En el otoño de 1953 Mary Anne Reynolds vivía en un pequeño departamento con una muchacha llamada Phyllis Squire. Phyllis era mesera en la lonchería Golden State, contigua al Lazy Wren, y el propio Carleton Tweany la había escogido, resolviendo así, desde su propio punto de vista, los problemas de Mary Anne. Ya no tenía mucho que ver con ella. Para Mary Anne quedaba nada más el efímero paso de su presencia; por aquí y por allá, sin detenerse, la pasaba de largo y la dejaba atrás.
El trabajo que consiguió en la compañía de teléfonos la obligaba a trabajar dos turnos. A las doce y media de la noche llegó al departamento, comió algo y se cambió de ropa. Mientras se cambiaba, su compañera del departamento, acostada ya, leyó en voz alta una copia de los sermones de Fulton Sheen.
—¿Qué te pasa? —preguntó Phyllis con la boca llena de manzana. En el rincón, su radio esmaltado en blanco estaba tocando un mambo de Pérez Prado—. No estás escuchando.
Sin hacerle caso, Mary Anne se puso una falda pantalón roja, le metió el faldón de la camisa y se encaminó hacia la puerta.
—No te vayas a quedar ciega —recomendó por encima del hombro y cerró la puerta a sus espaldas.
El ruido y los movimientos de la gente se proyectaron brevemente sobre la calle oscura cuando entró al Wren. Las mesas estaban atestadas de gente, una fila de hombres se apiñaban en la barra… pero Tweany no estaba cantando. Se dio cuenta de ello de inmediato. La plataforma elevada al centro estaba vacía; no se veía por ninguna parte e incluso Paul Nitz estaba ausente.
—Oye —exclamó Taft Eaton desde atrás de la barra—. Lárgate de aquí; no voy a servirte.
Esquivándolo, empezó a colarse entre las mesas buscando dónde sentarse.
—Lo digo en serio. Eres menor de edad, no debes estar aquí. ¿Qué quieres, que pierda mi licencia?
Su voz se perdió cuando ella iba llegando a la plataforma. Paul Nitz estaba inclinado junto a una mesa y conversaba con unos parroquianos. Al parecer había abandonado el piano para hablar con ellos; a horcajadas sobre una silla, el anguloso mentón apoyado sobre los brazos, estaba echando un discurso.
—… pero deben distinguir entre las canciones folk y las canciones al estilo folk. Es como el jazz y la música tocada a la manera del jazz.
La pareja levantó la mirada cuando ella acercó una silla y se sentó. Nitz interrumpió lo que estaba diciendo el tiempo suficiente para saludarla.
—¿Cómo estás?
—Muy bien —contestó—. ¿Dónde está Tweany?
—Acaba de cantar. Ya regresará.
Experimentó una oleada de tensión.
—¿Está en la parte de atrás?
—Probablemente, pero no puedes buscarlo ahí. Eaton te echaría en el acto.
Taft Eaton apareció a un lado de la mesa. Seguía echando humo.
—Maldita sea, Mary. No puedo servirte. Si la policía te encuentra aquí cerrará el Wren.
—Dígales que entré para usar el baño —murmuró ella. Fingió no hacerle caso y empezó a quitarse el abrigo.
Eaton dirigió una mirada iracunda a Nitz, que estaba quitándose un hilito de la manga.
—No vayas a comprarle nada. Están contribuyendo a la delincuencia de los menores de edad tú y Carleton. Deberían meterte a la cárcel.
La tomó por la nuca y le dijo al oído:
—Deberías quedarte con los de tu propia raza, donde debes estar.
Desapareció y dejó a Mary Anne sobándose la nuca.
—Muérase de una vez —musitó. Le dolía la nuca y se sentía humillada. Sin embargo, gradualmente desapareció el dolor y la necesidad de estar con Tweany recobró su predominio habitual—. Iré atrás para ver si está ahí.
