En la esquina de las calles Pine y Santa Clara había una sombrerería de lujo. Después de la sombrerería estaban las petacas Dwelley’s y luego seguía Music Corner, la nueva discoteca inaugurada por Joseph Schilling durante las primeras semanas de agosto de 1953.
Fue hacia Music Corner que se dirigieron el hombre y la mujer. La tienda había abierto dos meses antes; estaban a mediados de octubre. En el aparador había una fotografía de Walter Gieseking y dos discos de larga duración medio salidos de sus fundas brillantes. Dentro de la tienda se veía a algunos clientes en el mostrador al frente, y otros dentro de las cabinas particulares. La Sinfonía para Órgano de Saint-Saëns reverberaba a través de la puerta abierta.
—No está mal —admitió el hombre—. Por otra parte, tiene la lana; debería verse bien.
De entre 30 y 40 años, era un hombre apuesto de apariencia frágil, con lustroso cabello negro; un hombre de pecho flaco que caminaba con afectación. Sus ojos tenían una expresión ágil y animada y sus manos, al guiar a la mujer hacia el interior de la tienda, le rozaron el abrigo como las alas de un ave.
La mujer se volvió para observar el rótulo encima de la puerta. Consistía en un cuadro de madera dura, con adornos tallados a mano en relieve, sobre el que se habían pintado las siguientes palabras; «THE MUSIC CORNER, CALLE PINE 517. MA3-6041. HORARIO 9-5. DISCOS Y EQUIPOS DE SONIDO FABRICADOS POR ENCARGO».
—Es bonito —afirmó la mujer—. Digo, el letrero.
Era más joven que el hombre, una rubia gorda de cara redonda vestida con pantalones; llevaba un inmenso bolso de piel al hombro colgado de una correa.
No había nadie detrás del mostrador. Dos jóvenes escudriñaban un catálogo de discos; estaban discutiendo.
La mujer no vio a Joseph Schilling, pero cada detalle del interior de la tienda se lo recordaba. El diseño de la alfombra de pared a pared era característico de sus gustos y le resultaron conocidos muchos de los cuadros sobre las paredes —reproducciones de artistas contemporáneos—. El pequeño florero sobre el mostrador —contenía lirios silvestres de California— había sido diseñado y cocido por ella. Los catálogos detrás del mostrador estaban forrados con una tela escogida por ella.
La mujer se sentó y empezó a leer un ejemplar de High-Fidelity, que encontró sobre una mesa. El hombre, menos relajado, inspeccionó los estantes y dio vuelta a las ruedas giratorias que exhibían los discos. Estaba hurgando una pastilla Pickering con el dedo índice cuando el familiar sonido de unos pasos arrastrados llamó su atención. Por la escalera del depósito en el sótano, con los brazos llenos de discos, subía Joseph Schilling.
La mujer dejó la revista y se puso de pie. Regordeta y sonriente, se adelantó hacia Schilling. El hombre se le unió.
—Hola —musitó el hombre.
Joseph Schilling se detuvo. No tenía puestos los lentes y por un momento le costó trabajo distinguir sus facciones. Se imaginó que debía tratarse de unos clientes; su ropa le indicaba que eran personas relativamente acomodadas, relativamente cultas y sumamente ostentosas en cuanto a su calidad de artistas. Entonces los reconoció.
—Sí —inquirió con voz insegura y hostil—. Las líneas se enfocan… es asombroso con qué rapidez.
—Así que éste es —declaró la mujer, mirando a su alrededor. Su sonrisa, fija e intensa, se mantuvo; una sonrisa congelada de labios gruesos y dientes—. ¡Es lindo! Me da muchísimo gusto que por fin lo hayas conseguido.
Con movimientos ceremoniosos Schilling depositó sus discos. Se preguntó dónde estaría Max; ellos le tenían miedo a Max. Probablemente en el bar de la esquina, sentado en un compartimiento construyendo una torre de cerillos.
—No está mal la ubicación —afirmó.
Los ojos azules de la mujer brillaron.
—Esto es lo que siempre quisiste durante todos estos años. ¿Te acuerdas —dijo dirigiéndose a su compañero— de cómo hablaba siempre sobre su tienda? Sobre la discoteca que abriría algún día cuando obtuviera dinero.
—Decidí no esperar —comentó Schilling.
—¿Esperar?
—Lo del dinero.
No sonó convincente; era malo para esos juegos.
