13

Una mañana a comienzos de diciembre, Joseph Schilling contemplaba su aparador. El sol estaba muy fuerte y frunció el entrecejo al pensar que los discos se iban a pandear en sus fundas. Entonces recordó que antes de disponer el aparador, los había sacado y sólo usó las fundas. Reconfortado, abrió la puerta y entró a la tienda.

Había montones de discos sobre el mostrador. Schilling los pasó por alto por el momento, sacó la escoba de la alacena de atrás y empezó a barrer la basura que durante la noche se le había amontonado frente a la puerta. Al terminar, volvió a entrar y enchufó el fonógrafo de alta fidelidad instalado arriba de la puerta. De entre los discos sobre el mostrador eligió la Música Acuática de Haendel y lo puso.

Acababa de salir de nuevo a bajar la cortina cuando Mary Anne Reynolds apareció junto a él.

—Pensé que abría a las ocho —afirmó—. Tengo media hora sentada ahí enfrente.

Señaló el Blue Lamb.

—Abro a las nueve —afirmó Schilling y cuidadosamente siguió bajando la cortina—. Más o menos. En realidad no tengo un horario fijo. A veces, cuando llueve, no abro hasta el mediodía.

—¿A quién contrató?

Schilling contestó:

—A nadie.

—¿A nadie? ¿Usted hace todo?

—A veces una antigua amiga mía viene a ayudarme. Una maestra de música.

—Se refiere a Beth Coombs.

—Sí —asintió Schilling.

—Se enteró de lo de su esposo, ¿verdad?

—Sí.

—¿Se acuerda usted de mí?

—¡Claro que me acuerdo!

Se sentía profundamente conmovido y le costaba trabajo hablar.

—De vez en cuando he pensado en usted y me he preguntado qué estaría haciendo. Es la muchacha que quería trabajar.

—¿Puedo entrar y sentarme? —preguntó Mary Anne—. Estos tacones me lastiman los pies.

Schilling la siguió a la tienda.

—Disculpe el desorden… no he tenido tiempo para arreglar las cosas.

La música estaba estruendosa y se inclinó para bajar el volumen.

—¿Usted conoce a la señora Coombs?

Habló con un tono informal; quería que se relajara esta muchacha inquieta y tensa.

—¿Dónde la conoció?

—En un bar.

Mary Anne se sentó sobre la repisa de la ventana y dejó caer los zapatos.

—Veo que mandó sacar algunas de las cabinas.

—Necesitaba el espacio.

La muchacha concentró su franca atención en él.

—¿Le alcanzará con tres cabinas? ¿Qué hace cuando hay una muchedumbre?

Cándidamente, admitió:

—Todavía espero ese momento para averiguarlo.

—¿Le está sacando ganancia?

Se sobó el pie.

—Tal vez no debiera contratar a nadie.

—En este momento estoy preparándome para la Navidad. Con un poco de suerte todavía habrá algo de actividad en esta tienda.

—¿Qué pasó con como se llame, con ese cantante? ¿Tuvo éxito?

—¿Chad? No precisamente. Enviamos las cintas a Los Angeles, pero todavía no ha resultado nada.

La muchacha reflexionó.

—A Paul Nitz le gustó. A mí me pareció bobo.

Se encogió de hombros.

—No importa.

Ambos quedaron callados un tiempo, mientras Schilling empezaba a clasificar los discos sobre el mostrador.

Ahí estaba, sentada en la repisa de la ventana como si después de todo hubiera decidido trabajar para él, como si no hubiera salido corriendo de la tienda. Ese día se había equivocado. Le había simpatizado y la había asustado. Esta vez tendría más cuidado; esta vez —esperaba— tendría bajo control la situación.

—¿Le gusta? —preguntó. Indudablemente encajaba ahí sobre la repisa; como un gato había entrado y tomado posesión del lugar. Ahora estaba poniéndose cómoda.

—¿La tienda? —replicó—. Ya se lo dije. Sí, me gusta mucho. Se ve encantadora.

