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Hacia la derecha del coche que avanzaba velozmente por la carretera, más allá de la cuneta, había un grupo de vacas. Un poco más lejos descansaban otros bultos pardos, medio ocultos por la sombra de un granero. De un lado del granero se distinguía vagamente un viejo anuncio de Coca-Cola.

Joseph Schilling, sentado en el asiento trasero del coche, metió la mano en su bolsillo y sacó su reloj de oro. Con un movimiento experto de la uña levantó la tapa y se fijó en la hora. Eran las dos cuarenta de la tarde, de una tarde calurosa a mediados del verano en California.

—¿Cuánto falta todavía? —preguntó con un ademán de descontento. Estaba cansado del movimiento del coche y del paso de los campos cultivados afuera de las ventanillas.

Encorvado sobre el volante Max gruñó en respuesta, sin volver la cabeza.

—Diez, o quizá quince minutos.

—¿Sabes de qué te hablo?

—Está hablando del pueblo que marcó en el mapa. Faltan diez o quince minutos. Vi una indicación de la distancia hace rato, en el último puente.

Más vacas entraron a su campo visual y, junto con ellas, más campos secos. La lejana bruma de las montañas se había asentado gradualmente, en el transcurso de las últimas horas, en las profundidades de los valles. Dondequiera que Joseph Schilling dirigiese la vista se esparcía una opaca bruma, ocultando las cerros y las praderas calcinadas, los huertos de diversos frutos, los ocasionales edificios blanqueados de las granjas. Y, directamente al frente, los comienzos del pueblo: dos carteleras y un puesto de huevos frescos. Le dio gusto ver aproximarse el pueblo.

—Nunca hemos pasado por aquí —comentó—. ¿Verdad?

—Lo más que nos hemos acercado es Los Gatos, en las vacaciones que se tomó en el 49.

—Nada puede hacerse más de una vez —afirmó Schilling—. Hay que encontrar cosas nuevas. Como dijera Heráclito, el río es siempre distinto.

—Para mí que todo se ve igual. Todos estos cultivos.

Max señaló un rebaño de ovejas reunido debajo de un roble.

—Ahí están otra vez esas ovejas… no hemos dejado de verlas en todo el día.

De la bolsa interior del pecho de su saco Schilling sacó una libreta encuadernada en piel negra, una pluma fuente y un mapa doblado de California. Era un hombre fornido que ya se acercaba a los 60 años de edad; sus manos, que sostenían el mapa, eran grandes y amarillentas, de piel áspera, articulaciones pronunciadas en los dedos y uñas tan gruesas que se veían opacas. Vestía un traje de dura tela asargada de lana, chaleco y una corbata sombría de lana; sus zapatos eran de piel negra, de hechura inglesa y polvorientos por la mugre de la carretera.

—Sí, nos detendremos —decidió mientras guardaba la libreta y la pluma—. Quiero dedicar una hora a echar un vistazo. Siempre habrá que considerar la posibilidad de que éste convenga. ¿Qué te parecería?

—Perfecto.

—¿Cómo se llama el pueblo?

—Thigh Junction.[1]

Schilling sonrió.

—No trates de ser chistoso.

—Usted tiene el mapa; mírelo.

Malhumoradamente, Max admitió:

—Pacific Park. Ubicado en el corazón de la rica California. Sólo dos días de lluvia al año. Cuenta con su propia fábrica de hielo.

El pueblo en sí empezó a aparecer a ambos lados de la carretera. Unos puestos de frutas, una gasolinera de la Standard, una aislada tienda de abarrotes, con varios coches estacionados en el lote de tierra al lado. De la carretera desembocaban unos caminos estrechos y accidentados. Las casas aparecieron mientras el Dodge cambiaba al carril de baja velocidad.

—Así que a esto lo llaman un pueblo —comentó Max. Aceleró el motor y dobló a la derecha—. ¿Por aquí? ¿Aquí me quedo? Decídase.

—Da una vuelta por la zona comercial.

