Silbando, David Gordon estacionó el camión de mantenimiento de Richfield y brincó al asfalto. Entró al edificio de la gasolinera cargando una bomba defectuosa de combustible y un puñado de llaves de tuerca.
Mary Anne Reynolds estaba sentada en la única silla. Sin embargo, algo andaba mal; estaba demasiado quieta.
—¿Estás…? —empezó a decir Gordon—. ¿Qué te pasa, amor?
Una sola lágrima resbaló por la mejilla de la muchacha. La secó con la mano y se puso de pie. Gordon estiró los brazos para abrazarla, pero se hizo para atrás.
—¿Dónde estuviste? —preguntó con voz baja—. Llevo media hora aquí. El otro hombre dijo que regresarías de inmediato.
—Fueron unas personas en un Buick. Se descompuso en el viejo camino a Big Bear Pass. ¿Qué pasó?
—Fui a solicitar un trabajo. ¿Qué hora es?
Ubicó el reloj de la pared; cada vez que alguien le pedía la hora parecía incapaz de encontrarlo.
—Las diez.
—Entonces ya pasó una hora. Anduve caminando un rato antes de venir aquí.
Estaba completamente confundido.
—¿A qué te refieres con que fuiste a solicitar un trabajo? ¿Qué pasó con los muebles?
—Antes —dijo Mary Anne— ¿puedes prestarme cinco dólares? Compré unos guantes en Steiner’s.
Sacó el dinero; ella recibió el billete y lo metió en su bolso. Él se dio cuenta de que traía esmaltadas las uñas, lo cual era raro. De hecho estaba toda acicalada; tenía puesto un traje que parecía caro, tacones altos y medias de nylon.
—Debí haberlo sabido —afirmó ella—. Por cómo me miró al principio. Pero no estaba segura hasta que me tocó. Entonces tuve la certeza y me fui de ahí lo más rápido que pude.
—Explícate —pidió él. Sus pensamientos, al igual que sus actividades, se habían vuelto incomprensibles para él.
—Quiso tener relaciones conmigo —explicó impasible—. Ese era todo el propósito. El trabajo, la discoteca, el anuncio. «Mujer joven, debe ser atractiva».
—¿Quién?
—El dueño de la tienda. Joseph Schilling.
Dave Gordon la había visto molesta antes, y a veces podía calmarla. Sin embargo, no entendía cuál era el problema; un hombre se le había insinuado, ¿y qué? Él mismo se había insinuado a las muchachas.
—Quizá no estuviera pensando en eso —sugirió—. Quiero decir, quizá lo de la tienda es cierto, pero cuando te vio…
Hizo un ademán.
—Mírate, estás toda emperifollada. Ese traje, todo el maquillaje.
—Pero es un hombre mayor —insistió—. ¡No está bien!
—¿Por qué no? Es un hombre, ¿no?
—Pensé que podía confiar en él. Una no se lo espera de un hombre mayor.
Sacó los cigarrillos y él le quitó los cerillos para encenderle uno.
—Piénsalo, un hombre respetable como ése, con dinero y educación. Viene a este pueblo, escoge este pueblo para algo así.
—Tómalo con calma —aconsejó él, queriendo ayudarla, pero sin saber cómo—. Estás bien.
Ella caminó varias veces en un círculo estrecho, sin objetivo.
—Siento náuseas. Es tan… enfurece. Trabajé muy duro para arreglarme. Y la tienda…
Su voz se perdió.
—Era tan bonita. Y el aspecto que tenía él al principio. Era tan imponente.
—Eso pasa todo el tiempo. Sólo hay que caminar por la calle, por la farmacia. Los tipos se la pasan de vagos, observan.
—¿Te acuerdas de cuando estuvimos en la preparatoria? ¿Del incidente en el camión?
No, no se acordaba.
—Yo… —empezó a decir.
—Tú no estabas. Iba sentada junto a un hombre, un vendedor. Empezó a hablar conmigo; fue espantoso. Me hablaba a susurros y todos los demás ahí sentados, nada más, sacudiéndose con los movimientos del camión. Amas de casa.
—Oye —propuso Gordon—. Dentro de media hora salgo de trabajar. ¿Por qué no vamos a Fosters’s Freeze a comer una hamburguesa y tomar una malteada? Eso te hará sentir mejor.
—¡Oh, por amor de Dios! —exclamó, iracunda—. ¿Por qué no creces? No eres un niño; eres un hombre adulto. ¿No se te ocurre otra cosa? Malteadas. Eres un niño de preparatoria; eso es todo lo que eres.
Gordon contestó en voz baja.
—No te enojes.
—¿Por qué andas con esos maricas?
—¿Cuáles maricas?
