El restaurante Pacific Star era un pequeño café construido de madera, a la orilla del sector comercial del barrio pobre. Mary Anne abrió la puerta provista de mosquitero y entró. Un taxista y dos obreros con chamarras de piel negra estaban sentados ante la barra tomando café y leyendo la sección deportiva del Chronicle de San Francisco. En uno de los compartimientos se encontraba una pareja negra muy seria.
—¿Puedo pedir lo que quiera?
Con ojos centelleantes se deslizó dentro de un compartimiento desocupado al fondo.
—Por supuesto que sí —contestó Schilling y tomó el menú.
—Quiero lo que dije. ¿Me lo darán?
—Si no, iremos a otra parte.
El encargado de la barra, un griego de edad madura con un delantal blanco y sucio, se acercó y les tomó la orden.
—¿Cuánto tardarán? —preguntó Mary Anne a Schilling mientras el griego regresaba a sacar el jamón del refrigerador—. No tardarán mucho, ¿verdad?
—Sólo unos cuantos minutos.
—Me muero de hambre.
Empezó a leer los títulos en la rocola.
—Mira… todas son piezas jump. Puro «Jazz en la filarmónica»… ¿puedo tocar alguna? ¿Puedo tocar esta de Roy Brown? Se llama «Good Rockin’ Tonight». ¿Te importaría?
Encontró cambio y se lo pasó por encima de la mesa.
—Gracias —dijo tímidamente, metió una moneda en la ranura y dio vuelta al disco selector. Al poco tiempo el café retumbó con el ruido de un saxofón.
—Supongo que fue bastante malo —comentó Mary Anne al concluir por fin el estruendo. No mostró la intención de recoger más dinero del pequeño montón, y Schilling preguntó:
—¿No vas a tocar otra cosa?
—No sirven.
—No digas eso. Esos hombres son artistas en su campo. No quiero que renuncies a lo que disfrutas en beneficio de lo que a mí me gusta.
—Pero lo que a ti te gusta es mejor.
—No necesariamente.
—Si no es mejor, ¿entonces por qué te gusta?
Mary Anne tomó ansiosamente una servilleta de papel.
—Ahí viene la comida. Voy a pedirle a Harry que se siente a comer con nosotros.
Explicó:
—Harry es el que lleva la comida.
—¿Cómo sabes que se llama Harry?
—Simplemente lo sé; todos los griegos se llaman Harry.
Cuando el hombre hubo llegado a la mesa y sus largos brazos empezaron a repartir los platones de comida, Mary Anne anunció:
—Harry, siéntese, por favor; queremos que coma con nosotros.
El griego sonrió.
—Lo siento, señorita.
—Adelante. Lo que usted quiera; nosotros lo pagaremos.
—Estoy a dieta —se disculpó el griego y limpió la mesa con su trapo húmedo—, no puedo tomar más que jugo de naranja.
—No creo que en realidad sea griego —expuso Mary Anne, mientras se alejaba el encargado de la barra—. Apuesto a que su nombre ni siquiera es Harry.
—Probablemente no —asintió Schilling y empezó a comer. La comida era buena y comió mucho. Finalmente, frente a él, la muchacha apuró lo último de su café, apartó el plato y declaró:
—Terminé.
Había terminado sin dejar nada. Prendió un cigarro y se quedó sonriéndole por encima de la húmeda mesa amarilla.
—¿Tienes hambre todavía? —preguntó—. ¿Quieres más?
—No. Fue suficiente.
Su atención divagó.
—¿Cómo será tener un pequeño café…? uno podría comer todo lo que quisiera a cualquier hora del día. Podría vivir en la parte de atrás… ¿crees que viva en la parte de atrás? ¿Crees que tenga una familia grande?
—Todos los griegos tienen familias grandes.
Los dedos de la muchacha golpearon, inquietos, en la superficie de la mesa.
—¿Pudiéramos dar un paseo? Pero tal vez no te guste caminar.
—Antes caminaba todo el tiempo, antes de que tuviera el coche. Y no encontré que me hiciera ningún daño.
Terminó de comer, se limpió la boca con la servilleta y se puso de pie.
—Así que vayamos a dar nuestro paseo.
