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—¿Gordon? —preguntó. Pero no era David Gordon. Era su madre la que abrió la puerta, se asomó a la oscuridad de la noche y le sonrió vagamente a la muchacha que aguardaba sobre el porche.

—Vaya, Mary Anne —comentó la señora Gordon—. Qué gusto.

—¿Se encuentra Dave?

Con sus pantalones de mezclilla y un saco de tela había abandonado su propia casa en cuanto terminaron de cenar. El anhelo de escapar seguía intenso dentro de ella, y tenía el anuncio en el bolso.

—¿Ya cenaste? —preguntó la señora Gordon. Se percibía el olor de una cena caliente—. Subiré a su cuarto para ver si todavía está.

—Gracias —contestó ocultando su impaciencia. Esperaba que estuviera, porque sería más conveniente. Podría ir sola al Wren, pero era mejor ir acompañada por alguien.

—¿No quieres entrar, querida?

Parecía natural que entrara la prometida de su hijo; la mujer abrió la puerta por completo, pero Mary Anne no se movió de donde estaba.

—No —respondió. No tenía tiempo; la acosaba la necesidad de actuar. «Maldita sea —pensó—, no está el coche.» Estaba vacía la cochera de los Gordon, de manera que Dave había salido. Bueno, ni modo.

—¿Quién está ahí? —se escuchó la voz hospitalaria de Arnold Gordon, quien apareció con su periódico y pipa, calzado de zapatillas—. Mary, entra ya; ¿qué te pasa? ¿Por qué te quedas allá afuera?

Retrocedió a los escalones y preguntó.

—Dave no está, ¿verdad? No importa; sólo quería saberlo.

—¿No vas a entrar? Sólo estamos los viejos, Mary. Mira, ¿qué te parece un poco de helado y pastel, y podríamos platicar?

—Hace tanto tiempo que no te vemos —agregó la señora Gordon.

—Adiós —se despidió Mary Anne. «Querida —pensó—, funciona de maravilla mi nuevo rebanador de huevos. Tienes que llevártelo cuando tú y David pongan su casa. ¿Ya pensaron en alguna fecha? Déjame servirte más helado.»

—Dave está en la junta de la Cámara Joven de Comercio —explicó Arnold mientras salía al porche—. ¿Cómo has estado, Mary? ¿Cómo está la familia?

—Muy bien —contestó y cerró la reja tras ella—. Si quiere verme estaré en el Wren. Él ya sabe dónde.

Con las manos metidas en las bolsas del saco echó a caminar hacia el Lazy Wren.

El bar estaba brumoso por la confusión de la gente que bebía. Se abrió camino a empujones entre las mesas, pasó a las personas aglomeradas alrededor del estrado y llegó al piano.

En el piano se encontraba Paul Nitz, el pianista para los intermedios. Encorvado miraba hacia la nada, un hombre joven flaco de desgreñado pelo rubio con un cigarrillo apagado entre los labios, mientras sus dedos largos golpeaban el teclado. Perdido en su trance, le sonrió a la muchacha.

—Pensé escuchar —musitó— decir a Buddy Rolden.

Entretejió la textura de su música con una insinuación de la vieja tonada Dixieland. El hilo, intrincado y débil, se perdió en el tema dominante, la melodía de bop «Sleep».

Reunidos alrededor del piano se encontraban unos cuantos admiradores atentos a los desvaríos de Nitz. Con los ojos entrecerrados saludó a uno de ellos con la cabeza; le respondió la expresión del espectador y los dos hombres movieron sabiamente las cabezas.

—Sí —dijo Nitz—. Se me hizo que lo había escuchado tan claramente como ahora te veo. Hay noticias para ti, Mary.

—¿Qué? —preguntó y se apoyó en el piano.

—La nariz te está escurriendo.

—Hace frío afuera —comentó y se limpió la nariz con el dorso de la mano—. ¿Cantará pronto?

—Frío —repitió Nitz. Dejó de tocar y sus pocos admiradores se alejaron del piano. El verdadero grupo aguardaba en el estrado y era más paciente—. Qué te importa —le aseguró a la muchacha—. No estarás aquí. Los menores. El mundo está lleno de menores de edad. ¿Te importa que yo toque? ¿Vienes a escucharme?

—Claro que sí, Paul —replicó. Le agradaba.

—Soy un agujero. Soy un agujero débilmente audible.

—Es cierto —afirmó y se sentó sobre el banco a su lado—. Y a veces no eres ni audible.

—Soy un silencio musical. Entre los instantes de grandeza.

