9

Cuando llegaron al departamento de los Coombs no había señal de Chad Lemming.

—Está en el baño —afirmó Beth—. Bañándose.

Escucharon el ruido del agua.

—Saldrá en unos minutos.

El departamento consistía en un solo cuarto enorme con un piano de cola en un extremo, dos recámaras diminutas y una cocina del tamaño de un chícharo. El baño, que en ese momento contenía a Lemming, estaba ubicado del otro lado del pasillo; era un baño común que se compartía con la familia del piso de abajo. Las paredes del departamento estaban salpicadas de reproducciones, principalmente de Theotocopuli y Gauguin. El piso, salvo en las extremas orillas, estaba cubierto por un tapete verde grisáceo de fibras tejidas. Las cortinas eran de tela de costal.

—¿Es usted artista? —Mary Anne le preguntó a Beth.

—No, pero lo fui.

—¿Por qué dejó de serlo?

Beth echó una mirada a Coombs, entró a la cocina y empezó a preparar los tragos.

—Me interesó más la música —contestó—. ¿Qué quieren beber?

—Whisky con agua —indicó Nitz mientras recorría la habitación—. Si lo tiene.

—¿Y usted? —le preguntó a Mary Anne.

—Lo que sea está bien.

Salió con cuatro whiskys con agua; cada uno aceptó el suyo torpemente. Beth se había quitado el abrigo; apareció su figura, madura y desarrollada. Llevaba una camiseta y pantalones. Al verla, Mary Anne pensó en su propio pequeño busto. Se preguntó cuántos años tendría Beth.

—¿Cuántos años tiene usted? —preguntó.

Los ojos azules de Beth se abrieron mucho, consternados.

—¿Yo? Veintinueve.

Satisfecha, Mary Anne dejó el tema.

—¿Es suyo este piano?

Se acercó al piano de cola y tocó unas cuantas notas al azar. Era la primera vez que tocaba un piano de cola; su enorme negrura la llenó de admiración.

—¿Cuánto cuestan?

—Bueno —contestó Beth, algo divertida—, se llegan a pagar hasta ocho mil dólares por un Bösendorfer.

Mary Anne se preguntó qué sería un Bösendorfer, pero no dijo nada. Señalando su comprensión con la cabeza, se acercó a una de las reproducciones de la pared y la escudriñó. De súbito un remolino de movimiento surgió en el pasillo. Chad Lemming, tras terminar de bañarse, regresaba.

Lemming, un hombre joven y esbelto, atravesó corriendo la sala envuelto en una bata suelta de algodón y desapareció en la recámara.

—Saldré en un momento —revoloteó—. No me tardo.

Mary Anne pensó que hablaba como marica. Reanudó su observación del cuadro.

—Oye, Mary —dijo Nitz cerca de ella. Beth y Danny Coombs siguieron a Lemming a la recámara para discutir detalladamente lo que cantaría—. Deja de torturarte. No vale la pena.

Al principio no entendió a qué se refería.

—Carleton Tweany —declaró— es pura pose presumida. Has estado en su casa; has visto sus frascos de pomada para el pelo y sus camisas de seda. Y sus corbatas. Esas corbatas.

Con la voz muy delgada Mary Anne replicó:

—Le tienes envidia porque él es grande y tú eres un hombre chiquito.

—No soy un hombre chiquito y estoy diciéndote la verdad. Él es estúpido, es presumido, es un farsante.

Mary Anne no supo qué decir.

—No lo entiendes.

—¿Por qué? ¿Porque no me he acostado con él? He hecho todo lo demás; he estado cerca de su alma.

—¿Cómo?

—Al acompañarlo en «Many Brave Hearts», así.

Titubeante, Mary Anne afirmó:

—Es un gran cantante. No, tú no piensas lo mismo.

Meneó la cabeza.

—Olvidémoslo.

—Mary Anne —continuó Nitz—, eres una persona muy dulce. ¿Te das cuenta de ello?

