18

A las ocho, después de cenar, Schilling llevó a la muchacha a la discoteca cerrada. Juntos cargaron el cofre del Dodge con botes de pintura, ambos temerosos e intimidados por lo que estaba sucediendo.

—Estás muy callada —le hizo notar.

—Tengo miedo.

—¿Dónde se la pasa tu amigo Paul Nitz?

Le pareció una buena idea.

—Vayamos por él.

Nitz, con su amabilidad de costumbre, abandonó de buen grado lo que estaba haciendo y los acompañó.

—Pero tengo que estar en el Wren antes de las 12 —advirtió—. Eaton dice que debo presentarme de vez en cuando.

—No vamos a trabajar mucho tiempo después de eso —afirmó Schilling—. Mañana es lunes.

Los tres subieron las escaleras con las posesiones de Mary Anne y las amontonaron en la cocina recubierta con madera de secoya. Al poco tiempo estaban revolviendo los botes de pintura y ablandando las brochas. Con un cigarro sin prender entre los labios, Paul Nitz vertió la pintura de aceite en una charola y empezó a moverla con un gancho roto para la ropa.

El aire frío de la noche sopló a su alrededor mientras pintaban; todas las ventanas y puertas estaban abiertas de par en par para dejar escapar los vapores. Subidos en sillas, cada quien trabajaba en el techo, una persona en cada cuarto, sin decir mucho mientras avanzaban. Ocasionalmente, del otro lado de las ventanas, un coche pasaba por la calle con un destello de faros. Los habitantes del departamento de abajo no estaban; no había ningún ruido ni luces.

—Se me acabó la pintura —comentó Schilling en una ocasión, interrumpiendo sus labores.

—Ven por más —contestó Mary Anne desde la sala—. Queda mucha en la cubeta.

Schilling se limpió la pintura de los brazos y las muñecas con un trapo, bajó de su silla y caminó hacia el sonido de la voz de la muchacha. Ahí estaba, parada de puntas, ambas manos alzadas arriba de la cabeza. Tenía el corto cabello castaño cubierto con una mascada; algunas gotas de la pálida pintura amarilla le habían manchado las mejillas, la frente y el cuello; senderos húmedos de pintura se le habían chorreado por los brazos, la ropa y sobre los pies descalzos. Tenía puestos pantalones de mezclilla, subidos en los tobillos, y una playera; eso era todo. Parecía estar cansada, pero contenta.

—Sírvete —resolló, señalando la cubeta de pintura al centro del piso. Había periódicos sucios y amarillos extendidos por todas partes. La madera de secoya mostraba grandes manchas chorreantes de pintura, pero sería posible quitarlas con un trapo mojado.

—¿Cómo vas? —le preguntó a ella.

—Ya casi termino. ¿Ves algún lugar que se me haya pasado?

Desde luego no se le había pasado ningún lugar; su trabajo era cuidadoso y minucioso.

—Tengo ganas de desempacar mis cosas —le indicó mientras pintaba vigorosamente—. ¿Nos dará tiempo ahora? No quiero dormir allá… en todo caso, mi ropa de cama y cosas personales, toda mi ropa, están aquí.

—Lograremos desempacar —prometió Schilling. Volvió a dirigirse hacia su propio cuarto y reanudó su trabajo. En la recámara Paul Nitz trabajaba aislado; Schilling se detuvo lo suficiente para visitarlo.

—Esto verdaderamente cubre todo —afirmó Nitz y saltó de la silla al piso. Sacó una cajetilla arrugada de cigarros de la bolsa, se la ofreció a Schilling y prendió uno para sí mismo. Schilling, al aceptar el cigarro, percibió una perturbadora corriente de la memoria. Cinco años atrás había estado en el departamento de Beth Coombs, viéndola mientras pintaba una silla de cocina. Él, con su chaleco y corbata de lana, el portafolios debajo del brazo, había ido en visita oficial: era representante de los editores de música Allison and Hirsch, y ella les había enviado unas canciones.

