La casa de Tweany, cuando llegaron, mostraba sólo un débil brillo azul en el piso superior.
—Está en la cocina —afirmó Mary Anne mientras abría la portezuela del coche. Los otros la siguieron y al cabo de un momento estaban subiendo por los largos tramos de la escalera.
Los suaves golpes de Mary Anne sobre la puerta no produjeron una respuesta inmediata. Finalmente, abrió la puerta y entró. Al fondo del pasillo había una débil insinuación de luz. El sonido de unos movimientos llegó hasta ellos; Mary Anne se precipitó en esa dirección y apareció, sin aliento, en la cocina de Tweany, de techo muy alto.
Tweany, quien aún llevaba su camisa rosada y la corbata pintada a mano, estaba sentado a la mesa comiendo un sándwich de sardinas y tomando de una botella de cerveza Rheingold. Frente a él, desdoblado en medio de la comida esparcida sobre la mesa, había un ejemplar sucio de Esquire, que estaba leyendo.
—Ya venimos —anunció Mary Anne y el corazón le dolió al verlo ahí, grande y sólido, las mangas subidas, los brazos gruesos, pesados y potentes—. Trajimos a como se llame.
Nitz apareció en la puerta.
—Prepárate para el ataque —advirtió y volvió a desaparecer en el pasillo. Los demás, Beth, Lemming y Coombs, lo siguieron a la desordenada sala y dejaron solos a Mary Anne y a Tweany.
—No sirve para nada —declaró Mary Anne lealmente—. Lo único que hace es hablar.
Una expresión de plácida superioridad se extendió sobre las facciones del hombre. Se encogió de hombros y reanudó la lectura.
—Sírvete. Ya sabes dónde está el refrigerador.
—No tengo hambre —repuso Mary Anne—. Tweany…
Radiante, Chad Lemming entró a la cocina con su guitarra.
—Señor Tweany, hace mucho tiempo que he querido conocerlo. He oído mucho acerca de su estilo.
Sin conmoverse con los halagos del joven, Tweany alzó la mirada lentamente.
—¿Usted es Chad Lemming?
Apenado, Lemming acarició su guitarra.
—Hago una especie de monólogo político.
Tweany lo escudriñó. Lemming, quien aún sonreía apenado, empezó a hablar y entonces cambió de opinión. Unos graznidos quejumbrosos surgieron de su guitarra, como si se le estuviera escapando.
—Adelante —animó Tweany.
—¿Señor?
Tweany señaló la guitarra con un movimiento de la cabeza.
—Adelante. Lo escucho.
Totalmente turbado, Chad Lemming empezó a contar las historias y a cantar las baladas que había presentado en el departamento de los Coombs.
—Bueno —empezó con voz ronca e insegura—, me imagino que el otro día habrá leído en el periódico acerca de que el presidente Eisenhower reducirá los impuestos. Eso me puso a pensar un poco.
Tartamudeando, con voz débil, empezó a cantar.
Tweany, después de observarlo un momento, imperceptiblemente volvió otra vez a la lectura. No hubo ningún instante en particular en que lo hizo; el cambio fue tan gradual que Mary Anne no se percató de él. De repente ahí estaba Tweany, comiendo su sándwich de sardinas y estudiando un artículo sobre el béisbol de las grandes ligas.
Los otros llenaron el marco de la puerta, escuchando, y se asomaron a la cocina. Lemming, con un estremecimiento de resignación, consciente de su fracaso, presentó una última pieza estridente acerca de una biblioteca que había quemado todos sus libros o que nunca los había tenido; Mary Anne no estaba segura de cómo fue. Deseaba que terminara; deseaba que se fuera. Estaba haciendo el ridículo y le produjo una tensión casi febril. Para cuando terminó tenía ganas de gritar a voz en cuello.
El silencio que siguió a la presentación de Lemming fue total. En el fregadero, el goteo monótono de una llave defectuosa intensificó la sensación de futilidad suspendida sobre el cuarto. Finalmente, con un gruñido, Coombs se despejó el camino a codazos para entrar con la cámara y el flash.
—¿Qué es eso? —preguntó Tweany con cierto interés.
—Quiero sacar unas fotografías.
—¿De qué?
La voz de Tweany adquirió un matiz formal.
