A las ocho y media de la mañana siguiente, Mary Anne entró a la cabina telefónica de la lechería Eickholz y marcó el número de los Muebles Prefabricados de California. Tom Bolden contestó.
—Páseme a Edna —pidió Mary Anne.
—¿Qué? ¿Con quién quiere hablar?
Cuando pudo comunicarse con la señora Bolden, Mary Anne explicó:
—Lo siento, pero no puedo ir a trabajar hoy. Tengo la regla y siempre me causa muchas dificultades.
—Entiendo —contestó la señora Bolden, con una voz inexpresiva que no transmitía duda ni confianza, sino sólo la aceptación de lo inevitable—. Bueno, no hay mucho que podamos hacer al respecto. ¿Te habrás recuperado para mañana?
—La mantendré informada —prometió Mary Anne y colgó.
«Al diablo con ustedes —pensó—. Con ustedes y su fábrica y sus sillas cromadas.»
Abandonó la lechería. Acompañada por el ruido de los tacones altos sobre el pavimento, caminó rápidamente por la banqueta pensando en su apariencia, consciente de la textura y peinado de su cabello, de su concienzudo maquillaje y el aroma del perfume. Había pasado dos horas arreglándose, y desayunado sólo una rebanada de pan tostado con puré de manzana y una taza de café. Estaba nerviosa, mas no aprensiva.
La pequeña discoteca nueva estaba donde antes estuvo la tienda de regalos Artes Florales. Unos carpinteros trabajaban afanosamente en la nueva decoración de la tienda; instalaban lámparas de luz indirecta en nichos del techo y colocaban las alfombras. Un electricista había estacionado su camioneta afuera y metía unos pesados fonógrafos. Por todas partes estaban apiladas las cajas con discos; al fondo dos trabajadores fijaban cuadros de material aislante en el techo de las cabinas a medio terminar. El trabajo era dirigido por un hombre de edad mediana vestido con un traje de lana asargada.
Cruzó la calle y regresó lentamente por la acera de enfrente, escudriñando a la figura que se distinguía por encima de los carpinteros. El hombre agitaba un bastón con mango de plata y caminaba a grandes zancadas de un lado al otro, daba instrucciones, fijaba la ley. Caminaba como si el suelo naciera con el contacto de sus pies. Estaba creando la tienda con base en la maraña de paños, tablas, cables, baldosas. Resultaba interesante ver construir a ese hombre robusto. ¿Sería Joseph R. Schilling? Abandonó sus labores de espionaje y se acercó a la tienda. Todavía no eran las nueve.
Al atravesar el umbral percibió la desaparición brusca del vacío de la calle y se encontró en medio de la actividad. Se encontraban reunidos ahí objetos grandes e importantes; sintió la tensión, la presión tranquilizadora que significaba tanto para ella. Mientras inspeccionaba un mostrador recién construido, el hombre del traje de lana alzó la mirada y la descubrió.
—¿Es usted el señor Schilling? —preguntó, un poco admirada.
—Así es.
A todo su alrededor martillaban los carpinteros; había más ruido que en los Muebles Prefabricados. Inhaló profundamente y con agrado el olor del aserrín, el tieso desdoblar de las alfombras nuevas.
—Quiero hablar con usted —declaró. Su admiración crecía ¿Es suya esta tienda? ¿Para qué es el vidrio?
Unos trabajadores cargaban planchas de cristal hacia el fondo.
—Para las cabinas —contestó—. Pase a la oficina. Ahí podremos hablar mejor.
Con renuencia ella se separó del trabajo que se estaba realizando y lo siguió por un pasillo, junto a unas escaleras que descendían al sótano, y hasta un cuarto lateral. El hombre cerró la puerta y se volvió para mirarla.
El primer impulso de Joseph Schilling fue deshacerse de la muchacha. Obviamente era demasiado joven, no pasaba de los veinte años de edad. Sin embargo, lo intrigaba. Era extraordinariamente atractiva.
Lo que vio fue a una muchacha menuda, de huesos algo protuberantes, cabello castaño y ojos pálidos, casi color de paja. Su cuello lo fascinó. Era largo y terso, un cuello de Modigliani. Tenía las orejas muy pequeñas y no se le separaban en absoluto de la cabeza. Usaba unas arracadas de oro. Su tez era blanca, perfecta y ligeramente bronceada. No enfatizaba de ningún modo la sexualidad; su cuerpo no estaba demasiado desarrollado y poseía una cualidad ascética, un rigor de las líneas que resultaba refrescante e inusitado.
—¿Está buscando trabajo? —preguntó—. ¿Cuántos años tiene?
—Veinte —contestó.
Schilling se frotó la oreja y reflexionó.
—¿Qué experiencia tiene?
