cama de hierro, de altos pilares, y una ventana más grande en la pared del fondo, encima del tocador. La alfombra estaba deshilachada.

Una mecedora, ya reparada alguna vez, ocupaba un rincón. Había un clóset muy pequeño, una especie de cajón vertical, construido con madera terciada por algún carpintero aficionado que hacía mucho se había ido.

La ventana más pequeña daba a un sendero que llevaba a los botes para la basura y al porche de atrás del edificio. La ventana más grande dominaba la calle; se encontraba enfrente de un letrero de neón:

DOCTOR CAMDEN DENTISTA PAGUE A PLAZOS

En una pared de la habitación había un cuadro religioso barato que mostraba al joven Jesucristo con unos borregos. Lo bajó y lo guardó en un cajón; ya tenía que aguantar suficiente.

Quizá estuviera loca, como dijo el taxista. Pero por lo menos tenía un cuarto propio, pagado con su dinero. Lo había encontrado sola —sin contar a Eaton— y muy pronto lo pintaría y lo amueblaría sola, con la pintura y los objetos escogidos por ella misma. Y tendría tiempo para pensar.

Eran las diez de la mañana. Tendría que decírselo. Se había ido; había dejado el departamento. Y, de cualquier modo, se enteraría. No tenía opción.

Mientras pensaba en cómo decírselo, se abrió la puerta y Carleton Tweany se asomó cautelosamente. Horrorizada, preguntó:

—¿Cómo encontraste este lugar?

—Eaton nos dio la dirección.

Entró y lo siguió Beth Coombs.

—Y conozco esta casa; mucha gente ha vivido aquí en algún momento.

Llevaba su mejor traje cruzado; tenía las mejillas minuciosamente rasuradas, el pelo peinado y aceitado y se desprendía de él un intenso olor a loción. Beth, como de costumbre, llevaba su abrigo grueso y su bolso.

—Hola —saludó, con sonrisa deslumbrante.

Mary Anne inclinó la cabeza fríamente, se acercó a la cama, abrió la maleta y empezó a desempacar.

—Pareces estar ocupada —afirmó Tweany.

Con curiosidad, Beth dio una vuelta al cuarto, examinando las cajas aún empacadas.

—¿Quién te está ayudando?

—Nadie —indicó—. Y debo irme; tengo que llegar a trabajar.

Beth se colocó en la orilla de la cama; el colchón cedió, protestando, y ella volvió a ponerse de pie al instante.

—Nos costó un poco de trabajo encontrarte… te has cambiado mucho de casa.

Mary Anne abandonó la maleta, recogió su abrigo y se encaminó hacia la puerta. Le importaba un comino qué problemas tuvieran ellos, cualquiera de los dos.

—Espera un momento, Mary —pidió Tweany y le obstruyó el camino.

—¿De qué se trata?

Su mente se escabulló, asustada.

—¿Pasaban por aquí?

—Fuimos a la tienda —explicó Beth— pensando que estarías ahí. Pero Joe nos dijo que no habías ido hoy.

—Ahí es a donde voy —afirmó—. Ahora mismo voy para allá. Tuve unas cosas que hacer.

Beth prosiguió:

—Luego fuimos al… departamento que Joe te puso; no estabas ahí. Fuimos a donde vivías antes, al cuarto que tenías con la mesera. El que te buscó Carleton.

—Phyllis —musitó Mary Anne.

—No tenía idea de dónde pudieras estar. Fue una ocurrencia de Carleton preguntarle a Eaton; yo no hubiera pensado nunca en eso.

—Queremos hablar contigo sobre el jurado indagatorio —declaró Tweany. Se veía solemne y afligido, y su cara se puso más triste al mencionar un asunto tan serio.

Se le había olvidado por completo.

—¡Por Dios! —exclamó—. Claro que sí.

—Te dieron un citatorio, ¿verdad? —preguntó Beth—. Tienes que dar tu testimonio. Si te citaron, tienes que ir.