Ahí estaba, agachada en el piso de la cocina, vestida con un corpiño y pantalones cortos, la piel desnuda manchada de pintura. La había deseado fervorosamente: una rubia sana que había platicado con él, servido un trago, rozado su cuerpo con el de ella mientras los dos examinaban los borradores de sus canciones. La presión de su cuerpo vivo de mujer; los senos que debían amasarse y asirse…

—Ella trabaja duro —comentó Nitz, señalando a la muchacha.

—Sí —contestó Schilling, volviendo al presente sobresaltado. Estaba confundido; las viejas imágenes se mezclaban con las nuevas. Beth, Mary Anne, la muchacha del largo pelo rojo con la que había vivido en Baltimore. Cómo deseaba poder recordar su nombre. Barbara algo. Había sido como un campo de trigo… una danza anaranjada alrededor y debajo de él. Suspiró. Eso no lo había olvidado.

—¿Qué piensa de ella?

—Bueno —dijo Schilling. Por un momento no estuvo seguro de a quién se refería Nitz—. Sí, la aprecio mucho.

—Yo también —afirmó Nitz, con cierto énfasis que Schilling no captó—. Está loca, pero es simpática.

Schilling preguntó:

—¿Qué quiere decir con loca?

No sonaba muy galante, y no estaba seguro de aprobar la expresión.

—Mary toma las cosas demasiado en serio. ¿Alguna vez la ha escuchado reírse?

Trató de recordar.

—La he visto sonreír.

La imagen de la muchacha era muy clara para él ahora. Lo cual era bueno.

—Ninguno de los jóvenes se ríe ya —declaró Nitz—. Han de ser los tiempos. Lo único que hacen es preocuparse.

—Sí —replicó—, ella siempre está preocupada.

—¿Están hablando de mí? —los interrumpió la voz de Mary Anne—. Porque si es así, dejen de hacerlo.

—Ella le dirá qué debe hacer —afirmó Nitz—. Es muy independiente. Sin embargo —empezó a pintar de nuevo—, hay ocasiones en que parece tener dos años de edad. Resulta fácil olvidarlo. Es como una niñita extraviada que busca a alguien que la encuentre. A algún policía amable con botones de latón y una placa que la lleve a casa.

—¡Cállense! —ordenó Mary Anne, bajándose de la silla de un salto y caminando sobre los pies descalzos a la recámara, mientras su rodillo para la pintura chorreaba un sendero amarillo detrás de ella. Se frotó la mejilla con la muñeca y les advirtió—: Recuerden que esta es mi casa; podría echarlos a los dos.

—Señorita sabelotodo —declaró Nitz.

—Tú cállate.

Nitz le dio su cigarro a Schilling, saltó y agarró a la muchacha de la cintura. La levantó, la cargó a la ventana abierta y la alzó por encima de la repisa.

—Fuera —amenazó.

Mary Anne gritó, aferrada a él, pataleando furiosamente, con los brazos en su cuello y los pies descalzos golpeando la pared.

—¡Bájame! ¿Me oíste, Paul Nitz?

—No te oí.

Sonriendo, la bajó al piso. Temblorosa y agotada, Mary Anne se derrumbó sobre el piso; encogió las rodillas, descansó el mentón sobre ellas y se abrazó los tobillos.

—Está bien —refunfuñó, jadeando—. Eres chistoso como la mierda.

Nitz se inclinó sobre ella y le desató la mascada.

—Eso es lo que te hace falta —le aseguró a la muchacha indignada—, que te bajen los humos. Te estás volviendo demasiado presuntuosa.

Mary Anne hizo un ademán despectivo y se puso de pie.

—Mira —anunció—, me va a salir un moretón en el brazo donde me agarraste.

—Sobrevivirás —la tranquilizó Nitz. Recogió su rodillo y volvió a subir a la silla.

Por un momento, Mary Anne lo miró con cólera. Luego, de golpe, sonrió.

—Sé algo de ti.

