Esa noche la llevó a cenar. Y cuatro noches después, el sábado, la llevó con él a una fiesta de mayoristas en San Francisco.
Al subir por la península, Mary Anne preguntó:
—¿Es suyo este coche?
—Compré este Dodge en el 48. Fue una venta de paquete; venía incluido Max.
Agregó:
—Dejé de manejar largas distancias.
Su vista había desmejorado y una noche chocó con una camioneta lechera estacionada. No le contó eso a la muchacha.
—Es un coche bonito. Es tan grande y silencioso…
Contempló los oscuros campos que pasaban a ambas orillas de la carretera.
—¿Cómo va a ser la fiesta?
—No tiene miedo, ¿o sí?
—No —replicó, sentada muy derecha a su lado, con las manos sobre el bolso. Se había puesto lo que él veía como unas piyamas de seda negra; los pantalones estaban atados a sus tobillos desnudos y la blusa se ensanchaba para formar un gran cuello puntiagudo. En los pies llevaba zapatillas bajas y tenía el pelo recogido en una corta cola de caballo.
Al correr ella desde su edificio de departamentos y meterse al coche él había observado:
—Su pelo es demasiado corto para cola de caballo.
Sin aliento, se acomodó junto a él y azotó la portezuela.
—¿Estoy demasiado extravagante? ¿Estoy vestida mal?
—Se ve maravillosa —contestó con toda sinceridad al encender el motor.
No obstante, a pesar de lo que dijera tenía miedo. En la penumbra del coche sus ojos estaban muy abiertos y serios y no se le ocurría casi nada de decir. En un momento dado, sacó los cigarros del bolso y se inclinó hacia el encendedor del tablero.
—Puede resultar divertido —comentó él para animarla.
—Eso fue lo que me dijo.
—Leland Partridge es un fanático, lo que llamamos un «audiófilo». Habrá bailes del tamaño de casas, agujas de diamante, grabaciones en alta fidelidad de trenes de carga y órganos de campanas.
—¿Habrá mucha gente ahí? —preguntó ella otra vez, por tercera ocasión.
—Gente del menudeo, además de algunos de los músicos de San Francisco. Habrá bebidas y mucha plática. Tal vez escuche algunas buenas discusiones cuando se enfrenten los muchachos del sonido y los auténticos músicos.
—Me encanta San Francisco —exclamó Mary Anne con fervor—. Todos estos pequeños bares y restaurantes. Una vez fui a un lugar en North Beach, con Tweany. A algo llamado The Paper Doll. Escuchamos a un pianista de Dixieland… estuvo padre.
—Padre —repitió Schilling con una mueca.
—Era bastante bueno.
Dio unos golpecitos en el cigarro con el dedo; las chispas volaron por la ventanilla a la oscuridad. Desde el radio del coche emanaban los sonidos de una sinfonía de Haydn.
—Me gusta —afirmó ella, inclinando la cabeza.
—¿Lo reconoce?
Meditó.
—Beethoven.
—Es la sinfonía del tambor de Haydn.
—¿Cree que alguna vez aprenda a distinguir una pieza? ¿Llegaré a tener su edad?
—Está aprendiendo —contestó, lo más ligeramente posible—. Es cuestión de experiencia, nada más.
—A usted realmente le encanta esa música. Lo he observado… no simula. Igual se pone Paul con su música. Como que… la beben. Tratan de captarla toda.
—Me agrada su amigo Nitz —afirmó, aunque en algunas formas lo turbaba el hombre.
—Sí, es una persona encantadora. No creo que pudiera hacerle daño a nadie jamás.
—Y usted admira eso.
—Sí —indicó ella—, ¿usted no?
—Lo admiro como un concepto abstracto.
—Oh, usted y lo abstracto.
Se acurrucó contra la puerta, las piernas encogidas, un brazo sobre el borde de la ventanilla.
—¿Qué son esas luces?
Sonaba aprensiva.
—¿Ya casi llegamos?
—Casi. Reúna todo su valor.
—Está reunido. No se burle de mí.
—No estoy burlándome de usted —afirmó con ternura—. ¿Por qué lo haría?
