12

Esa mañana, puesto que no tenía que presentarse en la compañía de teléfonos hasta las tres de la tarde, Mary Anne fue a la oficina administrativa del Leader de Pacific Park.

Rodeó el mostrador para informes y pasó directamente a las oficinas interiores.

—Hola, señor Gordon. ¿Puedo entrar a sentarme?

A Arnold Gordon le dio gusto ver a la que se imaginaba y esperaba que fuese la prometida de su hijo.

—Por supuesto que sí, Mary —contestó, se puso de pie y la guió a una silla—. ¿Cómo estás hoy?

—Muy bien. ¿Cómo está el negocio periodístico?

—Se expande con cada día que pasa. Bueno, ¿en qué puedo servirte?

—Puede darme un trabajo. Estoy harta de la compañía de teléfonos.

La petición no lo sorprendió. Seriamente, Arnold Gordon respondió:

—Mary, tú sabes cuánto me gustaría hacerlo.

—Claro —contestó Mary Anne al darse cuenta de que efectivamente era una causa perdida.

—Pero —prosiguió Arnold Gordon, y lo que decía era cierto— éste es un periódico de una localidad pequeña que opera con un presupuesto bajo. Tenemos 16 empleados, sin contar a los mensajeros. La mayoría son tipógrafos y obreros sindicalizados en el taller. No te refieres a esa clase de trabajo, ¿verdad?

—Está bien, me convenció.

Se puso de pie.

—Nos vemos luego, señor Gordon.

—¿Ya te vas?

Con un guiño, señaló:

—Cuando acabas con algo, verdaderamente acabas.

—Tengo mucho que hacer.

—¿Cómo les ha ido a ti y a David?

Se encogió de hombros.

—Igual que siempre. Salimos a bailar el jueves pasado.

—¿Ya pensaron en alguna fecha?

—No, y no la habrá si no recapacita.

—¿A qué te refieres?

—A la gasolinera. Podría haberse inscrito en algún curso por correspondencia. Si yo fuera hombre lo haría; no me la pasaría sin hacer nada, sólo vagando, esperando. Podría aprender administración de empresas. Podría aprender a reparar televisores, como lo anuncian en los comerciales.

—¿O a cultivar hongos gigantes en el sótano? No eres realmente una persona práctica, Mary. Pareces muy eficiente y realista, pero por debajo eres…

Buscó la palabra.

—Eres una idealista. Si hubieras nacido antes, habrías apoyado el New Deal.

Mary Anne se encaminó a la puerta.

—¿Puedo ir a comer algún domingo? Me harto de mi compañera de cuarto.

—Cuando quieras —contestó Arnold Gordon—. Mary…

—¿Qué?

—Creo que a pesar de nuestras diferencias tú y yo nos llevaremos bien.

Mary Anne desapareció y se quedó solo. Con una risita de bochorno, Arnold Gordon se sentó y prendió su pipa. Era una muchacha imponente. ¿Así serían todos ahora? Una generación de jóvenes extrañamente maduros, en algunas formas más maduros de lo que él podía aprobar. Bruscos, sin piedad, incapaces de hallar a alguien o algo que pudieran respetar… en busca de algo lo suficientemente real en qué creer: en busca de algo digno de su respeto. Y, se dio cuenta, no era posible engañarlos. Descubrían los fraudes.

Incómodo, comprendió la opinión que ella tendría de su forma de vivir. Trivialidades falsas y vacías, ceremonias sin contenido. Un mundo de modales huecos. Lo hacía sentirse lento y necio. Lo hacía sentir que de alguna manera había quedado corto, que en alguna misteriosa forma no había cumplido una condición en la vida. Lo hacía sentir vergüenza.

—¿Qué va a ordenar, señorita? —preguntó el muchacho de pelo rubio blanquecino en la ventanilla de Bobo’s, al acercarse ella.

Pidió una hamburguesa y una malteada.

