Aferrada aún a su mano, bajó corriendo las escaleras del edificio de departamentos y salió a la oscuridad de la calle. Schilling empezó a dirigirse hacia su coche estacionado, pero lo alejó de él y lo llevó por la banqueta.
—Al coche no —jadeó y echó a caminar en la dirección opuesta al casco indistinto de metal negro—. No está lejos; caminaremos.
—¿A dónde vamos?
Se le perdió la respuesta; no alcanzó a entenderla. En el silencio de la noche su respiración era laboriosa. Sin soltarlo, lo llevó a la acera de enfrente y dio vuelta a una esquina. Adelante de ellos brillaban las luces del sector comercial del centro, las tiendas, los bares y las gasolineras.
Lo llevaba hacia la discoteca. Apresurándose a través de la oscuridad, lo llevaba cada vez más cerca de su propia tienda. Lo que había dicho, se dio cuenta al fin, fue cuarto de depósito. Ahí era a donde iban, al sótano remodelado debajo del nivel de la calle. Ya estaba luchando con el bolso para sacar su llave de la tienda.
—Déjame llevarte a casa —protestó—. A mi casa.
—Por favor, Joseph… no quiero ir ahí.
—¿Pero por qué en la tienda?
Aminoró un poco el paso; su rostro se veía muy pálido bajo el fulgor de la luz de la calle.
—Tengo miedo —afirmó, como si con eso lo explicara todo. Y para él así fue. Estaba apoderándose de ella el pánico, tal como aquel primer día. Sin embargo, esta vez estaba prevenido; no fue ninguna sorpresa para él.
—Mira —indicó calmadamente, obligándola a detenerse—. Regresa a tu departamento. Te llevaré… no tienes por qué preocuparte.
Le desenredó los dedos hasta que sus manos quedaron libres.
—¿Viste? Tan sencillo como eso.
—No te vayas —replicó al instante—. ¿No podemos ir a la tienda? Ahí estaré bien; quiero estar en el sótano, donde se está seguro.
Y echó a correr otra vez; la seda de su ropa brillaba y crujía delante de él.
La siguió. Al alcanzarla, ya había cruzado la calle al otro lado; la discoteca estaba a la vista, con las luces del aparador encendidas con toda su fuerza.
—Toma —dijo ella—. Abre la puerta.
Le alargó la llave; la aceptó, dio vuelta a la cerradura y abrió la puerta.
Hacía frío en la tienda. Salvo el aparador, todo estaba oscuro. La bruma agria del humo de cigarros estaba suspendida en las cabinas, un olor rancio mezclado con la presencia de cebollas y de sudor humano: recuerdos de los clientes. A su izquierda estaba el mostrador, cargado con discos. Mientras alargaba la mano hacia el apagador de la luz chocó contra la esquina de una mesa de exhibición con la rodilla; resopló y se detuvo para inclinarse hacia el lugar adolorido.
Al fondo de la tienda se prendió la luz del pasillo. Mary Anne desapareció en la oficina y volvió a salir casi de inmediato, con una chamarra de lana sobre los hombros.
—¿Dónde estás? —preguntó.
—Aquí.
Encontró el apagador de la luz del techo y la prendió. Quejándose, cojeó a la puerta, bajó la persiana y destrabó la cerradura. El pesado pestillo brincó a su lugar.
—Sí —convino ella—. Ciérrala. Se me olvidó. ¿Puedo poner el calentador de la oficina?
—Por supuesto.
Se sentó en la repisa de la ventana a descansar y se sobó la rodilla. Mary Anne desapareció en la oficina; percibió el suave brillo azul de la lámpara fluorescente arriba de su escritorio. La escuchó moverse, sacar el calentador eléctrico, bajar la persiana.
—¿Lo encontraste? —preguntó cuando volvió a aparecer.
—Lo prendí; está calentándose.
Se acercó para detenerse junto a él, agazapada junto al mostrador, medio en cuclillas, medio recostada en la superficie vertical a sus espaldas.
—Joseph —preguntó—, ¿por qué me besaste?
—¿Por qué? —repitió—. Porque te quiero.
—¿De veras? Me pregunté si sería por eso.
Se acomodó y lo miró con gesto aprensivo y preocupado.
—¿Estás seguro de que fue por eso?
Entonces se incorporó.
—Vayamos a la oficina, donde hay calor.
El pequeño calentador eléctrico emanaba rayos, creando un nimbo de calor a su alrededor.
—Míralo —señaló Mary Anne—. Se calienta a sí mismo… nada más.
—¿Me tienes miedo? —le preguntó.
—No.
Atormentada, dio vuelta a la oficina.
—No lo creo, por lo menos. ¿Por qué debiera tenerte miedo?
