En la orilla de la plataforma de carga de Muebles Prefabricados de California, un camión de servicio rápido recibía las pilas de sillas cromadas. Un segundo camión, de la empresa de mudanzas P.I.E., aguardaba para ocupar su lugar.
Vestido con pantalones desteñidos de mezclilla y un mandil de tela, el encargado del envío de la mercancía armaba, con movimientos aletargados, una mesa cromada de comedor. Dieciséis pernos sujetaban la superficie de plástico, y siete más impedían que se aflojaran las patas huecas de metal.
—¡Carajo! —exclamó el empleado.
Se preguntó si habría otra persona en el mundo dedicada a armar muebles cromados. Reflexionó acerca de todas las cosas imaginables que la gente pudiera hacer. En su mente apareció la imagen de la playa de Santa Cruz, la imagen de muchachas en traje de baño, de botellas de cerveza, cabañas de motel, de radios que tocaban jazz suave. El sufrimiento fue demasiado para él. Bruscamente se desquitó con el soldador quien, después de subir su careta, estaba buscando más mesas.
—Esto es del carajo —repitió el empleado—. ¿Lo sabías?
El soldador sonrió, dijo que sí con la cabeza y aguardó.
—¿Ya terminaste? —preguntó el encargado de los envíos—. ¿Quieres otra mesa? ¿Quién diablos metería una de esas mesas en su casa? Yo no quisiera tenerlas ni en el baño.
Una pata reluciente se le resbaló de los dedos y cayó al hormigón. Lanzando imprecaciones, el empleado, de una patada, la arrojó a la basura debajo de su banco entre los trozos de cordón y de papel para empaquetar. Estaba inclinándose para volver a sacarla cuando la señorita Mary Anne Reynolds apareció con más pedidos que debía despachar.
—No debiste hacer eso —comentó, pensando en lo bien que se podía oír desde la oficina.
—Al carajo con esto —contestó el encargado de los envíos mientras bajaba otra pata—. Detenme esto, ¿sí?
Mary Anne dejó sus papeles y sujetó la pata mientras él la fijaba en el armazón de la silla. El olor de su descontento llegó hasta su nariz y era un olor delgado, acre, como de sudor viejo. Le daba lástima, pero su estupidez la irritaba. Él se comportaba así desde hacía un año y medio, cuando ella empezó a trabajar ahí.
—Renuncia —le sugirió—. ¿Por qué te aguantas en un trabajo que no te gusta?
—Cállate —replicó el encargado de los envíos.
Mary Anne soltó la mesa terminada y observó cómo el soldador fijaba las patas. Le gustaba el estallido de chispas; era como el espectáculo del cuatro de Julio. Ella había pedido al soldador que le permitiera manejar el soplete, pero siempre sonreía y decía que no.
—No les gusta tu trabajo —le indicó al empleado—. El señor Bolden le dijo a su mujer que si no mejoras te va a despedir.
—Ojalá estuviera en el ejército todavía —contestó el hombre.
No tenía caso hablar con él. Mary Anne, entre un remolino de faldas, abandonó la zona del taller y regresó a la oficina.
El viejo Tom Bolden, el dueño de los Muebles Prefabricados de California, se encontraba en su escritorio; y su esposa, en la calculadora.
—¿Cómo va eso? —preguntó Bolden al percatarse de que la muchacha había regresado—. ¿Está de ocioso, como siempre?
—Está trabajando muy duro —replicó lealmente mientras se sentaba a la máquina de escribir. No le agradaba el encargado de los envíos, pero no deseaba involucrarse en su caída.
—¿Ya tienes la carta para Hales? —preguntó Bolden—. Quiero firmarla antes de irme.
—¿A dónde vas? —preguntó su esposa.
—A San Francisco. Dohrmann’s avisó que hay algunos defectos en el último envío.
Encontró la carta y se la entregó al viejo para que la firmara. La hoja era impecable, pero no sentía orgullo; los muebles cromados, el trabajo de mecanografía y los problemas del almacén se confundieron, sin sentido, con el ruido de la máquina sumadora de Edna Bolden. Introdujo un dedo debajo de la tela de su blusa y se acomodó el tirante del brasiere. El día era caluroso y vacío, como siempre.