—¿De mí y el señor Lemming?
—Así es —afirmó Coombs—. Chad, colócate junto a él. Tweany, o como sea que se llame, póngase de pie para que los dos salgan en la fotografía.
—Lo siento, pero no puedo complacerlo —contestó Tweany—. Mi agente no me permite posar para tomas publicitarias sin su autorización.
—¿Qué agente es ése? —demandó Nitz.
Hubo una pausa incómoda, mientras Tweany seguía comiendo y Chad Lemming permanecía, desdichado, junto a la mesa.
—Olvídalo —le indicó Beth a su esposo—. Haz lo que dice el señor Tweany.
Coombs, con la mirada fija en Tweany, obedeció al instante. Acomodó la tapa del lente sobre la cámara, volvió la espalda y salió.
—Al diablo con esto —dijo y musitó unas palabras que nadie alcanzó a oír.
Colgándose su guitarra, Lemming salió del cuarto. Al poco tiempo escucharon unos sonidos tristes lejanos; estaba acurrucado en la sala tocando solo.
—Tweany —exclamó Mary Anne, exasperada—. Debería darte pena.
Tweany alzó una ceja, se encogió de hombros y terminó el resto del sándwich. Se sacudió las migajas del pantalón, se puso de pie y se acercó al fregadero para lavarse las manos.
—¿Qué gustan tomar? ¿Cerveza? ¿Escocés?
Aceptaron el whisky escocés y, con los tragos en las manos, se unieron a Lemming en la sala. El joven no alzó la mirada; absorto en su música, seguía agazapado sobre la guitarra.
—Tocas bastante bien —afirmó Nitz compasivamente.
Lemming musitó agradecido:
—Gracias.
—Quizá debieras concentrarte en eso —señaló Beth después de digerir lo dicho por Tweany—. Tal vez la guitarra sola sería mejor.
—A mí me gusta mucho más —declaró Mary Anne—. No me pasa todo el monólogo.
En un dilema, Lemming protestó:
—Pero si de eso se trata precisamente.
—Olvídalo —aconsejó Beth. Al dar vueltas a la desordenada sala encontró el piano. Del tamaño de una espineta, estaba escondido debajo de montones de revistas y ropa—. ¿Sabe tocarlo? —le preguntó a Tweany.
—No. A veces Paul me acompaña. Para ensayar.
—No a menudo —afirmó Nitz mientras limpiaba el polvo del teclado con un pañuelo. Tocó un acorde, lo disminuyó en forma experta y perdió el interés—. Te va a costar trabajo sacarlo de aquí —comentó.
Al instante Mary Anne exclamó:
—Tweany no va a ninguna parte.
—Lo subimos con cuerdas —aclaró Tweany—. Y podemos bajarlo de la misma manera. Por la ventana de la cocina, si es necesario.
—¿A dónde vas? —inquirió Mary Anne, presa de pánico.
—A ninguna parte —contestó Tweany.
—Díselo —instó Nitz.
—No hay nada qué decir. Es sólo una… idea.
—Tweany está haciendo planes para su gran éxito —explicó Nitz a la muchacha petrificada—. Se irá a Los Angeles. Recibió una oferta de Heimy Feld, el tipo que dirige esos conciertos. Hará una gira de prueba por algunos lugares del circuito de Heimy.
—No se mencionó la palabra «prueba» —corrigió Tweany. Sentándose al piano, Beth empezó a tocar la escala de sol menor. Una pequeña isla de sonido nació alrededor de ella.
—Tweany —dijo Beth, sacudiendo la cabellera—, antes escribía canciones. ¿Lo sabía?
—No —replicó Tweany.
—Trajo una —afirmó Coombs amargamente—. Va a sacarla y pedirle que la cante.
Al escuchar eso, Tweany se infló hasta quedar más grande aún que de costumbre. Proyectaba un nimbo de azul acero: una arrogancia suprema.
—Bueno —admitió—. Siempre me interesa el material nuevo. Nitz eructó.
Mientras las partituras surgían del gigantesco bolso de Beth, Mary Anne le reclamó a Nitz:
—Debiste habérmelo dicho.
—Esperé.
—¿Por qué?
No lo entendía.
—Esperé que él estuviera aquí. Para que pudiera responder.
—Pero —repuso ella desamparada— no respondió.