La zona comercial estaba dividida en dos partes. La una, orientada en torno a la carretera y los coches que transitaban por ella, parecía consistir principalmente en establecimientos con servicio para los automovilistas, gasolineras y tabernas. La otra quedaba al centro de la población. Hacia esa parte avanzó el Dodge. Joseph Schilling, cuyo brazo descansaba en la orilla de la ventanilla abierta, miró hacia afuera, atento y absorto, complacido por la presencia de la gente y las tiendas, complacido por haber escapado temporalmente del campo abierto.

—No está mal —admitió Max mientras pasaban junto a una panadería, una tienda de cerámica y curiosidades, una lechería moderna y una florería. Siguió una librería —construida en el estilo de los edificios españoles de adobe— y luego una serie de residencias al estilo de los ranchos de California. Finalmente, las casas quedaron atrás; apareció una gasolinera y volvieron a salir a la carretera estatal.

—Detente aquí —indicó Schilling.

Se trataba de un edificio blanco muy sencillo delante del cual un letrero pintado a mano se agitaba en el viento de la tarde. Un hombre negro ya se había levantado de una silla de lona, dejando su revista, se acercaba. Llevaba puesto un uniforme almidonado en el que estaba bordada la palabra Bill.

—Lavandería de Coches de Bill —leyó Max mientras ponía el freno de mano—. Bajémonos; tengo que echar una meada.

Tieso y fatigado, Joseph Schilling abrió la portezuela y salió al asfalto. Al bajarse se vio obligado a esquivar los paquetes y las cajas que llenaban el asiento trasero; una caja de cartón rebotó sobre el estribo y se dobló laboriosamente para recogerla. Mientras tanto, el negro se había aproximado a Max y lo saludaba.

—De inmediato. De inmediato me encargo de él, señor. Ya le hablé a mi ayudante; está allá, comprándose una coca.

Joseph Schilling flexionó las piernas, se frotó las manos y echó a caminar. El aire tenía un olor agradable; a pesar del calor carecía del tufo encerrado del coche. Sacó un puro, le cortó la punta y lo encendió. Estaba soplando el humo azul oscuro aquí y allá cuando se acercó el negro.

—Ya empezó el trabajo —indicó el negro.

El Dodge, empujado físicamente hacia el interior de la lavandería, había medio desaparecido bajo la nube de jabón y de agua caliente.

—¿No lo hace usted? —preguntó Schilling—. Oh, ya veo: usted es el ingeniero.

—Soy el encargado. El negocio es mío.

La puerta al excusado de los hombres estaba abierta. Adentro, Max orinaba, aliviado, y murmuraba.

—¿A qué distancia queda San Francisco de aquí? —preguntó Schilling al negro.

—Oh, a unos 80 kilómetros, señor.

—Demasiado lejos para hacer el viaje diario.

—Oh, algunos lo hacen. Pero esto no es un suburbio; es un pueblo completo.

Señaló hacia los cerros.

—Mucha gente pensionada. Viene aquí por el clima. Se instala, se queda.

Se dio unos golpecitos en el pecho con las puntas de los dedos.

—El aire es bueno, muy seco.

Enjambres de estudiantes preparatorianos caminaban sobre las banquetas, atravesaron el césped frente a la estación de bomberos y se reunieron frente a las ventanillas de la cafetería con servicio para automovilistas del otro lado de la calle. Una niña bonita de suéter rojo llamó la atención de Schilling mientras tomaba sorbos de un vaso de cartón, con los ojos grandes y absortos, el pelo negro agitado por la brisa. La observó hasta que ella se percató y esquivó su mirada rápidamente.

—¿Todos son de la preparatoria? —le preguntó a Bill—. Algunos parecen más grandes.

—Son estudiantes de la preparatoria —afirmó el negro con un aire de autoridad cívica—. Son las tres de la tarde.

—El sol —dijo Schilling queriendo bromear—. Hay mucho sol la mayor parte del año… todo madura más rápido.

—Sí, aquí se cosecha todo el año. Albaricoques, nueces, peras, arroz. Es agradable aquí.