—Ya saldrá —aseveró Nitz—. Estáte quieta… tú siempre con tus prisas. Relájate.
—Tengo cosas que hacer. ¿Dónde estuvo él anoche?
—Estuvo aquí.
—No me refiero a aquí; me refiero a después. Fui a su departamento a las dos y media y no estaba. No estaba.
—Puede ser.
Nitz dio vuelta a su silla, arrastrándola, y dirigió su atención nuevamente a la pareja.
—Considérelo desde este punto de vista, señora —señaló a la mujer, una rubia regordeta, más o menos bonita—. ¿Llamaría usted música folk a la de Stephen Foster?
La rubia lo pensó con bastante detenimiento.
—No, no creo. Pero estaba basada en tonadas folk.
—A eso me refiero. La música folk no es el material sino como lo enfoca uno. Nadie puede sentarse a escribir una canción folk y nadie puede ponerse de pie en algún bar de lujo, con su smoking blanco, y cantar una canción folk.
—¿Hay alguien, pues, que cante música folk?
—Ya no. Antes los había. Cantaban, agregaban más versos, componían constantemente material nuevo.
Se percató de la naturaleza de su discusión. Giraba en torno a Tweany y lo estaban atacando.
—¿No cree que él sea un gran cantante de folk? —demandó dirigiéndose a la rubia. En su mundo la lealtad formaba un pilar de vital importancia. No entendía que se socavara veladamente a un amigo; su responsabilidad pareció ser defenderlo—. ¿Qué tiene de malo?
—No lo he oído nunca. Seguimos esperando.
—No estoy hablando de Tweany —afirmó Nitz, evidentemente consciente de su lapsus moral—. No en lo particular, quiero decir. Estoy hablando de la música folk en general.
—Pero este Tweany es un cantante folk —repuso la rubia—. ¿Dónde se ubica él?
Nitz inquieto tomó unos sorbos de su trago.
—Es difícil precisarlo. Sólo soy el pianista para los intermedios… un mero mortal.
—No le gusta lo que él hace —señaló el compañero de la rubia con un guiño de entendimiento.
—Yo toco el bop.
Nitz se sonrojó y evitó la mirada acusadora de la muchacha.
—Para mí, la música folk es como el Dixie: un estilo anticuado. Dejó de desarrollarse en los días de James Merritt Ives. Nombren cualquier canción folk que se haya producido desde entonces.
Ella estaba bastante enojada ya; la necesidad de defender a Tweany, de mantener intacta su grandeza, la hizo encresparse y exclamar:
—¿Y «Ol’ Man River»?
Tweany cantaba «Ol’ Man River» por lo menos una vez cada noche, y era una de sus favoritas.
Al escucharla Nitz esbozó una sonrisa.
—¿Ven a qué me refiero? «Ol’ Man River» fue escrita por Jerome Kern.
Se interrumpió, porque en ese momento se escucharon aplausos y Carleton Tweany apareció sobre la plataforma elevada. Al instante la muchacha se olvidó de Nitz, se olvidó de la rubia y de todo lo demás. La conversación se desplomó en un vacío.
—Con permiso —musitó Nitz. Volvió discretamente al piano; parecía muy pequeño, observó ella, junto al enorme cuerpo de Tweany.
—Para empezar —rugió Tweany con su aterciopelado sonsonete—, cantaré una pieza que expresa el agudo terror experimentado por el pueblo negro durante sus eras de esclavitud. Es posible que la hayan oído antes.
Intercaló una pausa.
—«Strange Fruit».
La excitación revoloteó por el cuarto mientras Nitz tocaba unos cuantos acordes de introducción. Y entonces, los brazos cruzados, la cabeza baja, la frente arrugada en su concentración, Tweany empezó. No alzó la voz ni gritó; no vociferó ni gruñó ni sacudió el puño. Pensativo, profundamente conmovido, habló directamente con la gente a su alrededor; fue un mensaje sumamente personal y no una versión pulida para concierto.