Le pagó a Harry, quien estaba recostado en la caja, y luego salieron a la calle oscura. Se veía a poca gente y la mayoría de las tiendas ya habían apagado las luces. Con las manos en las bolsas y el bolso apretado debajo del brazo, Mary Anne caminó. Schilling la siguió, dejando que ella escogiera la dirección. Sin embargo, no tenía en mente ninguna ruta en especial; se detuvo al final de la cuadra.
—Pudiéramos ir a cualquier parte —declaró.
—Es cierto.
—¿Hasta dónde crees que podríamos caminar? ¿Estaríamos caminando todavía cuando saliera el sol?
—Bueno —respondió Schilling—, lo más probable es que no.
Eran las 11 con 15 minutos.
—Tendríamos que caminar durante siete horas.
—¿Dónde estaríamos entonces?
Hizo cuentas.
—Podríamos llegar a Los Gatos, de ir por la carretera principal.
—¿Has estado en Los Gatos alguna vez?
—Una. Eso fue en 1949, cuando aún trabajaba para Allison y Hirsch. Me dieron vacaciones e íbamos camino a Santa Cruz.
Mary Anne preguntó:
—¿Con quién ibas?
—Con Max.
Avanzando lentamente por la calle, preguntó:
—¿Qué tan estrecha fue tu relación con Beth?
—En algún momento fue muy estrecha.
—¿Tanto como tú y yo?
—No tanto como tú y yo.
Quería ser sincero con ella, de modo que explicó:
—Pasamos una noche juntos en una cabaña por el río Potomac, en una pequeña y vieja cabaña que antes servía para el cuidador de las esclusas en el viejo canal. A la mañana siguiente la llevé otra vez a la ciudad.
—Fue cuando Danny Coombs trató de matarte, ¿verdad?
—Sí —admitió.
—Antes no me dijiste la verdad. Sin embargo, su voz no expresó ningún rencor. —Dijiste que no habías estado con ella.
—Beth… no era su esposa entonces.
Esta vez no pudo contarle la verdad, porque era imposible que entendiese. Había que vivir la experiencia.
—¿La amaste?
—No, definitivamente no. Fue un error por mi parte y siempre lo he lamentado.
—Pero a mí me quieres.
—Sí —afirmó.
Y lo dijo de corazón.
Satisfecha, la muchacha siguió caminando. Sin embargo, un poco después pareció recaer en la preocupación.
—Joseph —preguntó—, ¿por qué te fuiste con ella si no la querías? ¿Está bien eso?
—No, supongo que no. Sin embargo, para ella fue un acontecimiento común… no fui el primero ni el último.
Así que tuvo que explicar, de todos modos.
—Ella estaba pues… disponible. Suelen suceder actos físicos de ese tipo. Las tensiones crecen… hay que disiparlas de alguna manera. No implica nada personal.
—¿Alguna vez quisiste a alguien, antes que a mí?
—Hubo una mujer llamada Irma Fleming a la que quise mucho.
Guardó silencio por un momento al recordar a su esposa, a la que no había visto en muchos años. Él e Irma se habían separado legalmente en —por Dios— 1936. El año en que Alf Landon había disputado la presidencia.
—Pero eso fue hace mucho tiempo.
Definitivamente hacía mucho tiempo.
—¿Hace cuánto? —preguntó Mary Anne.
—Preferiría no decirlo.
Había muchas cosas, algunas relacionadas con lo mismo, que prefería no contar.
—Si te preguntara, ¿me dirías cuántos años tienes?
—Tengo cincuenta y ocho años, Mary.
—Oh.
Inclinó la cabeza en señal de aprobación.
—Es más o menos lo que pensé.
Llegaron a la lavandería para coches, a la orilla de la carretera principal. Al verla, Schilling recordó la primera hora que había pasado en Pacific Park: al negro llamado Bill que era dueño del establecimiento, y a su asistente que había ido a alguna parte por una coca. Así como a la preparatoriana de pelo oscuro.
—¿Fuiste a esta preparatoria? —preguntó.
—Claro. Es la única que hay.
—¿Cuándo fue eso?
No le era difícil imaginarla como preparatoriana; la imaginaba con su suéter y falda, cargando unos cuantos libros de texto, caminando, como había caminado la muchacha de cabello oscuro, de la preparatoria a Foster’s Freeze a las tres horas de una calurosa tarde a mediados de verano.
«Sus pequeños senos frescos —pensó casi con tristeza—. Como pastelillos de levadura. El cuerpo ligeramente velloso, que crece y florece… y de él emana el olor de la primavera.»