—Estaré de vuelta como a las siete —anunció Tom Bolden.
—Ten cuidado con el tráfico —recomendó la señora Bolden, quien le detenía la puerta de la oficina.
—Quizá traiga un nuevo empleado para los envíos.
Ya casi había partido, pero su voz llegaba a los oídos de la muchacha.
—¿Has visto esto alguna vez? Está asqueroso, parece una porqueriza. Hay basura por todas partes. Me voy a llevar la camioneta de reparto.
—Vaya por El Camino —sugirió Mary Anne.
—¿Qué dijiste?
Bolden se detuvo e inclinó la cabeza para oír mejor.
—El Camino. Se tarda más, pero es mucho más seguro.
Refunfuñando, Bolden azotó la portezuela. Ella escuchó cómo arrancó la camioneta y se integró al tráfico… en realidad no importaba. Empezó a revisar sus apuntes taquigráficos. El ruido de las sierras eléctricas se filtraba a través de las paredes hasta la oficina; y hubo una serie de golpes mientras el encargado de los envíos martillaba sus mesas cromadas.
—Tiene razón —comentó—. Me refiero a Jake.
—¿Quién diablos es Jake? —preguntó la señora Bolden.
—El encargado de los envíos.
Ni siquiera sabían cómo se llamaba. Era una máquina para martillar… una máquina defectuosa para martillar.
—Tiene que haber desechos alrededor de una banca para los envíos. ¿Cómo va uno a empaquetar las cosas sin producir desechos?
—No te corresponde a ti decidirlo.
La señora Bolden soltó la cinta de la máquina sumadora y se volvió hacia ella.
—Mary, ya tienes suficiente edad para saber que no debes portarte así, hablar como si fueras la que manda.
—Lo sé. Fui contratada para tomar dictados, no para decirle cómo manejar su negocio.
Ya se lo habían dicho varias veces antes.
—¿Verdad?
—No puedes trabajar en el mundo comercial si te portas así —afirmó la señora Bolden—. Debes aprender eso. Simplemente tienes que mostrar respeto hacia tus superiores.
Mary Anne escuchó las palabras y se preguntó qué significarían. La señora Bolden parecía darles importancia; la obesa anciana estaba enfadada. La divertía un poco, porque todo era tan necio, tan insignificante.
—¿No quiere usted enterarse de las cosas? —preguntó con curiosidad. Al parecer no les interesaba—. Los hombres encontraron una rata en el cobertizo de la fábrica. Quizá las ratas ya se comieron los rollos de tapiz. ¿No querría usted saberlo? Me imagino que sí querría que alguien se lo dijera.
—Por supuesto que queremos saberlo.
—No veo cuál sea la diferencia.
Hubo un intervalo de silencio.
—Mary Anne —prosiguió la mujer mayor al fin—, tanto Tom como yo te estimamos muchísimo. Tu trabajo es excelente; eres inteligente y aprendes pronto. Pero debes encararte a la realidad.
—¿A qué realidad se refiere?
—¡A la de tu trabajo!
Mary Anne sonrió, con un gesto lento y pensativo. Se sentía ligeramente mareada, la cabeza le zumbaba.
—Eso me recuerda.
—¿Te recuerda qué?
—Creo que iré a recoger mi gabardina café de la tintorería.
Con movimientos deliberados escudriñó su reloj de pulsera; se percató de la rabia de Edna Bolden, pero la anciana sólo perdía el tiempo.
—¿Puedo irme temprano esta tarde? La tintorería cierra a las cinco.
—Ojalá pudiera comunicarme contigo —replicó la señora Bolden. La muchacha la perturbaba, y su aflicción era evidente. No era posible apelar a la consideración de Mary Anne; las promesas y amenazas usuales no significaban nada para ella. Caían sobre oídos sordos.