—¿De veras? ¿A usted le gusta?

—Mucho.

El negro movió la cabeza afirmativamente.

—Durante la guerra viví en Los Angeles. Trabajé en una fábrica de aviones. Iba al trabajo en camión.

Hizo una mueca.

—Mierda.

—Y ahora tiene su propio negocio.

—Me cansé. Viví en muchos lugares diferentes y luego llegué aquí. Mientras duró la guerra ahorré para poner la lavandería de coches. Me siento bien. Vivir aquí me hace sentir bien. Puedo descansar.

—¿Es aceptado aquí?

—Hay un barrio para los negros. Pero con eso basta; es todo lo que se puede esperar. Por lo menos nadie ha dicho que no puedo vivir aquí. Usted sabe cómo es.

—Sí, ya sé —contestó Schilling, perdido en sus pensamientos.

—Por eso es mejor aquí.

—Sí —accedió Schilling—. Lo es. Mucho mejor.

Del otro lado de la calle la muchacha había terminado su refresco. Arrugó el vaso, lo dejó caer en el arroyo y se alejó con unos amigos. Joseph Schilling estaba observándola cuando Max salió del excusado, parpadeando bajo la intensa luz del sol y abrochándose los pantalones.

—Qué pasó, qué pasó —exclamó Max en tono de advertencia al notar la expresión en la cara de Schilling—. Conozco esa mirada.

Con un sobresalto culpable Schilling quiso justificarse.

—Es una niña extraordinariamente hermosa.

—Pero no le concierne.

Volviendo su atención al negro, Schilling preguntó:

—¿Por dónde sería agradable dar un paseo? ¿Hacia los cerros?

—Hay varios parques. Uno está ahí, muy cerca; podría ir caminando. Es pequeño, pero hay sombra.

Señaló la dirección, feliz por poder ayudar, feliz por ser de utilidad al caballero blanco alto y bien vestido.

El caballero blanco alto y bien vestido miró a su alrededor, con el puro entre los dedos. Sus ojos se deslizaron en tal forma que el negro se dio cuenta de que miraba más allá de la lavandería de coches y de la cafetería Foster’s Freeze; estaba contemplando todo el pueblo. Estaba observando la zona residencial con sus fincas y mansiones. Estaba escudriñando la zona de los pobres, el hotel destartalado y la tabaquería. Vio la estación de bomberos y la preparatoria y las tiendas modernas. En sus ojos estaba todo, como si se hubiera adueñado de ello al sólo mirarlo.

Y al negro le pareció que el caballero blanco venía de muy lejos hasta llegar a ese pueblo. No venía de cerca; ni siquiera de la costa Este. Quizá venía del otro lado del mundo; quizá siempre estuvo en camino, avanzando de un lugar al otro. Era por el puro: olía a extranjero. No era de fabricación nacional; venía de fuera. El caballero blanco permanecía ahí de pie, despidiendo un olor extranjero, de su puro, su traje de tela asargada y fatigada, sus zapatos ingleses, sus puños dobles de oro y de lino. Su cortapuros de plata probablemente era de Suecia. Probablemente bebía jerez español. Era un hombre de mundo y del mundo.

Al llegar, al introducir su gran Dodge negro en el lote, no sólo se trajo a sí mismo. Era mucho más grande. Era tan inmenso que se elevaba encima de todo como una torre, aun mientras permanecía ahí inclinado y escuchando, aun mientras fumaba su puro. El negro nunca había visto un rostro tan elevado; estaba tan lejos que no tenía mirada ni expresión. No era ni amable ni ruin; era simplemente un rostro, un rostro infinito muy arriba de él, con su puro que echaba nubes de humo y esparcía todo el mundo alrededor de él y de su ayudante, trayendo todo el universo exterior al pequeño poblado de Pacific Park en California.

A paso lento Joseph Schilling caminó por el sendero de grava, con las manos metidas en las bolsas, disfrutando la actividad que se desplegaba a su alrededor. En una charca, los niños alimentaban a un pato gordo con pan. Al centro del parque había un estrado para orquesta desierto. Aquí y allá unos ancianos y madres jóvenes, de senos hinchados. Los árboles eran molles y eucaliptos que daban mucha sombra.