—¿Qué?

—No sirves para pintar.

Se le hizo más ancha la sonrisa.

—No alcanzas a ver dónde está disparejo.

—Es cierto —admitió Nitz con actitud fatalista—. Soy miope.

Mary Anne dio vuelta sobre un talón descalzo, caminó con pasos silenciosos otra vez a la sala y reanudó su trabajo.

A las diez y media Schilling bajó al coche estacionado y sacó la botella de escocés Glayva de la guantera. Al verla, el rostro de Nitz adquirió un tono gris ávido y encantado.

—¡Dios mío! —exclamó—, ¿qué tiene ahí, hombre? ¿Es verdad lo que veo?

Schilling hurgó entre las cajas de platos y ollas hasta que encontró los vasos. Llenó cada uno hasta la mitad con agua de la llave, colocó los tres sobre el fregadero de azulejos y abrió la botella.

—Oiga, oiga —protestó Nitz—. No ponga esa agua mugrosa en el mío.

—Le servirá para después —afirmó Schilling y le pasó la botella—. Es bueno… a ver qué le parece.

La garganta de Nitz se dilató al beber de la botella.

—Ayayay —resolló, resopló y meneó la cabeza. Se limpió la boca con el dorso de la mano y le devolvió la botella a Schilling—. Carajo. ¿Sabe cómo le llamo yo a eso? Es lo que mean los ángeles, nada más ni nada menos.

Curiosa, Mary Anne apareció en la puerta de la cocina.

—¿Dónde está el mío?

—Puedes tomar una cucharada —indicó Schilling.

Los ojos de la muchacha arrojaron fuego.

—¡Cómo que una cucharada! Venga…

Trató de arrebatarle la botella.

—Me diste de lo otro, de ese vino.

—Esto es diferente.

Sin embargo, encontró una taza de plástico para medir entre los trastes y le sirvió unos dos centímetros, más o menos.

—No vayas a ahogarte —advirtió—. Tómalo a sorbos, no lo bebas. Haz de cuenta que es medicina para la tos.

Mary Anne lo miró con ira y cuidadosamente alzó el borde de su taza. Arrugó la nariz y declaró:

—Huele a gasolina.

—Ya has bebido whisky escocés antes —declaró Nitz—. Tweany lo bebe… lo probaste con él.

Sumido cada uno en sus pensamientos, los dos hombres la observaron al tomar un trago de escocés. Mary Anne hizo una mueca, se estremeció y tomó su vaso con agua.

—¿Ya viste? —la reprendió Schilling—. Después de todo no lo querías; no te gustó.

—Habría que mezclarlo con algo —replicó pensativa—. Jugo de frutas, quizá.

Nitz meneó la cabeza.

—Mejor no me vuelvas a hablar por un tiempo.

—Oh, ya te recuperarás.

Mary Anne desapareció en la sala; volvió a subirse en la silla y siguió con el trabajo.

Cada uno de los hombres tomó otro trago de escocés.

—Es excelente —afirmó Schilling.

—Ya le dije lo que pienso —contestó Nitz—. Pero no es para niños.

—No —manifestó Schilling, inquieto—. En realidad casi no le di nada.

—Está bien —afirmó Nitz y se fue, dejando solo a Schilling—. Bueno, regresemos al campo de trabajo.

—Tal vez debiéramos dejarlo hasta ahí —sugirió Schilling mientras lo seguía con la mirada. Con cierta tristeza percibió los profundos celos que sentía el otro hombre hacia él, y también supo que tenía toda la razón. Había llegado a quitar a la muchacha de su mundo, su ciudad, de Nitz. No pudo culparlo.

—Todavía no —replicó Nitz—. Quiero terminar la recámara.

—Está bien —contestó Schilling, resignándose.

Los tres trabajaron hasta las once y media. Schilling, al arrastrarse en cuclillas por el piso para pintar el friso inferior, se dio cuenta de que casi no podía enderezar las piernas. Y el golpe en la rodilla, donde se había golpeado contra el mostrador de la tienda, estaba hinchado y adolorido.