Cuando terminó de contarles la historia de la vida en los estados del Sur hubo silencio. Nadie aplaudió; la gente se apiñó alrededor, con expectativas temerosas, mientras Tweany decidía cuál sería el siguiente mensaje.
—Mi pueblo —murmuró— ha sufrido enormemente sus cadenas y tribulaciones. Su suerte no ha sido feliz. Mas el negro es capaz de cantar acerca de sus privaciones. La siguiente canción surgió del corazón del pueblo negro. Con ella expresa sus sufrimientos profundamente sentidos, pero también, al mismo tiempo, su verdadero humor. Es por naturaleza una persona feliz. Lo que quiere son las cosas sencillas de la vida. Suficiente comida, un lugar dónde dormir y, lo más importante, una mujer.
Carleton Tweany cantó a continuación «Got Grasshoppers in My Pillow, Baby, Got Crickets All in My Meal».
Mary Anne escuchó, tensa, atenta a cada palabra, los ojos fijos sobre el hombre a sólo unos cuantos metros delante de ella. Durante los últimos meses no había podido acercarse a Tweany; salvo esos momentos en público, lo había visto poco. Se preguntó si le estaría cantando a ella; trató de descifrar en sus palabras alguna referencia especial a ella y a las cosas que habían hecho juntos. Imperturbable y reservado, Tweany siguió cantando sin reconocer su presencia, aparentemente inconsciente de ella.
A su lado, la rubia también escuchaba. Su compañero no tenía interés en la música; encorvado y meditabundo, apretaba y oprimía un trozo de cera que había goteado de la vela.
—En último lugar —declaró Tweany al terminar—, cantaré una composición que se ha ganado un lugar especial en los corazones de los estadounidenses, tanto los caucásicos como los negros. Es una canción que nos une a todos en nuestros recuerdos conforme nos acercamos al momento de celebrar el nacimiento del que murió para redimirnos a todos, sin importar la raza, cualquiera que sea nuestro color.
Entrecerrando los ojos, Tweany cantó «White Christmas».
En el piano, Paul Nitz buscó los acordes debidos. Mary Anne, mientras escuchaba desarrollarse la tonada, sintió el deseo de averiguar qué había en la mente de los dos hombres. Nitz, encorvado sobre el teclado, parecía aburrido, como si estuviera barriendo nada más, pensó. La indignaba la traición efectuada por Nitz contra la habilidad artística. ¿Era eso todo lo que significaba para él? Como si estuviera en una línea de montaje… lo odiaba por traicionar a Tweany. Era un insulto a éste; Nitz podía muy bien mostrar algo de sentimiento. Y Tweany… ¿qué estaría pensando, de estar pensando en algo?
Casi parecía haber una sonrisa cínica en la cara de Tweany, un vacío como del más callado desprecio posible. ¿Pero desprecio por quién? ¿Por la canción? Si él la había escogido. ¿Por las personas que lo escuchaban? Conforme cantó —o más bien emitió la letra entre dientes—, la expresión del rostro de Tweany empezó a sufrir una transformación. La indiferencia comenzó a desaparecer; fue reemplazada por cierto fervor. Su voz adquirió una sublimidad palpitante, una grandeza que creció hasta que pareció vibrar de dolor. No cabía duda acerca de sus emociones: a Tweany le encantaba la canción. Estaba sumamente conmovido. Y esa emoción la comunicó al público.
Cuando terminó hubo otra vez un intervalo de silencio, y entonces los aplausos estallaron desenfrenadamente. Tweany se puso de pie, sacudido por dentro, la cara colmada de pasión. Gradualmente se hundió el dolor y volvió la apatía medio cínica. Tweany se encogió de hombros, se enderezó la costosa corbata pintada a mano y bajó al piso.
—¡Tweany! —exclamó Mary Anne con voz aguda mientras se ponía rápidamente de pie—. ¿Dónde estuviste anoche? Fui a tu casa y no estabas.
