Cuaderno n.º 9

TODAVÍA CREO que si no hubiéramos ido a ese cine de los Campos Elíseos, ni hubiéramos tenido que alinearnos en una cola interminable; si no me hubiera entrado el antojo de comprar el periódico y Rose-Marie me hubiera aceptado la invitación de abandonar el proyecto de meternos en esa sala recalentada y oscura para admirar desde la terraza de un café la oriflama del crepúsculo que se desplegaba detrás del Arco del Triunfo, mi novela, que ya iba a la altura de las ochenta páginas, estaría terminada. El destino es estúpido como este rosario de coincidencias. Lo primero que encontré en el periódico, bajo titulares de cinco columnas, fue esta información que leímos Rose-Marie y yo. Dice textualmente:

«De los delincuentes arrestados durante el curso del año en el departamento del Sena, trece por ciento son menores de dieciocho años y dieciocho por ciento menores de veintiuno. El porcentaje no era sino del seis en 1957. De cada cinco ciudadanos arrestados por la policía, uno corresponde a un menor. La noche de ayer, en la estación del metro Sèvres-Babylone, treinta jóvenes maleantes atacaron a un muchacho y una muchacha de su edad, los arrojaron al suelo y los molieron a golpes. La policía intervino. Los jóvenes se revolvieron contra la policía y el escándalo continuó en la comisaría del barrio

—Todas las noches tomo el metro en Sèvres-Babylone, cuando vengo a pie de la Alianza por el Boulevard Raspail.

«Esta tarde, en la plaza de la República, otra banda desencadenada —formada por jóvenes menores de quince años— golpeó a los transeúntes, se encarnizó contra un estudiante a golpes de manopla y destruyó las vitrinas de varios almacenes.»

Infinidad de veces he pasado por la plaza de la República.

«Lo más grave no es esta llamarada de violencia gratuita y ocasional. Lo que más nos preocupa, dice la policía, es la evolución interna de esos grupos juveniles. En el seno de la clásica banda, sin estructura y sin método, se están formando núcleos de duros que se organizan como verdaderas asociaciones de gangsters

Nota: Si me salto páginas en el periódico, y en cada página noticias enteras, y dentro de éstas paso por alto tres o cuatro párrafos: ¿cómo escribir una novela cincunscrita a lo esencial, semejante a una demostración matemática de la cual no puede quitarse ni una coma sin alterar el resultado?

Los espectadores de la sesión anterior comenzaban a salir y nuestra cola se arrastraba lentamente, como un gusano, en dirección a la taquilla del cine. Rose-Marie hojeaba el periódico mientras yo sacaba el dinero para pagar las entradas. En la quinta página del periódico me señaló con el dedo esta información:

«Leopoldville. Ciento veintiún europeos, entre quienes se contaban ciento diez griegos y un belga, etc., etc…» Me interesa escribir una novela en la que Rose-Marie no pueda saltarse una sola palabra. «Según los testimonios de los testigos, de veinticinco a treinta blancos fueron asesinados y “devorados” en Wamba, y actos semejantes de canibalismo se han registrado en otros lugares del Congo.»

Es menos grave que haya antropófagos todavía en el Congo a que en la estación de Sèvres-Babylone, donde millares de gentes descienden diariamente del metro para hacer sus compras en el Bon Marché, jóvenes menores de dieciocho años ataquen en cuadrilla de malhechores a pasajeros indefensos. West Side Story, con música y ritmo de ballet, presenta la lucha entre dos bandas de jóvenes neoyorquinos, la una de mestizos de todas las razas europeas y la otra de mestizos portorriqueños o hispano-americanos. La película presenta en color y en inglés, lo que el periódico de la tarde muestra en blanco y negro y en francés. Aunque sentía contra la mía la tibia mejilla de Rose-Marie, el poder expresivo del cine, millares de veces superior al de la mejor literatura, reforzaba el desaliento que me había producido la lectura del periódico.

—¿Tú crees que estas cosas pueden pasar en Nueva York?

—Si pasaron hace dos noches en París, ¿por qué no habrían de suceder en Nueva York?