—Estoy haciéndome viejo —manifestó a Nitz; se detuvo y arrojó la brocha al piso.

—¿Ya no van a trabajar? —gritó Mary Anne, preocupada—. ¿Los dos?

Con un ademán de disculpa, Nitz entró a la sala. Estaba poniéndose el raído saco deportivo; ya se iba.

—Lo siento, cariño. Tengo que ir al Wren; Eaton querrá despedirme.

Schilling emitió un secreto suspiro de alivio.

—Lo llevaré. Así y todo es hora de dejarlo por hoy; hemos hecho todo lo posible en una noche.

—Dios mío, todavía tengo que tocar.

Nitz mostró sus dedos manchados de pintura.

—Debería reemplazar algunos de éstos.

Mientras acompañaba a Nitz a la cocina, Schilling pidió:

—¿Podría hacerme un favor?

—Claro —repuso Nitz.

—Llévese el escocés.

Era un gesto de apaciguamiento… y quería deshacerse de la botella.

—Diablos, no pinté tanto.

—Lo traje para que nos lo tomáramos, pero perdí la noción del tiempo.

Colocó la botella dentro de una bolsa de papel café y se la dio a Nitz.

—¿Trato hecho?

Mary Anne entró a la cocina.

—¿Puedo acompañarlos? —suplicó—. Quiero acompañarlos.

—Límpiate la pintura de la cara —indicó Schilling.

Ella se sonrojó y empezó a buscar un trapo húmedo.

—No los molesto, ¿verdad? Está tan solitario aquí… sin muebles, y todo tan sucio y confuso. Nada está terminado.

—Nos daría gusto que vinieras —musitó Schilling, un poco turbado aún por el comportamiento de Nitz.

Ella se limpió la pintura de la cara y Schilling le ayudó a ponerse la chamarra. Ella siguió a los dos hombres por la puerta del departamento; juntos descendieron la escalera a la calle oscura. Sólo tardaron unos minutos en llegar.

—Parece haber bastante gente —afirmó Schilling mientras las gruesas puertas rojas del Wren se abrían para dejar pasar a una pareja. Era la primera vez que veía ese lugar, donde la muchacha antes había pasado tanto tiempo. De repente le preguntó—: ¿Quieres entrar un rato?

—No así como estamos.

—¿A quién le importa? —inquirió Nitz y bajó del coche al asfalto.

—No —decidió ella, lanzando una breve mirada a Schilling—. Alguna otra vez; quiero regresar. Hay demasiado que hacer.

—No le pasará nada —afirmó Nitz, deteniéndose junto al coche—. Tómalo con calma, Mary.

—Estoy tomándolo con calma.

—No puedes hacerlo todo en un día, muñeca.

—Es fácil para ti decirlo —contestó Mary Anne. Se acercó un poco más a Schilling, y él se sintió agradecido—. Tú no tienes que dormir ahí.

Nitz replicó:

—Tú tampoco.

—Yo… quiero dormir ahí.

—Ten cuidado de dónde duermes —afirmó Nitz y Schilling se inclinó hacia adelante, porque preveía lo que estaba a punto de suceder. Sin embargo, lo escuchó; Nitz ya lo estaba diciendo—. No tiene caso. Lo siento, Mary. No sabes cuánto deseo que sí lo tuviera. Simplemente es demasiado viejo.

—Buenas noches, Paul.

No lo miró.

—Tuve que decírtelo.

—Sí tiene caso —declaró ella, tensa.

—¿En qué sentido? Bueno, tal vez en muchos sentidos. Pero no en suficientes. Adelante, ódiame.

—No te odio.

Su voz sonó débil, reservada. Pareció estar contemplando algo muy distante. Nitz alargó la mano para pincharle la nariz, pero ella se apartó.

—Podemos discutirlo en otra ocasión —indicó Schilling—. Todos estamos cansados. No es el mejor momento.