—Gracias —dijo al recibir lo pedido. Él la observó alejarse cuidadosamente de la ventana, sosteniendo la bolsa, la hamburguesa y el cartón con la malteada.

—¿Vas a la preparatoria de Pacific? —preguntó.

—Fui alguna vez.

—A eso me refiero. Creo que te vi ahí.

Como a un metro de la ventanilla, donde el gran letrero pintado con vivos colores arrojaba un cuadro de sombra, empezó a comer.

—Hace calor —comentó el muchacho.

—¿En serio?

Se alejó un poco más.

—¿Cuándo te graduaste?

—Hace muchos años.

—¿Cómo te llamas?

Con gran renuencia contestó.

—Mary Anne Reynolds.

—Creo que tuvimos alguna clase juntos.

Subió el volumen a un radio junto a él.

—Escucha esto.

Los sonidos de un jazz progresivo salieron a mezclarse con el ruido del tráfico.

—¿Lo reconoces?

—Naturalmente. «Sleep», de Earl Bostic.

—Eres buena.

Mary Anne suspiró.

—¿Qué te pasa? —preguntó el muchacho.

—Tengo úlceras.

—¿Tomas jugo de col?

—¿Para qué iba yo a tomar jugo de col?

—Sirve para curar las úlceras. Mi tío las ha tenido desde siempre y lo toma por litros. Hay que ir a una tienda naturista en San Francisco para conseguirlo.

«Sleep» terminó y fue sustituida por una nueva tonada, una pieza de Dixieland. Mary Anne apuró la malteada y arrojó el envase al cesto de alambre.

—¿Qué andas haciendo? —preguntó el muchacho y apoyó los brazos en la repisa de la ventanilla—. ¿Vas a trabajar?

—Hasta las tres.

—¿Dónde?

—En la compañía de teléfonos.

Deseó que dejara de fastidiarla; odiaba que la fastidiaran.

—Eso está lejos, del otro lado de la ciudad. ¿Cómo te vas a ir?

—¡Caminando!

El muchacho titubeó y su rostro adoptó una extraña expresión. Se aclaró la garganta y preguntó, con voz insegura:

—¿Quieres que te lleve en carro?

Mary Anne hizo un ademán despectivo.

—Olvídalo.

—Mi turno se acabará dentro de unos minutos. Tengo un Chevrolet efectivo, del 39; es de mi hermano, pero me deja usarlo. ¿Qué dices?

—Piérdete.

Le recordaba a Dave Gordon; todos eran iguales. Se limpió las manos con una servilleta de papel y repasó su apariencia en la ventana de cristal del puesto.

—¿Te vas? —preguntó el muchacho.

—Eres un brujo.

—¿Segura que no quieres que te lleve? Te llevaré a alguna parte, a donde tú quieras. ¿Quieres ir a San Francisco? Podríamos ver algún espectáculo y luego, quizá, ir a cenar.

—No, gracias.

Un anciano caballero de pelo cano se acercó a la ventanilla, llevando de la mano a una niña.

—Dos helados con galleta —pidió el anciano.

—¡De fresa! —vociferó la niña.

—No hay de fresa —indicó el muchacho—. Sólo de vainilla.

—De vainilla está muy bien.

El anciano sacó su cartera.

—¿Cuánto es de eso?

La niña, al ver a Mary Anne, dio unos esperanzados pasos para seguirla.

—Hola —saludó con vocecita aguda.

—Hola —contestó Mary Anne. No le molestaba hablar con los niños; ellos, al igual que los negros, no parecían querer dañarla. Podía simpatizar con ellos—. ¿Cómo te llamas?

—Joan.

—Dile a la señorita tu nombre completo —indicó el anciano caballero.

—Joan Louise Mosher.

—Qué bonito nombre —comentó Mary Anne. Se agachó, cuidándose las medias, y alargó la mano—. ¿Qué es lo que tienes ahí?