Su voz tenía un tono preciso y profesional. Él se turbó.

—Usted siente hostilidad hacia mí —declaró.

La muchacha no contestó. Estaba probándose el zapato.

—Dice que conoció a Beth en un bar —afirmó Schilling, para hacer volver la conversación a temas más seguros—. Eso fue aquí en Pacific Park, ¿verdad? ¿No la conocía antes?

—No, antes no.

—¿Ya la conocía aquel día?

—Entonces ella no estaba aquí aún —le recordó la muchacha—. No llegaron hasta después.

—¿Qué impresión le causa?

—Es atractiva.

Un tono de envidia asomó en la voz de la muchacha.

—Tiene una figura hermosa.

—Está gorda.

—Yo no la llamaría gorda —indicó Mary Anne y con ello cerró el tema—. El hombrecito, ese Danny Coombs, era muy desagradable. Algo malo le pasaba.

—Estoy de acuerdo —afirmó Schilling. Sacó un disco de su funda, lo sujetó de las orillas y lo revisó en busca de rayaduras—. Coombs trató de matarme una vez.

Eso la interesó.

—¿De veras?

Schilling dejó el disco, se subió la manga del saco, desatornilló la mancuernilla de oro, separó la manga limpia de algodón blanco de la camisa y le mostró la muñeca. Una línea rugosa serpenteaba entre el vello.

—Me fracturó la muñeca al golpearme con un gato. Entonces llegó mi empleado, Max.

Impresionada, examinó la cicatriz.

—Trató de matar a Tweany, pero…

Se interrumpió.

—No lo logró.

—Beth me contó algunos detalles.

Volvió a acomodarse la mancuernilla y se alisó el saco.

—Coombs tenía una tendencia patológica… surgió, al parecer, al ver al negro. Ese negro es un músico, según tengo entendido.

—Algo así. ¿Por qué trató de matarlo Coombs? ¿Andaba usted con su esposa?

Schilling se avergonzó.

—No fue nada así. Coombs siempre estuvo al borde de la locura. Vivía en un mundo de distorsiones vitriólicas.

—¿Por qué se casó con él?

—Beth está un poco confundida también. Sus manías encajaban —explicó—. Ella me contó que Danny fue expulsado de la primaria por atisbar a las niñas en el gimnasio. Posteriormente, la cámara le sirvió de ojo.

—Y a ella le gusta… exhibirse —declaró Mary Anne con aversión.

—Beth fue modelo para artistas. Así fue como Coombs la conoció… tenía una agencia de retratos de mujeres. Buscaba a una modelo dispuesta a posar desnuda. Ya se imaginará lo feliz que eso la hizo. Fue un arreglo satisfactorio para ambos.

Por supuesto que se sentía aliviado desde la muerte de Coombs. Sola, Beth no era ninguna amenaza; el error de cinco años antes por fin había dejado de atormentarlo. Eso significaba un cambio en su vida.

—No lamento que se haya muerto —declaró.

—Su actitud está mal —le informó Mary Anne.

—¿Por qué?

Quedó sorprendido.

—Está mal, nada más. Fue un ser humano, ¿o no? Nadie debe morir en forma violenta; la pena de muerte y todo eso está mal.

Sacudió la cabeza y pasó a otro tema.

—Tendré que ponerme otros zapatos; me puse éstos para parecer mayor.

Divertido, comentó:

—Sé cuántos años tiene. Veinte.

—Es usted un brujo.

Cojeó hasta la puerta.

—Me voy a casa a cambiarme. ¿Ya está decidido lo del trabajo? Estamos de acuerdo, ¿verdad?

Se le desvaneció el buen humor.

—El puesto está disponible, sí.

—Bueno, vine a solicitarlo. ¿Me lo dará o no?

—Se lo doy —afirmó con cierta emoción—. Dos cincuenta al mes, cinco días a la semana, todo lo que discutimos la vez anterior.

Habían pasado cuatro meses. Durante todo ese tiempo la había esperado.