Afuera de la tienda un coche se precipitó por la calle vacía; sus faros derramaron luz sobre las mesas y los estantes de exhibición, los anaqueles con discos detrás del mostrador. Luego el coche desapareció y la tienda volvió a la oscuridad.
—Voy a bajar —anunció ella y se encaminó al pasillo.
—¿Para qué?
No hubo ninguna respuesta; encendió la luz del sótano y ya bajaba apresurada por la escalera.
—Regresa aquí —ordenó.
—Por favor, no me grites —replicó con tonos precisos. Pero se detuvo en la escalera—. No soporto que me griten.
—Mírame —volvió a ordenar.
—No.
—Olvida esa maldita neurosis y mírame.
—No puedes mandarme —afirmó. Sin embargo, poco a poco volvió la cabeza, los ojos sombríos, los labios apretados firmemente, y le dio la cara.
—Mary Anne —preguntó—, ¿qué te pasa?
La expresión de sus ojos se hizo borrosa.
—Tengo miedo de que algo me pase.
Alzó una pequeña mano; frágil y temblorosa, se sujetó en el barandal.
—Diablos —exclamó con labios temblorosos—. Es por algo que pasó hace mucho tiempo. Lo siento, Joseph.
—¿Por qué? —repitió—. ¿Por qué quieres bajar?
—Para traer la cafetera. ¿No te lo dije?
—No, no me lo dijiste.
—Todavía está ahí abajo… la estuve lavando hoy. Está secándose sobre la mesa para empaquetar, junto a la cinta adhesiva. Sobre unos trozos de cartón.
—¿Quieres tomar café?
—Sí —replicó ansiosamente—. Tal vez me quite el frío.
—Está bien —accedió—. Ve por ella.
Agradecida, soltó el barandal y bajó rápidamente al cuarto de depósito. Schilling la siguió. Cuando llegó al sótano la encontró sentada en la orilla de la tambaleante mesa, armando la cafetera Silex. Unas gotas de agua brillaban sobre su muñeca; había llenado la cafetera de agua y ésta se estaba derramando. Por un momento consideró bajarle la lata de café Folger’s; ella había empezado a buscar en los estantes a sus espaldas, alzando la mano para apartar las cajas de cordón y de cinta transparente. Se acercó, medio con esa intención y medio con otra, con una que siguió difusa en su mente hasta que casi la alcanzó y ella levantó la Silex para que él la tomara. La tomó y sin vacilar volvió a colocarla en la orilla de la mesa; rodeó los hombros de la muchacha con los brazos.
—Qué delgada estás —opinó en voz alta.
—Te lo dije.
Se acomodó hasta quedar con más peso sobre la mesa.
—¿Cómo se llama cuando una tiene ganas de echarse a correr? ¿Pánico? Suena como la palabra indicada. Pero siempre quise tener un lugar al que pudiera correr, un lugar donde pudiera esconderme… mas cuando llegaba, nadie quería dejarme entrar o no era, después de todo, donde quería estar. No resultó bien nunca; siempre fallaba algo. Y dejé de intentarlo.
—¿Has venido aquí por la noche?
—Algunas veces.
—¿A hacer qué? ¿Estar sentada nada más?
—Me siento a pensar. En ninguno de mis trabajos anteriores me habían dado la llave. Toqué algunos discos… traté de acordarme de lo que me has dicho acerca de ellos, de lo que debía buscar al escucharlos. Hay uno que me gustó mucho; lo coloqué en la máquina y luego fui a la oficina y escuché ahí, porque hacía más calor. ¿Estás enojado conmigo?
—No —contestó.
—No lograré nunca entenderlo todo, todo lo que tú sabes. Pero no fue por eso, de cualquier modo, por lo que vine. Sólo quise escuchar y estar aquí sola, con la puerta cerrada. Una noche —anoche, creo— vino el policía y me iluminó con su lámpara sorda. Tuve que ir a abrir la puerta y demostrar quién era.
—¿Te creyó?
—Sí, ya me había visto trabajar durante el día. Me preguntó si estaba bien.
—¿Qué le dijiste?
—Le dije que estaba todo lo bien que he estado jamás. Pero en realidad no lo suficiente.
—¿Hay algo que yo pueda hacer? —preguntó.
—No tienes que hacer nada.
—Quiero hacer algo.
—Bueno, podrías traer el café.
—¿No puedo hacer nada más?
