17

A la mañana siguiente, la mañana del domingo, ella le habló a las diez.

—¿Ya te levantaste? —preguntó.

—Sí —contestó Schilling; ya se había rasurado y estaba vistiéndose—. Me levanté a las nueve.

—¿Qué estás haciendo?

Conforme a la verdad, respondió:

—Estuve a punto de ir al centro a desayunar.

—¿Por qué no vienes y te preparo el desayuno?

Su voz bajó.

—Quizá pudieras pasar por el periódico.

—Eso haré.

Le dio miedo preguntar si estaría su compañera. En cambio, preguntó:

—¿No quieres otra cosa? ¿Cómo te sientes hoy?

—Estoy muy bien.

Sonaba perezosa y contenta.

—Parece que va a ser un bonito día.

Él aún no se había fijado.

—Te veré en un ratito —convino. Colgó y buscó su saco.

La puerta de su departamento, cuando llegó, estaba abierta. Un olor caliente y agradable a tocino frito y huevos emanó al pasillo, junto con los sonidos de la filarmónica de Nueva York. Mary Anne lo saludó en la sala; tenía puestos unos pantalones café y una camisa blanca, con las mangas subidas hasta los codos. La cara reluciente de sudor, lo saludó y corrió de vuelta a la cocina.

—¿Viniste en coche?

—Sí, en coche —contestó, colocó el Chronicle dominical sobre el sofá y se quitó el saco. Fue a cerrar la puerta al pasillo. No había señal alguna de la compañera.

—La gorda —mi compañera— salió —explicó Mary Anne al percatarse de las vueltas que daba—. Fue a la iglesia, luego almorzará con unas amigas y luego irá a un espectáculo. No va a regresar hasta en la tarde.

—No te simpatiza mucho —comentó él, encendiendo un cigarro. Había decidido dejar los puros.

—Es una pesada. ¿Por qué no vienes a la cocina? Podrías poner la mesa.

Cuando terminaron de desayunar, los dos se sentaron a escuchar los últimos minutos de la filarmónica. El departamento aún olía a café caliente y tocino. Afuera, en la entrada para los coches, un vecino vestido con camisa y pantalones deportivos estaba lavando el suyo.

—Qué agradable —declaró Mary Anne, profundamente sosegada.

Schilling percibió la magnitud de su comprensión mutua. No habían dicho mucho —casi nada—, pero estaba ahí. Estaba ahí, y ambos tenían conciencia de ella.

—¿Qué es eso? —preguntó Mary Anne—. Esa música.

—Un concierto para piano de Chopin.

—¿No es bueno?

—Es algo vulgar.

—Oh.

Inclinó la cabeza en señal de comprensión.

—¿Me explicarás cuáles son las vulgares?

—Con mucho gusto; eso es lo divertido. Cualquiera puede disfrutar la música; el no gustar de ella es lo que requiere de entrenamiento.

—Tengo unos discos —afirmó—, pero todos son de pop y jump. Cal Tjader y Oscar Peterson. Mi compañera escucha discos de mambo.

—¿Por qué no te deshaces de ella?

No había pensado en nada; sólo estaba consciente de la quietud del departamento.

—Búscate un lugar propio.

—No tengo dinero para eso.

En el radio, la música había concluido. El público aplaudió y el locutor describió el programa de la semana siguiente.

—¿Quién es Bruno Walter? —preguntó Mary Anne.

—Uno de los directores más grandes de nuestros días. Dejó Austria en 1938… unas tres semanas antes de grabar la novena de Mahler.

—¿La novena que?

—Sinfonía.

—Oh.

Inclinó la cabeza.

—Ya había escuchado su nombre; alguien preguntó qué teníamos de él.

—Tenemos bastante. Uno de estos días te tocaré la grabación que hizo con Kathleen Ferrier de la Canción de la tierra de Mahler.

Mary Anne se incorporó de un brinco.

—Tócamela ahora.

—¿Ahora? ¿En este instante?

—¿Por qué no? ¿No la tenemos en la tienda?

A saltitos corrió al radio y lo apagó.

—Hagamos algo.

—¿Quieres salir a alguna parte?

—Ya no quiero caminar; quiero pasármela acostada escuchando música.

Sus ojos destellaban animación; corrió por su chamarra roja.

—¿Podemos hacerlo? No aquí; regresará la gorda. ¿Dónde están todos tus discos, tu colección? ¿En tu casa?

—En mi casa —confirmó, poniéndose de pie.

Ella no conocía su departamento. Impresionada, contempló las alfombras y los muebles.

—Caramba —exclamó en voz baja al entrar delante de él—. Qué bonito está todo esto… ¿son esos cuadros de verdad?