En efecto la habían citado. El papel se encontraba en algún lugar entre las cajas de cartón; lo había recibido y olvidado. No era asunto suyo. Por eso la habían buscado; estaban preocupados por su propia seguridad.

—¿Cuándo es?

Trató de recordarlo; el jurado indagatorio era pronto, en unos cuantos días.

—El miércoles —indicó Tweany, frunciendo el entrecejo.

—Bueno —accedió—, pueden sentarse. Ustedes decidan dónde.

Se apartó de la puerta y se quitó el abrigo. Tenía tiempo para esto, al menos; era algo trivial. Ella misma se acomodó en una silla con asiento de mimbre. Beth y Tweany, después de un breve intercambio de miradas, se sentaron sobre la cama, sin tocarse el uno al otro, pero muy cerca.

—¿Qué opinan de mi cuarto? —preguntó Mary Anne.

—Está horrible —contestó Tweany.

—Sí, es cierto.

—¿Por qué ya no vives con Phyllis? —inquinó Tweany—. ¿Qué pasó ahí?

—Me cansé de las manzanas de Oregon.

Beth comentó:

—Me pareció que lo de Joe era medianamente decente. Sólo lo vimos un segundo, por supuesto. Habían pintado; ni siquiera terminaron. La puerta estaba abierta… seguramente acababas de irte.

—Esta mañana —explicó Mary Anne.

—Ah.

Beth apretó los labios.

—Ya veo.

—¿Qué es lo que ves?

—Es lo que me imaginaba. Tuviste razón la primera vez.

Precavida, Mary Anne preguntó:

—¿Cuándo?

—Cuando no aceptaste el trabajo. Tenías miedo de que algo sucediera, ¿verdad?

Inclinó la cabeza en señal de afirmación.

—Hubiera podido decírtelo —declaró Beth, mirando alrededor del cuarto.

—Entonces ¿por qué no lo hiciste? —demandó con rencor—. Traté de sacártelo, y lo único que hiciste fue lanzar exclamaciones acerca de su maravillosa colección de discos y su viva personalidad.

Dirigiéndose a Tweany, Beth pidió:

—No seas malo; baja por unas cervezas.

Hastiado, Tweany se puso de pie.

—Venimos a hablar del jurado indagatorio.

Beth encontró un billete de cinco dólares en el bolso y se lo alargó.

—Anda y no te enojes. Hay una tienda de abarrotes en la esquina.

Malhumorado y rezongando, Tweany salió del cuarto y se alejó por el pasillo. Se amainaron las vibraciones regulares de sus pasos.

Por un largo rato, Beth y Mary Anne quedaron en silencio, una frente a la otra. Por fin Beth encendió un cigarro, se recostó y preguntó:

—¿Alguna vez encontraste un sostén que pudieras usar?

—No —replicó Mary Anne—. Pero yo tengo la culpa. Soy demasiado delgada.

—No seas tonta. Dentro de unos dos años ya no sentirás lo mismo.

—¿De veras?

—Claro que no. Me sentí igual… todo mundo se siente así. Se te pasará; engordarás más de lo que te gustará andar arrastrando… como yo.

—Te ves bien —repuso Mary Anne.

—Me veía mejor en el 48.

—¿Fue entonces cuando sucedió?

—Fue en Washington, D.C. En pleno invierno. Tenía veinticuatro años de edad, no muchos más que tú. O sea, que no fuiste la primera.

—Me lo contó —afirmó Mary Anne—. Sobre la cabaña en el canal.

Enfrente de ella, la obesa rubia se puso rígida.

—¿De veras?

—¿Por qué fuiste con él? ¿Lo amabas?

—No —replicó Beth.

—Entonces no lo comprendo.

—Fui seducida —explicó Beth—. Igual que tú. Enfrentémoslo: tenemos algo en común.

—Gracias —respondió Mary Anne.

—¿Quieres conocer las circunstancias? Podemos comparar nuestros apuntes.

—Adelante —animó.

—Tal vez aprendas algo.

Beth apagó el cigarro.