Se sentía inundada por lo que estaba sucediendo; su realidad se esparcía y era incapaz de sostenerla.
—No respondió nada.
—A eso me refiero —declaró Nitz. Su voz se debilitó cuando Beth comenzó a tocar. Tweany, de pie junto a ella, se inclinó para descifrar las palabras. Ya había entrado en un estado de concentración rígida; para él, la música era un asunto serio. Cualquiera que fuese la bagatela producida por Beth, recibiría toda su atención. Mostraba una gracia innata que Mary Anne no podía olvidar ni pasar por alto; la fe en lo que hacía agregaba mucho al estilo del hombre.
—Esta canción —indicó Tweany— se llama «Donde nos sentamos»; y cuenta la historia de una mujer joven que recorre el campo en el otoño, para recordar y visitar los sitios en los que estuvieron ella y su amante, ahora muerto en tierras extrañas. Es una canción sencilla.
Respirando profundamente y con significación, entonó la canción sencilla.
—Normalmente no hace eso —murmuró Nitz mientras la canción terminaba. Beth empezó a ondear arpegios y Tweany meditó acerca del enigma de la existencia—. Es difícil persuadirlo de hacer las cosas a primera vista… le gusta ensayarlas una vez.
Beth le decía al hombre a su lado:
—Lo sintió, ¿verdad?
Las notas que estaba tocando adquirieron mayor volumen y emoción.
—Sintió lo que quise decir con eso.
—Sí —afirmó Tweany, los ojos entrecerrados, meciéndose con la música.
—Y lo comunicó. Le dio realidad.
—Fue una bella canción —afirmó Tweany, sumido en un trance.
—Sí —musitó Beth—, adquiere belleza. Una belleza casi aterradora.
—«White Christmas» —declaró Nitz—, con eso te acabas. Estás perdido.
Por un brevísimo instante Tweany luchó por dominarse, pero las emociones se apoderaron de él y se apartó del piano.
—Paul —indicó—, una crueldad impensada puede causar mucho daño.
—Sólo a un alma sensible —le recordó Nitz.
—Ésta es mi casa. Eres un invitado en mi casa, gracias a mi hospitalidad.
—Sólo en el último piso.
Nitz estaba pálido y tenso; ya no bromeaba.
El silencio tirante se intensificó hasta que Mary Anne por fin se acercó a Tweany y dijo:
—Todos deberíamos de irnos.
—No —contestó Tweany mientras volvía su afabilidad.
—Paul —pidió Mary Anne a Nitz—, vámonos de aquí.
—Lo que tú quieras —replicó Nitz.
En el piano, Beth tocó una serie de escalas.
—¿No quieren esperarnos? Podemos darles un aventón.
—Me refería —explicó Mary Anne, aunque se daba cuenta de que no tenía caso— a que todos nos fuéramos. Los cinco, juntos.
—Eso estaría bien —accedió Beth—. Caray, no puedo imaginarme nada mejor.
No realizó el menor movimiento para ponerse de pie y continuó tocando. En el rincón, las piernas encogidas debajo del cuerpo, Chad Lemming tocaba tristemente la guitarra, olvidado por el resto del grupo. Los sonidos que producía, ahogados por el poderoso piano, se disolvieron y se perdieron.
—No conseguirá que se vaya —le indicó Danny Coombs a Mary Anne en un arrebato de excitación—. Ya se plantó; está firme.
—Cállate, Danny —replicó Beth, de buen humor, e inició una progresión que desembocó en una balada de Fauré—. Escuche esto —le dijo a Tweany—. ¿Lo había escuchado antes? Es una de mis piezas preferidas.
—Nunca la había oído —contestó Tweany—. ¿Es de usted?
Beth creó una gran lluvia de chispas musicales: un preludio de Chopin, seguido al instante por la introducción de la sonata en si bemol de Liszt. Tweany, atrapado por el viento que rugía a su alrededor, se mantuvo firme y sobrevivió, incluso logró sonreír al terminar la pieza.
—Me encanta la buena música —declaró y Mary Anne, avergonzada, apartó los ojos—. Quisiera tener más tiempo para ella.
—¿Conoce el «Erlkönig» de Schubert? —preguntó Beth y siguió tocando furiosamente—. Usted podría interpretarlo maravillosamente.