Con una leve contracción de cejas —dos líneas de un color negro expresivo y cultivado—. Tweany admitió su existencia.
Se acercó a la mesa y se quedó por un momento con la mano apoyada en la silla dejada vacía por Nitz.
La rubia preguntó:
—¿Por qué no se sienta con nosotros?
—Gracias —replicó Tweany. Dio vuelta a la silla y se sentó—. Estoy cansado.
—¿No te sientes bien? —preguntó Mary Anne, preocupada; la verdad era que parecía marchito.
—No muy bien.
Nitz se desplomó junto a Tweany y declaró:
—Aborrezco la maldita canción de «White Christmas» más que otra tonada cualquiera en este negocio. El tipo que la escribió debería ser ejecutado.
La tristeza invadió a Tweany.
—¿Sí? —musitó—. ¿Eso opinas?
Nitz tomó un sorbo de su trago y prosiguió:
—¿Tú qué sabes de los sufrimientos del pueblo negro? Naciste en Oakland, California.
La rubia, para enojo de Mary Anne, se inclinó y se dirigió a Tweany.
—Esa canción acerca de las langostas… es una vieja melodía de Leadbelly, ¿verdad?
Tweany indicó que sí con la cabeza.
—Sí, Leadbelly la cantaba antes de que muriera.
—¿La grabó?
—Sí —afirmó Tweany, distraído—. Pero está agotada. Es una cosa más bien de coleccionistas.
—Tal vez Joe la tenga —le indicó la rubia a su compañero.
—Pregúntaselo —contestó su compañero, sin entusiasmo alguno—. Pasas bastante tiempo ahí.
Reanudaron la discusión sobre la música folk y Mary Anne logró llamar la atención de Tweany.
—No me has dicho dónde estuviste anoche —aclaró con tono de acusación.
Una sonrisa astuta se acomodó sobre el rostro de Tweany; la capa vidriosa de costumbre le cubrió los ojos hasta que asumieron un opaco y desapasionado color gris.
—Estuve ocupado. He estado bastante ocupado durante las últimas semanas.
—Quieres decir, los últimos meses.
Mientras medio escuchaba a Nitz y la rubia disertar sobre Blind Lemon Jefferson, Tweany preguntó:
—¿Cómo está la compañía de Pacific Tel y Tel?
—Miserable.
—Me da pena escucharlo.
Con voz clara Mary Anne le informó:
—Voy a renunciar.
—¿Ya?
—No. Primero tengo que encontrar otra cosa. He aprendido la lección.
—¿Quisieras estar de vuelta en lo de los muebles? Pídeselo, ellos te aceptarán.
—No te estés burlando de mí. No regresaría ahí ni aunque hubiera perdido una apuesta.
—Como quieras.
Tweany se encogió de hombros.
—Es tu vida.
—¿Por qué me echaste cuando fui contigo aquella vez?
—No te eché. No recuerdo haber hecho algo así.
—No me dejaste llevar mis cosas. Me obligaste a conservar un domicilio separado, y después de una semana ya no me dejaste pasar toda la noche. Tuve que levantarme de la cama e irme; a eso yo le llamo ser echada.
La contempló asombrado.
—¿Estás loca? Sabes cuál es la situación. Eres menor de edad. Es un delito.
—Si es un delito a las tres de la madrugada, también es un delito en la tarde.
—Pensé que lo entendías.
—Si es un delito…
—Baja la voz —pidió Tweany echando una mirada disimulada a Nitz y la pareja. Estaban enfrascados en una discusión acerca de los experimentos atonales contemporáneos—. Fue sólo… de vez en cuando. Nada por lo que pudieran agarrarnos.
—¿De vez en cuando? ¿Algo temporal?
