4

Los dos caminaron juntos por la zona comercial cerrada del barrio; ninguno tenía nada que decir. Finalmente, las tiendas oscuras cedieron a unas casas y edificios de departamentos. Las casas eran viejas.

—Éste es el barrio de los negros —afirmó Tweany.

Mary Anne aceptó con la cabeza. Su excitación se había desvanecido. Se sentía cansada.

—Vivo en el barrio de los negros —informó Tweany.

—No me diga.

La miró con curiosidad.

—¿No hay nada que tome con calma, señorita Mary Anne?

—Tomaré las cosas con calma —replicó— cuando yo quiera.

Él se rió.

—Nunca conocí a nadie como usted.

Desde que abandonaron el Wren su actitud formal se había relajado un poco. La sustituyó un ánimo expansivo; mientras avanzaban por la banqueta desierta por la noche, Tweany empezó a divertirse.

—A usted le encanta la música, ¿verdad? —preguntó.

Ella se encogió de hombros.

—Por supuesto.

—Ha surgido cierto conflicto entre Nitz y yo. Él prefiere tocar la corriente más común del jazz popular. Me imagino que usted ya se habrá dado cuenta de que yo deseo introducir una forma musical más refinada.

Mary Anne escuchó sin oír, en realidad, las palabras del hombre. Su voz profunda la tranquilizó; disipó un poco de su inquietud, y con eso bastaba.

La presencia de los negros siempre la arrullaba. En el mundo de ellos parecía haber más calidez y menos conflictos que los que conocía en su casa. Siempre se le había hecho fácil conversar con los negros; eran como ella misma. También se encontraban afuera, en un mundo separado que sólo les pertenecía a ellos.

—Usted no puede ir a muchos lugares —comentó en voz alta.

—¿Cómo dijo?

—Pero tiene mucha capacidad. ¿Cómo se siente saber cantar? Quisiera poder hacer algo así.

Recordó el anuncio guardado en su bolso y su desasosiego se intensificó.

—¿Estudió en alguna parte? ¿En alguna escuela?

—En el conservatorio —contestó Tweany—. Mi habilidad fue descubierta cuando yo era muy pequeño.

—¿También fue miembro de la Iglesia Bautista?

Tweany se rió de manera indulgente.

—No, desde luego que no.

—¿Dónde nació?

—Aquí en California. He hecho de California mi hogar permanente. California es un estado rico… sus posibilidades son ilimitadas.

A fin de corroborar su punto de vista, señaló la manga de su saco.

—Este traje fue confeccionado para mí personalmente. Diseñado y medido por una compañía especializada en Los Angeles.

Sus dedos recorrieron la corbata de seda pintada a mano.

—La ropa es importante.

—¿Por qué?

—La gente nota que uno tiene gusto. La ropa es lo primero en que se fija la gente. Como mujer, usted debe estar consciente de ello.

—Me imagino que sí.

Pero no le importaba; la ropa, para ella, era un deber cívico combinado con la limpieza y la postura.

—Es una noche agradable —comentó Tweany. Se había colocado del lado de la calle con un gesto de atención caballerosa—. Tenemos un clima excelente aquí en California.

—¿Ha ido a otros estados?

—Por supuesto que sí.

Mary Anne expresó:

—Cómo quisiera viajar.

—Cuando haya ido a varias ciudades grandes, sabrá una cosa fundamental. Todas son iguales.

Aceptó sus palabras, pero el anhelo seguía intacto.

—Me gustaría ir a alguna parte, a algún sitio mejor.

Era lo más que podía decir; la idea no estaba más clara.

—¿Qué lugar sería mejor? Dígame un sitio realmente agradable, donde la gente sea simpática.

—Nueva York tiene su encanto.

—¿Es simpática la gente ahí?

—Nueva York cuenta con algunos de los mejores museos y teatros de ópera en el mundo. La gente es culta.

—Ya veo.

Desviando a la muchacha del pavimento, Tweany indicó:

—Ya llegamos. Ésta es mi casa.

Su ánimo decayó al aparecer la vieja casa delante de ellos.

—No es muy grata a la vista, pero… la buena música carece de atractivos comerciales. Uno tiene que escoger entre la riqueza y la integridad artística.