—Fue hace dos años —indicó Mary Anne—. Aborrecía la escuela. Todos esos chicos tontos.
—Tú también fuiste chica.
—Pero no tonta —declaró, y él lo creyó. Pasando la lavandería para coches cerrada había una pequeña tienda de cerámica a la orilla de la carretera. Unas cuantas luces estaban prendidas todavía; una mujer vestida con una larga bata llevaba unas piezas de loza al edificio.
—Cómprame algo —pidió Mary Anne de repente—. Cómprame una taza o una maceta… algo con lo que me pueda quedar.
Schilling se acercó a la mujer.
—¿Es demasiado tarde? —preguntó.
—No —repuso, sin detenerse—. Puede llevarse lo que quiera. Pero discúlpeme si no los atiendo.
Juntos, él y Mary Anne se pasearon entre los tazones, los floreros, los platos, las vasijas y las macetas de pared.
—¿Ves algo que te agrade? —preguntó. La mayoría eran las curiosidades extravagantes de costumbre, para vender a los automovilistas.
—Escógelo tú —pidió Mary Anne.
Buscó y encontró un plato sencillo de barro barnizado con un azul pálido y moteado. Pagó a la mujer y se lo llevó a Mary Anne, quien lo esperaba a la orilla del campo.
—Gracias —dijo tímidamente, al aceptar el plato—. Es bonito.
—Por lo menos no está recargado de adornos.
Mary Anne siguió, cargando su plato. Habían dejado atrás las tiendas y estaban acercándose a una oscura mancha de árboles a la orilla de la ciudad.
—¿Qué es eso? —preguntó Schilling.
—Un parque. La gente viene a días de campo aquí.
La entrada estaba cerrada por una cadena suspendida, pero ella pasó por encima de ella y siguió hacia la primera mesa.
—Nadie debe entrar en la noche, pero no se molestan en revisar. Solíamos venir aquí todo el tiempo… los de la escuela. Veníamos en coche por la noche, nos estacionábamos, dejábamos el coche y nos metíamos a pie.
Pasando la mesa había una parrilla de piedra, un basurero y una fuente con agua potable. La zona para comer estaba rodeada por una maraña de árboles y arbustos, una mancha caótica de noche.
Mary Anne se sentó en la banca junto a la mesa, se recostó y esperó que la alcanzara. El camino de tierra estaba sobre una ligera pendiente y se encontraba sin aliento para cuando llegó hasta ella.
—Está agradable aquí —afirmó y se sentó sobre la banca a su lado—. Pero el otro tiene el pato.
—Ah, sí —exclamó—. El gran pato. Tiene años ahí. Pero me acuerdo de cuando era un bebé.
—¿Te gusta?
—Claro, pero una vez trató de morderme. En todo caso, ese parque es para los jubilados.
Miró a su alrededor.
—En el verano veníamos a sentarnos aquí, cuando hacía mucho calor, a tomar cerveza y a escuchar un radio portátil Zenith con el que andábamos. Se me olvida de quién era. Un día se cayó del coche y se estrelló.
Examinó cuidadosamente el plato azul sobre su regazo.
—En la noche —afirmó— no se distingue el color.
—Es azul —indicó Schilling.
—¿Está pintado?
—No —explicó—, es un barniz cocido al fuego. Se aplica con un pincel y luego se mete en un horno.
—Tú sabes casi todo lo que puede saberse.
—Bueno, he visto cómo fabrican la loza de barro, si a eso te refieres.
—¿Has viajado por todo el mundo?
Se rió de la idea.
—No, sólo a Europa. A Inglaterra y Francia, como un año en Alemania. Ni siquiera a toda Europa.
—¿Hablas alemán?
—Más o menos.
—¿Y francés?
—No tanto.
—Tomé dos años de español en la preparatoria —indicó Mary Anne—. Ahora ya no me acuerdo de nada.
—Te acordarás cuando te haga falta.
—Me gustaría viajar —afirmó—. Me gustaría ir a Sudamérica y a Europa y al Oriente. ¿Cómo será el Japón? Mi compañera de departamento tiene un hermano que estuvo en Japón después de la guerra. Le mandó muchos ceniceros y cajas de trucos y unas bellísimas cortinas de seda y un abrecartas de plata.
—El Japón estaría bien —dijo Schilling.