Estaba furiosa, realmente furiosa. Porque ella recordaba lo que para él resultaba tan conveniente olvidar: aquel día en que la metió a su departamento, los dos perdidos en medio del desorden que desbordaba los cuartos, dos seres vivos acostados juntos entre los tesoros coleccionados por una rata. Y el ardiente sol del verano que asaba las moscas que subían lentamente por los cristales de las ventanas… acostados los dos, sudorosos, sin que nada los cubriera, estirados sobre la cama mientras la luz los deslumbraba y los sumía en un estupor indolente e indiferente.
Ahí, en el departamento alto debajo del techo, habían desayunado, habían compartido la vieja tina de baño, habían cocinado y planchado, habían vagado desnudos por las habitaciones y tocado el pianito, se habían sentado en la noche a escuchar el radio, a contemplar el botón rojo de la luz en su cuadrante, los dos fundidos sobre el sofá, sobre el sofá combado, empapado en polvo.
Aunque según Tweany ella no servía para mucho en ese sentido. Había aprendido —le había enseñado— a apoyar su peso en los omóplatos y no el coxis; en esa forma podía alzar más las caderas. No obstante, aparte de ejecutar una tensión meramente muscular, no había desarrollado reacción alguna; la experiencia no le daba nada, y nada era lo que ella daba a cambio.
Para ella se parecía mucho a una ocasión en que el médico le había metido su sonda de metal en la nariz para extraer un pólipo. La misma presión, el mismo aparato físico demasiado grande que se abría camino hacia su interior por la fuerza; luego el dolor, un poco de sangre y los grillos que cantaban en el pasto del patio debajo de la ventana.
Tweany le había dicho que no servía: era pequeña, huesuda y frígida. Gordon, por supuesto, no opinaba nada; no esperaba más que una concavidad y eso era lo que recibía: nada más y nada menos.
—Tweany —insistió Mary Anne—, no puedes fingir que no hemos…
—No te alteres —la interrumpió Tweany con voz sedosa—. Te saldrán úlceras.
Mary Anne se inclinó hasta que su pequeña cara tensa casi tocaba la de él.
—¿Qué has estado haciendo durante los últimos dos meses?
—Nada en absoluto. Salvo dedicarme a mi arte.
—Te quedas a dormir con alguien. Nunca estás en casa. Una vez te esperé toda la noche y no llegaste. No regresaste a casa.
Tweany se encogió de hombros.
—Estuve visitando a alguien.
Junto a ellos la discusión se había vuelto acalorada.
—Nunca oí eso —decía Nitz.
—Podía haberlo oído —aseguró la rubia—. ¿No tiene un radio? Los miércoles por la noche Joe tiene un programa en la «estación de buena música» de San Mateo. Escúchelo. Él escribe su material; le gusta hacerlo todo él solo.
—Traté de escucharlo —afirmó Nitz—, pero no me llama la atención. Es música… vieja.
Mary Anne cayó en silencio y se refugió en sus propios pensamientos; la conversación no significaba nada para ella.
—No es vieja. Ahí sigue; es el mismo material que usted usa, salvo que no lo llaman por el mismo nombre. Milhaud, en Oakland. Y Roger Sessions está en Berkeley; vaya a escucharlo. Sid Hethel está en Palo Alto; es más o menos lo mejor que hay. Joe lo conoce… son viejos amigos.
—Pensé que no había más que Mozart —indicó Nitz.
La rubia continuó.
—Los domingos, cuando la tienda está cerrada, Joe ofrece una discada de dos horas. Debería ir.
—¿Quiere decir que uno puede ir así nada más?
—Siempre van como unas 15 personas. Toca música atonal, del barroco temprano, lo que ellas quieran.
Con un destello en los ojos azules miró a Tweany.
—A usted lo vi ahí; una vez fue.
—Es cierto —admitió Tweany—. Usted salió a la mitad con una charola de café para nosotros.
—¿Se divirtió?
—Mucho. Esa tienda es extraordinaria.
—¿Qué dijiste? —preguntó Mary Anne de repente. Había despertado, pues la conversación dejaba de ser abstracta. Estaba tratando con la realidad ahora, y empezó a poner atención.