—¿Se reirán todos de lo que diga?
—Por supuesto que no.
No pudo evitar el agregar:
—Estarán haciendo tanto escándalo con sus discos de sonido de efectos especiales que no escucharán lo que diga.
—No me siento bien.
—Se sentirá mejor cuando lleguemos —le aseguró con la simpatía de un padre y aceleró el coche.
La fiesta ya había empezado cuando llegaron. Schilling observó la transformación que tuvo lugar en la muchacha al subir los escalones de la casa de Partridge. Su temor desapareció bajo la superficie; con el rostro impasible se recostó en el barandal de hierro del porche, con el bolso en una mano y la otra colgada sobre la rodilla. En cuanto se abrió la puerta se puso de pie y pasó junto al hombre en la entrada. Ya había entrado al pasillo y estaba acercándose a la sala, llena de ruido y risas, cuando Schilling apagó el puro y entró.
—Hola, Leland —saludó al anfitrión y le dio la mano—. ¿Qué pasó con mi chica?
—Ahí va —señaló Partridge cerrando la puerta. Era un hombre alto de edad mediana y lentes—. ¿Tu esposa? ¿Amante?
—Vendedora.
Schilling se quitó el abrigo.
—¿Cómo está la familia?
—Más o menos igual.
Con un brazo sobre el hombro de Schilling, lo guió a la sala.
—Earl está resfriado otra vez; es la misma gripe que a todos nos dio el año pasado. ¿Cómo va la tienda?
—No puedo quejarme.
Ambos se detuvieron para observar a Mary Anne. Había encontrado a Edith Partridge y estaba aceptando un trago de la charola de la anfitriona. Aparentemente a gusto, Mary Anne se volvió para ser presentada a un grupo de jóvenes empleados de la compañía de discos, reunidos alrededor de una mesa. Sobre ella había una muestra de aparatos de sonido: tornamesas, agujas, brazos. Los elementos del sistema binaural Diotronic.
—Sabe moverse —afirmó Partridge—. Es raro en una muchacha tan joven. Mi hija mayor tiene aproximadamente su edad.
—Mary —llamó Schilling—, venga a conocer a su anfitrión.
Lo hizo y fueron presentados.
—¿Quién es ese hombre horriblemente gordo? —preguntó a Partridge—. Ahí en el rincón, repantigado sobre el sofá.
—¿Ése?
Partridge le sonrió a Schilling.
—Es un compositor horriblemente gordo llamado Sid Hethel. Vaya a escucharlo resollar… vale la pena.
—Es la primera vez que te oigo admitir eso sobre Sid —afirmó Schilling. Partridge siempre le había parecido un poco ofensivo.
—Su conversación es exquisita —declaró Partridge secamente—. Es una lástima que no haya decidido dedicarse a la literatura.
—¿Quiere conocerlo? —preguntó Schilling a Mary Anne—. De suyo es una experiencia, aunque no le guste a uno su música.
Acompañados por Partridge, se dirigieron hacia él.
—¿Cómo es su música? —preguntó Mary Anne nerviosamente.
—Muy sentimental —repuso Partridge; su cara narigona se elevaba encima de ella mientras los conducía entre los grupos de personas—. Algo así como desayunar cerezas en almíbar. Por encima del murmullo de las voces rugía la titánica primera sinfonía de Mahler, amplificada por la red de bocinas y bailes instalados por toda la gran sala bien amueblada.
—A lo que Leland se refiere —indicó Schilling— es que a Hethel no se le ha acabado la melodía, como a sus compatriotas.
—Ah —exclamó Partridge—. Cómo vuelvo al pasado al oírte hablar, Joe. Los buenos días de antaño, cuando un hombrecillo salía corriendo al principio de cada disco a anunciar el nombre de la selección.
Sid Hethel estaba involucrado en una conversación. Las piernas estiradas, el bastón recostado en su carnosa ingle, estaba señalando a su círculo de escuchas con un dedo ponderado. Hethel constituía un continente de tejidos; desde las profundidades de la grasa se asomaban sus ojos negros y agudos. Era el Hethel que Schilling recordaba; para acomodar la panza había desabrochado los primeros dos botones de su bragueta.