Ella reflexionó, la cabeza apoyada en la de él, con una mano en la mejilla y la otra sobre las piernas. Sintió la corriente de su respiración y vio el ligero movimiento de sus labios. Como una niña, respiraba por la boca. Estaba tan cerca de él que, a pesar de la luz tenue, pudo distinguir las hebras diminutas, perfectamente formadas, que le crecían en la nuca y que se perdían entre la oscuridad general de su cabello. En la orilla de su mandíbula, debajo de la oreja izquierda, había una cicatriz casi invisible, una delgada línea blanca que desaparecía en la ligera pelusa de su mejilla.
—¿De qué fue eso? —preguntó y tocó la cicatriz.
—Oh.
Le sonrió, alzando el mentón.
—Cuando tenía once años choqué con la puerta de cristal de una alacena, y se rompió.
Sus ojos se desplazaron, traviesos.
—No me dolió, pero sangró mucho, chorreando por mi cuello, grandes gotas rojas. Tenía un gato que solía meterse a la alacena de los trastes para dormirse en un gran tazón para mezclar, que mi madre usaba para preparar los pasteles. Traté de sacarlo, pero no quiso. Estaba jalándolo de una pata, y de repente me arañó. Me hice para atrás y rompí la puerta de cristal.
Aún meditaba sobre la herida de su infancia cuando él le levantó la cara y la besó, esta vez directamente sobre los labios secos. No había exceso de carne en ninguna parte de ella; tenía los huesos cerca de la superficie, justo debajo de la piel; primero la seda de su ropa y luego la dureza inmediata de sus costillas, omóplatos y clavícula. Su pelo, al caer cerca de él, olía débilmente a humo de cigarro. Cerca de sus orejas estaban suspendidos los vestigios de algún perfume evaporado hacía mucho tiempo. Estaba cansada y la envolvía una sensación de cansancio, cierta pasividad alicaída y silenciosa.
Al principio la abrazó sin fuerza, porque pensó que tal vez quisiera escaparse, y era importante que fuese capaz de escaparse. Sin embargo, al cabo de un tiempo se dio cuenta de que imperceptiblemente estaba durmiéndose o cayendo, al menos, en una especie de sereno estupor. Aún tenía los ojos abiertos —estaba contemplando las cajas de cartón con la cinta para la máquina sumadora arriba de la cabeza de él—, pero no mostraban el foco particular de la conciencia. Estaba consciente de él, consciente también de sí misma, pero sólo en una forma nebulosa. Tenía la mente vuelta al interior, dando vuelta a sus pensamientos todavía, a los recuerdos de los pensamientos; meditaba las experiencias ocurridas hacía mucho tiempo.
—Me siento segura —declaró al fin.
—Sí —afirmó él—. Lo estás.
—¿Por ti?
—Eso espero. También por la tienda. Nos sustenta.
—Pero principalmente por ti. No siempre me he sentido así. Antes fue todo lo contrario. ¿Te acuerdas?
—Te di miedo.
—Me espanté muchísimo. Y eras tan… severo. Me sermoneaste; eras como…
Buscó en su memoria mientras una luz bailaba en sus ojos.
—Cuando era muy pequeña… la imagen de Dios en la escuela dominical. Sólo que no tienes una larga barba.
—No soy Dios —afirmó. Era un hombre común; no era Dios, ni siquiera parecido a Dios, pese a la imagen que ella había visto en la escuela dominical. Un enojo infeliz creció dentro de él. Su extraño ideal cálido, totalmente infantil… y en realidad había tan poco que pudiera hacer para ayudarla—. ¿Decepcionada? —preguntó.
—Supongo que no.
—No te agradaría Dios. Manda a la gente al infierno. Dios es un reaccionario anticuado.
Se hizo hacia atrás y frunció la nariz. La besó otra vez. Ahora se movió; apartó la cara, sonrió y le sopló una bocanada de aliento cálido. Entonces su sonrisa, sin advertencia alguna, desapareció. Bajó la cabeza, tembló y puso tiesa su espalda, las manos apretadas firmemente la una contra la otra, gimió y se enderezó hasta que su garganta desnuda quedó frente a los ojos de Schilling.
Joseph Schilling sabía que tenía miedo, que había vuelto la vieja imagen. Sin embargo, no se movió. Hubiera sido un error moverse. Mantuvo esta idea fija en la mente.
—Joseph —musitó—, yo…
El sonido hablado se desvaneció entre un tartamudeo confundido; meneó la cabeza y se impulsó inquietamente hacia arriba, como si su cuerpo estuviera atrapado.
—¿Qué pasa? —preguntó él y se enderezó junto con ella cuando se deslizó de la mesa y lo agarró. Sus uñas se hundieron en las mangas del hombre; luchó consigo misma, tragando saliva rápidamente, los ojos cerrados.