La niña examinó la camelia marchita que asía con una mano.

—Una flor.

—Es una camelia —afirmó el anciano.

—Qué dulce —repuso Mary Anne, incorporándose—. ¿Cuántos años tiene? —le preguntó al viejo caballero.

—Tres. Es mi bisnieta.

—Caray —exclamó Mary Anne, conmovida. La hizo pensar en su propio abuelo. La imagen de su maravillosa estatura… y ella detrás de él, corriendo para alcanzar sus enormes zancadas—. ¿Qué se siente tener una bisnieta?

—Bueno —empezó a decir el anciano, pero en ese momento le entregaron el helado y tuvo que ocuparse en quitar las envolturas y sacar el dinero.

—Adiós —dijo Mary Anne a la niña y le acarició la cabeza. Enseguida agitó la mano en señal de despedida y se encaminó hacia el barrio pobre y la calle Elm.

Como siempre, ubicó la casa por la andrajosa palmera que crecía en el jardín del frente. Sujetó fuertemente el barandal y subió la escalera. La puerta estaba cerrada con llave, por supuesto. Sacó la suya y entró.

No se movió nada. En la sala había una mesa de juegos cubierta de botellas de cerveza y ceniceros. Una silla, con una de las patas rota, estaba derrumbada y la levantó. Sobre el piano, entre la ropa y los periódicos, había un plato con las migajas de algún sándwich; algo pequeño desapareció velozmente cuando se acercó.

En la cocina los restos de una comida se secaban en la mesa. La corbata pintada a mano de un hombre estaba colocada sobre el respaldo de una silla y una camisa de pijama se encontraba en el piso junto a la mesa; la acompañaban un encendedor —de Tweany— y dos ganchos de alambre para la ropa. El fregadero estaba lleno de platos y bolsas llenas de basura desbordaban debajo de él.

Mary Anne se quitó el abrigo y se dirigió a la recámara. Las persianas estaban bajadas todavía y el cuarto oscuro, color ámbar, ligeramente húmedo por la presencia de las sábanas. Ahí, en la penumbra, empezó a quitarse la ropa desganadamente. Dobló la falda y la blusa sobre la cama, abrió el clóset y hurgó entre las telas con bolas de naftalina.

Pronto encontró lo que quería: unos pantalones de mezclilla de mujer y una gruesa camisa a cuadros que le llegó a las rodillas mientras la abotonaba. Calzada con mocasines caminó silenciosamente a las ventanas y subió las persianas. Hizo lo mismo en las otras habitaciones y subió, además, las ventanas que logró mover.

Primero, antes que nada, lavó los trastes. Luego fregó el escurridor de madera con estopa de acero y jabón. Los chorritos de mugre le gotearon de los brazos desnudos mientras trabajaba; se detuvo, retirándose el pelo de los ojos, descansó un momento y luego revisó las alacenas en busca de trapos. En el clóset encontró un montón de camisas limpias; las desgarró, llenó una cubeta con agua jabonosa y empezó a fregar el piso de la cocina.

Cuando hubo terminado, sacó una escoba y barrió las telarañas de las paredes y el techo. Partículas de tizne llovieron sobre el piso recién fregado; jadeante, se detuvo y examinó la situación. Por supuesto debió haber limpiado primero el techo, pero ya era demasiado tarde.

Juntó la basura y bajó al patio de atrás. El bote estaba lleno; amontonó la suya encima y emprendió el regreso. Había latas y botellas por todas partes; entre las malas hierbas debajo de sus pies estalló un foco y esparció fragmentos de vidrio a su alrededor. Fatigada, subió la escalera, contenta de haber salido de las hierbas, del tamaño de arbustos; no había manera de saber qué vivía entre las tablas mojadas y los desperdicios.