—¿Cuándo quiere empezar?

—Regresaré por la tarde, en cuanto me haya cambiado.

Se detuvo un momento más.

—¿Cómo me visto? ¿Qué tan formal quiere que me vista? De tacones, me imagino.

—No, no es necesario.

Sin embargo, experimentó cierto placer al considerar la idea.

—Puede usar zapatos bajos, si lo prefiere. Pero definitivamente medias.

—Medias.

—No exagere… pero no venga con pantalones de mezclilla. Vístase como si fuera de compras al centro.

—Eso pensé —confirmó, y reflexionó un instante—. ¿Cada cuándo paga, cada dos semanas?

—Cada dos semanas.

Sin turbarse preguntó:

—¿Podría darme diez dólares de una vez?

Se sintió cautivado en parte, y también indignado.

—¿Por qué? ¿Para qué?

—Por que no tengo nada de dinero, por eso.

Meneó la cabeza, sacó la cartera y le entregó un billete de diez dólares.

—Tal vez nunca vuelva a verla.

—No sea necio —replicó Mary Anne y desapareció por la puerta, dejándolo tan solo como lo había estado antes.

A la una y media de la tarde la muchacha regresó vestida con una falda de algodón y una blusa de mangas cortas. Tenía el pelo cepillado hacia atrás y el rostro brillante de avidez; parecía lista para ponerse a trabajar; pero la acompañaba un joven de apariencia indolente.

—¿Dónde puedo dejar mis cosas? —preguntó ella, refiriéndose a su bolso—. ¿Atrás?

Schilling le mostró los escalones que conducían al depósito del sótano.

—Ahí abajo es el sitio más seguro.

Estiró la mano al pozo de la escalera y prendió la luz.

—El baño está ahí, y un clóset. No es muy grande, pero bastante para los abrigos.

Mientras Mary Anne estaba ausente, el joven se le acercó.

—Señor Schilling, me dijeron que usted me orientaría con respecto a cuestiones musicales.

De la bolsa de su saco el hombre extrajo un sobre arrugado que empezó a alisar sobre el mostrador. Schilling vio que era una lista de compositores, todos ellos contemporáneos y experimentalistas de estilo individualista.

—¿Es usted músico? —preguntó Schilling.

—Sí, toco el bop en el piano, en el Wren.

Escudriñó a Schilling.

—Veamos qué tan bueno es usted.

—Oh —contestó Schilling—, soy definitivamente bueno. Pregúnteme lo que sea.

—¿Ha oído hablar de alguien llamado Arnie Scheinburg?

—Schönberg —lo corrigió Schilling. No lograba distinguir si el otro se burlaba de él—. Arnold Schönberg. Escribió las Gurrelieder.

—¿Cuánto tiempo tiene usted en este negocio?

Hizo cuentas.

—Bueno, de una u otra manera, desde finales de los veintes. Sin embargo, ésta es mi primera tienda para la venta al menudeo.

—¿Le gusta la música?

—Sí —afirmó Schilling, vagamente preocupado—. Mucho.

—¿No hace otra cosa? ¿No sale?

El joven caminó de un lado al otro, revisando la tienda.

—Es una tiendita elegante. Muestra su buen gusto. Pero dígame, Schilling, ¿no se siente a veces alejado de las grandes masas?

Mary Anne apareció desde la parte de atrás.

—Bien. Empecemos.

Después de proveer al joven de discos, Schilling lo guió a una cabina. En el mostrador, Mary Anne estaba ocupada abriendo la caja.

—¿Es un amigo suyo? —preguntó Schilling, divertido por el hecho de que en su mundo no existieran las presentaciones.

—Paul toca en el Wren —replicó y empezó a contar los billetes de un dólar.

En cuanto hubo abandonado la tienda fue a su departamento a cambiarse y luego corrió al Wren para devolver a Paul sus diez dólares… el dinero que la había sostenido desde que cobró su último cheque en la compañía de teléfonos.