—Lo siento —repuso Mary Anne—. Pero todo es tan estúpido y confuso. Por ejemplo, ahí está Jake, odia su trabajo. Si no le gusta su trabajo, debería renunciar. Y su marido quiere despedirlo porque trabaja mal.
Fijó la mirada en la señora Bolden, lo cual la perturbó más aún.
—¿Por qué nadie hace nada? Todo era igual hace un año y medio. ¿Qué les pasa a todos?
—Tú dedícate a tu trabajo —ordenó la señora Bolden—. ¿Podrías hacerlo? ¿Podrías darte la vuelta y terminar tus cartas?
—No me contestó.
Mary Anne siguió observándola, sin compasión alguna.
—Pregunté si podía irme temprano.
—Termina tu trabajo y luego hablaremos.
Mary Anne pensó por un momento y luego se volvió otra vez al escritorio. Tardaría 15 minutos en llegar a la tintorería si caminaba directamente de la fábrica al pueblo. Tendría que irse a las cuatro y media para asegurarse de llegar a tiempo.
En lo que a ella se refería, el asunto estaba arreglado. Ella misma lo había decidido.
Bajo el cansado resplandor de la avanzada tarde caminó por la avenida Empory; una muchacha menuda bastante delgada de pelo castaño corto que caminaba con la espalda muy derecha, la cabeza alta, el abrigo café arrojado descuidadamente sobre el brazo. Caminaba porque aborrecía tomar camiones y porque a pie podía detenerse en el momento y el sitio que se le antojara.
Dos corrientes de tráfico avanzaban por la calle. Los comerciantes empezaban a salir para subir sus cortinas; las tiendas de Pacific Park cerraban por ese día.
A su derecha se encontraban los edificios de estuco que constituían la preparatoria de Pacific Park. Tres años antes, en 1950, se había graduado de esa escuela, donde le enseñaron a cocinar, civismo e historia de Estados Unidos. Los conocimientos de cocina le habían servido. En 1951 consiguió su primer trabajo: recepcionista en la Compañía Ace Loan de la calle Pine. A finales del mismo año, aburrida, renunció y se fue a trabajar con Tom Bolden.
Vaya trabajo que era ése: mecanografiar cartas dirigidas a los grandes almacenes acerca de sillas cromadas de cocina. Y las sillas no estaban siquiera bien hechas; ya las había probado.
Tenía 20 años de edad y siempre había vivido en Pacific Park. No le desagradaba el pueblo; parecía demasiado frágil para sobrevivir al desprecio. El pueblo y sus habitantes se dedicaban a extraños jueguitos; tomaban los juegos en serio, como los juegos de su infancia. Tenían reglas que no debían violarse, rituales que implicaban la vida y la muerte. Y ella preguntaba con curiosidad ¿por qué esta regla?, ¿por qué aquella costumbre?, y a pesar de ello participaba en el juego… hasta sobrevenir el aburrimiento y, a continuación, un desprecio asombrado que la dejaba separada y sola.
Se detuvo un momento en la farmacia Rexall y revisó el estante de libros de bolsillo. No se fijó en las novelas —estaban llenas de tonterías—, escogió un volumen intitulado Mejore su vocabulario en 30 días. Eso, y un ejemplar del Leader, el periódico de Pacific Park, le costaron 37 centavos.
Al salir de la farmacia se topó con dos personas.
—Hola —la saludó un hombre joven y bien vestido. Era vendedor en Frug’s, Ropa para Caballeros; no conocía a su compañero—. ¿Ya viste hoy a Gordon? Te está buscando.
—Le hablaré por teléfono —indicó y empezó a alejarse. Le desagradaba el olor a flores que estaba suspendido sobre Eddie Tate. La loción que usaban algunos hombres olía bien; la de Tweany olía a madera. Pero ésta no… ésta no le inspiraba respeto.
—¿Qué estás leyendo? —preguntó Tate, tratando de descifrar el título—. ¿Uno de esos libros cachondos?
Lo escudriñó a su manera: con calma, sin la intención de hacerle daño, con la mera curiosidad de saber.
—Quisiera estar segura respecto a ti.