Descendíamos por la Avenue MacMahon, en dirección a su casa de la Avenue Niel, con el Arco del Triunfo a las espaldas, cristalizado por la luz blanca de los reflectores.

Nota: A mí me gusta nombrar, enumerar, por el placer físico, gustativo, olfativo, visual, auditivo, táctil, que me producen ciertas palabras. No cito nombres por erudición o pedantería. No prefiero ciertas palabras, como les sucede a centenares de hispanoamericanos, por ser francesas y no aztecas, inglesas y no chibchas o quechuas, o guaraníes, o aymaras. Gozo tanto al decir los Campos Elíseos, la Concordia, la Estrella, la rue du Bac, Montparnasse, Montmartre, Saint-Germain des Prés, como al saborear a Cartagena de Indias, y paladear a Guatemala, Arequipa, Río de Janeiro, Paraguay, Guanabara y Belén del Pará. Si Waterloo, Austerlitz, Arcole, el Marne, retumban como cañonazos en mis oídos, Apure, Casanare, las Queseras del Medio, Vargas, Boyacá, Pichincha, Junín, Ayacucho, me saben a humo de pólvora y me deslumbran como una carga de caballería a pleno sol. Amar la lengua, y yo amo sensualmente la mía, es saborearla, paladearla y sentirla.

—¿No es impertinente ponerme a escribir una novela sobre dos infelices campesinos de cualquier pueblo de los Andes cuando se ve una película como la que acabamos de ver?

—No digas tonterías. Tú no eres un periodista, me lo has dicho muchas veces, sino un escritor.

Claro está que el novelista vive al margen de la historia y es en cierto modo inactual. No crea dentro de las coordenadas temporales que rigen el mundo circundante, sino dentro del tiempo ideal de su creación literaria. Esto lo he pensado o lo he leído en alguna parte. Pero lo que en ese momento sentía era más fuerte que todo pensamiento. Nos detuvimos a observar tres clochards que discutían animadamente. Estaban envueltos en abrigos informes, tirados en el suelo sobre una parrilla de los respiraderos del metro. Sopla allí una onda caliente que sube de los subterráneos. Los tres compartían una barra de pan y una tajada de jamón. Cada uno empuñaba su propia botella de vino rojo. Unos curiosos los contemplaban desde lejos. De pronto, tres policías se acercaron blandiendo el bolillo; se apoderaron de las botellas de vino y las derramaron por el suelo. Luego obligaron a los clochards a que «circularan y no hicieran escándalo en la vía pública» y los dispersaron a empellones.

El uno se fue calle abajo por la Avenue Friedland. El otro sesgó, tambaleando, hacia los Campos Elíseos; el tercero descendía, hablando solo y agitando los brazos, detrás de nosotros por la Avenue MacMahon. Ni a estos tres desgraciados va a impedirles dormir esta noche la noticia de los antropófagos del Congo. Es inútil hacerme las siguientes reflexiones:

  1. Cervantes escribía la historia municipal de un hidalgo estrafalario de la Mancha, cuando España estaba descubriendo y colonizando un imperio en América. La batalla de Lepanto le importaba mil veces más a Cervantes que la noticia de la conquista de México.
  2. Mientras se libraba la batalla del Marne, encerrado en su alcoba asfixiante del Boulevard Haussman, Marcel Proust describía un sombrero de la Duquesa de Guermantes. Le interesaba más la ascensión social del clan Verdurin que la inminente destrucción de París por los ejércitos del Kaiser.
  3. Mientras Italia se destrozaba a dentelladas en guerras intestinas, y la unidad católica se resquebrajaba en Europa, encaramado en un andamio Miguel Ángel pintaba el Juicio Final en el altar mayor de la Capilla Sixtina.

Aunque estoy íntimamente persuadido de que el periódico y la actualidad son los mayores enemigos del escritor, como hombre que no puede prescindir del uno, pues vive inmerso dentro de la otra, tengo la impresión de que mi novela carecería de interés; y contra un sentimiento irracional, racionalmente no se puede luchar.