—… oh, no —escupió Hethel y se limpió la boca con un pañuelo blanco que sostenía en la mano, cerca del mentón—. Me entendió mal; nunca dije nada parecido. Frankenstein es un buen crítico, un buen crítico de música y el mejor en esa área. Pero es un localista; si eres un talento local, eres lo mejor de lo mejor; sin embargo, si eres Lilly Lombino de Wheeling, Virginia Occidental, pudieras tocar el violín como Sarasate y Alf no te haría ningún caso.
—Supe que las críticas de música y de arte no lo tienen ocupado —informó un miembro del círculo de Hethel—. Va a echar a Koltanowski y encargarse de la columna sobre el ajedrez.
—El ajedrez —repitió Hethel—. Es posible; tratándose de Alf Frankenstein, podría encargarse de cualquier cosa menos cocina.
Descubrió a Partridge y un brillo malicioso destelló en sus ojos.
—En cuanto a este asunto binaural. Si tan sólo viviera Mahler todavía…
—Teniendo un sistema binaural —lo interrumpió Partridge gravemente— Mahler hubiera podido escuchar su música tal como realmente sonaba.
—Tienes razón —admitió Hethel y volvió su atención hacia el anfitrión—. Por supuesto debemos recordar que Mahler pensó que su música sonaba bien. ¿Hay algún botón o cuadrante en tu sistema que haga sonar bien a Mahler? Porque si lo hay…
—Sid —interrumpió Schilling desde el poder de sus años de amistad—, ¿te das cuenta de que estás bebiendo el licor de Leland e insultándolo al mismo tiempo?
—Si no estuviera bebiendo su licor —contestó Hethel rápidamente— no estaría insultando a nadie. ¿Qué te trae aquí, Josh? ¿Sigues empeñado en contratar a Maurice Ravel?
Sus manos vastas y fofas aparecieron como serpientes; Schilling las aceptó y los dos hombres se saludaron cálidamente.
—Da gusto verte —aseguró Hethel, también conmovido—. ¿Todavía llevas contigo tu caja de preservativos en el portafolios?
—Lo que tú llamas portafolios —afirmó Schilling— es una gran bolsa de cuero para duchas, hecha sobre pedido.
—Una vez —confió Hethel al grupo— vi a Josh Schilling sentado en un bar…
El sonido de su voz se desvaneció.
—¡Dios mío, Schilling! ¡Quisiera conocer a la mujer que va con esa bolsa para duchas!
Un poco avergonzado, Schilling echó una mirada a Mary Anne. ¿Cómo estaría ella soportando el espectáculo de Sid Hethel, el gran compositor contemporáneo?
De pie, con los brazos doblados, escuchó y no pareció entretenida ni ofendida. Era imposible saber qué pensaba; su cara no mostraba expresión alguna. Con sus pantalones negros de seda se veía extraordinariamente esbelta… su espalda recta y cuello alargado poseían cierto equilibrio, y arriba de sus brazos doblados sus senos eran pequeños, muy puntiagudos, apuntados visiblemente hacia arriba.
—Sid —dijo Schilling dando paso a la muchacha hacia adelante—. He abierto una nueva discoteca en Pacific Park. ¿Te acuerdas de que siempre quise hacerlo? Un día al quitar la tapa a una caja de empaque saltó este duende.
—Querida —saludó Hethel, el tono de burla desapareció de golpe de su voz—, ven aquí y cuéntame por qué estás trabajando en la discoteca de este viejo.
Estiró la mano y cerró los dedos sobre los de ella.
—¿Cómo te llamas?
Se lo dijo en voz baja, con la dignidad innata a la que Schilling ya se había acostumbrado.
—No seas esquiva —dijo Hethel, dedicando una sonrisa al círculo de personas—. ¿No les parece esquiva?
—¿Qué significa eso? —preguntó Mary Anne.
Hethel frunció el entrecejo.
—¿Que qué significa?
Pareció confundido.
—Bueno —prosiguió con voz enfadada y demasiado fuerte—, significa…
Se volvió hacia Schilling.
—Dile qué significa.