Coombs alzó la cámara y les sacó una fotografía a los dos en el piano. Tweany ni siquiera pareció darse cuenta; siguió inhalando la música, con los ojos cerrados, las manos entrelazadas delante del cuerpo. Riéndose, Coombs arrojó el foco gastado al piso y acomodó uno nuevo que sacó de una bolsa de cuero que llevaba en la cintura.
—Dios mío —le señaló a Nitz—, nos ha abandonado por completo.
—Suele hacerlo —explicó Nitz junto a Mary Anne, con una mano sobre su hombro. El gesto amistoso la hizo sentirse un poco mejor, pero no mucho—. Me temo que es su carácter.
De repente Beth saltó del piano. Extasiada, asió la mano de Lemming y lo obligó a ponerse de pie.
—Tú también —le gritó al asombrado oído—. Todos juntos; ¡vengan!
Agradecido porque se dieran cuenta de él, Lemming empezó a tocar desenfrenadamente. Beth se abalanzó otra vez al piano y tocó los primeros acordes de una «Polonesa» de Chopin. Lemming, en un arrebato, bailó alrededor del cuarto; arrojó su guitarra sobre el sofá, brincó al aire, golpeó en el techo con las palmas de las manos, descendió, atrapó a Mary Anne y le dio la vuelta. En el piano, meciéndose de un lado al otro, Tweany vociferaba las letras:
—… hasta el fin de los tiempos…
Afligida y avergonzada, Mary Anne se libró del abrazo de Lemming. Recobró la seguridad del rincón y volvió a colocarse junto a Paul Nitz, tratando de dominarse; alisó su abrigo.
—Están locos —afirmó Nitz—. Brincaron a otra dimensión.
Riéndose, Coombs avanzó cautelosamente con su cámara y tomó una fotografía furtiva del rostro de Beth, contraído por la emoción. El foco muerto desapareció debajo del pie de Tweany; Coombs siguió, pasó al negro y se acercó al lugar donde Lemming saltaba en su baile. Otro destello de luz los deslumbró a todos; cuando Mary Anne hubo recuperado la vista vio a Coombs trepándose en el piano para retratar al grupo desde arriba.
—Dios mío —exclamó, temblorosa—. Algo le pasa a ese hombre.
Nitz, reservado y amargado, replicó:
—Esto está mal, Mary. Debería llevarte a tu casa. No lo mereces.
—No —afirmó—, no me voy.
—¿Por qué no? ¿Qué es lo que quieres aquí?
Su cuerpo flaco tembló; asqueado, bajó la cabeza.
—¿A él todavía?
—No tiene la culpa.
—Nunca te das por vencida, ¿verdad?
La voz de Nitz se quebró y tragó saliva con esfuerzos.
—No soporto más estos brincos; me voy.
—No te vayas —repuso Mary Anne rápidamente—. Por favor, Paul, no te vayas.
—Dios mío —imploró Nitz—, me siento mal.
Le dio su vaso y, agachado, salió trabajosamente del cuarto y se fue por el pasillo. Coombs, como una especie de araña huesuda, regocijado, le sacó una fotografía al pasar.
—¡Mírenme! —vociferó Lemming y agitó los brazos; estaba jadeando—. ¿Qué soy? ¡Díganme qué soy!
Beth empezó a tocar «Pobre mariposa».
—¡No! —gritó Lemming—. ¡Estás equivocada!
Se arrojó al piso y desapareció debajo del piano; sólo sus piernas, espasmódicamente contraídas, estaban visibles.
—¿Qué soy ahora?
Coombs saliendo del rincón se puso en cuclillas y le sacó una fotografía. Con los ojos en blanco Coombs extraía los focos gastados de su cámara y a tientas sacaba los nuevos de la bolsa. Su piel había pasado de blanca a un rojo manchado; su pelo, desgreñado y brilloso, se le pegaba a las sienes.
Sintiendo náuseas también Mary Anne se refugió en la cocina; se tapó los oídos con las manos en un intento para excluir el ruido. No obstante, rezumaba a través de las paredes y el piso; transmitido en forma de vibraciones, martillaba a su alrededor. Escuchó vomitar a Nitz en el baño, con un ruido de desgarre, como si se le estuviera partiendo el cuerpo.