—La nueva discoteca —explicó Tweany.
Mary Anne se volteó para enfrentar a la rubia.
—¿Usted conoce a ese hombre? —preguntó mientras recordaba la discoteca, la figura alta del hombre con su chaleco, reloj de oro y traje asargado.
—¿A Joe?
La rubia sonrió.
—Claro. Somos viejos amigos.
—¿Dónde lo conoció?
Experimentaba una especie de horror, como si le estuvieran contando algún crimen personal.
—En Washington, D.C.
—Usted es de fuera, ¿verdad?
—Sí —replicó la rubia.
—¿Y él es realmente honrado?
Su aflicción había revivido de nuevo. Mas después de cuatro meses no tenía ya la misma urgencia. Se había debilitado al retroceder en el tiempo; no era nada inmediato.
—Joe ha estado en el negocio de la música durante toda la vida —afirmó la rubia—. Su tía vendió arpas en Denver durante la guerra contra España. Joe trabajó para Century Music en Nueva York, en los años veinte. Antes de que usted naciera.
Meditabunda, Mary Anne comentó:
—No me agrada ese lugar.
—¿Por qué no?
—Me da horror.
Mary Anne no quería hablar de ello y le preguntó a Tweany:
—¿A qué hora vas a irte? ¿Vas a cantar otra vez o no?
Tweany reflexionó.
—Creo que me iré a acostar. No, no cantaré otra vez. Ya basta por hoy.
La rubia seguía escudriñando a Mary Anne con interés.
—¿A qué se refiere? ¿Por qué dijo eso sobre la tienda de Joe?
Con dificultad, Mary Anne contestó.
—No es por la tienda.
Indudablemente era cierto; la tienda le había gustado muchísimo.
—¿Sucedió algo?
—No, nada.
Meneó la cabeza, irritada.
—Olvídelo, ¿quiere?
De súbito volvió el miedo y le preguntó a Tweany:
—¿Realmente entras ahí?
—Por supuesto —afirmó Tweany.
Resultaba difícil de creer.
—Pero es el hombre del que te conté.
Tweany no respondió.
—¿Te agradó? —preguntó Mary Anne.
—Es un caballero —declaró Tweany—. Tuvimos una conversación bastante interesante acerca de Bascom Lamar Lunsford. Me tocó un disco antiquísimo de Lunsford, grabado como en 1927. De su colección particular.
Confundida por las impresiones contradictorias, Mary Anne comentó:
—No me dijiste que ibas ahí.
—¿Por qué? ¿Por qué te parece tan importante?
Tweany parecía despreocupado.
—Voy a donde yo quiera.
Paul Nitz no pudo guardar silencio por más tiempo.
—¿Cree usted que esté dispuesto a darme algunos consejos?
—Joe ha trabajado con muchos jóvenes músicos —afirmó la rubia—. Me ayudó mucho a mí; consiguió que publicaran algunas piezas mías. Ahora está apoyando a un muchacho que oyó cantar en San Francisco, en uno de esos lugares de North Beach; ha grabado su repertorio y está tratando de conseguir que alguna de las compañías de elepés lo contrate.
—Chad Lemming —indicó su compañero.
—¿Qué enfoque representa? —preguntó Tweany con el interés del profesional.
—Chad hace monólogos políticos —explicó la rubia—. Con una guitarra. Una especie de comentarios en rima acerca de la situación actual. El control mental, el senador McCarthy, temas de esa naturaleza. ¿Le gustaría escucharlo?
—Creo que sí —contestó Tweany.
La rubia se puso de pie en el acto.
—Venga, pues.
—¿A dónde?
—Está en nuestra casa; se quedará con nosotros hasta que regrese a la península. Sólo estará aquí unos días.