—Quiere decir que eres una chica muy bonita —explicó Edith Partridge al aparecer con una charola de tragos—. ¿Quién está listo para más?
—Yo —musitó Hethel y tomó un vaso de la charola—. Gracias, Edith.
Enfocó su atención en ella y soltó la mano de Mary Anne.
—¿Cómo están los niños?
—¿Qué impresión le hizo? —preguntó Schilling a la muchacha al conducirla otra vez de regreso a través del círculo de personas, alejándose de Hethel—. No la molestó, ¿verdad?
—No —contestó, negando con la cabeza.
—Ha bebido demasiado, como siempre. ¿Lo encuentra usted repugnante?
—No —afirmó—. Es como Nitz, ¿verdad? Quiero decir que no es como la mayoría de la gente… sea lo que fuere que tienen. Su parte dura. La parte que me da miedo. Él no me dio miedo.
—Sid Hethel es el hombre más tierno del mundo.
Lo complació su reacción.
—¿Gusta tomar algo?
—No, gracias.
De repente, en un arrebato de pesimismo, exclamó:
—Todos se dan cuenta de mi edad, ¿verdad?
—¿Cuál es su edad?
—Soy joven.
—Eso es bueno. Piense en sí misma y luego en nosotros: Partridge, Hethel y Schilling, tres viejos tambaleantes que recuerdan juntos los días del disco de cilindro.
—Yo quisiera poder hablar de eso —afirmó Mary Anne fervorosamente—. ¿Qué puedo contar yo? Lo único que puedo decirle a la gente es cómo me llamo… ¿no es magnífico?
—Para mí es suficiente —declaró él, y lo decía en serio.
—¿Sabe usted quién es Milhaud?
—Sí —admitió.
Se alejó un poco de él y, después de un momento de vacilación, la siguió. Se había detenido a la orilla de un grupo de ingenieros de sonido y estaba escuchando su conversación. Su rostro estaba fruncido con el gesto preocupado que él ya empezaba a conocer.
—Mary Anne —le informó—, están comparando la atenuación progresiva de los nuevos amplificadores Bogen y Fisher. ¿Eso en qué le interesa a usted?
—¡Ni siquiera entiendo de qué se trata!
—Se trata de sonido. Y a veces me pregunto si ellos lo entienden.
La llevó a un asiento debajo de una ventana en el rincón abandonado del cuarto para que se sentara. Sujetó su vaso —Edith Partridge había tomado su bolso— y fijó la mirada en el piso.
—Anímese —le dijo él.
—¿Qué es ese terrible escándalo?
Schilling escuchó. Lo único que oía era el ruido de las voces humanas y, por supuesto, la torrente de la textura sinfónica de Mahler.
—Eso debía ser. Hay una bocina colocada cerca de aquí.
Anduvo tanteando con las manos hasta ubicar una parrilla incrustada en la pared detrás de una reproducción.
—¿Ve? De ahí sale.
—¿Tiene algún nombre?
—Sí. Es la primera sinfonía de Mahler.
Mary Anne reflexionó.
—Incluso sabe cómo se llama. ¿Estaría usted dispuesto a enseñarme?
—Por supuesto.
Sintió tristeza y se conmovió.
—Porque —prosiguió Mary Anne seriamente— quiero hablar con ese hombre y no puedo. Con el hombre gordo.
Meneó la cabeza.
—Supongo que tengo sueño… toda esa gente que estuvo entrando y saliendo de la tienda hoy. ¿Qué hora es?
Eran apenas las nueve y media.
—¿Quiere irse? —preguntó.
—No, no estaría bien.
—Como usted quiera —indicó con sinceridad.
—¿A dónde iríamos? ¿De regreso?
—Si usted quiere.
—No quiero.
—Bueno —contestó con voz suave—, entonces no lo haremos. Podríamos ir a un bar; podríamos ir a cenar algo; podríamos salir a caminar, simplemente, por San Francisco. Podríamos hacer muchas cosas.
—¿Podríamos dar una vuelta en el tranvía? —pidió con un susurro débil y desalentado.