Empezó a sacar la decrépita aspiradora. Nubes de polvo brotaron de ella cuando la prendió; desdobló unos periódicos y encontró el seguro que servía para abrirla. Un inmenso globo de polvo voló hacia su cara y, contrariada, se echó hacia atrás. Era demasiado, simplemente, no valía la pena.

Con la vista borrosa por la fatiga, revisó lo que había logrado. Casi nada. ¿Cómo iba a arreglar la corrupción de muchos años? Era demasiado tarde, y había sido demasiado tarde desde el comienzo de su vida.

Se rindió, forzó la aspiradora hasta que se cerró y la llevó otra vez a su lugar en el clóset.

Al diablo con el chiquero de Tweany. Al diablo, pensó, con Tweany. Que limpiara su propio desorden. Entró a la recámara y buscó sábanas y cobijas limpias en el armario. Tiró las sucias al pasillo, tropezando en el proceso, y empezó a voltear el colchón.

Cuando hubo terminado de tender la cama, estiró una colcha encima de ella y se dejó caer. Se quitó los mocasines con un brusco movimiento de los pies, se estiró y cerró los ojos. El departamento estaba apacible y tranquilo.

«Al diablo contigo, Carleton Tweany —pensó otra vez—. Paul tiene razón, eres un imbécil. Un enorme imbécil sonriente. Pero —pensó— eso no es todo. No es todo en absoluto. Papito —pensó—, podías haber hecho algo mucho mejor por mí, pero, qué diablos, ¿quién lo ha hecho jamás?»

Se había metido en un callejón sin salida. Ya no era posible tener fe en Tweany. No podía seguir fingiendo que él era lo que ella quería que fuera: un hombre grande y amable con el que podía contar. Había permitido que ella cayera nuevamente dentro de su viejo temor y aislamiento.

Mientras lo pensaba aún, se durmió.

A las dos de la tarde la escalera se sacudió con el ruido de unas personas; un momento más tarde la puerta se abrió de golpe y apareció Carleton Tweany, abrazando a Beth.

—Dios mío —protestó Beth arrugando la nariz—. ¿Por qué hay tanto polvo?

Se detuvo junto al montón de sábanas sucias en el pasillo.

—¿Qué sucede?

—Alguien estuvo aquí —refunfuñó Tweany, la soltó y se asomó a la sala—. Probablemente fue Mary Anne; viene a cada rato.

—¿Tiene la llave?

—Sí, viene a limpiar. Le gusta.

Tweany llegó a la recámara y se detuvo en seco.

—Vaya, quién lo hubiera creído.

—¿Qué pasa?

Beth se acercó y miró por encima de su hombro.

Mary Anne estaba durmiendo sobre la cama. Su rostro mostraba un gesto preocupado y desdichado. Beth y Tweany se quedaron en la puerta, pasmados.

Entonces, muy discretamente, Tweany empezó a reír entre dientes. Se rió con un falsete agudo, mostrando los dientes con una sonrisa ancha y brillante. La risa contagió a Beth, que lo imitó con risa entrecortada que parecían ladridos bajos y cortos.

—La pobre señorita Mary Anne —decía Tweany, esforzándose para no reír, tratando de dominarse. Sin embargo, era imposible. La risa se le extendió sobre la cara, y él y Beth empezaron a vociferar en sus espasmos de regocijo. Mary Anne se movió sobre la cama; sus párpados temblaron.

—La pobre señorita Mary Anne —repitió Tweany entre accesos de risa.

Mientras los dos estaban meciéndose con las carcajadas, la puerta se abrió de golpe y Daniel Coombs irrumpió en el departamento.

Al reconocerlo, Tweany se colocó entre él y Beth; Coombs, la cabeza baja, levantó la Remington .32 y disparó sin apuntar.

El ruido despertó a Mary Anne; se incorporó y vio correr a Coombs por la puerta de la recámara hacia Tweany y Beth.

—¡Voy a matarte, negro! —gritó Coombs y trató de disparar de nuevo. Tropezó con un montón de revistas y se cayó.