—No es el mejor momento —repitió Nitz—. Nada es lo mejor. Nada es tan bueno como tú crees, Mary. O como tú quieres.

Schilling encendió el motor.

—Déjela en paz.

—Lo siento —se disculpó Nitz—. Realmente lo siento. ¿Usted cree que estoy disfrutando esto?

—Pero tiene su deber —contestó Schilling. Soltó el cloch y el coche avanzó. Alargó el brazo por encima de Mary Anne y azotó la puerta. Ella no hizo ningún movimiento, no protestó. Detrás de ellos, sobre la banqueta, Nitz se quedó aferrado a la bolsa de papel café. Luego se volvió y desapareció en el bar.

Después de un tiempo, Schilling comentó:

—Algunas de las personas más agradables del mundo colgaron a Jesucristo en la cruz.

Mary Anne musitó:

—¿Qué quieres decir con eso?

—Quiero decir que Nitz es un tipo simpático, pero que tiene ciertas ideas preconcebidas y opiniones. Y quiere ciertas cosas, al igual que todo el mundo. No es ajeno al asunto, mirándolo desde afuera. Tiene sentimientos profundos hacia ti, profundos sentimientos personales.

—Qué bien —declaró ella—. Me da gusto oírlo.

Él se percató de que hablar era un error. Ella no estaba en condiciones para escuchar, para usar la razón, para tomar decisiones. Sin embargo, no lo pudo evitar.

—Lo siento —se disculpó.

—¿Qué cosa?

—Qué tuviéramos ese enfrentamiento.

—Sí —asintió con la cabeza, mirando por la ventanilla.

Mientras recorrían la calle oscura, preguntó de repente:

—¿Estás totalmente segura de que quieres hacerlo?

—¿Hacer qué? Sí, lo quiero. Estoy segura.

—Oíste lo que dijo. Y confías en él. ¿Qué pasará con tu compañera de departamento? ¿Podrá encontrar a otra persona? ¿Podrá pagar la renta?

—No te preocupes por ella —indicó Mary Anne con un ademán indiferente—. Tiene mucho dinero.

—Todo sucedió tan rápido. No hubo tiempo para planear nada.

Se encogió de hombros.

—¿Y qué?

—Deberías disponer de más tiempo, Mary.

Nitz lo había obligado a decirlo.

—Debes estar totalmente segura de qué es en lo que te estás metiendo. Tocó un punto importante. No te quiero… bueno, involucrar en algo.

—No seas tonto. Me encanta el departamento. Tengo la intención de comprar reproducciones y tapetes para llenarlo todo. Puedes llevarme y ayudarme a escogerlo todo. Y ropa…

Los ojos le brillaron al atravesar su mente las ideas y los planes.

—Quiero conseguir ropa que me pueda poner cuando vayamos a otra…

—Tal vez también haya sido un error —afirmó—. Quizá no debí haberte llevado.

Aunque era demasiado tarde para eso.

—Oh… —le dio un empujón—. Estás hablando como un idiota.

—Gracias —respondió.

Mary Anne se inclinó y le tapó la vista de la calle.

—¿Estás enojado conmigo?

—No —contestó—, pero quítate para que pueda ver.

—¿Ver qué?

Agitó las manos delante de su cara.

—Y qué… atropella a alguien. Choca el carro… a mí no me importa.

Con un arrebato de nihilismo burlón agarró el volante y lo movió de un lado a otro. El pesado coche zigzagueó hasta que Schilling logró soltarle la mano.

Aminoró la velocidad y preguntó:

—¿Quieres caminar?

—No me amenaces.

Irritado por la fatiga afirmó.

—Alguien debería darte una paliza. Con una correa de cuero.

—Suenas como mis padres.

—Tienen razón.

—Muérete —refunfuñó, sin alterarse, pero apaciguada—. ¿Serías capaz de lastimarme? No lo harías, ¿verdad?

—No —contestó, manejando con cuidado.