—Trabajé durante ocho meses para una compañía de finanzas como recepcionista, de modo que estoy acostumbrada a tratar con la gente. Y luego trabajé durante más de un año tomando dictados. Soy mecanógrafa profesional.
—Eso no me sirve.
—No sea absurdo. ¿Va a manejar su negocio sólo con base en ventas en efectivo? ¿No va a abrir cuentas de crédito?
—Me llevarán las cuentas por fuera —explicó—. ¿Es ésta su manera de pedir trabajo?
—No estoy pidiendo trabajo. Estoy buscando trabajo.
Schilling reflexionó, pero no entendió la diferencia.
—¿Qué sabe usted sobre música?
—Todo lo que hay que saber.
—Usted se refiere a la música popular. ¿Qué diría si le preguntara quién fue Dietrich Buxtehude? ¿Reconoce el nombre?
—No —replicó con sencillez.
—Entonces no sabe nada sobre música. Me está haciendo perder el tiempo. Lo único que conoce son las últimas diez melodías de éxito.
—No podrá vender melodías de éxito —afirmó la muchacha—. No en este lugar.
Sorprendido, Schilling preguntó:
—¿Por qué no?
—Hank es uno de los compradores más listos de música pop en el negocio. La gente viene aquí desde San Francisco en busca de canciones agotadas incluso en Los Angeles.
—¿Y las encuentran?
—La mayor parte del tiempo. Nadie las gana todas.
—¿Cómo es que sabe tanto sobre el negocio de los discos?
Por un instante, la muchacha sonrió.
—¿Usted cree que sé mucho sobre el negocio de los discos?
—Se comporta como si así fuera. Finge saberlo.
—Llegué a salir con un muchacho que se encargaba del inventario y los pedidos de Hank. Y me gusta la música folk y el bop.
Schilling pasó al fondo de la oficina, sacó un puro, le cortó un extremo y lo encendió.
—¿Qué le pasa? —preguntó la muchacha.
—No sé si serviría detrás de un mostrador. Trataría de decirle a la gente qué debe gustarle.
—¿Yo haría eso?
La muchacha pensó y luego se encogió de hombros.
—Bueno, depende de ellos. Podría ayudarles. A veces quieren que se les ayude.
—¿Cómo se llama?
—Mary Anne Reynolds.
Le gustó el sonido del nombre.
—Yo soy Joseph Schilling.
La muchacha recibió la información con un movimiento de la cabeza.
—Eso pensé.
—El anuncio —dijo él— proporcionaba sólo un número telefónico. Pero usted encontró el camino hasta aquí. ¿Ya se había fijado en mi tienda?
—Sí —afirmó ella. La tensión la envolvía. Él comprendió que era un asunto de gran importancia.
—¿Usted nació aquí? —preguntó—. Es un lugar agradable; me gusta. Por supuesto no es grande. No hay mucha actividad.
—Está muerto.
Alzó la cara y él tuvo que confrontar su juicio.
—Sea realista.
—Bueno —admitió él—, quizá le parezca muerto a usted; ya está cansada del lugar.
—No me he cansado. Lo único es que no le tengo fe.
—Hay mucho aquí en lo que puede tenerse fe; vaya a sentarse en el parque.
—¿A hacer qué?
—¡A escuchar! —declaró con fervor—. Salga y escuche… lo encontrará a todo su alrededor. Cosas que ver, sonidos, ricos olores.
—¿Cuánto paga al mes? —preguntó ella.
—Dos cincuenta, para empezar.
Empezaba a irritarse.
—¿Volvemos a lo práctico?
No encajaba con la impresión que tenía de ella, pero reflexionó que en realidad no era una pregunta práctica; estaba buscando un punto de referencia. De alguna manera había provocado su enojo.
—Es por una semana laboral de cinco días. No está mal.
—En California una mujer no puede trabajar más que cinco días a la semana. ¿Qué pasa después? ¿A cuánto sube el salario?
—A dos setenta y cinco. Si las cosas resultan bien.
—¿Y si no? Tengo un trabajo bastante regular en este momento.
Schilling recorrió la oficina a zancadas; fumó y trató de recordar si alguna vez se había enfrentado a una situación semejante. Se sentía perturbado… la intensidad del carácter de la muchacha lo afectaba. Sin embargo, era demasiado grande para tratar al mundo como algo ominoso, y disfrutaba demasiado las cosas pequeñas. Le agradaba comer bien; le encantaba la música y la belleza y —en caso de que verdaderamente fuese chistoso— una broma de doble sentido. Lo complacía estar con vida, y esta muchacha consideraba que la vida era una amenaza. No obstante, había crecido su interés en ella.