—Tate y los demás.
—No son maricas. Sólo visten bien.
Le sopló el humo a la cara.
—Trabajar en un gasolinera, eso no está bien para un adulto. Jake; tú eres otro Jake. Jake y Dave, los dos compañeros. Sé un Jake, si tú quieres. Sé un Jake hasta que el ejército se apodere de ti.
—Deja de hablar sobre el ejército. Me andan pisando los talones.
—No te haría ningún daño.
Inquieta, Mary Anne pidió:
—Llévame a la fábrica de muebles. Debo regresar al trabajo; no puedo estar aquí sentada.
—¿Estás segura de que quieres regresar? Quizá debieras ir a casa a descansar.
Los ojos de la muchacha se encogieron de enojo.
—Tengo que regresar; es mi trabajo. Asume un poco de responsabilidad de vez en cuando; ¿no entiendes lo que es la responsabilidad?
En el camino Mary Anne no tuvo mucho qué decir. Permaneció sentada erguida sujetando el bolso y contemplando el paisaje por la ventanilla del camión. Debajo de sus axilas se habían formado unos círculos húmedos que emitían un aroma a agua de rosas y almizcle. Se había quitado la mayor parte del maquillaje; tenía el rostro blanco e inexpresivo.
—Te ves rara —comentó Dave Gordon.
—¡No me digas!
Con una muestra de determinación, preguntó:
—¿Qué tal si me dices lo que está pasando contigo estos días? Nunca te veo, siempre tienes algún pretexto. Ya me imagino lo que es: quieres deshacerte de mí.
—Fui a tu casa anoche.
—Y cuando voy a la tuya no estás. Tu familia no sabe dónde estás. ¿Quién lo sabe?
—Yo —contestó Mary Anne brevemente.
—¿Todavía te la pasas en ese bar?
Su voz no expresaba rencor, sólo una desolada preocupación.
—Incluso fui ahí, al Wren Club. Y te esperé pensando que quizá te presentaras. Lo he hecho varias veces.
Mary Anne se ablandó imperceptiblemente.
—¿Y me presenté?
—No.
—Lo siento.
Con un dejo de nostalgia agregó:
—Quizá todo esto se aclare solo.
—¿Te refieres a lo de tu trabajo?
—Sí. Supongo que sí.
Se refería a mucho más que eso.
—Quizá me meta de monja —declaró de repente.
—Quisiera entenderte. Quisiera verte más; me conformaría con eso. Como que te extraño.
Mary Anne sintió el deseo de poder extrañar a Gordon. Pero no era así.
—¿Puedo decirte algo? —preguntó él.
—Adelante.
—Supongo que después de todo no quieres casarte conmigo.
—¿Por qué? —inquirió Mary Anne alzando la voz—. ¿Por qué dices una cosa así? Dios mío, Gordon, ¿de dónde sacaste una idea semejante? Has de estar loco; deberías ir con un psicoanalista. Eres un neurótico. Estás muy mal, muchacho.
Resentido, Dave Gordon replicó:
—No te burles de mí.
Ella sintió pena.
—Lo siento, Gordon.
—Y, por Dios, ¿tienes que llamarme Gordon? Me llamo Dave. Todos los demás me dicen Gordon; tú deberías ser capaz de llamarme Dave.
—Lo siento, David —contestó arrepentida—. En realidad no me burlaba de ti. Es por este asunto tan desagradable.
—Si nos casáramos —preguntó Gordon—, ¿seguirías trabajando?
—No lo he pensado.
—Preferiría que te quedaras en casa.
—¿Por qué?
—Bueno —explicó Gordon, retorciéndose avergonzado—, si tuviéramos hijos deberías quedarte en casa a cuidarlos.
—Hijos —repitió Mary Anne. Se sentía rara. Unos hijos suyos: era una idea novedosa.
—¿Te gustaría tener hijos? —preguntó Gordon, esperanzado.
—Tú eres quien me gusta.
—Me refiero a unos niñitos de verdad.
—Sí —decidió, pensándolo—. ¿Por qué no? Sería agradable.
Reflexionó largamente.
—Podría quedarme en casa… un niño y una niña. No uno solo; al menos dos, y tal vez más.
Esbozó una breve sonrisa.
—Para que no se sientan solos. Un niño solo es demasiado solitario… no tiene amigos.
—Tú has estado sola siempre.
—¿De veras? Supongo que sí.
—Me acuerdo de cuando estábamos en la preparatoria —siguió Dave Gordon—. Siempre estabas sola… nunca te reunías con los demás. Eras muy bonita; solía verte sentada a la hora del recreo, con tu frasco de leche y tu sándwich, comiendo sola. ¿Sabes qué quería hacer? Quería ir a besarte. Pero no te conocía entonces.