—Quizá lo harías… es posible. Muchas cosas son posibles. Todo y nada.

Se recostó y meditó.

—¿Tienes ganas de detenerte a comer algo?

—En realidad no.

—Yo tampoco. No sé qué quiero… ¿qué es lo que quiero?

—Nadie puede decírtelo.

—¿Tú crees en algo?

—Por supuesto —contestó.

—¿Por qué?

Habían llegado a su nuevo departamento. En el segundo piso las luces emanaban, fulgurantes, hacia la oscuridad. Se veía el techo recién pintado, reluciente y centelleante, aún húmedo. Mary Anne alzó la vista y se estremeció.

—Está tan vacío. No hay cortinas, no hay nada.

—Te ayudaré a desempacar tus cosas —prometió—. Lo que necesites para esta noche.

—Eso significa que ya no vamos a pintar.

—Acuéstate y duerme. Mañana te sentirás mejor.

—No puedo quedarme aquí —afirmó, con una mezcla de repugnancia y temor—. No cuando está nada más a la mitad.

—Pero tus cosas…

—No —indicó—. Es totalmente imposible. Por favor, Joseph; te juro que no lo soporto así. Me entiendes, ¿verdad?

—Claro.

—No es cierto.

—Sí te entiendo —afirmó—, pero es un poco incómodo. Tus cosas están allá arriba… tu ropa, todo. ¿En qué otro lugar puedes quedarte? No puedes volver a tu departamento de antes.

—No —confirmó ella.

—¿Quieres ir a un hotel?

—No, a un hotel no.

Meditó.

—Dios mío, qué problema. No debimos habernos puesto a pintar. Sólo debimos haber traído las cosas.

Fatigada, se agachó y se cubrió la cara con las palmas de las manos.

—Es culpa mía.

—¿Quieres quedarte conmigo? —preguntó. Era algo que normalmente no hubiese sugerido; la idea fue un producto de la fatiga y la necesidad de descansar, y de la pared vacía con la que se habían topado. No era capaz de hacerle frente en ese momento; estaba demasiado cansado. Tendría que esperar hasta mañana.

—¿Puedo? ¿Te causaría muchas molestias?

—No que yo sepa.

Encendió el motor.

—¿Estás seguro de que está bien?

—Te llevaré y luego regresaré por tus cosas.

—Eres un amor —agradeció desalentada y se recostó en él. La llevó a su propio departamento, estacionó el coche y llevó a la muchacha al interior.

Con un suspiro, Mary Anne se dejó caer en un sillón mullido y se quedó con la mirada fija en la alfombra.

—Está tranquilo aquí.

—Siento que no hayamos terminado tu departamento.

—No importa. Lo terminaremos mañana en la noche.

No dijo nada mientras Schilling se quitaba el saco e iba a recibir su chamarra roja.

—¿Qué te animaría? —preguntó.

—Nada.

—¿Algo de comer?

Irritada, meneó la cabeza.

—No, nada de comer. Dios, sólo estoy cansada.

—Entonces es hora de que te acuestes.

—¿Vas a regresar ahora?

—No tardaré. ¿Cuáles son los objetos esenciales?

Buscó un lápiz y papel, pero no encontró nada.

—Me acordaré si me lo dices.

—Piyamas —musitó—. El cepillo de dientes, el jabón… oh, al diablo con esto. Te acompañaré.

Se puso de pie y se encaminó a la puerta. Schilling la detuvo; ella se quedó apoyada en él, sin decir nada, sin hacer nada, descansando simplemente.

—Ven —le dijo él. La rodeó con un brazo, la llevó a la recámara y le enseñó su gran cama matrimonial—. Métete y duérmete. Regresaré dentro de media hora. Lo que se me olvide lo recogeré en la mañana, antes de trabajar.

—Sí —asintió—. Es cierto.