—Vagos —dijo Max, que lo seguía secándose el sudor de la cara con un pañuelo—. ¿A dónde vamos?

—A ninguna parte —replicó Schilling.

—Va a hablar con alguien. Va a sentarse a hablar con uno de estos vagos. Es capaz de hablar con cualquiera: habló con ese negro imbécil.

—Ya casi me he decidido —indicó Schilling.

—¿De veras? ¿Con respecto a qué?

—Vamos a establecernos aquí.

—¿Por qué? —exclamó Max—. ¿Por este parque? Hay uno igual en cada pueblo de aquí a…

—Por el pueblo. Tiene todo lo que quiero.

—Como mujeres de tetas grandes.

Llegaron al límite del parque. Schilling bajó de la banqueta y atravesó la calle.

—Puedes ir por una cerveza, si quieres.

—¿A dónde va? —preguntó Max recelosamente.

Delante de ellos había una serie de tiendas modernas. Al centro de la cuadra se veía una agencia de bienes raíces. GREB Y POTTER decía el letrero.

—Voy a entrar ahí —repuso Schilling.

—Piénselo.

—Ya lo pensé.

—No puede poner su tienda aquí; no ganará dinero en un pueblo como éste.

—Quizá no —admitió Schilling distraídamente—. Pero…

Sonrió.

—Puedo sentarme en el parque y darle pan al pato.

—Lo veré en el coche —anunció Max y se dirigió, resignado, al bar.

Joseph Schilling se detuvo por un instante y luego entró a la agencia de bienes raíces. La única habitación grande estaba oscura y fresca. Un largo mostrador la dividía a un lado; detrás de él, en un escritorio, se encontraba un joven alto.

—¿Sí, señor? —dijo el joven sin intenciones de ponerse en pie—. ¿En qué puedo servirle?

—¿Manejan ustedes la renta de locales comerciales?

—Sí, así es.

Joseph Schilling caminó hasta el extremo del mostrador y contempló un mapa del condado de Santa Clara pegado en la pared.

—Déjeme ver qué está disponible.

Entre sus dedos apareció el borde blanco de su tarjeta de presentación.

—Soy Joseph R. Schilling.

El joven se había puesto de pie.

—Me llamo Jack Greb. Mucho gusto, señor Schilling.

Adelantó cautelosamente la mano.

—¿Un local comercial? ¿Busca rentar a largo plazo un local para la venta al por menor?

De debajo del mostrador sacó un libro grueso con argollas de metal y lo abrió delante de él.

—Sin accesorios —indicó Schilling.

—¿Es usted comerciante? ¿Tiene una licencia para la venta al menudeo en el estado de California?

—Me dedico al negocio de la música.

Tras una breve pausa, agregó:

—Antes me ocupaba de la edición de partituras; ahora he decidido intentar la venta de discos. Siempre ha sido una especie de sueño para mí tener mi propia tienda.

—Ya tenemos una discoteca —afirmó Greb—. El Bar Musical de Hank.

—Esto será diferente. Será de música para conocedores.

—Quiere decir, música clásica.

—A eso me refiero.

Greb se humedeció el dedo pulgar y empezó animadamente a dar vuelta a las tiesas páginas amarillas de su libro.

—Creo que tenemos el lugar perfecto para usted. Una tiendita agradable, muy moderna y limpia. El frente inclinado, iluminación fluorescente, construida hace sólo dos años. Se encuentra en la calle Pine, en el mero corazón de la zona comercial. Antes fue una tienda de regalos. Los dueños eran esposos, una agradable pareja de edad madura. Él vendió todo cuando ella murió. Fue de cáncer estomacal, según tengo entendido.

—Me gustaría ver el local —indicó Joseph Schilling.

Greb le sonrió astutamente desde el otro lado del mostrador.

—Y a mí me gustaría enseñárselo.