Tweany empujó a Beth para sacarla del pasillo y lo agarró del cuello. Coombs agitó los brazos y luchó para soltarse. Sin ninguna emoción Tweany lo arrastró por el pasillo a la cocina.

—¡Tweany! —gritó Mary Anne—. ¡No!

Entonces ella y Beth se arrojaron sobre él. Tweany siguió arrastrando su carga sin prestarles atención. No se veía la cara de Coombs; estaba enterrada en el saco de Tweany. Sus pies rasparon el piso cuando pegó contra la mesa de la cocina —tirando el salero y la azucarera al piso— al ser arrastrado hasta el fregadero.

—¡Por amor de Dios! —suplicó Mary Anne y le dio unas patadas en las espinillas al negro; las largas uñas rojas de Beth le surcaron el rostro—. No lo hagas, Tweany, te meterán a la cárcel por el resto de tu vida, te colgarán y te lincharán y quemarán tu cuerpo con gasolina y escupirán sobre ti, escupirán sobre tu cuerpo. ¡Tweany, escúchame!

Tweany detuvo a Coombs con un brazo, abrió de un tirón el cajón debajo del fregadero y hurgó entre los cubiertos hasta encontrar un picahielo. Coombs logró zafarse. Salió corriendo, llegó a la puerta y salió al pasillo. El ruido agitado que hacía disminuyó conforme desapareció por la puerta principal y salió a la escalera de madera.

Coombs chilló, emitiendo un balido agudo y estridente, seguido por el sonido de la vieja madera al astillarse. Después, un golpe lejano, como si una bola de desperdicios orgánicos, descargada, hubiera caído muy lejos.

—Se cayó —susurró Beth—. Mi marido.

Mary Anne corrió por el pasillo hasta la puerta. El barandal estaba intacto, pero al pie de la escalera se veía a Daniel Coombs. Había caído hasta abajo; en algún punto de la escalera había pisado en falso.

Beth apareció.

—¿Está muerto?

—¿Cómo voy a saberlo? —contestó Mary Anne fríamente.

Beth la empujó a un lado y bajó corriendo hacia su esposo. Mary Anne la observó un momento y volvió al departamento. Tweany todavía estaba en la cocina; salió acomodándose la camisa y alisándose la corbata. Parecía desconcertado, pero no aprensivo.

—La policía —comentó— se va a enojar.

—¿Quieres que hable?

—Sí, tal vez sea mejor.

Descolgó el teléfono y marcó. Al terminar, colgó y se volvió hacia el hombre.

—Ibas a matarlo.

Para ella fue la gota que derramaba el vaso.

Tweany no contestó.

—Tienes suerte de que haya logrado soltarse.

La inundó una sensación de letargo.

—Ya no tienes por qué preocuparte.

—Supongo que no —repuso Tweany.

Mary Anne se sentó.

—Deberías ponerte algo en la cara.

Estaba sangrando de un lado de la cara, donde ella y Beth lo habían arañado.

—¿Qué hiciste con el picahielo?

—Lo devolví al cajón, por supuesto.

—Baja y asegúrate de que ella no vaya a decir nada. Apúrate, antes de que lleguen.

Ya oía las sirenas.

Obedientemente, Tweany se fue por el pasillo. Mary Anne se quedó sobándose el empeine del pie derecho; se lo había torcido al seguir torpemente a Tweany. Al cabo de un rato se puso de pie y entró a la recámara. Se había vuelto a poner la falda y la blusa y estaba colocándose los zapatos de tacón cuando llegó la policía.

El primer policía —se acordaba de él de la otra noche— la examinó atentamente cuando descendió la escalera.

—De usted no me acuerdo —afirmó.

Mary Anne no contestó. Se detuvo para echar una mirada al cuerpo de Coombs… en un rincón de la mente pensó que ya no podría llegar a trabajar ese día.