Ella se sentía un poco más tranquila y recorrió el bar con la mirada, examinó a la gente, escuchó.

—Hay un buen grupo hoy.

Nitz le pasó el resto de su cigarro de mariguana.

—¿Lo quieres? Tómalo, sé una delincuente. Vete al infierno de una vez.

Ella lo dejó caer al piso.

—Quiero pedir tu consejo.

Al fin y al cabo, ya estaba ahí. Nitz se puso de pie y dijo:

—Ahora no. Tengo que ir al baño.

Empezó a alejarse con pasos inseguros.

—Volveré.

Se quedó sola, tocando las teclas del piano sin entusiasmo y ansiando el regreso de Paul. Constituía, al menos, una presencia benigna; podía consultar con él, porque no le pedía nada. Retirado a sus obsesiones particulares alternaba entre el Wren y su departamento de una sola pieza, donde leía novelas de vaqueros y construía melodías de bop en su piano.

—¿Dónde está tu amigo? —preguntó mientras regresaba y se acomodaba junto a ella—. Ese chavo, el de la ropa.

—Gordon. En la junta de la Cámara Joven de Comercio.

—¿Sabías que fui miembro de la Primera Iglesia Bautista de Chickalah, Arkansas?

Mary Anne no tenía interés en el pasado; hurgó en su bolso y sacó el anuncio que había recortado del Leader.

—Mira —dijo, alargándoselo a Nitz—. ¿Qué opinas?

Examinó el anuncio con mucha atención y se lo devolvió.

—Ya tengo trabajo.

—No es para ti. Es para mí.

Inquieta, guardó el anuncio y cerró el bolso. Se trataba, por supuesto, de la nueva discoteca en la calle Pine; ya se había dado cuenta de su renovación. Sin embargo, no podría ir hasta el día siguiente, y la tensión la estaba cansando.

—Era un miembro respetado —afirmó Nitz—. De súbito me volví contra Dios. Sucedió de repente; un día ya me había salvado y al siguiente…

Se encogió de hombros con actitud fatalista.

—De súbito sentí el impulso de ponerme de pie y denunciar a Jesucristo. Fue de lo más raro. Otros cuatro miembros de la Iglesia me siguieron al altar. Por un tiempo anduve recorriendo Arkansas persuadiendo a la gente de que se apartara de la religión. Seguía las caravanas de Billy Sunday. Era una especie de predicador para los días hábiles.

—Voy a ir mañana —afirmó Mary Anne—. Mañana temprano, antes de que llegue otra persona. Tendrán que hablar, pero yo sé dónde queda. Sería buena para un trabajo así.

—Claro que sí —admitió Nitz.

—Tendría la oportunidad de hablar con la gente… en lugar de estar sentada en una oficina escribiendo a máquina. Una discoteca es un lugar agradable; siempre sucede algo. Algo está pasando siempre.

—Tienes suerte —comentó Nitz— de que salió Eaton.

Taft Eaton era el dueño del Wren.

—No le tengo miedo.

Un negro estaba atravesando el recinto y de repente ella se enderezó sobre el banco del piano. Se olvidó de Nitz a su lado, porque ahí estaba él.

Era un hombre macizo de piel negra azulosa, muy brillante y —así se la imaginaba— muy suave. Caminaba encorvado, soltando el cuerpo musculoso; equivalía a un desdoblamiento de su personalidad y ella, al observarlo, la sentía fluir y llegar hasta donde estaba sentada. Su pelo fulguraba aceitoso, abundante, rizado; un cabello importante, atendido minuciosamente. Saludó a varias parejas con la cabeza; inclinó la cabeza en dirección de las personas que aguardaban en el estrado y siguió adelante con una dignidad sólida.

—Ahí está —indicó Nitz.

Ella asintió con la cabeza.

—Es Carleton B. Tweany —afirmó Nitz—. Canta.

—Qué fuerte es —murmuró ella y lo observó absorta—. ¡Dios mío! —exclamó—, míralo.

Le dolía verlo, imaginárselo.

—Podría levantar un camión.

Había pasado una semana desde que lo había visto por primera vez, el seis, el día en que abrió su temporada en el Wren. Venía, según decían, de la Bahía Oriental, de un club en El Cerrito. Desde entonces lo había medido, calibrado, absorbido lo más posible desde la distancia.

—¿Todavía quieres conocerlo? —preguntó Nitz.

—Sí —contestó y se estremeció.

—Definitivamente vienes acelerada hoy.

Empujó con urgencia a Nitz con el codo.

—Pregúntale si puede venir. Ándale, por favor.