—Gracias.

—Piensa en tu amigo, ese muchacho que te sirve de chofer. Dave no sé qué.

—Dave Gordon.

—Moldéalo de alguna manera útil. Básicamente es sólido, sólo que muy joven.

—Es un tonto.

—Te has adelantado muchísimo a tus compañeros… es uno de tus problemas. Eres demasiado grande para ellos. Y eres tan joven que da lástima.

Lo miró con ira.

—No me interesan tus opiniones.

—Nadie puede decirte nada.

Le alborotó el pelo y ella se quitó bruscamente.

—Eres demasiado lista para Tweany. Y eres demasiado buena para todos nosotros. Me pregunto quién te atrapará al final… yo no, me imagino. No parece muy probable. Terminarás con algún burro, algún fuerte pilar de respetabilidad burguesa a quien puedas admirar y te inspire fe. ¿Por qué no eres capaz de tener fe en ti misma?

—Cállate, Paul. Por favor.

—¿Me escuchas siquiera?

—Te oigo; no grites.

—Escuchas sólo con las orejas. Ni siquiera me ves parado aquí ¿verdad?

Confundido, Nitz se frotó la frente.

—Olvídalo, Mary. Me siento cansado y mal y no tiene sentido lo que digo.

Beth se abalanzó hacia ellos, los ojos radiantes y emocionada; le brincaban los pechos.

—¡Chad va a cantar! ¡Cállense todos y escuchen!

El joven apareció. Su pelo exhibía un corte militar; llevaba anteojos con armazón de carey y una corbata de moño estaba suspendida debajo de su sobresaliente nuez de Adán. Con una gran sonrisa para los presentes, tomó su guitarra e inició su monólogo y canción.

—Bueno, señores —anunció alegremente—, supongo que hace cierto tiempo leyeron en el periódico que el presidente pretende equilibrar el presupuesto. Bueno, a continuación les presentaré una cancioncita al respecto que pienso podría ser de su agrado.

Tras unos cuantos rasgueos en la guitarra empezó.

Escuchándolo distraída, Mary Anne se paseó por el cuarto examinando las reproducciones y los muebles. La canción, de una manera viva y metálica, llenó todo con su brillo, se derramó sobre los oídos de todos. Unas cuantas frases llegaron hasta ella pero se le perdió el sentido general de la letra. No le importaba en realidad; no le interesaban el congreso y los impuestos. Nunca había conocido a nadie como Chad Lemming y la impresión que causó en ella se vio opacada frente a su mente cerrada… tenía sus propios problemas.

La siguiente balada se produjo casi sin pausa. Ahora hablaba acerca de las pensiones para los ancianos. Le siguió una animada cantinela acerca del FBI, luego una acerca de la genética, finalmente una copla comprometida y juguetona acerca de la bomba de hidrógeno.

«… Y si Mao Tse-tung causa dificultades

veremos que del mundo sólo queden escombros…»

Irritada, se preguntó a quién le importaba Mao Tse-tung. ¿Y él qué? ¿No era el líder de la China comunista?

«… dormiré entre las ruinas

mientras se prepare el desarme…»

Cerró los oídos ante el escándalo y salió totalmente de la sala a una de las oscuras recámaras. Se sentó en la orilla de la cama —la cama de Beth, según parecía— y se dispuso a soportar el resto de la rutina de Lemming. El título de la canción, anunciado con grandes complicaciones y bombos y platillos, aún retumbaba en su cabeza.

«Lo que este país necesita es una buena bomba de hidrógeno de cinco centavos.»

No tenía sentido. No tenía significado. Su mente volvió, en cambio, a los pensamientos anteriores. A la fuerte y oscura presencia de Carleton Tweany; y, en la penumbra detrás de ella, los recuerdos del incidente en la discoteca, del anciano robusto con su traje asargado. Primero las zancadas con su bastón de plata… luego la presión de sus dedos al tomarla del brazo.