Mecánicamente empezó a desabrocharse el cinturón. Schilling se detuvo en la puerta, preocupado. Estaba quitándose los zapatos; sin una palabra tomó la playera, manchada de pintura, y se la sacó por encima de la cabeza. A esas alturas la desesperación la arrolló; se quedó muda al centro de la recámara con su sostén y pantalones de mezclilla, sin lograr ningún avance.

—Mary Anne —empezó a decir.

—Oh, ¿qué? —demandó—. Déjame en paz, ¿quieres?

Arrojó la playera sobre la cama, se desabrochó los pantalones y se los quitó. Entonces, sin hacer caso del hombre en la puerta, terminó de desvestirse, caminó desnuda hasta la cama y se metió.

—Apaga la luz, por favor —indicó.

Él lo hizo. No hubo ningún comentario de la oscuridad. Se demoró, sin querer partir.

—Te encerraré con llave —dijo al fin.

Desde la oscuridad se escucharon los ruidos de unos movimientos. Ella se volvió, acomodó las cobijas, trató de ponerse cómoda.

—Como quieras —escuchó su voz.

Schilling atravesó la habitación oscura hasta la cama.

—¿Puedo sentarme? —preguntó.

—Adelante.

Lo hizo, en la mera orilla de la cama.

—Me siento culpable. Por no haber terminado.

Y por mucho más. Mucho más.

—Yo tengo la culpa —musitó ella, la mirada fija en el techo.

—Buscaremos quién nos ayude, tal vez no Nitz. Y terminaremos, quizá a mediados de la semana.

Cuando ella no contestó, él prosiguió.

—Puedes quedarte aquí hasta entonces. ¿Qué te parece?

Después de una pausa, inclinó la cabeza.

—Muy bien.

Él se retiró un poco. En la cama a su lado, Mary Anne pareció haberse dormido ya. La observó, pero no estaba seguro.

—No estoy dormida —declaró.

—Adelante.

—Lo haré. Esta cama es bonita. Es ancha.

—Muy ancha.

—¿Te diste cuenta de cómo la alfombra parece agua? Se ve como si la cama estuviera flotando. Tal vez sea por la luz… tuve que trabajar con la luz en la cara. Estoy mareada.

Bostezó.

—Anda, ve por mis cosas.

Abandonó el cuarto de puntillas. Al cerrar la puerta de la entrada al departamento, dio vuelta a la perilla para asegurarse de que estuviera bien cerrada y descendió la escalera a grandes pasos.

Las luces estaban aún prendidas en el nuevo departamento de Mary Anne. El aire, cuando entró, estaba pesado y desagradable por el hedor de la pintura. Lo más rápido posible, recogió sus cosas, apagó el calentador y las luces y salió.

Al abrir la puerta de su propio departamento, no hubo respuesta de la recámara oscura. Colocó su carga en algún lugar y se quitó el saco. Vacilante, anunció:

—Traje tus cosas.

No hubo respuesta. Probablemente estuviera dormida. Por otro lado, había una posibilidad más. Encontró una lámpara sorda y entró furtivamente a la recámara. Se había ido; ya tampoco estaba su ropa. La cama, deshecha y recién desocupada, estaba tibia aún.

En la sala encontró un recado sobre su cómoda para los discos.

«Lo siento —decía el recado; consistía en garabatos con lápiz cuidadosamente meditados y compuestos con la letra contundente y directa característica de Mary Anne—. Te veré mañana en la tienda. Lo pensé todo, incluyendo lo de Paul, y decidí que sería mejor quedarme con mi familia esta noche. No quiero crear ninguna clase de situación. Por lo menos hasta que estemos completamente seguros. Tú sabes a qué me refiero. No te enojes conmigo. Duerme bonito. Te quiere, Mary.»

Arrugó el recado y se lo metió en la bolsa. Bueno, era mejor que sucediese ahora que después. Sintió cierto grado de alivio, pero resultó vano y poco convincente.

—Oh, Dios —exclamó—. ¡Dios mío!

Había fracasado; había permitido que se la llevaran.

Angustiado, volvió a la recámara y empezó a alisar la cama vacía.