«Pobre Nitz», pensó. Se destapó los oídos para escuchar su sufrimiento y se preguntó qué podría hacer. Nada, al parecer. Y sufría también por ella. A sus espaldas, en la sala, el delirio continuaba; Lemming apareció en el marco de la puerta, el rostro inundado de alegría, estiró los brazos hacia ella y desapareció. El ruido grave de Carleton Tweany no disminuyó en ningún momento; se alzaba y decaía, mas seguía contenido por el frenesí del viejo pianito.
Para ella el sonido del piano era un ruido amistoso y familiar, pero ahora sonaba mal. A veces, mientras esperaba sola en el departamento a que llegara Tweany —lo cual sucedía rara vez—, había tocado algunas débiles melodías, escuchadas en alguna rocola durante los años de su infancia. Ahora, el escándalo del piano era gigantesco; tocado por profesionales, el estrépito subió de volumen hasta que las tazas y los platos de la alacena arriba de ella empezaron a vibrar.
En ese momento estaban tocando «John Henry». Tweany seguía una rutina; de pie golpeaba el piano con las manos, los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás, sacudiendo el cuerpo en éxtasis. Coombs, colándose entre ellos, le sacó una fotografía a él y luego una a Lemming, que estaba inclinado sobre Beth, estirando los brazos alrededor de ella para ayudarle sobre las teclas del piano. Cuatro manos golpeaban… la enorme pasión sacudía la casa.
—¡Arriba!
La voz de Coombs sonó en sus oídos. Sobresaltada, Mary Anne abrió los ojos para descubrirlo observándola desde la puerta; estaba tratando de tomarle una fotografía. Arrebató un plato del escurridor y lo arrojó contra él; el plato se estrelló contra la pared encima de su cabeza. Parpadeó, asombrado, y se fue.
Temblando, hundió el rostro entre las manos y respiró con dificultad. Deseó haberse ido antes; no debió quedarse. En la sala Lemming había jalado a Beth del piano; los dos saltaban por el cuarto, cantaban palabras sin sentido, incoherentes en su abandono de sí mismos. Para Tweany, continuaba «John Henry»; el piano se había callado, pero él seguía retumbando. La pareja dio vuelta tras vuelta; Beth se detuvo, se arrancó los zapatos, los echó a un lado y se precipitó a seguir. Mary Anne cerró los ojos y se apoyó, cansada, en el fregadero.
Ahí estaba, frotándose los ojos y tratando de aguantar, cuando escuchó un fuerte golpe en el baño.
Completamente despierta brincó hacia adelante y se quedó al centro de la cocina, esforzándose por oír algo por encima del alboroto. No hubo más sonidos; el baño, al fondo del pasillo, estaba en silencio. El sobresalto de la intuición la hizo correr hacia la puerta cerrada, asir la perilla y sacudirla. La puerta de baño estaba cerrada con llave.
—¡Paul! —gritó.
No hubo respuesta. Pegó en la puerta con la punta del pie el sonido le fue devuelto, pero aun así no salió nada del interior. Soltó la perilla, se volvió y corrió por el pasillo a la sala.
—Tweany, por amor de Dios —exclamó irritada, abrazándolo ahí, recostado y feliz, en el piano. Nadie le hizo caso. Coombs estaba cambiándole el rollo a la cámara, la cara vacía por la emoción; Lemming y Beth giraban en un remolino hacia el rincón, donde Lemming la apartó para recoger su guitarra.
Mientras golpeaba sobre el hombro indiferente de Tweany, Mary Anne vociferó:
—¡Algo le pasó a Paul Nitz! ¡Se ha matado!
Tweany se movió un poco bajo la presión de sus puños; ella lo agarró de la camisa y lo jaló.
—¡Tweany! —sollozó—. ¡Ayúdame!
Poco a poco, con extrema renuencia, Tweany despertó de su trance.
—¿Qué? —musitó, parpadeando para enfocar la vista—. ¿Dónde? ¿El baño?
Entonces ella corrió nuevamente por el pasillo; a su lado caminaba Tweany a zancadas, esforzándose por recuperar otra vez sus cinco sentidos. La puerta seguía cerrada con seguro. Mary Anne se apartó, mientras Tweany asía la perilla, le daba vuelta y empezaba a golpear en la puerta.