Una noche oíamos cantar a un ruso unas canciones nostálgicas y exóticas en un pequeño restaurante de Montmartre, en una callejuela que desemboca en la Place du Tertre. Entre la nube de humo de cigarrillo y la doble fila de clientes que esperaban ante la barra mientras se abría un hueco en alguna mesa del minúsculo comedor, afloró el rostro del Cónsul. Me volví rápidamente hacia Rose-Marie, hundí la cabeza en su pecho y le acaricié febrilmente las manos. Cuando pasado aquel arrebato de amor me atreví a levantar la cabeza, el Cónsul había desaparecido.

Otro día, en las carreras de Longchamps cuando tomaba una copa de champaña con Rose-Marie, llegó un chileno culto y simpático, Embajador ante la Unesco. Lo acompañaban dos señoras muy elegantes, con sendos collares de perlas y abrigos de visón. Una de ellas, todavía joven y bonita, al oír mi apellido recordó el de una amiga suya con quien había estado en París hacía dos o tres años.

Tengo interés en estudiar esta curiosa variedad de gentes para quienes no existe el dinero porque lo tienen en abundancia. Por no tenerlo, yo me preocupo excesivamente del que me hace falta, como le ocurría a Balzac.

—Ustedes tienen el mismo apellido. «La Negra» es una mujer encantadora. Llamaba la atención en todas partes.

Estimulado por la presencia de una segunda botella de champaña, le dije alegremente:

—¡«La Negra» es una prima mía!

Comenzó a hablarme de tú con la misma naturalidad con que le pidió al camarero un paquete de cigarrillos.

—¿Tú sabes que se separaron? «La Negra» tenía un amigo muy simpático a quien conocí en Roma. El Marqués de Orvieto.

Toda esta gente es amiga en Europa de un marqués más o menos auténtico.

—¡Ella es tan inteligente! En cambio, el pobre de su marido… Tú sabes…

—Pierre me contó ayer que había reservado un cuarto para el jueves próximo.

Toda esta gente habla en clave sobre personas a quienes llaman por un apodo o un diminutivo familiar —Rosy, Cooky, Negra, Pil—, que al parecer son tan populares como Jimmy (el Duque de Alba para sus amigos) o David (el Duque de Windsor para su sobrina la Reina de Inglaterra).

Una tarde en Fouquet’s…

Todos llaman por su nombre al conserje del Hotel Jorge V y al limpiabotas de Fouquet’s…

… sentados en la terraza contemplábamos el deprimente espectáculo de centenares de automóviles que ruedan por la avenida envenenando el aire, gruñendo en las esquinas, trepidando, acezando, jadeando, para precipitarse de un salto hacia metas desconocidas. Rose-Marie se levantó de pronto. Corrió por la acera abajo y se detuvo ante una pareja de jóvenes que caminaban lentamente, cogidos de la mano. Cambió besos primero con ella y luego con él, un hombre alto y fornido que llevaba un clavel rojo en el ojal. Ahora se acercaban lentamente a mi mesa, hablando los tres a un tiempo con mucha animación. Rose-Marie me señaló con un movimiento de cabeza, y cuando me acerqué al grupo me dijo:

—Tenemos que celebrar este encuentro; los dos tienen que ser amigos tuyos; conocen a Miguel, el novio de tu hermana…

Pasan dos turistas nórdicos, en camisa y con pesadas mochilas al hombro. Pasa un clochard, husmeando como un perro. Pasa un caballero extraño con un sombrero de grandes alas y un bastón en la mano. Pasan tres muchachos con una niña abrazada a uno de ellos. Pasa un tipo equívoco, de ojos pintados, y uno de los clientes de la terraza se levanta apresuradamente para seguirlo…

Afortunadamente el ruido ensordecedor de la sirena de un coche de bomberos ahogó las palabras y las presentaciones.

—Perdóname, pero no oí bien tu nombre cuando nos presentó Rose-Marie. ¿Dices de los Fulanos de…? ¿Sobrino de doña Mercedes? Yo no sabía que tuviera un hermano. ¿Vivía en el campo, dices? Oye, mi amor: no me habías contado que doña Mercedes tuviera un hermano mayor.