—Vamos, pues.
—Está bien —asintió él—, iremos ahí primero.
Durante un rato, Mary Anne guardó silencio.
—¿Te das cuenta —inquirió al fin— que si dejara caer este plato se rompería en mil pedazos?
—Es lo más probable.
—Entonces ¿qué?
—Entonces —declaró Schilling— te conseguiría otro.
Bruscamente, Mary Anne se puso de pie.
—Caminemos. ¿Nos atropellarán y matarán si caminamos por la carretera?
—Es posible.
Ella decidió:
—Aun así, quiero hacerlo.
Eran las 11:45. Caminaron durante dos horas sin que ninguno dijera mucho y concentrándose, en cambio, en los coches que se precipitaban junto a ellos de cuando en cuando; se quitaban del asfalto, se colocaban sobre el suelo cubierto de hierbas y volvían al desaparecer cada coche.
Poco antes de las dos de la madrugada fueron acercándose a una isla de luces que crecía junto a la carretera. Con el tiempo las luces se definieron como una gasolinera Shell, un puesto de frutas —cerrado— y una taberna. Dos coches estaban estacionados afuera de la taberna. Un anuncio de neón, «EL BRILLO DEL ORO», relucía en la ventana y el sonido de voces y risas emanó hacia la noche.
Mary Anne cruzó el estacionamiento y se arrojó sobre los escalones de la taberna.
—No puedo seguir —declaró.
—No —asintió Schilling al detenerse junto a ella—. Yo tampoco.
Entró y habló por teléfono a la compañía de Taxis Amarillos. Quince minutos más tarde un taxi entró al estacionamiento y aminoró la velocidad hasta detenerse junto a ellos. El chofer abrió la portezuela e invitó:
—Súbanse, amigos.
Mientras volvían a Pacific Park, Mary Anne contempló el paso de la carretera oscura.
—Estoy cansada —afirmó una vez con voz muy baja.
—Debes estarlo —dijo Schilling.
—No traje los zapatos adecuados.
Había subido los pies y estaba sentada sobre ellos.
—¿Cómo te sientes tú?
—Estoy muy bien —afirmó, lo cual era cierto—. Ni siquiera creo que vaya a estar adolorido mañana —agregó, lo cual probablemente no fuese cierto.
—Tal vez pudiéramos salir a caminar otra vez, en otra ocasión —sugirió Mary Anne—. Cuando tengamos los zapatos adecuados y todo lo demás. Hay un lugar bonito por las montañas… está muy alto y se abarcan muchos kilómetros con la vista.
—Suena maravilloso.
De veras le pareció así, a pesar de lo cansado que estaba.
—Si quieres, podemos ir en coche una parte del camino, estacionarlo y caminar desde ahí.
—Ya llegamos, amigos —advirtió el chofer alegremente, deteniéndose delante del edificio de departamentos de Mary Anne—. ¿Quieren que espere? —preguntó mientras abría la portezuela.
—Sí, espere —le indicó Schilling. Él y la muchacha subieron las escaleras; le detuvo la puerta y ella se deslizó al interior por debajo del arco formado por su brazo.
En el vestíbulo se detuvo. Aún asía firmemente su plato azul.
—Joseph —murmuró—, buenas noches.
—Buenas noches —contestó. Se inclinó y la besó en la mejilla. Sonriente, alzó la cara, expectante—. Cuídate —le recomendó. Fue lo único que se le ocurrió.
—Lo haré —prometió, se volvió y subió corriendo las escaleras.
Schilling regresó al porche del edificio. Ahí estaba el taxi, con los cuartos prendidos, esperándole. Descendió los escalones de hormigón e iba a entrar al taxi cuando se acordó de su propio coche. El Dodge, húmedo y oscuro, estaba estacionado a sólo unos cuantos metros de distancia; se había olvidado de él por completo.
—Voy a caminar —informó al taxista—. ¿Cuánto le debo?
El chofer bajó el brazo del taxímetro y arrancó el recibo de papel.
—Nueve dólares con 85 centavos —anunció plácidamente.
Schilling le pagó y se dirigió tiesamente a su propio coche. La tapicería, cuando se subió, estaba fría y desagradable. El motor tosió de manera irregular al encenderlo. Dejó que se calentara unos minutos antes de soltar el freno de mano y arrancó a través de la calle silenciosa y vacía.