En el otro extremo de la habitación había estallado una discusión. Unas voces enfadadas irrumpieron a través de la cortina de sonidos sinfónicos; eran Partridge y Hethel.
—Tratemos de usar la razón en esto —se quejó Partridge con voz regañona—. Estoy de acuerdo en que debemos distinguir claramente entre los medios y el fin. Pero el sonido no es el medio ni la música el fin; «música» es un término de valor que se aplica a unos patrones reconocibles de sonido. Lo que tú llamas sonido es simplemente la música que no te agrada. Y además…
—Y además —retumbó la respuesta de Hethel— si derrumbara dos veces una pila de botellas tendría el derecho de afirmar que he compuesto algo llamado «Estudio en vidrio»: ¿es eso? ¿No es eso lo que estás diciendo?
—No hay necesidad de convertir esto en un ataque personal.
Partridge le dio la espalda a Hethel; sonrió de una manera fija y mecánica y pasó de grupo en grupo, saludando a la gente. La plática y la música gradualmente volvieron a apoderarse del ambiente. Hethel, rodeado por su círculo de novatos, dejó de oírse.
—¡Dios mío! —exclamó Partridge al acercarse a Schilling y a Mary Anne—. Está borracho, desde luego; debí haber sabido que esto pasaría.
Schilling preguntó:
—¿Y mejor no lo hubieras invitado?
Se elevó el sonido característico de un piano; alguien había empezado a tocar. La exasperación de Partridge volvió a hervir.
—Maldita sea. Es Hethel; por fin encontró el piano. Le dije a Edith que lo sacara totalmente de la casa.
—Eso es difícil —afirmó Schilling con poca simpatía hacia el hombre— a menos que se haga con bastante anticipación.
—Tendré que detenerlo; lo está arruinando todo.
—¿Qué es todo?
—La demostración, por supuesto. Nos encontramos aquí para inaugurar una nueva dimensión de sonido. No tengo la intención de permitir que su infantil…
—Sid Hethel —indicó Schilling— toca el piano en público una vez al año en promedio. Puedo nombrar a varios estudiantes de composición que darían el ojo derecho por la oportunidad de estar aquí.
—A eso me refiero. Escogió el momento a propósito; por supuesto que no toca en público. ¿Cómo llegó hasta el piano? Ese hombre es tan gordo que apenas puede tambalearse.
—Ven —invitó Schilling y se inclinó sobre Mary Anne—. Esto es único… no volverá a tener esta oportunidad.
—Ojalá estuviera aquí Paul —declaró mientras se abrían camino. Cierta agitación se había extendido entre los invitados; los hombres y las mujeres olvidaron sus conversaciones y se esforzaron por acercarse a ver. Parados de puntas, los de atrás lograron echar un vistazo al gran montón de carne encorvado sobre el teclado.
—Venga —dijo Schilling—, la levantaré.
Tomó a la muchacha de la cintura; era esbelta, muy esbelta y firme. Sus manos casi le dieron la vuelta completa al alzarla contra él, levantándola hasta que pudo ver por encima del círculo de cabezas.
—Oh —exclamó—. Oh, Joseph… míralo.
Cuando Hethel terminó de tocar —pronto se le acabó el aire— la gente se dispersó y alejó. Con el rostro encendido Mary Anne siguió a Schilling.
—Paul debió haberlo visto —afirmó con cierta melancolía—. Ojalá hubiéramos podido traerlo. ¿No fue maravilloso? Y parecía como si estuviera dormido… tenía los ojos cerrados, ¿verdad? Y esos dedos tan grandes… ¿cómo lo hace? ¿Cómo pudo tocar las teclas?
En el rincón Sid Hethel estaba jadeando, la cara manchada y roja. Apenas alzó la vista al aparecer Schilling y Mary Anne delante de él.
—Gracias —expresó Schilling al hombre.
—¿Por qué? —resolló Hethel. Sin embargo, pareció entender—. Bueno, al menos obstaculicé el futuro del sonido binaural.
—Valió la pena venir —le indicó Mary Anne rápidamente—. No he oído nunca tocar así a nadie.
—¿Qué clase de tienda es? —preguntó Hethel y tosió en su pañuelo—. Antes trabajabas en publicidad, Josh; estabas con Schirmer.