—No sé a qué recurrió contigo. A lo de siempre, me imagino. Pero en aquellos días, Joe no tenía una discoteca; estaba en el trabajo de la edición.

—Allison y Hirsch.

—¿Eso también te lo contó? En aquellos días yo… pero tú ya escuchaste una de ellas. Mis canciones.

—«Where We Sat Down» —recordó Mary Anne con aversión.

—Bueno, no hay mucho más qué decir. Quise publicarlas. Un día Joe llegó al departamento. Estaba pintando una silla en la cocina… de eso me acuerdo. Se quedó un rato y nos tomamos unos tragos y hablamos. Hablamos sobre el arte, la música, ese tipo de cosas.

—Al grano.

—Había revisado mis canciones. Pero no podía publicarlas. No había corrido suficiente agua debajo del puente, afirmó.

—¿A qué se refería?

—Al principio no lo entendí. Entonces me di cuenta de cómo me miraba. ¿Entiendes a qué me refiero?

—Sí —asintió Mary Anne.

—Bueno, eso fue todo. Dijo algo acerca de cómo no quería hacerlo ahí en el departamento; tenía una cabaña que le gustaba usar, a unos kilómetros de la ciudad. Para que nada lo interrumpiera.

—¿Utilizaba su trabajo para conseguir mujeres?

—Joe Schilling —declaró Beth— es un hombre muy amable y muy considerado. Me simpatiza. Pero soy realista. Tiene una debilidad: le gustan las mujeres.

Pensativa, Mary Anne estableció:

—O sea, que te acostaste con él para que te publicara tus canciones.

Beth se sonrojó.

—Yo… supongo que podrías decirlo así. Pero yo…

—Danny era un fotógrafo, ¿verdad? Me acuerdo de aquella noche… tú andabas brincando desnuda y él te sacaba fotos. Nunca lo llegué a comprender; no tenía sentido. Antes posabas para él, ¿verdad?

—Fui modelo profesional —afirmó Beth, las mejillas ardientes—. Te lo expliqué; fui artista.

De súbito Mary Anne afirmó:

—Tweany se lo merece.

—¿A qué te refieres?

—Acabo de darme cuenta de lo que eres.

Desapasionadamente, declaró:

—Eres una puta.

Beth se puso de pie. Su rostro estaba pálido, y unas finas líneas, como grietas, se extendieron entre sus ojos y emanaron de su boca.

—¿Y qué crees que eres tú? Te acostaste con él para conservar tu trabajo… ¿no es eso ser una puta?

—No —replicó—, eso no fue lo que sucedió.

No había sido eso en absoluto.

—Y ahora de repente te vuelves quisquillosa —prosiguió Beth rápidamente—. ¿Por qué? ¿Porque es más grande que tú? Sé realista: te mantiene con mucho estilo, al estilo europeo. Tienes un amante que sabe hacer las cosas. Es ideal; tienes suerte.

Profundamente perdida en sus pensamientos, Mary Anne apenas la escuchó.

—Dios mío, y te gusta toda esa basura… todas esas tonadas como «White Christmas». Qué chistoso. Vaya broma contra Tweany.

—¿De qué hablas? —preguntó Beth—. ¿Por qué no me lo explicas? Creo que merezco que me lo expliques.

—Dios mío —afirmó Mary Anne—. Es verdad; realmente es verdad. «Where We Sat Down». «Sleigh Ride at Christmas». Dios mío, eres una puta sentimental.

—Ya veo —respondió Beth—. Bueno, quizá desde tu punto de vista, desde el punto de vista de una adolescente cínica…

Se interrumpió al abrirse la puerta y aparecer la enorme figura meditabunda de Carleton B. Tweany. Llevaba tres latas de cerveza Golden Glow y un abrelatas.

—¿Tan rápido? —lo recibió Beth con voz animada.

—Están tibias —musitó Tweany.

—Me siento un poco mal —afirmó Beth al recoger su bolso y dirigirse hacia la puerta—. No es nada serio, sólo un desagradable dolor de cabeza. Vamos, Carleton. Llévame a casa, por favor.