—¿A qué te refieres? —preguntó Tate, inquieto.
—Una vez te vi de vago en la terminal de la Greyhound, con unos marineros. ¿Eres marica?
—¡Mi primo!
—Gordon no es marica. Pero es demasiado estúpido para saber cuál es la diferencia; piensa que tienes estilo.
Abrió los ojos un poco más; el espectáculo de la consternación del pobre Eddie Tate la divirtió.
—¿Sabes cómo hueles? Hueles a mujer.
El compañero del hombre, interesado en una muchacha que hablara de esa manera, aguardaba cerca, escuchándolos.
—¿Está Gordon en la gasolinera? —le preguntó a Tate.
—No sabría decírtelo.
—¿No anduviste por ahí hoy?
No lo soltó; ya tenía atrapado al insecto.
—Pasé por un momento. Dijo que tal vez iría a tu casa en la noche. Dijo que fue el miércoles, pero que no estabas.
La voz de Tate se desvaneció mientras ella se echaba a caminar, acomodándose el abrigo sobre el brazo y sin mirar hacia atrás a ninguno de ellos. En realidad no le importaban. Pensó en su casa. La invadió el desaliento y percibió cómo se debilitaba el placer derivado de la satisfacción de confrontar a un maricón.
La puerta estaba abierta; su madre se encontraba preparando la cena en la cocina. De los seis departamentos del edificio salía el ruido: televisores y juegos infantiles.
Entró y quedó frente a su padre.
Ed Reynolds aguardaba sentado en su sillón, musculoso y menudo, el pelo canoso y duro como alambre. Asió los brazos del sillón y se enderezó un poco, tragando saliva ruidosamente y parpadeando con rapidez; un bote de cerveza cayó al suelo, y arrojó el periódico y el cenicero a un lado. Vestía su chamarra de piel negra y la camiseta debajo de ella, una camiseta de algodón manchada de sudor y mugre. Tenía la cara y el cuello manchados de grasa; junto al sillón estaban sus pesadas botas del trabajo, llenas de grasa.
—Buenas tardes —saludó ella, como siempre sobresaltada al verlo, como si no lo conociera.
—¿Apenas estás llegando a casa?
Los ojos le brillaron y su gran nuez de Adán nadaba entre enérgicas sacudidas de su piel y pelos cerdosos. Camino a su recámara él la siguió pisándole los talones, pasando sobre la alfombra con sus pegajosos calcetines.
—No —dijo ella.
—¿No qué? ¿Por qué llegas tan tarde?
Aún la seguía.
—¿Pasaste a ver a algunos de tus amigos negros?
Ella cerró la puerta de la recámara y se quedó inmóvil. Del otro lado su respiración se escuchaba como un resonar bajo, como algo atorado en un tubo de metal. Sin volver la espalda a la puerta se puso unos pantalones de mezclilla y una camisa blanca. Cuando salió, él había regresado a su sillón. Delante de él irradiaba el televisor.
Entró a la cocina y le preguntó apresuradamente a su madre:
—¿Habló Gordon?
Evitó mirar a su padre.
—Hoy no.
La señora Rose Reynolds se inclinó a revisar la cacerola que echaba vapor dentro del horno.
—Ve a poner la mesa. Ayuda en algo.
De un lado al otro corría entre la estufa y el fregadero. También era delgada, como su hija; tenía la misma cara de rasgos agudos, los ojos en constante movimiento y, alrededor de la boca, los mismos surcos de preocupación. Sin embargo, de su abuelo —muerto ya y enterrado en el Cementerio de la Capilla Forest Slope en San José— Mary Anne había heredado la franqueza, la audacia reservada, de la que su madre carecía.
Mary Anne inspeccionó el contenido de las ollas y comentó:
—Creo que voy a renunciar.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó su madre y desgarró un paquete de chícharos congelados—. Serías capaz, ¿verdad?
—El trabajo es mío.
—¿Te das cuenta de que Ed no trabajará horas completas durante el resto del año? Si no fuera por su antigüedad…
—Siempre fabricarán tubo. No lo despedirán.