Gradualmente se percató de que el canto había terminado. Con cierto sentido de culpa se puso de pie y regresó a la sala. Beth había desaparecido en la cocina para preparar más tragos. Danny Coombs estaba enfurruñado en un rincón, lo cual dejaba juntos a Nitz y a Lemming.

—¿Quién escribe tu material? —preguntaba Nitz.

—Yo —contestó Lemming tímidamente. Ahora que ya no estaba sumido en su presentación, tenía el aspecto de un dócil universitario del primer semestre, con su saco sport y pantalones. Puso la guitarra a un lado, se quitó los lentes y los pulió en la manga—. Traté de trabajar escribiendo chistes en Los Angeles, pero no tuve éxito. Dijeron que lo mío no tiene valor comercial. Al parecer era demasiado mordaz.

—¿Cuántos años tienes?

—Veintisiete.

—¿Tantos? No lo aparentas.

Lemming se rió.

—Me gradué del Tecnológico de California en 1948, en química. Por un tiempo trabajé en el proyecto…

Explicó:

—El laboratorio de radiaciones. Aún podría trabajar ahí, supongo. No me quitaron la habilitación. Pero prefiero mantenerme en movimiento… supongo que nunca terminé de crecer.

—¿Hay lana en esto? —preguntó Nitz.

—No que yo sepa.

—¿Puedes vivir de ello?

—Tal vez —repuso Lemming—. Eso espero.

Nitz estaba confundido.

—Un tipo como tú… tienes una carrera, podrías trabajar en un gran proyecto de investigación. Pero prefieres andar de vago con esto. ¿Lo disfrutas? ¿Vale tanto para ti en cuanto a satisfacción personal?

—Estos son tiempos difíciles —murmuró Lemming, y Mary Anne perdió el resto de las palabras así como las ideas. Su conversación, como sus canciones, no tenía sentido. No obstante, Nitz insistía, le hacía preguntas, le sacaba las respuestas enterradas. Su interés era un enigma para ella… se rindió y prefirió pasar a otra cosa.

—No nos dijo cómo se llama —afirmó Beth, acercándose a ella con un nuevo trago.

Mary Anne lo rechazó. No le agradaba la mujer, y por buenas razones. Sin embargo, sentía un respeto infeliz: Beth había cazado directamente a Tweany, y su evidente maestría dejó a la muchacha en el papel de una lejana participante.

—¿Qué le pasa a él? —preguntó, refiriéndose a Lemming—. Nada, probablemente. Pero es tan… bobo. Quizá sea yo. No encajo aquí.

—No se vaya —pidió Beth, condescendiente.

—Daría lo mismo. ¿Hace cuánto que conoce a Schilling?

—Cinco o seis años.

—¿Cómo es él?

Quería averiguarlo, y Beth evidentemente lo sabía.

—Eso depende —contestó Beth—. Nos divertimos mucho juntos. Hace años, cuando usted tenía…

Midió a la muchacha con la mirada hasta que Mary Anne se ofendió.

—Oh, unos catorce años.

—Ha de tener dinero para poder poner esa tienda.

—Sí. Joe tiene dinero. No mucho, pero lo suficiente para lo que él quiere.

—¿Qué es lo que quiere?

—Joe es un hombre que piensa mucho. Es también un hombre solitario. Pese a todo…

Esbozó una sonrisa fija.

—Siento el más alto respeto por su gusto e intelecto. Es muy educado; es encantador, de una manera anticuada. Es un caballero… al menos la mayor parte del tiempo. Sabe mucho sobre el negocio de la música.

—¿Entonces por qué no está de director en una gran compañía de discos, como RCA?

—¿No ha conocido nunca a un coleccionista de discos?

—No —admitió Mary Anne.

—Joe está donde siempre quiso estar: por fin tiene una tiendita propia donde le sobra tiempo para hablar sobre discos, tocar los discos, vivir los discos.

—¿Se quedará aquí, entonces?