—Pero si… —empezó a decir él.

Beth abrió la puerta y salió al pasillo. Sin volver la cabeza, declaró:

—Definitivamente es el edificio más sucio al que he entrado jamás.

Luego desapareció y, después de vacilar un momento, Tweany dejó las latas de cerveza y la siguió. La puerta se cerró y Mary Anne quedó sola.

Buscó su abrigo y esperó hasta estar segura de que se habían ido Beth y Tweany. Después metió la llave de la puerta al bolso, azotó aquélla y echó a caminar por el pasillo.

Sobre el porche del frente, dos mujeres obesas de color estaban sentadas; leían revistas cinematográficas y bebían vino. Mary Anne se escabulló junto a ellas, descendió los escalones a la banqueta y se unió al gentío de la media mañana.

La música la inundó, los efluvios de una orquesta sinfónica. Se detuvo a la entrada y luego avanzó dos lentos pasos, examinándose los pies y observando, al mismo tiempo, el diseño del piso. De súbito se topó con el mostrador y la sorprendió; abrió la boca para emitir una exclamación de desconcierto. ¿Había penetrado tanto hacia el interior de la tienda? Por fin alzó la cabeza y vio a Joseph Schilling apostado detrás del mostrador. Hablaba sobre discos con un hombre joven que parecía estudiante. Al frente de la tienda, Max Figuera barría el piso con un cepillo y había pasado sin verlo.

—Hola —lo saludó.

—Vaya —contestó Max y la escudriñó malhumoradamente—. Miren quién llegó.

—Lo siento —se disculpó.

Max se volvió y le comentó a Schilling a través de la tienda.

—Mire quién decidió pasar unos minutos a saludarnos.

Schilling alzó la vista al instante. Dejó el disco que sostenía y afirmó:

—Empezaba a preocuparme.

—Llegué tarde —explicó—. Lo siento.

—Pero no demasiado tarde.

Volvió su atención otra vez al cliente.

Mary Anne se quitó el abrigo y cuidadosamente lo llevó al sótano. Al regresar, el joven se había ido y Joseph Schilling se encontraba solo en el mostrador. Max estaba afuera, barriendo la banqueta.

—Me da gusto verte —afirmó Schilling. Estaba ordenando los discos, un nuevo envío de la Victor—. ¿Regresas para quedarte?

—Naturalmente —contestó y pasó detrás del mostrador—. Lamento que hayas tenido que pedirle a Max que viniera.

—No importa.

—No has tomado tu café matutino, ¿verdad?

—No.

Su rostro estaba arrugado y tenso; parecía particularmente meditabundo ese día. Al inclinarse para revisar una caja, bajó el cuerpo con cuidado.

—¿Estás tieso? —preguntó.

—Como una plancha de acero.

—Otra vez por mi culpa —declaró—. Yo revisaré el envío; tú ve atrás por tu café.

Schilling comentó:

—Empecé a pensar que ya no vendrías.

—¿No te dije que vendría?

—Es cierto.

Se concentró en los discos.

—Pero no estaba completamente seguro.

—Ve a tomar tu café —indicó ella. De repente exclamó—: ¿Por qué he de decidir yo?

Prendido por la emoción, fijó la mirada en ella; sus ojos estaban intensos y se aclaró la garganta para hablar.

—Ve a tomar tu café —repitió y deseó que dejara de confrontarla. La había obligado a irse o, por lo menos, no le había facilitado el quedarse. Experimentó una sensación de miedo y se alejó de él hacia el frente de la tienda. Una cliente acababa de entrar y estaba revisando un estante.

A sus espaldas, Joseph Schilling cambió de opinión y no habló. Se dirigió hacia su oficina. Lo escuchó irse. Por lo tanto, no tendría que decírselo en ese momento; podría hacerlo más tarde. O quizá nunca.

—Sí, señora —dijo, volviéndose rápidamente hacia la cliente—. ¿En qué puedo servirla?