—¿En ese lugar? —inquirió Nitz—. ¿En esa discoteca? Es el tipo con el que dijeron que debía hablar.

—Ven —instó Mary Anne, intimidada ante la idea de volver sola a la tienda—. Por favor, Paul. Como un favor especial.

Él levantó una ceja.

—¿Qué te pasa?

—Nada.

—¿Tienes miedo?

—Claro que tengo miedo. Es un trabajo nuevo; es mi primer día.

—¿Qué sabes de este personaje?

Evadió la pregunta e informó:

—Lo conocí una vez. Es un hombre mayor.

Paul Nitz arrojó a un lado su novela de bolsillo sobre el lejano Oeste y se puso de pie.

—Está bien, iré a cuidarte.

Le dio una cálida palmada en la espalda.

—Incluso lo retaré a un duelo. Tú sólo me das la señal.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Schilling al observar cómo volaban sus dedos al contar los billetes.

—Veo que necesitamos del banco.

Cuando terminó la lista, Schilling le mostró la diminuta caja fuerte junto a la luz de noche.

—Una vez a la semana voy al banco. Los otros días recurro a esto.

—Debió habérmelo dicho.

Una vez concluido el asunto del dinero, fue por la escoba.

—Voy a limpiar esto —le informó—. De veras le hace falta… ¿hace cuánto tiempo que no barre?

Desconcertado, Schilling siguió poniendo los discos en orden. Luego pasó a la oficina de atrás y enchufó su cafetera Silex. En la primera cabina, el amigo de Mary se encontraba atrincherado detrás de sus discos; miraba hacia afuera con ojos vacíos.

Se trataba de una muchacha, reflexionó Schilling, quien en su primer día de trabajo pidió dinero prestado a su patrón, fijó su propia hora de entrada y, al presentarse, finalmente, trajo a un amigo dispuesto a pasar todo el día escuchando los discos de la tienda. Y ahora, en lugar de esperar obedientemente que le dieran instrucciones, estaba asignándose sus propias tareas.

—¿Por qué no mueve el mostrador hacia atrás? —preguntó Mary Anne cuando salió con el café.

—¿Para qué?

Empezó a servirlo en dos tazas.

—Para tener acceso directo al aparador.

Irritada, dio una palmada al mostrador.

—Estorba.

—Señorita Reynolds —indicó Schilling, mientras al mismo tiempo se daba cuenta de que ella estaba siguiendo un patrón en el que seguramente ya había incluido a todos sus patrones—, deje su escoba y venga aquí. Quiero hablar con usted.

Le sonrió con un rápido destello de sus finos labios.

—Déjeme terminar —contestó ella y desapareció por la puerta de enfrente con el recogedor. Al regresar encontró un trapo y empezó a sacudir la superficie del mostrador.

Picado, Schilling bebió unos sorbos de su café vespertino.

—Creo que debe aprender cómo manejo las existencias y qué es lo que espero en cuanto a la relación con los clientes. Estoy experimentando con algo nuevo que pensé. Quiero un arreglo más personal, más individual. Debemos conocer a cada cliente por su nombre y tenemos que aprender a usar esos nombres en cuanto pongan un pie dentro de la tienda.

Mary Anne indicó su comprensión con un movimiento de cabeza mientras sacudía el polvo.

—Cuando el cliente pida algo, debe poder responder con información, no con una mirada vacía. Supongamos que yo entrara y le dijera: «Escuché un concierto para piano de Bach tocado en el violín. ¿Cuál es?» ¿Significa eso algo para usted?

—Claro que no —contestó Mary Anne.

—Bueno —accedió—, en realidad no se lo voy a pedir. Esa parte del trabajo es mía. Pero tiene que aprender lo suficiente para atender al comprador común de música clásica. Tendrá que saber cómo cumplir con peticiones para las obras sinfónicas de costumbre. Supongamos que alguien entrara y le pidiera una buena sinfonía de Dvorak. Más le vale estar segura de cuántas escribió, cuáles son las mejores grabaciones y qué tenemos en existencia. Y tendrá que conocer a Smetana, Brahms, Suk, Mahler y a todos los otros compositores que un comprador de Dvorak pudiera disfrutar.