No le importaba; no le deseaba buena suerte. Se sentó a la mesa y abrió el Leader en la plana editorial.
—¿Quieres escuchar lo imbécil que es la gente? Aquí hay una carta de alguien en Los Gatos, que dice que Malenkov es el anticristo y que Dios enviará a sus ángeles para destruirlo.
Dio vuelta a las hojas hasta la columna médica.
—«¿Debiera estar preocupado por una llaga en el interior de mi labio, que no me causa ningún dolor pero que no quiere sanar?» Probablemente tiene cáncer.
—No puedes dejar tu trabajo.
—No soy Jake —replicó—. No me conviertas en un Jake.
—¿Quién es Jake?
—Lleva cinco años ahí.
Encontró los anuncios de empleos y alisó el periódico.
—Desde luego queda siempre la posibilidad de casarme con Gordon y quedarme en la casa a coser mientras él repara las llantas ponchadas. Un pequeño soldado en uniforme. Tan obediente. Agita una bandera, Jake Gordon.
—Ya está la cena —indicó su madre—. Ve a avisarle a Ed.
—Avísale tú. Estoy ocupada.
Absorta en las columnas de anuncios de empleo buscó a tientas unas tijeras. El anuncio se veía bien, y era la primera vez que aparecía.
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—Ve por él —repitió su madre—. Te estoy hablando; ¿no puedes ayudarme un poco? ¿No sirves para nada?
—Déjame en paz —contestó nerviosamente Mary Anne. Recortó el anuncio y lo llevó a su bolso—. Levántate, Ed —llamó a su padre—. Ándale, despierta.
Estaba sentado en su sillón y su aspecto la llenó de pavor. La cerveza se había chorreado sobre el tapete, formando una fea mancha que crecía mientras la observaba. No quería acercarse a él. Se detuvo en la puerta.
—Ayúdame a levantar —pidió.
—No.
Sintió náuseas; no se imaginaba tener que tocarlo. De súbito gritó:
—Ed, ¡levántate! ¡Anda!
—Escúchala —replicó él. Tenía los ojos despiertos y alerta, fijos sobre ella—. Me llama Ed. ¿Por qué no puede llamarme papá? ¿No soy su padre?
Se echó a reír al oírlo. No quiso hacerlo, pero fue incapaz de evitarlo.
—¡Dios mío! —exclamó y se atragantó.
—Muéstrale un poco de respeto a tu padre.
Se había puesto de pie y se acercaba a ella.
—¿Me oíste? Mujer. Escúchame.
—Maldita sea, no me toques —gritó y corrió de regreso a la cocina con su madre; empezó a sacar los platos de la alacena— Si me tocas, me voy. No dejes que me toque —pidió a su madre. Temblando, empezó a poner la mesa—. No quieres que me toque, ¿verdad?
—Déjala en paz —ordenó Rose Reynolds.
—¿Está borracho? —preguntó Mary Anne—. ¿Cómo es posible que un hombre se emborrache con cerveza? ¿Sale más barato?
Y entonces, una vez más, la agarró. La agarró del pelo. El juego, el viejo y terrible juego.
Una vez más Mary Anne sintió sus dedos en la nuca, la mano pequeña y muy fuerte en la base del cráneo. Sus nudillos se le hundieron en la piel y la mancharon; sintió cómo la mancha crecía y se extendía y penetraba en ella. Lanzó una exclamación, pero estaba perdida; el aliento de cerveza rancia sopló sobre su cara y la obligó a darse la vuelta hacia él. Con los platos en las manos, escuchó el crujido de su chamarra de cuero, el movimiento de su cuerpo. Cerró los ojos y pensó en otras cosas: cosas buenas y sosegadas, cosas que olían bien, cosas lejanas y pacíficas.
Cuando abrió los ojos se había ido; estaba sentado a la mesa.
—Oye —comentó mientras su esposa se aproximaba con la cacerola—, le están saliendo unas tetitas bastante agradables.
Rose Reynolds no dijo nada.
—Está creciendo —prosiguió él, y se subió las mangas para cenar.