—Vamos, Nitz —vociferó, con la mejilla pegada contra la madera. No hubo respuesta.
—Está muerto —declaró Mary Anne.
—¡Dios mío! —murmuró Tweany y echó una rápida mirada a su alrededor. Se dirigió a la cocina y regresó con una llave.
La cerradura respondió y la puerta se abrió.
Estirado sobre el piso del baño vieron a Paul Nitz, pero no estaba muerto. Había perdido el conocimiento al golpearse la cabeza en el borde de la taza del baño. Ahí yacía, los ojos cerrados, los brazos extendidos, rodeado por un charco de vómito. Había estado sentado sobre la orilla de la tina mientras vomitaba a la taza; la porcelana blanca estaba aún manchada donde se había aferrado a ella.
Tweany se inclinó, levantó al hombre y examinó el golpe en su frente. Un hilo de saliva y jugos estomacales gotearon sobre el mentón de Nitz; se movió y gimió.
—Ve a la sala —indicó Tweany— y llama a un médico.
—Sí —asintió Mary Anne y corrió por el pasillo. Se detuvo a la entrada de la sala; ahí estaba el teléfono, colocado sobre la pequeña mesa de madera junto a la silla. Sin embargo, no fue capaz de entrar.
Beth se había entregado completamente al rapto del baile. Se había arrancado la ropa, arrojándola en un montón sobre el piso, para subir a alturas más elevadas sin ella. Desnuda y sudando, saltaba por el cuarto, voluminosa, pálida y reluciente; los senos moviéndose extremadamente, las caderas abultadas palpitaban de placer. Lemming estaba sentado sobre la alfombra, la guitarra sobre las piernas, los ojos pegados alegremente al instrumento, rasgueando una extraña cacofonía que serpenteaba y destellaba al compás de la orgía de la mujer.
Coombs, riendo aún, se arrastró detrás del cuerpo agitado de su esposa; le sacó una fotografía tras otra y los focos gastados volaron de su cámara. Ninguno de los tres se percató de la presencia de Mary Anne; cada uno estaba perdido en su propio mundo. Ella permaneció en la puerta, incapaz de entrar, incapaz de regresar, hasta que finalmente apareció Tweany a su lado para averiguar qué pasaba.
—¡Dios mío! —exclamó Tweany. Se detuvo detrás de la muchacha, impresionado por lo que veía, y miró hasta que Coombs se percató de él e interrumpió su persecución cautelosa de los jamones de su esposa.
Una fea mancha rojiza cubrió las mejillas de Coombs. Entrecerró los ojos, se puso laboriosamente de pie, avanzó unos pasos tambaleantes hacia Tweany y afirmó con gruesa voz ronca:
—Maldito negro, ¿qué haces ahí? Negro… ¡largo de aquí!
Tweany no contestó.
El sonido de la guitarra de Lemming se desvaneció en el silencio. Lemming se volvió, meneó la cabeza, sacó los anteojos con armazón de carey de la bolsa, se los colocó y miró a su alrededor. Beth, que se serenaba lentamente, como algún aparato mecánico, se inmovilizó despacio, la boca abierta, el cuerpo tembloroso por la fatiga y el frío.
—¡Negro! —chilló Coombs y trató de interponerse entre Tweany y la sudada desnudez de su esposa—. ¡Largo! ¡Largo o te mato!
Todo los odios del hombre subieron a la superficie; se acercó vacilante a Tweany, lo miraba obcecado, caminando en círculo con pasos torpes y disparejos que primero lo acercaron y luego volvieron a alejarlo del negro.
—Esta es mi casa —refunfuñó Tweany. Recuperando la confianza en sí mismo; se irguió y declaró con voz casi severa—: No me hable de esa manera en mi casa. Hago lo que me plazca en ella.
Desde las escaleras exteriores se escuchó un golpeteo sordo; al mismo tiempo el zumbido de unas sirenas se fundió en un solo ruido borroso en la calle de abajo. Antes de que cualquiera pudiese moverse, unos fuertes golpes retumbaron sobre la puerta del departamento.
Mary Anne se precipitó por el pasillo a la puerta. Retiró el seguro; la puerta le dio en la cara y fue arrojada a un lado. Tres policías entraron y caminaron con estruendo por el pasillo a la sala, dejándola sola.