Una escalera oscura sobre el muro exterior de la casa subía del patio al tercer piso. Mary Anne buscó el camino a tientas en la oscuridad; delante de ella iba Tweany, y a mano izquierda estaba la casa misma. Un barril destinado a recoger el agua de la lluvia quedó atrás; estaba lleno de periódicos empapados y en proceso de descomposición. Siguió una hilera de oxidados tambores para petróleo, y luego los escalones. Debajo de sus pies, la madera gemía y cedía; se aferró al barandal y se pegó a los talones de Tweany.

El departamento era como una borrosa mancha de sombras cuando Tweany la guió por el pasillo hasta la cocina. Asombrada, miró a su alrededor; veía una vasta confusión de muebles y formas, nada nítido, nada que pudiera distinguir con exactitud. Y entonces se prendió la luz.

—Perdone el aspecto de las cosas —musitó Tweany. La dejó sola en la cocina mientras inspeccionaba un cuarto tras otro, como un gato. Sus posesiones parecían seguras; nadie le había robado las camisas, nadie le había arrugado las cortinas, nadie había bebido su whisky.

En la cocina un pequeño charco de agua reflejaba la luz; el linóleo estaba húmedo con los vestigios de la catástrofe. No obstante, el calentador había sido reparado y alguien había trapeado el piso.

—Perfecto —declaró Tweany—. Hicieron un buen trabajo.

Apaciguada ya, consciente de que su alarma había sido desperdiciada, Mary Anne caminó silenciosamente de un lado a otro, revisó los libreros, se asomó por las ventanas. El departamento se encontraba en un sitio muy elevado; dominaba todo el pueblo con la vista. En el horizonte se alargaba una serie de claras luces amarillas.

—¿Qué son esas luces? —le preguntó a Tweany.

Él contestó indiferente.

—Un camino, quizá.

Mary Anne inhaló el aroma levemente húmedo del departamento.

—Usted tiene una casa interesante. Nunca he visto un lugar igual. Yo vivo todavía en la casa de mis papás. Esto me da muchas ideas para cuando ponga mi propio departamento… ¿sabe?

Tweany prendió un cigarro.

—Bueno, tuve razón —manifestó.

—Supongo que vino el plomero.

—No había peligro, después de todo.

—Lo siento —se disculpó ella, insegura de su posición—. Estaba pensando en la gente de abajo. Una vez leí un anuncio. El anuncio de una compañía de seguros acerca de un calentador de agua que estalló.

—¿Por qué no se quita el abrigo, ya que está aquí?

Así lo hizo, acomodándolo sobre el brazo de un sillón.

—Supongo que lo saqué del Wren por nada.

Metiendo las manos en las bolsas traseras del pantalón de mezclilla, regresó a la ventana.

—¿Una cerveza?

—Está bien.

Asintió con la cabeza.

—Gracias.

—Es cerveza del Este.

Tweany se la sirvió en un vaso.

—Siéntese.

Ella se sentó, sujetando torpemente el vaso. Estaba frío y salpicado por las gotas de la humedad acumulada.

—Ni siquiera sabe si hay personas abajo —indicó Tweany. Había establecido una premisa y tenía la intención de desarrollarla—. ¿Qué la hace pensar que hay alguien abajo?

Mary Anne fijó la vista en el piso y murmuró:

—No lo sé. Simplemente se me ocurrió.

Tweany se sentó en la orilla de una mesa llena de cosas; estaba colocado muy arriba de ella, en una posición de autoridad. La muchacha parecía muy menuda en comparación con él, y bastante joven. Con sus pantalones de mezclilla y camisa de algodón hubiera sido posible tomarla por una adolescente.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó Tweany.

Al contestar apenas movió los labios.

—Veinte.

—Es una niña.

Era cierto. Además, se sentía como una niña; percibía la mirada del hombre, fija y burlona, sobre ella. Se dio cuenta de que se encontraba a punto de sufrir la penosa experiencia de un sermón. Iba a regañarla.

—Tiene que crecer —aseguró Tweany—. Hay muchas cosas que le falta aprender.

Mary Anne se despabiló.

—¡Vaya, si no lo sabré yo! Quiero aprender cosas.

—¿Vive aquí en la ciudad?

—Naturalmente —contestó con amargura.

—¿Va a la escuela?

—No. Trabajo en una miserable fábrica de muebles estropeados de cromo.

—¿Haciendo qué?

—Como taquimecanógrafa.

—¿Le gusta?

—No.

Tweany la contempló.

—¿Tiene algún talento?

—¿A qué se refiere?

—Debería hacer algo creativo.

—Sólo quiero ir a alguna parte donde pueda estar con la gente sin que me traicione.