—Eso es lo que Nitz está haciendo —indicó Mary Anne.

—¿Nitz? ¿Qué es eso?

—Paul Nitz, en la cabina. No ha oído nunca esa música seria.

—A lo que me refiero —declaró Schilling severamente— es que, cuando un vendedor introduce a un cliente a un campo nuevo, el cliente llega a depender de ese vendedor. Eso significa que tiene la responsabilidad de no defraudarlo forzándolo simplemente a llevarse la mercancía con el fin de deshacerse de ella. Es ahí donde este negocio se vuelve un arte con sus propios valores. No estamos vendiendo chicles o refresco; estamos vendiendo lo que, al menos para algunas personas, forma los elementos de un modo de vivir.

—¿Cómo se llama eso? —preguntó Mary Anne—. La música que está tocando.

—¿De qué habla?

La muchacha no estaba haciéndole caso.

—Señorita Reynolds —preguntó—, ¿ha oído algo de lo que le he dicho?

—Por supuesto que sí —replicó, mientras afanosamente seguía limpiando—. Dijo que debo saber qué estamos vendiendo. Pero no podré aprenderlo de un día a otro… usted tendrá que ayudarme.

—¿Quiere averiguar lo que hay en estos discos? ¿Le importa?

—Sí, me importa.

—Escuche lo que está oyendo su amigo.

Se distinguía el traqueteo de un experimento con percusiones de Chávez.

—¿Puede usted decirme, sinceramente, que le gusta? Maldita sea —protestó—, deje de sacudir. A usted no le gusta esa clase de música; no significa nada para usted.

—Es terrible —confirmó Mary Anne.

Desesperado, Schilling exclamó:

—Entonces, ¿qué haré con usted? No puedo forzarla a encontrarle el gusto.

Ella lo escudriñó astutamente.

—¿Y a usted le gusta?

—No —admitió—. No me interesan los experimentos con sonidos puros.

—¿Qué es lo que le gusta, pues?

—Soy un coleccionista de obras vocales. Me interesan las lieder.

—Pero puede vender esto.

Reanudó su labor de limpieza.

—¿Realmente cree usted que la música es importante?

—Bueno —contestó Schilling—, es toda mi vida.

—¿Toda su vida?

Volvió a fijar su intensa mirada en él.

—¿Quiere decir que para usted no hay nada más importante que la música?

—Eso quiero decir —repitió con cierta beligerancia. No hubo ningún comentario por parte de la muchacha; escuchó y aceptó su declaración, archivándola en alguna parte de su mente—. ¿Por qué no debería de ser así? —demandó él, siguiéndola mientras limpiaba.

—Lo mismo le pasa a Paul. A veces quisiera tener algo así.

—¿Por qué no lo tiene?

Se encogió de hombros.

—Por ninguna razón, me imagino. Salvo que por aquí, en este pueblo… bueno, ¿quién ha oído hablar jamás de eso que le dio a Paul? Él nunca lo ha oído, y es músico.

—Por eso vine aquí. Por eso me establecí aquí.

—Cualquiera dispuesto a vivir aquí es un retrasado mental.

—¿Soy yo un retrasado mental por haber venido aquí?

—Me refiero a alguien que haya crecido aquí, sin conocer nada, sin saber nada. Como Jake Lovett. Como Dave Gordon… y todos los demás. Toman malteadas, se la pasan en las farmacias y las gasolineras. Pero usted es diferente. Ha conocido lo suficiente para saber qué es lo que quiere y qué es lo que disfruta. Usted vino de fuera.

Dejó de sacudir y se quedó sumida en sus pensamientos. Joseph Schilling se acercó a ella y con decisión le quitó el trapo de sacudir, la tomó de la mano, la llevó al mostrador y la colocó detrás de él. Ella obediente lo siguió.