Sin vacilar se abalanzó a la oscuridad del balcón y descendió la escalera. Sujetando el barandal invisible llegó al piso y, medio cayéndose, medio rodando, se introdujo en el húmedo muro de arbustos que crecía a lo largo del sendero.
Arriba, en la oscuridad, se escuchó el barullo de voces. Aparecieron más policías, encendieron sus lámparas, musitaron órdenes. Al cabo de unos minutos —asombrosamente pocos— el primer grupo descendió pesadamente la escalera: Tweany y Beth Coombs. Les siguieron Danny Coombs y el tembloroso Chad Lemming. Los cuatro fueron introducidos en una patrulla; el coche cobró vida y salió disparado. Las luces parpadearon sobre uno que otro porche conforme aparecían los vecinos, sacados del sueño.
—¿Ésos fueron? —preguntó uno de los policías. Desde su patrulla se escuchó el murmullo amplificado de su radio; se acercó y se deslizó detrás del volante y habló con el operador de la policía en la estación.
Ya se iban. Uno por uno se reunieron los policías, intercambiaron algunas palabras y volvieron a meterse en sus coches. En la puerta abierta del piso de abajo del edificio se encontraba un hombre negro de actitud muy digna; observó con solemnidad el alejamiento de los policías. Uno se detuvo el tiempo suficiente para dirigirle algunas palabras; el negro inclinó la cabeza, satisfecho, y cerró su puerta.
Después de esperar un largo rato Mary Anne se movió. Temblaba de frío; la húmeda niebla nocturna se le había fijado en el pelo y unos trozos de grava le cortaron las palmas de las manos al salir gateando de entre los arbustos. Se había desgarrado el abrigo y tenía fragmentos de hojas incrustados en el pelo. Se estremeció al ponerse de pie, vaciló y luego empezó a subir la escalera hacia el tercer piso.
La sala estaba completamente deshecha. Las luces, prendidas aún, la iluminaban, impotentes. Desde la puerta abierta entró una fría ráfaga de viento; Mary Anne cerró la puerta, le puso la llave y entró al departamento. La ropa de Beth se encontraba ahí donde la dejó caer; la habían apremiado a bajar la escalera cubierta con el abrigo de Tweany. Ahí, en el rincón, estaba la cámara de Coombs, con un foco gastado aún en su soporte. El piso estaba salpicado con focos rotos; aisladas gotas de sangre brillaban, esparcidas por los pies descalzos de Beth, cortados por los fragmentos de vidrio.
De manera automática, Mary Anne recogió la guitarra de Lemming y la apoyó en el rincón. Después se dirigió al baño y se asomó tímidamente.
Paul Nitz estaba sentado con la cabeza apoyada en un costado de la tina. Sin terminar de recobrar el sentido por completo, débilmente examinaba la hinchazón donde su cabeza había golpeado contra la taza. Al percatarse de su presencia parpadeó, esbozó una pequeña sonrisa y trató de ponerse de pie.
—No —exclamó Mary Anne, entró precipitadamente y se agachó junto a él—. Te ayudaré.
—No me encontraron —musitó Nitz—. Gracias, Mary. Estoy bien. Me sentí mal y perdí el conocimiento.
Sosteniéndolo, logró llevarlo del baño a la caótica sala. Ahí se desplomó sobre el sofá, lo hizo sentarse a su lado y se colocó su cabeza herida sobre las piernas. Por un rato Nitz se perdió en un estado semiconsciente; ella permaneció aferrada a sus hombros flojos, meciéndose, y fijó la mirada vacía delante de ella. Por fin Nitz se movió y se incorporó.
—Gracias —repitió débilmente—. Eres buena.
No dijo nada.
—No me encontraron —declaró Nitz orgullosamente—. Logré cerrar la puerta y no hice ningún ruido. No se dieron cuenta de que estaba ahí.
Mary Anne lo abrazó vanamente y apretó la cara contra su frente.
—Nadie más que nosotros —murmuró Nitz, desafiante—. Se los llevaron a todos. Todos se fueron. Sólo quedamos los dos ahora.
Afuera, en la oscuridad, un pájaro hizo unos ruidos lúgubres. Faltaba como una hora para el amanecer.