Se estaba acercando al piano. Reconoció a Nitz y a continuación sus grandes ojos negros se percataron de ella; percibió cómo se daba cuenta y tomaba conciencia de ella. Otra vez se estremeció, como si estuviera elevándose a través de una masa de agua fría. Cerró los ojos un instante, y cuando miró otra vez ya se había ido. Seguía adelante, con la mano alrededor del vaso.

—Oye —llamó Nitz sin convicción alguna—. Siéntate.

Tweany se detuvo.

—Tengo que hablar por teléfono.

—Sólo un momento, hombre.

—No, tengo que hablar.

Su voz expresaba una importancia cansada.

—Ya sabes que tengo preocupaciones.

A Mary Anne, Nitz comentó:

—Juega golf con el presidente.

Ella se puso de pie, apoyó las palmas de las manos sobre el piano y se inclinó hacia adelante.

—Siéntate.

Él la contempló:

—Problemas —apuntó y por fin encontró una silla vacía en una mesa cercana; la arrastró con un rápido movimiento de la mano y se sentó a su lado. Ella volvió a acomodarse lentamente, consciente de su cercanía, consciente, en una especie de hambre dominada, que él se había detenido por ella. De modo que, después de todo, no había ido en balde. Lo tenía, al menos por un rato.

—¿Qué problemas? —preguntó Nitz.

Se incrementó la magnitud de la preocupación de Tweany.

—Vivo en un tercer piso. Ahí está el calentador del agua para todo el edificio.

Se examinó las uñas cuidadas y explicó:

—El fondo está comido por el óxido y se perforó. El agua chorrea sobre las salidas del gas y mi piso.

Su voz se tiño de indignación.

—Me va a echar a perder los muebles.

—¿Le hablaste a la dueña?

—Por supuesto.

Tweany frunció el entrecejo.

—Un plomero debía ir. El cuento de costumbre.

Cayó en un silencio malhumorado.

—Ella se llama Mary Anne Reynolds —enunció Nitz señalando a la muchacha.

—¿Cómo le va, señorita Reynolds? —contestó Tweany con una inclinación formal de cabeza.

Mary Anne comentó:

—Canta muy bien.

Se arquearon las cejas oscuras del hombre.

—¿Sí? Gracias.

—Vengo cada vez que tengo la oportunidad.

—Gracias. Sí, creo que la he visto. Varias noches seguidas, de hecho.

Tweany se enderezó.

—Tengo que hablar por teléfono. No puedo permitir que se eche a perder el sofá.

—De tela de angora importada de Tasmania —musitó Nitz— Del extinto, primitivo y velludo angora.

Tweany se puso de pie.

—Mucho gusto en conocerla, señorita Reynolds. Espero tener la oportunidad de verla de nuevo.

Salió hacia la caseta de teléfonos.

—El angora velludo verde —agregó Nitz.

—¿Qué te pasa? —preguntó Mary Anne, irritada por la cantaleta de desaprobación de Nitz—. Una vez leí acerca de un calentador para agua que explotó y mató a un montón de niños.

—Eso lo leíste en un anuncio, un anuncio de seguros Prudential. Los siete síntomas del cáncer. ¿Por qué no aseguré mi techo?

Nitz bostezó.

—Utilice tubería de aluminio… mantiene alejadas a las plagas del jardín.

Mary Anne buscó a Tweany con la mirada, pero ya no lo distinguía; la bruma se lo había tragado. Se preguntó cómo se sentiría conocer a alguien como él, tener cerca a un hombre de ese tamaño.

—Estás equivocada —comentó Nitz.

Se sobresaltó.

—¿Qué?

—Acerca de él. Lo veo en tu mirada… ahí vas de nuevo. Otro plan.

—¿Qué plan?

—Siempre lo mismo. Tú, con tu saco y las manos en las bolsas. De pie en alguna parte, con esa expresión preocupada, de confabulación, en la cara. En espera de que alguien llegue. ¿Cuál es tu problema, Mary? Eres bastante lista; puedes cuidarte sola. No necesitas ningún valiente caballero mentecato que te proteja.

—Tiene estilo —declaró ella. Aún lo buscaba; tenía que aparecer de nuevo—. Por eso puedo respetarlo. Estilo y presencia.

—¿Cómo es tu padre?

Se encogió de hombros.

—Qué te importa.

—El mío —continuó Nitz— me cantaba canciones de cuna.

—Ah —contestó—, qué bien.

—Suelen hacerlo —musitó Nitz—. Mmm, mmm, mmm —su voz se hizo indistinta por el sueño—. Oh, veo llegar mi ataúd, mamo. Omp, ju, ju.