Mary Anne observó, desalentada, la reacción de Carleton Tweany. Lo que estaba sucediendo era obvio, pero no se le ocurrió qué hacer al respecto. Nitz, apacible, los ojos entrecerrados, fue el que acudió en su ayuda, y dirigiéndose a Tweany le indicó:
—Tienes que cantar otra vez.
—Estoy cansado —afirmó él—. Me lo saltaré esta vez.
—No puedes hacer eso.
Una actitud arrogante se apoderó de Tweany; era evidente que no cedería.
—No puedo funcionar creativamente cuando estoy cansado.
—Venga, pues —insistió la rubia.
Como en respuesta a algún poder oculto, Taft Eaton se acercó a la mesa, dejando detrás, el trapo para limpiar la barra que llevaba en la mano, un sendero de burbujas a través del piso.
—Cantarás otra vez, Carleton. No te irás ahora.
—Desde luego que no —cedió Tweany.
Sonriente, Nitz le guiñó un ojo a Mary Anne y comentó:
—Qué mala suerte. Por otra parte, quizá este Lemming se ponga a cantar canciones folk.
Con su profunda gravedad de costumbre, Tweany se volvió hacia la rubia. Aún se encontraba de pie, aún le sonreía, a punto de irse.
—Tal vez —sugirió Tweany con un tono de voz que Mary Anne reconocía muy bien— pudieran llevarlo a mi casa. Iré en cuanto termine estas últimas canciones.
—Entonces está arreglado.
Con un pequeño estremecimiento de las caderas —una ondulación muy visible de triunfo— la rubia dio un empujoncito a su compañero, sentado todavía, e instó:
—Vámonos.
—Mi dirección —empezó astutamente a decir Tweany, pero Nitz lo interrumpió.
—Yo los llevaré.
Le asestó un puntapié de camaradería a Mary Anne debajo de la mesa.
—Voy a ir también; me interesa conocer a ese tipo.
—Nos dará gusto que vaya —respondió la rubia.
—Espérense —apuntó Taft Eaton—. Paul, me extraña oírte decir que ya te vas.
—No estoy obligado a acompañarlo —afirmó Nitz—. Soy el pianista para los intermedios. Puede cantar esas piezas con zapateo y alaridos de presidiarios.
—¿Puedo acompañarlos yo también? —preguntó Mary Anne en el colmo de la infelicidad. No quería quedar excluida; no podía impedir que se juntaran Tweany y la rubia, pero por lo menos podía estar presente.
—Y mi compañera —añadió Nitz, poniéndose de pie—. Necesito que esté conmigo.
—Tráigala.
La rubia ya se encaminaba hacia la puerta de la calle.
—Una fiesta —refunfuñó su compañero mirando a Nitz y a Mary Anne—. ¿No tienen otros amigos?
—No seas grosero.
Deteniéndose junto a Tweany, la rubia indicó:
—Me llamo Beth y él es mi esposo, Danny. Danny Coombs.
—Mucho gusto —saludó Tweany.
—No puedes irte —repitió obstinado Taft Eaton, quien aún no los dejaba—. Alguien tiene que trabajar aquí.
—No me voy —replicó Tweany—. Ya lo expliqué. Cantaré las últimas y luego me iré.
Nitz colocó una mano sobre el hombro de Mary Anne y susurró:
—No te aflijas.
Malhumorada, ella siguió a Beth y Danny Coombs, con las manos metidas en las bolsas.
—No quiero ir. Pero tengo que hacerlo.
—Sobrevivirás —afirmó Nitz. Sujetó la acolchada puerta roja, mientras Mary Anne salía a la banqueta. Los Coombs habían comenzado a subirse a un Ford estacionado—. Vamos a apurar a este tipo.
Se metió al asiento trasero del Ford y le ayudó a Mary Anne a seguirlo. La abrazó de manera reconfortante, metió una mano en la bolsa del saco y produjo el vaso de su trago.
—¿Listos? —preguntó Beth alegremente por encima del hombro.
—Vámonos —asintió Nitz, recostándose, y bostezó.