—Son reproducciones —afirmó—. No son originales, si eso es a lo que te refieres.

—Supongo que a eso me refiero.

Empezó a quitarse la chamarra; él le ayudó y la colgó en el clóset. Dando vueltas, llegó al gigantesco escritorio de madera de roble de Schilling y se detuvo.

—¿Es aquí donde te sientas a escribir tu programa de radio?

—Precisamente en ese lugar. Ahí están mi máquina de escribir y mis libros de referencia.

Ella examinó la máquina de escribir.

—Es extranjera, ¿verdad?

—Es alemana. La conseguí cuando estuve con Schirmer. Yo representé la compañía en Alemania.

Admirada, recorrió las teclas con los dedos.

—¿Puede hacer ese signo chistoso?

—¿La diéresis?

Escribió una diéresis para ella.

—¿Viste?

Prendió su gran tocadiscos Magnavoz, fijó el cambiador de discos en 78 y, mientras se calentaba, entró a la despensa y revisó sus vinos. Sin consultar con ella escogió una botella de jerez Mackenzie’s Fino Perla, tomó dos pequeñas copas para vino y regresó a la sala. Al poco tiempo estaban tendidos escuchando cantar «Der Nussbaum» a Heinrich Schlusnus.

—Lo había oído antes —afirmó Mary Anne al terminar el disco—. Es bonito.

Estaba sentada sobre la alfombra con la espalda apoyada en el sofá y la copa a su lado. Absorto en la música, Schilling apenas la oyó; puso otro disco y volvió a su sillón. Escuchó atentamente hasta que hubo terminado y él estaba volteando el disco.

—¿Qué fue eso? —preguntó.

—Aksel Schitz. Agregó el título de la obra.

—A ti te interesa más quién canta. ¿Quién es él? ¿Está vivo aún?

—Schitz vive todavía —afirmó Schilling—, pero ya no canta mucho. La mayoría de sus agudos han desaparecido… sólo le quedan los tonos bajos. Sin embargo, sigue siendo una de las pocas voces realmente únicas de este siglo. En algunas formas, la mejor.

—¿Cuántos años tiene?

—Casi sesenta.

—Quisiera —declaró Mary Anne con énfasis— poder deshacerme de mi maldita compañera. ¿Tienes alguna idea? Quizá pudiera encontrar un lugar más pequeño en alguna parte, que no costara tanto.

Schilling quitó la aguja del disco; todavía no llegaba a los surcos.

—Bueno —dijo—, la única solución es buscar. Lee los anuncios del periódico, recorre la ciudad para averiguar qué es lo que hay.

—¿Me ayudarías? Tienes coche… y sabes de esas cosas.

—¿Cuándo quieres buscar?

—De inmediato. Lo más pronto posible.

—¿Quieres decir ahora? ¿Hoy?

—¿Sería posible?

Divertido, indicó:

—Termina tu vino primero.

Lo apuró sin saborearlo. Colocó la copa sobre el brazo del sofá, se puso de pie y se quedó esperando.

—Fue al ver tu departamento —le indicó mientras lo abandonaban—. No puedo seguir viviendo con esa necia; con ella y sus manzanas de Oregon y sus discos de mambo.

En la farmacia de la esquina Schilling compró la edición sabatina del Leader; no había edición dominical. Atravesó la ciudad mientras Mary Anne, acomodada junto a él, escudriñaba cada anuncio y descripción.

Al cabo de media hora estaban subiendo las escaleras de un enorme edificio moderno de hormigón, en los límites de la población, parte de una zona recién urbanizada, con sus propias tiendas y lámparas características en las calles. Una fuente teñida señalaba la entrada al lugar; pequeños árboles, ciruelos floridos de California, estaban plantados en los camellones que dividían el estacionamiento.

—No —desaprobó Mary Anne cuando el agente de rentas les mostró la serie de cuartos vacíos e higiénicos.

—Viene con refrigerador, estufa eléctrica, lavadora y secadora automáticas en el piso de abajo —indicó al agente, ofendido—. Con vista a las montañas; todo está limpio y nuevo. Señora, este edificio fue construido hace apenas tres años.

—No —repitió, dirigiéndose hacia la salida—. No tiene… ¿cómo se llama?

Meneó la cabeza.

—Está demasiado vacío.

—Necesitas un lugar que puedas arreglar tú misma —le aconsejó Schilling mientras continuaban en el camino—. Eso es lo que debes buscar, no sólo algo que se ocupe, como un cuarto de hotel.