—Por supuesto. Esto es lo que ha buscado desde hace años: una ciudad apacible, fuera de los centros principales, donde pueda establecerse. Se está haciendo viejo; quiere retirarse a alguna parte. Antes se colocaba siempre en el centro de la acción, acudía a las fiestas, los conciertos, las reuniones sociales, viajaba aquí y allá. Supongo que ha terminado con eso… no lo sé. Siempre ha sentido una necesidad muy grande de estar con la gente; nunca le ha gustado la soledad. No es una persona solitaria por naturaleza. Le gusta conversar y compartir sus experiencias. Por eso sigue buscando nuevas cosas… no está contento nunca.

—Suena maravilloso —declaró Mary Anne cáusticamente.

—No parece convencida.

—Casi entré a trabajar con él.

—En muchas formas —afirmó Beth— se nos hace difícil juzgar a Joe Schilling. Antes creí que era… bueno, despiadado.

—¿Y no lo es?

—Sus necesidades son muy fuertes. Le llega a una con un gran impacto.

—No contestó mi pregunta.

—No veo por qué debiera hacerlo. Quizá en otra ocasión.

—¿Cambiaría de opinión si le dijera que efectivamente sucedió algo en la tienda?

—Sé que algo pasó. Y puedo imaginarme qué fue. Recuerde que usted y yo somos de la misma edad… tenemos problemas semejantes. Experiencias semejantes.

—Usted tiene veintinueve años —reflexionó Mary Anne—. Yo tengo veinte. Me lleva nueve años.

Dolida, Beth repuso:

—Pero para todo propósito práctico estamos en lo mismo.

Mary Anne sometió a la mujer a un examen sereno y despiadado.

—¿Me ayudaría a escoger un sostén algún día? No quiero verme tan delgada. Quisiera tener un buen busto, como el suyo.

—Pobre niña —contestó Beth. Meneó la cabeza—. Simplemente no sabe de qué se trata todo esto.

—Me gustaría muchísimo —estaba diciendo Lemming con entusiasmo—. ¿Aquí, quieres decir?

—No —replicó Nitz—, tendríamos que ir allá. Lo han arreglado así las fuerzas superiores.

Miró su reloj.

—Probablemente ya esté en casa.

—He oído mucho acerca de él —indicó Lemming.

Saliendo de su letargo, Coombs protestó:

—El sentido se me escapa. ¿A qué vamos allá?

—No seas un aguafiestas —replicó Beth.

—Yo no quiero verlo. Nadie aquí quiere verlo. Sólo tú.

—Me interesaría —afirmó Lemming—. Pudiera servirme profesionalmente.

—Son casi las dos de la madrugada —declaró Coombs—. Ya estoy para acostarme.

—Sólo por un rato —insistió Beth, implacable—. Ve por tu cámara; pórtate bien ya. Le dijimos que iríamos; nos lo pidió.

Coombs emitió una risita burlona.

—¿Nos lo pidió?

Ubicó su cámara y se acomodó la correa.

—Quieres decir que tú se lo pediste. Lo mismo de siempre… sólo que éste es el primero tocado por la brocha del alquitrán. ¿Qué te pasa? ¿Ya te cansaste de…?

—Cállate —ordenó Beth, apartándose de él—. Iremos; dijimos que iríamos. Deja de portarte como un neurótico.

—Te lo advierto —afirmó Coombs—. Si vamos allá, no quiero nada raro. Pórtate bien.

—¡Dios mío! —exclamó Beth.

—Lo digo en serio.

—Claro, lo dices en serio —repitió Beth—. Siempre lo dices en serio. Vamos —les indicó a Nitz y a Mary Anne—. No tiene caso quedarnos aquí.

Le señaló a Lemming la puerta.

—Así está bien, Chad. Tú ábrela.

Resignada, Mary Anne comenzó a buscar su abrigo.

—Les mostraré el camino —musitó.

—Vaya, qué amable —comentó Beth con una sonrisa prolongada—. Qué amable es, querida.