Tweany cruzó la habitación y encendió el radio. La voz de Sarah Vaughan se expandió hasta llenar la sala.

—Ha recibido golpes duros —dictaminó mientras volvía a su posición ventajosa.

—No lo sé. No me ha ido tan mal.

Tomó unos sorbos de la cerveza.

—¿Por qué cuesta más cara la cerveza del Este que la del Oeste?

—Porque es mejor.

—Pensé que pudiera ser por el costo del transporte.

—¿De veras?

Reapareció su gran sonrisa desdeñosa.

—Lo que pasa es que no he tenido nunca la oportunidad de averiguar las cosas. ¿Dónde se averiguan las cosas así?

—En toda una vida de variadas experiencias. Un gusto culto se adquiere poco a poco a través de los años. Para alguna gente, las cervezas del Este y del Oeste saben exactamente igual.

A Mary Anne no le gustaba la cerveza de ninguna clase. Obedientemente tomó unos sorbos, deseando con cierta tristeza que fuera mayor, que hubiera visto y hecho más cosas. Se daba cuenta de su propia vulgaridad en comparación con Carleton Tweany.

—¿Qué se siente ser cantante? —preguntó.

—En el arte —señaló Tweany— radica una satisfacción espiritual más profunda que el éxito material. La sociedad estadounidense se interesa sólo en el dinero. Es superficial.

—Cante algo para mí —pidió Mary Anne de repente—. Lo que quiero decir —murmuró— es que me gusta oírlo.

—¿Como qué?

Levantó una ceja.

—Cante «Water Boy».

Le sonrió.

—Ésa me gusta… una noche la cantó en el Wren.

—¿Es una de sus favoritas, pues?

—Una vez la cantamos para un festival de primaria, hace muchos años.

Sus pensamientos regresaron a su vida anterior cuando, vestida con una falda escocesa a cuadros y una blusa marinera, había desfilado como parte de una obediente columna de un salón al siguiente. Dibujos con crayones, los sucesos de actualidad, los ejercicios antiaéreos durante la guerra…

—Fue mejor entonces —decidió—. Durante la guerra. ¿Por qué las cosas ya no son así?

—¿Qué guerra?

—Contra los nazis y los japoneses. ¿Usted participó en ella?

—Estuve en el Pacífico.

—¿Haciendo qué?

Sintió al instante una gran curiosidad.

—Como enfermero.

—¿Es divertido trabajar en un hospital? ¿Cómo llegó a meterse en eso?

—Me enrolé.

Sus actividades en la guerra no habían ocupado nunca un alto puesto en su propia estima; había salido tal como entró: un soldado raso que ganaba 21 dólares al mes.

—¿Cómo se hace una enfermera? —preguntó.

—Hay que tomar clases, como para cualquier otra cosa.

El rostro de Mary Anne resplandecía.

—Ha de ser maravilloso poder dedicar la vida a algo verdadero e importante. A una causa, como la enfermería.

Con una expresión de repugnancia, Tweany dijo:

—Bañar a ancianos marchitos. No tiene nada de divertido.

El interés de Mary Anne se desvaneció.

—No —aceptó, participando en su aversión—. Eso no me gustaría. Pero no sería así todo el tiempo, ¿verdad? La mayor parte sería curar a la gente.

—¿Qué tuvo de bueno la guerra? —preguntó Tweany—. Usted no ha visto nunca una guerra, jovencita. Nunca ha visto morirse a un hombre. Yo sí lo vi. La guerra es un asunto terrible.

Ella no se había referido a eso, por supuesto. Se había referido a la solidaridad surgida durante la guerra, a la desaparición de las hostilidades internas.

—Mi abuelo murió en 1940 —explicó en voz alta—. Tenía un mapa de la guerra, un gran mapa en la pared. Le metía alfileres.

—Sí —replicó Tweany, sin conmoverse.

Sin embargo, ella estaba muy conmovida, porque el abuelo Reynolds había sido alguien importante y de vastos alcances para ella; la había cuidado.

—Solía explicarme lo de Munich y los checoslovacos —prosiguió—. Simpatizaba mucho con los checoslovacos. Entonces murió. Yo tenía…

Hizo cuentas.

—Tenía siete años de edad.

—Estaba muy pequeña —musitó Tweany.

El abuelo Reynolds había tenido mucha simpatía por los checos y ella lo había querido mucho; quizá fuera el único ser humano en su vida por el que ella sintiese verdadero afecto. Su padre era un peligro, no una persona. Desde cierta noche en que había regresado tarde a casa y él, en la sala, la había agarrado, agarrado realmente, no jugando. Desde esa noche le tenía miedo. Y él, el sonriente hombrecillo, lo sabía. Y lo disfrutaba.