Eran las tres y media de la tarde cuando encontraron lo que ella quería. Una gran casa en la sección residencial había sido dividida en dos departamentos; las paredes estaban recubiertas con madera de secoya y en la sala había una inmensa ventana panorámica. El olor a madera estaba suspendido en los cuartos, una presencia fresca y silenciosa. Mary Anne caminó de un lado al otro, asomándose a los clósets, poniéndose de puntas para inspeccionar las alacenas; tocó y olfateó las cosas, los labios separados, el cuerpo tenso.

—¿Y bien? —preguntó Schilling, contemplándola.

—Está… hermoso.

—¿Te gusta?

—Sí —susurró, viéndolo sólo a medias—. Imagínate cómo se vería con una cama estilo Hollywood ahí y tapetes chinos en el piso. Y podrías conseguirme unas reproducciones, como las que tú tienes. Podría hacer un librero con tablas y ladrillos… una vez vi uno. Siempre he querido uno igual.

La dueña, una mujer de pelo canoso entre 60 y 70 años de edad, permaneció en la puerta, complacida.

Schilling se acercó a Mary Anne y le colocó una mano en el hombro.

—Si quieres rentarlo, tendrás que darle un depósito de 50 dólares.

—Oh —exclamó Mary Anne, desconsolada—. Sí, es cierto.

—¿Tienes 50 dólares?

—Tengo exactamente un dólar y 36 centavos.

La derrota se apoderó de ella; con los hombros caídos, musitó tristemente:

—Se me había olvidado.

—Lo pagaré yo —afirmó Schilling y sacó la cartera. Lo había previsto. Quería hacerlo.

—Pero no puedes hacerlo.

Mary Anne lo siguió.

—Tal vez pudieras restarlo de mi salario; ¿te refieres a eso?

—Luego lo arreglaremos.

Dejó a Mary Anne y se dirigió hacia la mujer con la intención de pagarle.

—¿Cuántos años tiene su hija? —preguntó la mujer.

—Eh —contestó Schilling, desconcertado. Ahí estaba de nuevo, la realidad debajo de la superficie. Mary Anne —gracias a Dios— no había oído; había entrado al otro cuarto.

—Es muy bonita —comentó la mujer mientras llenaba el recibo del depósito—. ¿Va a la escuela?

—No —musitó Schilling—. Trabaja.

—Tiene su mismo pelo. Pero no es tan rojizo como el de usted; mucho más castaño. ¿Lo pongo a nombre de usted o de ella?

—A nombre de ella. Ella lo pagará.

Aceptó el recibo y sacó a Mary Anne del edificio y por las escaleras a la calle. Ella ya estaba urdiendo y haciendo planes.

—Podemos traer mis cosas en el coche —afirmó—. No tengo nada muy grande.

Corrió hacia adelante, se volvió y regresó hasta él a saltitos. Exclamó:

—No parece posible; ¡mira lo que hemos hecho!

—Antes de que desempaques tus cosas —indicó Schilling con sentido práctico, aunque experimentaba el mismo arrebato de emoción—, habrá que pintar los techos donde no están recubiertos con madera. Me di cuenta de que el papel está empezando a deteriorarse.

—Es cierto —admitió Mary Anne al meterse al coche—. ¿Pero dónde podemos conseguir pintura en domingo?

Estaba dispuesta a empezar a trabajar de inmediato; él no lo dudó en absoluto.

—Hay pintura al fondo de la tienda —indicó mientras se dirigían en el coche hacia el sector comercial—. Sobró de la remodelación. La guardé para los detalles que hicieran falta. Probablemente alcance, si no te importa la limitada selección. O, si prefieres esperar hasta el lunes…

—No —replicó Mary Anne—. ¿Podemos empezar hoy? Quiero cambiarme; quiero instalarme ahí ahora mismo.

Mientras Mary Anne envolvía los trastes con papel periódico, Joseph Schilling llevó las cajas de cartón llenas por las escaleras y las metió en la parte trasera del Dodge. Había cambiado su traje por unos pantalones de trabajo de lana y una gruesa sudadera gris. Tenía muchos años con ella; fue un regalo de cumpleaños de parte de una muchacha que vivía en Baltimore. Había olvidado su nombre hacía mucho tiempo.

Al fondo de su mente estaba la consideración de que, como de costumbre, debía encontrarse en la tienda para presentar su concierto dominical de discos. Al diablo con él, se dijo a sí mismo. Se le hacía difícil concentrarse en los discos o el negocio; era imposible imaginarse cumpliendo con los requisitos de una conferencia sobre la modalidad del Renacimiento.