Con afecto Mary Anne contestó:
—Eres bastante simpático.
Entonces se apartó otra vez con urgencia.
—Odiaba la preparatoria. Sólo quería salir de ahí. ¿Qué aprendimos ahí? ¿Qué nos enseñaron que nos sirviera?
—Nada, supongo —aceptó Dave Gordon.
—Mucha basura falsa. ¡Falsa! Cada palabra lo era.
Adelante y a la derecha estaba la fábrica de muebles. Vieron cómo fue acercándose.
—Ya llegamos —indicó Dave Gordon y detuvo el camión a la orilla del camino—. ¿Cuándo puedo verte?
—Un día de éstos.
Ya había perdido el interés en él; tiesa y tensa de nuevo, se preparaba para lo siguiente.
—¿Ahora en la noche?
Mary Anne bajó del camión y contestó por encima del hombro.
—Hoy no. No pases a verme por un tiempo. Tengo muchas cosas que pensar.
Dolido, Gordon se dispuso a arrancar.
—A veces creo que te va a ir muy mal.
—¿De qué hablas?
Se detuvo en actitud de desafío.
—Algunas personas creen que eres una presumida.
Mary Anne se despidió con la cabeza y recorrió el sendero a la oficina de la fábrica. A sus espaldas el ruido del motor del camión se desvaneció mientras Gordon volvía tristemente a la ciudad.
No experimentó ninguna emoción en especial al abrir la puerta de la oficina. Estaba un poco cansada y todavía tenía trastornado el estómago, pero eso era todo. Mientras la señora Bolden se ponía de pie, Mary Anne comenzó a quitarse los guantes y el abrigo. Percibió una intensificación del opresivo ambiente, pero continuó impasible, sin hacer ningún comentario.
—Vaya —empezó la señora Bolden—, después de todo decidiste venir.
Sentado en su escritorio, Tom Bolden se volvió, ceñudo, a escuchar.
—¿Qué quiere que haga primero? —preguntó Mary Anne.
—Me puse a ver el calendario —prosiguió la señora Bolden, cerrándole el camino a la muchacha que se dirigía hacia su máquina de escribir—. No tienes la regla, ¿verdad? Sólo lo inventaste para no venir. Apunté la fecha la última vez. Mi esposo y yo hemos discutido tu asunto. Nosotros…
—Renuncio —declaró Mary Anne de repente. Volvió a ponerse los guantes y se encaminó hacia la puerta—. Tengo otro trabajo.
La señora Bolden quedó pasmada.
—Siéntese, jovencita. No se vaya así.
—Envíenme mi cheque —indicó Mary Anne mientras abría la puerta.
—¿Qué es lo que dice? —preguntó Tom Bolden en voz baja, poniéndose de pie—. ¿Ya se va otra vez?
—Adiós —gritó Mary Anne; sin detenerse salió precipitadamente al porche y bajó los escalones al sendero. Detrás de ella, el anciano y su esposa habían salido hasta la puerta, desconcertados.
—¡Renuncio! —les gritó Mary Anne—. ¡Métanse otra vez! ¡Conseguí otro trabajo! ¡Váyanse!
Los dos permanecieron inmóviles. Ninguno sabía qué hacer, ninguno hizo nada hasta que, sorprendiéndose a sí misma, Mary Anne se agachó, recogió un trozo de hormigón suelto y lo arrojó contra ellos. El hormigón cayó en la tierra blanda junto al porche; en la orilla del sendero encontró un puñado de fragmentos de hormigón y los hizo llover sobre la pareja de ancianos.
—¡Métanse otra vez! —vociferó, echándose a reír del asombro y del miedo que ella misma se inspiraba. Unos trabajadores habían salido a la plataforma de carga y observaban la escena boquiabiertos—. ¡Renuncio! ¡No regresaré más!
Sujetó su bolso y corrió por la banqueta, tropezándose con los tacones a los que no estaba acostumbrada; siguió adelante hasta que empezó a jadear, sin aliento, y unas manchas rojas le nublaron los ojos y no la dejaron ver.
Nadie la había seguido. Dejó de correr y se detuvo para apoyarse en la pared de hierro corrugado de una fábrica de fertilizantes. ¿Qué había hecho? Renunciado a su trabajo. De una vez, en un solo instante. Bueno, era demasiado tarde para preocuparse por ello ahora. En buena hora.
Mary Anne bajó a la calle y detuvo una camioneta pickup cargada con bolsas de combustibles. El conductor, un polaco, la observó sorprendido cuando abrió la portezuela y se subió junto a él.