—Los dejé hace mucho —afirmó Schilling—. Durante un tiempo estuve en la venta de discos al mayoreo. Prefiero esto… en mi propia tienda puedo hablar con la gente todo lo que quiero.
—Sí, siempre te encantaba perder el tiempo. Supongo que todavía tienes tu maldita colección de discos… todos esos de la Deutsche Grammophon y Polydor. Y la muchacha a la que nos gustaba escuchar en los días de antaño. ¿Cómo se llamaba?
—Elisabeth Schumann —recordó Schilling.
—Sí, la que cantaba como niña. Nunca la olvidé.
—Me gustaría —indicó Schilling— llevarte a ver mi tienda.
—¿Una tienda? Tenemos tiendas aquí.
—He tratado de despertar un poco de interés en la música ahí. Todos los domingos tengo la casa abierta, para escuchar discos y tomar café.
—¿Quieres que me muera? —exclamó Hethel—. Si voy ahí, fallezco. Te acordarás de lo que sucedió aquella vez en Washington, cuando me caí al bajar del tren. Te acuerdas del tiempo que tardé en reponerme.
—Tengo un coche; te llevaré de ida y de vuelta. Puedes dormir durante todo el camino.
Hethel reflexionó.
—Pasarás por los baches —decidió—. Buscarás los baches para pasar por encima de ellos; te conozco.
—Te doy mi palabra de honor.
—¿De veras? Oigamos el buen juramento de los Boy Scouts. En estos tiempos de valores morales cambiantes debe haber algo estable con lo que podamos contar.
Los ojos de Hethel brillaron de nostalgia.
—¿Te acuerdas de la vez que tú y yo nos perdimos en ese burdel chino de la avenida Grant? Y te emborrachaste y trataste de…
—En serio —interrumpió Schilling, quien no deseaba discutir tales temas delante de Mary Anne.
—En serio, tendría que pensarlo. Quiero salirme de la zona de la Bahía; este ambiente provinciano es para matar a uno. Podría ir a deslumbrar a la gente. Tal vez, entre los dos, pudiéramos ganarles a los muchachos del sonido.
Le dio unas palmadas en el brazo a Schilling.
—Te llamaré, Josh. Depende de cómo me sienta.
—Adiós —se despidió Mary Anne mientras ella y Schilling comenzaban a alejarse.
Hethel abrió los cansados ojos.
—Adiós, pequeña señorita duende. El duende esquivo de Josh Schilling… me acuerdo de usted.
La fiesta estaba disolviéndose. Unas cuantas personas estaban reunidas alrededor del sistema de sonido de Partridge y examinaban el sistema binaural Diotronic, pero la mayoría se había ido.
—¿Quiere irse? —preguntó Schilling a la muchacha.
—Quizá.
—Se siente mejor, ¿verdad?
—Sí —afirmó estremeciéndose.
—¿Tiene frío?
—Sólo estoy cansada. Quizá pudiera ir por mi bolso… creo que lo puso en la recámara.
Fue por el bolso y su abrigo. Un momento después se despidieron de los Partridge y bajaron por los escalones a la banqueta.
—Brrr —hizo Mary Anne al subirse al coche de un salto—. Me estoy muriendo de frío.
Schilling encendió el motor y puso el calefactor.
—¿Quiere regresar? Mañana es domingo; no tiene que levantarse temprano.
Inquieta, Mary Anne replicó:
—No quiero regresar. Tal vez pudiéramos ir a alguna parte.
Sin embargo, se veía cansada y ojerosa; una cualidad enjuta, casi macilenta, se había introducido en los huecos de su rostro.
—La llevaré a casa —decidió Schilling—. Es hora de que se acueste.
Sin protestar volvió a acomodarse en el asiento, subió las rodillas y apretó el mentón contra la tela. Con los brazos doblados, fijó la mirada en la columna de dirección.
Una vez, mientras recorrían la carretera de la península entre dos ciudades, Mary Anne levantó la cabeza y musitó:
—Si va, Paul podría oírlo.
—Por supuesto —afirmó.