Cenaron juntos en el departamento de Schilling. Mary Anne revisó el refrigerador, encontró un trozo de carne de ternera para asar y la preparó al horno. Eran las seis de la tarde; afuera, la calle se desvanecía en la oscuridad. De pie junto a la ventana, Schilling escuchó los ruidos de la muchacha al preparar la cena. Afanosamente abría los cajones para sacar sus diversas ollas, sartenes y tazones.

Bueno, había pasado mucho. Su situación era muy diferente de la del domingo anterior. Se preguntó qué estaría haciendo al cabo de otra semana. Debía ahora llevar cierta vida y ser cierta persona. Esta persona debía tener cuidado de lo que hacía y decía; debía concentrarse en seguir siendo esa persona. ¿Sería él capaz de lograrlo? Podía suceder cualquier cosa. Se acordó del sermón que le había dado a Mary Anne acerca de la responsabilidad de abrir nuevos campos de experiencia a alguien… la ironía lo hizo sonreír y se apartó de la ventana.

—¿Necesitas ayuda? —preguntó.

Apareció una figura pequeña, muy esbelta, de senos muy altos, perfilada en la puerta de la cocina.

—Podrías machacar las papas —repuso.

Al verla escabullirse por la cocina, quedó impresionado.

—Seguramente le ayudabas mucho a tu madre.

—Mi mamá es una tonta.

—¿Y tu papá?

—Él…

La muchacha vaciló.

—Un pequeño renacuajo. Lo único que hace es tomar cerveza y ver la tele. Odio la tele por su culpa; cada vez que la veo, lo veo a él con su chamarra negra de cuero. Y sus lentes, sus lentes con armazón de acero. Me veía. Y se reía.

—¿Por qué?

Pareció incapaz de hablar. Tenía la cara sombría y tensa, arrugada con diminutas líneas de ansiedad que contraían sus rasgos.

—Se burlaba de mí —explicó.

—¿Por qué?

Con dificultad, contestó.

—Una vez… supongo que tenía unos 15 o 16 años. Todavía estaba en la preparatoria. Una noche llegué tarde a casa, como a las dos. Había ido a un baile, un baile del club, en las colinas. Al abrir la puerta no lo vi. Estaba en la sala, dormido. No en su recámara. Tal vez había bebido y perdido el conocimiento; tenía la ropa puesta, incluso los zapatos. Tirado en el sofá, aplastado. Entre periódicos y botes de cerveza.

—No tienes que contármelo —indicó.

Ella inclinó la cabeza en señal de comprensión.

—Pasé junto a él. Y él despertó. Me vio; tenía puesto el vestido largo. Creo que estaba confundido y no se dio cuenta de que era yo. Aun así.

Se estremeció.

—Él… me agarró. Sucedió tan rápidamente que no lo comprendí. Al principio no me di cuenta de que era él. Otras dos personas.

Sonrió con tristeza.

—En todo caso, me empujó sobre el sofá. En sólo un segundo. No pude gritar ni nada. Antes era muy apuesto. He visto las fotografías de él cuando era joven, cuando acababan de casarse. Estuvo muchas veces con otras mujeres. Lo discutían abiertamente. Suelen pelearse por eso. Quizá fue como un reflejo, ¿sabes?

—Sí.

—Definitivamente se movió rápido. Y es fuerte aún; trabaja en una fábrica para caños, con grandes secciones de caños. Sobre todo en los brazos. No pude hacer nada. Me subió el vestido sobre la cara y me sujetó las manos. ¿Quieres que te lo cuente?

—Si tú quieres —dijo.

—Fue más o menos todo. No… lo hizo realmente. Mi mamá debió habernos oído o algo. Entró y prendió la luz de la sala. No le dio tiempo. Entonces se dio cuenta de que era yo. Supongo que no lo sabía. De vez en cuando lo pienso. Sin embargo… es una broma desde su punto de vista. Le parece chistoso. Es una broma para él. Se acerca furtivamente y me agarra, y le parece muy divertido. Como si fuera un juego o algo.

—¿No le importa a tu mamá?

—Sí le molesta, pero no lo impide. Supongo que no puede impedirlo.

—Dios mío —exclamó Schilling, profundamente turbado.

Mary Anne sacó la pequeña escalera de tijera y bajó los platos y las tazas.

—Todos están aquí en esta ciudad: mi familia, mis amigos, Dave Gordon…

—¿Quién es Dave Gordon?

—Mi prometido. Trabaja en la gasolinera de Richfield; maneja el camión. Su idea de avanzar en la vida es lograr que le presten un camión para el fin de semana.

—Es cierto —admitió Schilling—. Lo habías mencionado.

Se sentía incómodo.

—Ve a sentarte —ordenó Mary Anne, tomó un agarrador y se arrodilló para asomarse al horno—. La cena está lista.