—No tengo ni un quinto. La mayor parte de esto está en consignación. Agoté mi capital en la renovación.
—Ya saldrás adelante —aseguró la mujer.
De la bolsa de su saco Schilling sacó un puro. Al encenderlo observó:
—Me parece que has subido de peso.
—Supongo que sí.
La mujer reflexionó, concentrada.
—¿Cuánto tiempo ha pasado?
—Fue en 1948 —señaló su compañero.
—Todos hemos envejecido —advirtió la mujer.
Schilling acudió a atender a un cliente de edad mediana. Un poco después volvió. Aún estaban ahí; no se habían ido. En realidad sabía que no lo harían.
—Bien, Beth —empezó—, ¿qué te trae por aquí?
—La curiosidad. No te hemos visto en tanto tiempo… cuando leímos en el periódico acerca de tu tienda, se nos ocurrió: «Subámonos al coche y vamos a verlo». Y eso hicimos.
—¿Qué periódico?
—El Chronicle de San Francisco.
—Ustedes no viven en San Francisco.
—Alguien nos envió el recorte —explicó ella vagamente—. Sabía que nos interesaría.
Fue un grave error, sin duda, mezclarse con esta gente hacía cinco años. Ya nunca podría deshacerse de ellos, ya no. Lo habían encontrado, a él y a su tienda; era como un pato atrapado en una cisterna. Y contaba con bienes tangibles.
—¿Vinieron desde Washington? —preguntó—. ¿Quisieron alejarse del invierno por un tiempo?
—¡Dios mío! —exclamó Beth—, hace años que no vivimos en Washington. Estuvimos en Detroit y luego nos mudamos a Los Angeles.
«Me siguieron —pensó Schilling—. Se acercaron al Oeste, olfateando el camino.»
—Pasamos a verte —informó Beth— cuando vivías en Salt Lake City. Pero estabas en alguna especie de junta de negocios y no pudimos quedarnos.
—Estaba bien el lugar que tenías ahí —añadió Coombs, el hombre—. ¿Era tuyo?
—Fui socio.
—No era una tienda, ¿verdad? ¿Ese gran edificio de ladrillos? Parecía un almacén.
—Venta al mayoreo —explicó Schilling—. Surtíamos a varias empresas.
—¿Y juntaste el capital para esta tienda?
Coombs se mostró escéptico.
—Te hubiera ido mejor ahí; no tendrás ganancias en una ciudad de este tamaño.
—Supongo que no han visto el pato —replicó Schilling—. El pato del parque. No produce mucho dinero, pero es divertido observarlo. ¿Qué hacen ustedes estos días? ¿En qué trabajan, quiero decir?
—En varias cosas —contestó Beth—. Di clases por un tiempo; eso fue en Detroit.
—¿De piano? —preguntó.
—Oh, desde luego que sí. Dejé el cello hace años. Ya no lo tocaba cuando… te conocí.
—Es cierto —recordó Schilling—. Había uno en tu departamento, pero no lo tocabas.
—Se le rompieron dos cuerdas. Y perdí el arco.
—Me parece recordar que contaba un viejo chiste sobre las mujeres que tocan el cello —comentó Schilling—. Tenía que ver con sus razones psicológicas.
—Sí —admitió Beth—. En realidad era un chiste malísimo, pero a mí siempre me hizo gracia.
Schilling sintió cómo se ablandaba al recordarlo.
—El análisis freudiano… un pasatiempo popular en todas las casas de aquella época. Ya no es tan popular ahora. ¿Qué estaba yo diciendo?
—De las mujeres que tocan el cello. Tienen una necesidad subconsciente de sentir algo grande entre las piernas.
Beth se rió.
—Eras encantador. Realmente lo eras.
Se le hacía difícil creer que alguna vez hubiese deseado a esa fornida muchacha, que se la hubiera llevado durante un fin de semana, encontrado el camino al interior de ese coño maravillosamente ávido, para luego devolverla, más o menos intacta, a su marido. Sin embargo, entonces no estaba tan fornida; había sido bastante delgada. Beth Coombs era atractiva aún; su tez estaba bastante tersa y sus ojos, como siempre, eran transparentes. Su aventura fue breve e intensa y él la había disfrutado. Si tan sólo no hubiese acarreado tales consecuencias.
—¿Y ahora qué? —preguntó, dirigiéndose a ambos—. ¿Se van a quedar por aquí?
Beth asintió con la cabeza, pero Coombs fingió no haberlo oído.