—¿Compuso él algo de la música que Paul escuchó en la cabina el otro día?
—Le di a Paul una de las piezas de Hethel, es cierto. Una sonata para una pequeña orquesta de cámara. Su sonata «Rústica».
—Usted me dijo que las sonatas son para piano.
—La mayoría lo son… pero no las de Sid Hethel.
—¡Dios mío! —suspiró Mary Anne—. Todo me confunde tanto… no lo aprenderé nunca.
—No se preocupe por eso.
La muchacha calló.
—¿Aún tiene frío? —preguntó un poco después.
—No, pero debí haberme puesto un abrigo. Sólo que quise que viera mi traje. ¿Le gusta?
—Está perfecto —repuso, al igual que antes—. Está muy bien.
Volvió a desanimarse.
—El miércoles es la indagatoria, o como le llamen.
—¿Qué indagatoria?
—Para Danny Coombs. Tengo que ir a explicarles qué pasó, para que sepan si deben arrestar a alguien.
—¿Deberán hacerlo?
—No, porque fue un accidente. Coombs salió corriendo y se cayó. Un hombre que entregaba ropa de la lavandería lo vio. Parece tan lejos… pero fue sólo hace unas cuantas semanas. Ahora suena como algo que hubiera inventado. Salvo que si no decimos lo indicado, Tweany irá a la cárcel.
Su voz se desvaneció.
—No quiere que lo juzguen.
—Por supuesto que no. Bueno, no lo harán. Anda feliz; se deshizo de Coombs. Ahora tiene el campo libre con Beth. ¡Qué bueno para él!
Suspiró, se acurrucó y se recostó en el asiento; unos momentos después cayó en un ligero e inquieto sueño.
Cuando detuvo el coche frente al edificio de departamentos, ella aún dormía. No se movió cuando apagó el motor y abrió la portezuela. Ya comenzaba a recogerla antes de que parpadeara y abriera los ojos.
—¿Qué está haciendo? —preguntó cautelosa—. ¿Va a cargarme hasta adentro?
—¿Le molesta?
—Supongo que no.
Bostezó.
—Pero tenga cuidado… no se vaya a matar.
Ella pesaba, según descubrió, más o menos lo mismo que cuatro cajas de discos, probablemente no mucho más de 45 kilos. Sin dificultad, empujó la puerta del edificio para abrirla y la cargó por la escalera. Aquí y allá se veía luz debajo de las puertas, pero el departamento de ella estaba a oscuras. La puerta, cuando trató de abrirla, estaba cerrada con llave.
—Tengo la llave —musitó ella— en mi bolso. Bájeme y la sacaré.
La bajó; tambaleándose un poco, se recostó en la puerta con los ojos medio cerrados. Finalmente sonrió, abrió el bolso y buscó la llave a tientas.
—Gracias por el rato agradable —dijo.
—No tiene que agradecerme nada.
—Salimos juntos, ¿verdad?
—Supongo que sí. ¿Se divirtió?
—Quisiera…
Otra vez bostezó, mostrando sus pequeños dientes blancos y su lengua rosa de gato.
—Quisiera haber entendido más. Alguna vez volveremos a ver a ese hombre gordo… ¿Sid Hethel? ¿Vendrá aquí?
—Tal vez. Eso espero.
Le colocó las manos sobre los hombros y, con los dedos sobre su cuello, se inclinó y la besó cerca de la boca. Ella emitió un gritito silencioso de sorpresa y admiración; alzó una mano en un ademán de defensa, como si tuviera la intención de arañarlo. Cualquiera que hubiese sido su intención, cambió de opinión. Por un momento se recostó, soñolienta, contra él, aferrándose en su medio sueño; entonces despertó de repente. Había llegado a alguna clase de decisión; su cuerpo se puso tieso y se hizo hacia atrás.
—No —declaró, evadiéndose de él; se desprendió de sus manos y se volvió espectral e inmaterial en la penumbra del pasillo.
—¿No qué? —preguntó sin entender.
—No podemos entrar ahí; ella está ahí.
Mary Anne lo tomó de la mano para llevarlo otra vez por el pasillo, alejándose de la puerta cerrada de su departamento.