—Ahora, señorita Reynolds —empezó—, escuche lo que voy a decirle. Repasaremos el procedimiento de cómo vender un disco.

Inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

—Muy bien.

Colocó un elepé sobre el mostrador delante de ella.

—Quisiera comprar esto. Soy un cliente de edad. ¿Qué es lo primero que hará?

Mary Anne tomó el disco y contempló la funda de vivos colores con su dibujo de violines.

—¿Qué es?

Con los labios, formó el nombre del compositor.

—Prokofiev.

—Estamos vendiendo el disco; esto no tiene nada que ver con la música. ¿Qué hará usted cuando un cliente traiga su compra al mostrador?

Mary Anne buscó a tientas debajo del mostrador y encontró una bolsa para discos.

—No —desaprobó Schilling—, primero, revise el disco para asegurarse de que no esté rayado.

Le enseñó cómo sacar el disco de su funda y sostenerlo de las orillas.

—¿Lo vio?

Ella lo imitó.

—¿Qué sigue? —preguntó él, colocando otra vez el disco sobre el mostrador.

—Luego —respondió ella—, lo meto a la bolsa.

—No, luego hace una nota. Para que averigüemos el nombre y el domicilio del cliente.

Le entregó un lápiz mecánico y le enseñó cómo usar la máquina que sacaba las notas por duplicado.

—Luego —continuó— coloca el disco y la copia de la nota en la bolsa. Nuestra copia va sobre esa aguja.

Hizo eso por ella también.

Mary Anne deslizó el elepé dentro de la bolsa y dobló la asa.

De repente levantó la vista, miró a Schilling y le dedicó la sonrisa más cálida que jamás hubiese visto en su vida.

—Gracias —musitó y alargó la bolsa sobre el mostrador.

—¿Qué? —preguntó.

Sonriendo aún, hizo una pequeña reverencia.

—Gracias por comprar el disco.

Con voz áspera, Schilling contestó:

—De nada.

Siguió sonriéndole, emanando un ardor dulce y totalmente cándido que lo cautivó y al mismo tiempo lo hizo sentirse inseguro.

—El siguiente paso —prosiguió— es la caja. ¿Cree que podrá manejarla?

No contestó de inmediato.

—Claro —dijo al fin.

—¿Qué más?

No parecía capaz de ordenar sus pensamientos.

—¿Sabe dónde encontrar los precios de los discos?

—No.

Abrió el catálogo Schwann de elepés y le enseñó la lista de precios al final.

—Todos están aquí. Hasta que se los haya aprendido, búsquelos siempre.

—¿Le gustaría comprar otro disco? —preguntó.

—No —replicó—, con uno está bien, gracias.

De una pila cercana, escogió el disco de arriba.

—Compre éste.

Leyó el título.

Schubert. Música de piano para cuatro manos. Cómprelo… es bonito.

—¿Lo es?

—Sí —afirmó—, muy bonito.

—Tal vez lo haga entonces.

—¿Quiere que se lo toque?

—Sí —afirmó, con cierta ansiedad.

Le sacó la lengua.

—Póngalo usted; ya es grande.

Schilling se rió, inseguro.

—Parece que lo hará bien.

Con un ademán de despedida se fue a buscar su trapo para sacudir.

A las cuatro y media Paul Nitz salió de la cabina, llena de humo, cargando un montón de discos que depositó sobre el mostrador.

—Gracias —le dijo a Schilling.

—¿Le gustaron?

—Sí —contestó—. Algunos.

Schilling empezó a clasificar los discos por marcas.

—¿Por qué no se da una vuelta el domingo? Tocaré lo nuevo de Virgil Thomson.

Nitz estaba buscando algo en el bolsillo.

—Me llevaré el de arriba.

—Paul —intervino Mary Anne con voz cortante—, no tienes un tocadiscos.

Nitz bajó la cabeza.

—Eso no tiene nada que ver.

Mary Anne dejó las formas de inventario que había estado llenando, y apresuradamente le quitó el disco a Nitz.