Se acompañó sobre el piano con una moneda.

—Ahora tócalo. Sí.

Mary Anne se preguntó cómo era posible que Nitz tuviera sueño habiendo tanta cosas de qué preocuparse. En alguna forma, Nitz parecía esperar que el mundo se arreglara solo. Lo envidiaba. De súbito sintió el anhelo de que por un momento pudiera abandonarse, relajarse el tiempo suficiente para cultivar algunas ilusiones consoladoras.

En su mente aparecieron los restos de un ritmo escuchado hacía mucho, de una aterradora canción de cuna. Nunca la había olvidado.

… Si muriese antes de despertar…

—¿No crees en Dios? —le preguntó a Nitz.

Abrió un ojo.

—Creo en todo. En Dios, en Estados Unidos, en la dirección hidráulica.

—No eres de mucha ayuda.

En un rincón del bar, Carleton Tweany había vuelto a aparecer. Estaba platicando con un grupo de parroquianos; tolerante, superior a ellos, pasaba de una mesa a la otra.

—No le hagas caso —masculló Nitz—. Ya se irá.

Se acercó la figura de Carleton Tweany y otra vez se puso tensa. Nitz irradiaba su desaprobación, pero estaba muy lejos de preocuparse por él; ya había tomado su decisión. Con un veloz movimiento se puso de pie.

—Señor Tweany —llamó; al parecer sus sentimientos se traslucieron en su voz, pues él se detuvo.

—¿Sí, señorita Mary Anne? —preguntó.

De repente se puso nerviosa.

—¿Cómo… cómo está su calentador?

—No lo sé.

—¿Qué dijo la casera? ¿No le habló por teléfono?

—Sí, hablé. Pero no la encontré.

Sin aliento, temerosa de que se fuera a ir, continuó:

—Bueno, ¿qué va a hacer?

Los labios del hombre se crisparon y sus ojos se nublaron, gradualmente, tras una sombra. Se volvió hacia Paul Nitz, quien aún se encontraba encorvado sobre el banco del piano, y preguntó:

—¿Siempre es así?

—Casi siempre. Mary vive en un universo de ollas agujereadas.

Ella se sonrojó.

—Estoy pensando en la gente de abajo —argumentó para defenderse.

—¿Cuál gente? —preguntó Tweany.

—Usted vive en el piso de arriba, ¿o no?

Aún no lo perdía, pero se le empezaba a escurrir.

—Va a gotear sobre ella y echarle a perder las paredes y los techos.

Tweany se apartó.

—Que demanden a la casera —repuso para terminar con el tema.

—¿A qué hora terminará de cantar? —preguntó Mary Anne, corriendo detrás de él.

—Dentro de dos horas.

Esbozó una sonrisa de superioridad.

—¡Dos horas! Quizá ya estén muertos para entonces.

Tuvo una visión del caos; estallaban géisers de agua, las tablas se partían y, al fondo de los demás ruidos, el del fuego.

—Será mejor que vaya de inmediato. Puede cantar después. No es justo para la otra gente. Tal vez haya niños abajo. ¿Los hay?

La expresión de Tweany cambió de entretenida a exasperada; no le agradaba que lo mandaran.

—Muchas gracias por su interés.

—Venga.

Lo había decidido.

La miró boquiabierto, los ojos vacíos y densos.

—¿Cómo dijo, señorita Mary Anne?

—¡Que venga!

Le asió la manga y lo jaló hacia la puerta.

—¿Dónde está su coche?

Tweany estaba indignado.

—Soy perfectamente capaz de hacerme cargo de la situación.

—¿En el estacionamiento? ¿Está en el estacionamiento su coche?

—No tengo coche —admitió enfurruñado; recientemente le habían embargado su Buick convertible color crema y amarillo.

—¿Queda lejos?

—No mucho. Tres o cuatro cuadras.

—Caminaremos.

Estaba decidida a permanecer físicamente al alcance de él y, debido a esta urgencia, había adoptado su problema por completo.

—¿Me va a acompañar?

—Por supuesto.

Echó a caminar.

Tweany la siguió, renuente.

—Su interés no es necesario.

Parecía crecer detrás de ella, volverse aún más alto y más enhiesto. Era una comunidad de naciones en problemas. Era una imperio acosado en las fronteras. Sin embargo, ella lo había incitado a la acción; por la necesidad que tenía de él, lo había obligado a tomar conciencia de ella.

Abrió la puerta que daba a la calle e indicó:

—Deje de perder el tiempo. Regresaremos; puede cantar más tarde.