—Lléveme a la ciudad —pidió. Apoyó el codo en la ventanilla y se tapó los ojos con la mano. Tras un momento de vacilación la camioneta arrancó; había reanudado su camino.
—¿Se siente mal, señorita? —preguntó el polaco.
Mary Anne no contestó. Sacudida al compás de los movimientos de la camioneta, se dispuso a aguantar el viaje de regreso a Pacific Park.
En la zona comercial del barrio pobre le pidió al polaco que la dejara. Se aproximaba el mediodía y el ardiente sol de mediados del verano se abatía sobre los coches estacionados y los transeúntes. Pasó junto a la tabaquería y llegó hasta la acolchonada puerta roja del Lazy Wren. El bar estaba cerrado con llave; se acercó a la ventana y empezó a golpearla suavemente con una moneda.
Después de un tiempo una figura apareció en la oscuridad interior, un negro panzón ya grande. Taft Eaton acercó una mano al cristal, la escudriñó con actitud hostil y abrió la puerta.
—¿Dónde está Tweany? —preguntó.
—No está aquí.
—¿Dónde está, entonces?
—En su casa. En cualquier parte.
Cuando Mary Anne hizo ademán de meterse, le azotó la puerta en la cara y dijo a través de ella.
—No puede entrar, es menor de edad.
Escuchó cómo se deslizaba la cerradura, por un momento quedó indecisa y entró a la tabaquería. Abriéndose paso junto a los hombres reunidos en el mostrador encontró el teléfono público. Con cierta dificultad para sostener el pesado directorio halló el número y metió una moneda a la ranura.
No hubo respuesta. Sin embargo, posiblemente estuviera ahí, dormido. Tendría que pasar a ver. Lo necesitaba en ese preciso momento; tenía que verlo. No le quedaba otro recurso.
La casa, una gran casa de tres pisos con acanaladuras grises, balcones y capiteles, descolló en medio de su patio de mala hierba, botellas rotas, botes de hojalata oxidados. No había señal alguna de vida; las persianas del tercer piso estaban bajas e inmóviles.
El temor se apoderó de ella y se abalanzó por el sendero, cruzó el cemento agrietado, pasó junto a una pila de periódicos y unas macetas con plantas moribundas al pie de la escalera. Subió dos escalones a la vez, sujetándose del barandal. Jadeante dio vuelta a la esquina tras un largo tramo de escalones, sintió cómo las tablas podridas cedían debajo de ella, tropezó con un escalón roto y se cayó hacia adelante, tratando desesperadamente de asir el barandal. Se golpeó la espinilla contra la mellada madera vieja; el dolor la hizo vociferar y cayó sobre las palmas abiertas. Rozó con la mejilla un montón de telarañas cubiertas de polvo que se habían atorado en la manga tejida del traje verde. Una familia de arañas se alejó, sobresaltada; Mary Anne se puso de pie con mucho trabajo y subió lentamente los últimos peldaños, entre maldiciones y sollozos, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas.
—¡Tweany! —gritó—. ¡Ábreme!
No hubo ninguna respuesta. Desde muy lejos se escuchó el timbre de una señal de tránsito. La lechería ubicada en los límites del barrio pobre producía un estrépito que se extendía sobre la ciudad.
Envuelta por una bruma ciega llegó hasta la puerta. Debajo de ella la tierra lejana daba vueltas; durante unos instantes se apoyó contra la puerta con los ojos cerrados, esforzándose por no ceder y dejarse caer.
—Tweany —exclamó jadeando, la cara pegada a la puerta cerrada—. Maldita sea, déjame entrar.
Unos ruidos reconfortantes penetraron en su sufrimiento: una persona se movía. Mary Anne se derrumbó sobre el último peldaño; inclinada, las rodillas encogidas, se meció de un lado a otro mientras el contenido del bolso se le escurría entre los dedos sobre la escalera, las monedas y los lápices salían rodando a la luz del sol y caían hasta la hierba, muy debajo de ella.
—Tweany —susurró al abrirse la puerta y aparecer la figura oscura, ligeramente luminosa, del negro—. Ayúdame, por favor. Algo me pasó.
Frunciendo el entrecejo y molesto, se inclinó y la recogió. Con un pie descalzo —sólo tenía puestos los pantalones— cerró la puerta detrás de ellos. La cargó caminando silenciosamente por el pasillo, el rostro negro azulóse fragante por el jabón para rasurar, con gotas de espuma sobre el mentón y el velludo pecho. Sus manos eran rudas sobre el cuerpo de la muchacha; ella cerró los ojos y se aferró a él.
—Ayúdame —repitió—. Renuncié a mi trabajo; ya no tengo trabajo. Conocí a un viejo espantoso y me hizo algo. Ahora ya no tengo dónde vivir.