—Ed trabajaba en una fábrica para la defensa, en San José —contó—. Pero mi abuelo estaba en casa; era grande. Antes tuvo un rancho en el Valle de Sacramento. Y era alto.

Se sintió flotar, perderse en los propios pensamientos.

—Me acuerdo de que… solía alzarme y columpiarme girando, muy arriba del suelo. Ya era muy grande para manejar; cuando niño, montaba caballos.

Le brillaron los ojos.

—Y usaba un chaleco, y un gran anillo de plata que había comprado a un indio.

Tweany se puso de pie y dio la vuelta al departamento bajando las persianas. Se inclinó por encima de Mary Anne para alcanzar la ventana a sus espaldas; olía a cerveza y al almidón de las camisas y a desodorante de hombre.

—Es usted una muchacha atractiva.

Ella se animó un poco.

—Soy demasiado delgada.

—No se ve tan mal —repitió él, mirándole las piernas. Instintivamente las recogió—. ¿Ya lo sabía? —preguntó con una extraña voz ronca.

—Quizá.

Cambió de posición inquieta… estaba haciéndose tarde. Mañana tendría que levantarse temprano; debía estar alerta y fresca al ir a investigar lo del anuncio. Al recordarlo, recogió su bolso.

—¿Es amiga de Nitz? —preguntó Tweany.

—Supongo que sí.

—¿Él le agrada?

Se sentó frente a ella, con el cuerpo flojo.

—¿Le gusta Nitz? Contésteme.

—Está bien —replicó, incómoda.

—Es pequeño.

Los ojos del hombre brillaban.

—Apuesto a que prefiere a sus hombres de buen tamaño.

—No —contestó irritada—, no me importa.

La cabeza le había empezado a doler y la cercanía de Tweany se le hacía opresiva. Aborrecía su olor a cerveza; le recordaba a Ed.

—¿Por qué no limpia esto? —preguntó, apartándose de él—. El desorden es terrible, hay basura por todas partes.

Él se acomodó en el sillón y su cara perdió la expresión animada.

—Está horrible.

Se puso de pie y recogió el abrigo, su bolso. El departamento ya no se le hacía interesante; le echaba la culpa a él de haber estropeado el ambiente.

—Huele feo —prosiguió—. Está lleno de basura y no me sorprendería que la instalación eléctrica estuviera defectuosa.

—Sí —accedió Tweany—. La instalación eléctrica está defectuosa.

—¿Por qué no la manda arreglar? Es peligroso.

Tweany no dijo nada.

—¿Quién limpia esto? —insistió—. ¿Por qué no contrata a alguien?

—Viene una señora.

—¿Cuándo?

—De vez en cuando.

Echó una mirada a su reloj incrustado con joyas.

—Es hora de regresar, señorita Mary Anne.

—Supongo que sí. Tengo que levantarme temprano mañana.

Lo observó mientras iba por su abrigo; se había retraído nuevamente en su concha de formalidad, y ella tenía la culpa.

—Me alegro de que su calentador haya sido reparado —comentó, como una especie de disculpa.

—Gracias.

Mientras caminaban por la calle oscura, Mary Anne informó:

—Mañana iré a buscar trabajo.

—¿De veras?

—Quiero trabajar en una discoteca.

Percibía su indiferencia y quería atraerlo nuevamente.

—Es la nueva que van a inaugurar.

El aire nocturno la hizo temblar.

—¿Qué le pasa?

—Tengo sinusitis. Se supone que debo ir para un tratamiento. Me duele con los cambios de temperatura.

—¿Estará bien? —preguntó. Había llegado al comienzo de la zona comercial; adelante, sobre la acera de tiendas cerradas, ella distinguía el brillo rojizo del Wren.

—Sí —contestó—. Voy a irme a mi casa a acostar.

—Buenas noches —se despidió Tweany y echó a caminar.

—Deséeme suerte —llamó detrás de él, experimentando de repente la urgencia de un poco de buena suerte. La soledad la asaltó y tuvo que dominarse para no correr detrás del hombre.

Tweany hizo una seña con la mano y prosiguió su camino. Por un instante ella se quedó observando, inquieta, la disminución de su figura. Entonces, sujetando con fuerza el bolso, se dirigió hacia su propio barrio.