—Oh, vamos, Coombs —insistió Schilling—. Enfrentémoslo. Por tu culpa el vinagre llegó de la vasija a la boca del Salvador.
Coombs aún no quería hacer caso, pero Beth se rió regocijada.
—Da gusto escucharte otra vez, Joe. He extrañado tu conversación.
Derrotado, Schilling se rindió.
—¿Quieren llevarse una brazada de discos? ¿Quieren la caja registradora?
Hizo un ademán resignado, cediendo todo.
—¿Quieren las agujas de diamante de las pastillas? Valen diez dólares cada una.
—Muy gracioso —replicó Coombs—. El asunto que nos trae es lícito.
—¿Siguen en el negocio de la fotografía?
—De cuando en cuando.
—No vinieron aquí para retratar a la gente.
Después de un instante Beth declaró:
—Bueno, hemos vivido principalmente de las clases de música.
—¿Van a dar clases aquí?
—Pensamos —indicó Beth— que podrías ayudarnos un poco. Estás relativamente bien establecido. Tienes tu tienda; probablemente has hecho contacto con la gente que escucha música en este lugar. Vas a vender partituras, ¿no?
—No —contestó Schilling—. Y no les daré trabajo. No voy a arriesgarme con esto; estoy funcionando con un presupuesto reducido y ya tengo todos los gastos que puedo permitirme.
En un arrebato de excitación, Coombs continuó:
—Puedes anunciarnos; eso no te costará nada. Todas las ancianas se darán la vuelta a preguntar dónde enseñan a tocar el piano. ¿Qué harás en la época de Navidad? No puedes manejar la discoteca solo; necesitas a alguien que te ayude.
—Seguramente contratarás a alguien —insistió Beth—. Me sorprende que no lo hayas hecho ya.
—Nunca fui bueno para contratar a empleados.
—¿No crees que te serviría contar con un poco de ayuda aquí?
—Ya les dije que no tengo muchos clientes. Y no tengo suficiente dinero.
Schilling no dejaba de observar a la gente que revisaba los estantes.
—Pegaré una tarjeta con su nombre y dirección encima de la caja. Si alguien quiere clases de piano, se lo enviaré. Es todo lo que puedo hacer.
—¿No crees que nos debes algo? —preguntó Coombs.
—¿Qué, por Dios?
—No importa qué hagas —prosiguió Coombs precipitadamente, tropezándose con las palabras—, no compensarás nunca el terrible daño que nos causaste. Deberías arrodillarte e implorarle perdón a Dios.
—¿Te refieres —preguntó Schilling— a que, por no haberle pagado nada a ella entonces, debería hacerlo ahora?
Por un instante Coombs permaneció inmóvil, parpadeando rápidamente, y luego se deshizo en un charco de furia.
—Deberían eliminarte —exclamó rechinando los dientes—. Eres…
—Vámonos —decidió Beth, encaminándose hacia la puerta—. Ven, Danny.
—Me sé uno bueno —comentó Schilling a Danny Coombs—. De los que te gustan. Alguien instaló uno de esos espejos en una regadera para mujeres, uno de esos grandes espejos de cuerpo entero. Quizá tú puedas explicarme cómo funcionan; por un lado es un espejo, pero por el otro es una ventana.
Pálida, pero dueña de sí, Beth se despidió.
—Que tengas suerte con tu tienda. Quizá nos veamos por aquí.
—Muy bien —contestó. Por acto de reflejo recogió un montón de discos y empezó a clasificarlos.
—No sé por qué tenemos que pelearnos —prosiguió Beth—. No hay razón por la que Danny y yo no podamos venir aquí; el trabajo en Los Angeles se perdió y estamos recorriendo la costa en busca de otra cosa.
—Pero en la misma población —replicó Schilling—. Y tras un espacio de sólo unos cuantos meses.
—La música es un excelente negocio aquí. Dejaremos que tú te encargues de construir los cimientos.
—¿Para mi tumba o la de ustedes? ¿O la de todos nosotros?
—No seas tan agresivo —reprendió Beth.
—No soy agresivo —contestó Schilling. Bueno, era el castigo por haber obrado —durante un día, más o menos— contra su propio buen juicio. Por haber sido lo bastante débil para acostarse con la esposa de otro hombre, y lo suficientemente imprudente para dejar que el hombre se enterara—. Sólo me entró la nostalgia —aclaró y siguió acomodando los discos.