Schilling vio sus propias manos pinchar los broches que mantenían cerrada su blusa. Qué extraño, pensó. Así que eso era. Qué extraño espectáculo, sus manos grandes y rojizas tan afanosamente ocupadas. La muchacha abrió los ojos, bajó la mirada y miró. Juntos observaron cómo las manos separaron la blusa y la extendieron sobre el hueco de sus hombros, hasta que su ropa le cayó a los codos.
—¡Dios mío! —susurró la muchacha. Schilling, sin comprender, se hizo hacia atrás y se sentó, frotándose las manos.
Mary Anne respiró profundamente y empezó a recoger otra vez la blusa a su alrededor. Una expresión de admiración apareció en su cara; se volvió hacia él y preguntó:
—¿Tú hiciste eso? Lo hiciste tú, ¿verdad?
—Sí —replicó.
Estiró la mano y separó totalmente la tela de su blusa y soltó los broches restantes. Ella no protestó; con cierta curiosidad observó sus manos mientras se desplazaban sobre su estómago al cierre de resorte que mantenía los pantalones en su lugar. Intentó desabrocharse el sostén buscando en su espalda sin lograrlo hasta que Schilling la volteó un poco, le apartó los dedos y lo desenganchó.
—Gracias —musitó ella. El sostén cayó hacia adelante y lo sujetó por las copas. Con unos cuantos movimientos breves terminó de quitarse los pantalones y, con un estremecimiento, se bajó las pantaletas. Juntó la ropa, hizo un bulto y lo puso a un lado. Durante un instante su columna, ligeramente luminosa, bailó frente a él; luego se precipitó hacia adelante, muy tersa, muy viva, se subió a la mesa.
—Sí —afirmó—. No esperes; apúrate, Joseph, por amor de Dios.
No tuvo que esperar. Ella aplanó la espalda contra la mesa y así fue capaz de recibirlo; lo guió con sus propios dedos, empujó hasta que ya no pudo más y, apoyándose sobre los puños, endureció el cuerpo. Estaba caliente por dentro, más caliente de lo que él hubiera encontrado en cualquier parte, con cualquiera. Tuvo los ojos cerrados y se concentró en el ritmo de su cuerpo. Sobre su pelvis ondeó una capa de músculos fuertes, de mucha energía; la actividad se extendió hasta alcanzar sus senos y dilatar cada pezón. La penetró en tan poco tiempo que ninguno pronunció una sola palabra.
Lo lograron, entonces. Algo se abalanzó a la superficie del cuerpo de la muchacha y desapareció; se estrechó, se puso dura y luego blanda otra vez. La muchacha suspiró, se recostó y se relajó. Retiró los puños y, contenta, colocó las palmas extendidas sobre el abdomen.
Schilling esperó y entonces se retiró con cuidado. Mary Anne no dijo nada. Finalmente, después de que él volviera a cubrirse con su ropa y estaba bajando al suelo, ella se movió, abrió los ojos y se incorporó.
Con voz baja y tímida indicó:
—Eso nunca me había sucedido antes. Nunca sentí que algo se viniera dentro de mí. Fue siempre algo que me pasaba a mí; nada que yo hiciera.
—Es bueno —le aseguró.
Finalmente, ella encontró su ropa y empezó a vestirse. Schilling no pudo evitar mirar el reloj. Sólo habían pasado diez minutos desde que descendieron al cuarto. No parecía posible, pero efectivamente no había pasado más tiempo. Si en cambio hubieran subido a poner la cafetera, apenas estaría lista.
Cuando la muchacha terminó de vestirse, le preguntó:
—¿Cómo te sientes, Mary Anne?
Estiró los brazos, se sacudió como un animal y se dirigió rápidamente a la escalera.
—Me siento muy bien, pero tengo hambre. ¿Podemos ir a comer algo?
Se rió.
—¿Inmediatamente?
A la mitad de las escaleras, se detuvo para contemplarlo.
—¿Por qué no? ¿Qué tiene de malo?
—Nada.
Subió la escalera y se detuvo junto a ella. No pareció molestarla; no protestó cuando estiró el brazo y se lo colocó en la cintura. Ella se recostó y descansó sobre él, produciendo un murmullo de satisfacción. Le cubrió el seno derecho con los dedos y tampoco pareció molestarla; de hecho, cerró la propia mano encima de la suya y lo apretó contra ella hasta que sintió la línea de las costillas debajo de su piel.
—¿A dónde quieres ir? —preguntó al soltarla.
—A donde sea. A algún lugar donde podamos conseguir hot-cakes, jamón y café. Eso es lo que quiero; y mucho.
Emocionada, corrió hasta arriba de la escalera.
—¿Está bien? —preguntó, perfilada arriba de él.
—Esta bien —contestó, feliz, y estiró la mano para apagar la luz del sótano.