—No puedes hacerlo; sé lo que vas a hacer, sólo vas a sentarte en tu casa a verlo. ¿De qué te sirve estarlo viendo?

Nitz murmuró:

—Eres muy mandona, Mary Anne.

—Lo colocaré debajo del mostrador —le indicó—. Ve a comprar un tocadiscos; cuando lo tengas, ven por tu disco.

Schilling observó cómo empujó al hombre fuera de la tienda sobre la banqueta. El episodio tuvo para él una cualidad fabulosa e irreal; no podía realmente suceder en una tienda. A su manera parecía gracioso.

—Tiene que ir a trabajar —explicó Mary Anne al volver a entrar rápidamente—. Toca el bop en el piano, en el Wren.

—Por su culpa no hice una venta —afirmó Schilling, un poco confundido aún.

—Mire… si hubiera comprado el disco, sólo habría ido a casa a verlo. Lo conozco; créame. Nunca más hubiera comprado otros discos; ahora saldrá a comprar un tocadiscos y luego vendrá a comprar discos todo el tiempo.

—O es usted muy previsora —declaró él— o extraordinariamente rápida para hablar. ¿Cuál es la verdad?

Se encontraban el uno frente al otro.

—¿No confía en mí? —inquirió.

Él sonrió de mala gana.

—Algo. Pero es demasiado complicada para mí.

Eso pareció intrigarla.

—¿Complicada? ¿En qué sentido?

—En parte es muy joven, muy inexperta e ingenua.

La escudriñó atentamente.

—Y al mismo tiempo es muy hábil. Inclusive hasta un poco sin escrúpulos.

—Oh —asintió ella con la cabeza.

—¿Por qué cambió de opinión? ¿Por qué decidió regresar a trabajar para mí?

—Porque me cansé de trabajar en la compañía de teléfonos —replicó.

—¿Sólo por eso?

No lo creyó.

—No. Yo…

Titubeó.

—Me han sucedido muchas cosas. Alguien en quien confiaba me defraudó. Ahora ya no opino lo mismo de él o de cualquier otra cosa.

—Me tuvo miedo, ¿verdad?

—Sí —admitió—, mucho.

—¿Pero ya no?

Reflexionó.

—No. Lo veo de otra manera, y me veo a mí misma de otra manera.

Schilling esperó que fuera cierto.

—¿Qué hizo con los diez dólares? —preguntó.

—Se los di a Paul Nitz.

—¿Entonces no tiene nada?

Ella sonrió.

—No, nada.

—Supongo que me pedirá prestados otros diez dólares mañana.

—¿Puedo?

—Ya veremos.

Ella levantó las cejas.

—¿Lo veremos, dice usted?

La tienda estaba vacía. Afuera, el sol de la avanzada tarde se reflejaba deslumbrante sobre la banqueta. Schilling se acercó a la ventana y se quedó con las manos en los bolsillos. Por fin, para acallar sus distintas emociones, encendió un puro.

—Apague esa cosa fétida —ordenó Mary Anne—. ¿Qué impresión va a causar el olor a los clientes?

Él se volvió.

—Si la invitara a cenar, ¿qué diría?

—Depende del lugar.

Al instante pareció envolverse en cautela; él se percató de su cambio de humor.

—¿Cuál sería un buen lugar? —preguntó.

Reflexionó.

—La Poblana, por la carretera.

—Está bien, iremos ahí.

—Tendría que cambiarme para ir ahí. Tendría que ir por mis tacones y traje otra vez.

Desvaneció sus preocupaciones mediante la razón sosegada.

—Cuando cerremos la tienda, la llevaré a su departamento para que se cambie.

Aliviado, la escuchó decir:

—Perfecto.

Complacido y satisfecho, apagó el puro, se dirigió a la oficina posterior y empezó a preparar el pedido para Columbia.

Era un trabajo rutinario que, por lo común, no disfrutaba, pero en esta ocasión lo disfrutó, lo disfrutó muchísimo.