Era muy posible que fuese la que él necesitaba. Se mantenía alerta; sería una trabajadora eficiente. Y era bonita; si conseguía que se relajara, refrescaría el ambiente de la tienda.
—¿La atrae la idea de trabajar en una discoteca? —preguntó.
—Sí —afirmó ella—. Sería interesante.
—Para el otoño ya conocería todos los trucos.
Podía ver que aprendía rápidamente.
—Podríamos intentarlo, con un plazo a prueba. Tendría que pensarlo… al fin y al cabo, usted es la primera con la que hablo.
Desde el pasillo se escuchó el timbre del teléfono, y él sonrió.
—Seguramente es otra candidata para el trabajo.
La muchacha no dijo nada. Sin embargo, pareció encogerse aún más en su preocupación; se parecía a ciertos animalitos inquietos que alguna vez había visto, esos que se pasaban horas enteras agazapados en silencio.
—Le diré una cosa —afirmó Schilling, e incluso para sus propios oídos su voz sonó áspera y torpe—. Vayamos enfrente y comamos algo. No he desayunado. ¿Es bueno ese restaurante?
—¿El Blue Lamb?
Mary Anne se dirigió a la puerta.
—Está bien, supongo. Es caro. No sé si abren tan temprano.
—Ya lo veremos —declaró Schilling mientras la seguía por el pasillo. Se apoderó de él un ligero mareo, la sensación de una aventura—. Si no lo está, podemos ir a otra parte. No puedo contratarla sin averiguar más acerca de usted.
En la parte principal de la tienda los carpinteros opacaban el timbre del teléfono con su martilleo y sus golpes. El electricista, rodeado por tornamesas y bañes, trataba en vano de escuchar la respuesta de sus amplificadores. Schilling alcanzó a la muchacha y la tomó del brazo.
—Tenga cuidado —le advirtió afablemente—. Fíjese en esos cables enmarañados del fonógrafo.
Su brazo era firme entre sus dedos. Estaba consciente de su ropa, del crujido seco del traje tejido verde. Al caminar a su lado le llegó una insinuación de su perfume. En realidad era sorprendentemente menuda. Ella siguió adelante, con los ojos fijos en el piso; durante todo el camino a la calle no dijo ni una palabra. Él percibió que estaba sumida en sus pensamientos.
Al llegar a la banqueta la muchacha se detuvo. Torpemente Schilling le soltó el brazo.
—¿Y bien? —preguntó, al quedar uno frente al otro bajo el fulgor intenso del sol matutino. La luz olía a humedad y frescura; respiró profundamente y le pareció más sabrosa que el humo del puro—. ¿Qué opina? ¿Cómo se verá?
—Es una tiendita agradable.
—¿Cree que tendré éxito comercial?
Schilling se apartó ágilmente para dejar pasar a unos trabajadores que metían una caja registradora y una caja con cintas de papel.
—Probablemente.
Schilling vaciló. ¿Estaría cometiendo un error? Una vez que hablara sería demasiado tarde para echarse atrás. Sin embargo, no quería echarse atrás.
—El trabajo es suyo —declaró.
Al cabo de un momento, Mary Anne replicó:
—No, gracias.
—¿Cómo?
Experimentó un verdadero sobresalto.
—¿Cómo es eso? ¿Qué quiere decir?
Sin una palabra más, la muchacha empezó a alejarse por la banqueta. Por un instante, Schilling permaneció inmóvil; luego arrojó el puro al arroyo y corrió para alcanzarla.
—¿Qué sucede? —demandó, cerrándole el paso—. ¿Cuál es el problema?
Los transeúntes los observaban con interés; sin prestarles atención sujetó el brazo de la muchacha.
—¿No quiere el puesto?
—No —respondió con un ademán desafiante—. Suélteme el brazo o llamaré a un policía y lo haré arrestar.
Schilling la liberó y la muchacha dio un paso hacia atrás.
—¿Qué pasa? —imploró él.
—No quiero trabajar para usted. Cuando me tocó me di cuenta de ello.
Su voz se hizo distante.
—La tienda es linda. Lo siento; todo empezó muy bien. No debió haberme tocado.
Y entonces desapareció. Schilling se dio cuenta de que estaba solo; ella se había metido entre la corriente de los compradores tempraneros.
Regresó a la tienda. Los carpinteros hacían un gran estruendo. El teléfono sonó agudamente. Durante su ausencia, Max se había presentado con un sándwich de jamón y una taza de cartón con café (un terrón de azúcar).
—Aquí está —anunció Max—. Su desayuno.
—¡Quédate con él! —replicó Schilling, furioso.
Max parpadeó.
—¿Qué lo molestó?
Schilling buscó a tientas un nuevo puro en la bolsa del saco. Se dio cuenta de que le temblaban las manos.