Toda esta gente tiene una propiedad en el campo y las hijas han sido o serán presentadas a la Reina de Inglaterra en una recepción en el Palacio de Buckingham.

Se acercaron a nuestra mesa algunos compatriotas que conocían a mi novia, o eran amigos de sus amigos chilenos.

—Antes de nacer yo, hacia el año 10, mi padre ya se reunía aquí con sus compatriotas. ¿Tú sí habrías oído hablar de papá?

Como si tuvieran el sentimiento de su inestabilidad, todos hablan de su familia cuando se encuentran en el exterior con compatriotas a quienes no conocen. Parecen tener el temor de que los crean el fruto de una generación espontánea.

—¡Eran los tiempos de la Bella Otero, del can-can y del Café Concert! —exclamé con el objeto de sacar la conversación al terreno de las ideas generales.

—Cuando me despedía en el aeropuerto, Miguel contó algo muy extraño sobre un tipo que vive en París y le estrelló su automóvil. ¿Tú lo conoces?

Para los estudiantes de la orilla izquierda, lo importante es vivir en París. Para estos turistas primaverales —los primaverales turistas otoñales de los Campos Elíseos— lo importante es que al otro lado del Atlántico se sepa que están viviendo en París. Bebí de un sorbo un whisky doble y respondí en términos muy vagos que algo había oído hablar del amigo de Miguel, pero no recordaba nada concreto. Insistí en la belle époque y les recomendé que visitaran la exposición de Toulouse-Lautrec en el Petit Palais. Comenzaba a recobrar mi seguridad cuando uno de los amigos de Rose-Marie, recién llegado de la Costa Azul, donde había perdido dos mil dólares en la ruleta, preguntó si alguien iría esa noche a la comida del Cónsul.

Todos han perdido miles de francos en Longchamps, todos practican deportes invernales en Suiza, todos juegan en los casinos de la Costa Azul.

—Debe pasar por mí de un momento a otro, porque todavía no tengo automóvil.

Yo le dije a Rose-Marie, al oído, que me estaba muriendo de dolor de cabeza y quería irme a acostar. Al levantarnos de la mesa, el perdedor de los dos mil dólares en Cannes nos invitó a todos para el próximo sábado a un cóctel en su departamento de la Avenue Foch, que le había arrendado por seis meses el padre de Miguel.

Los primeros quince días tenía la preocupación de anotar en este cuaderno lo que había gastado: desayuno en un bistrot de la esquina de Ternes con MacMahon, almuerzo en el restaurante de «La Boule d’Or», aperitivo en el bistrot de la Place Péréire. A medida que pasaban los días, el gasto iba subiendo. A veces por culpa de ella, pues me hablaba de algún restaurante de la Avenue Victor Hugo, a donde la había llevado el Embajador de Chile, de cuyas hijas era muy amiga. Otras veces la culpa era mía, pues por presumir de conocer lugares que nunca frecuentaba, di en llevarla a tomar el aperitivo no al bistrot de la Place Péréire, sino al bar del Plaza o a la terraza de Fouquet’s. Para no preocuparme dejé de hacer cuentas. Pasado el primer mes le dije a Rose-Marie que el médico me había prohibido viajar en avión, pues tengo —no lo tengo, pero algo tenía que decir— un soplo congénito en el corazón. Ella se preocupó mucho y me prohibió viajar en metro para evitar las escaleras. Esto representó sumas cada vez mayores en taxi, al cual, por otra parte, no es difícil aficionarse cuando se llevan cuatro años de diaria intoxicación en el metro. Cuando al hacer un arqueo de lo que tenía en el bolsillo no encontré sino ochenta francos y un recibo por los últimos ocho días de hotel, desistí de viajar. Le dije a Rose-Marie que mi abuela y mi hermana me habían escrito que vendrían a París y pasarían conmigo el verano en una playa española de la Costa Brava. Comencé a esperar en el milagro o en la lotería.

Los cines y el metro ya huelen a sudor. Los escaparates de las tiendas presentan una deslumbrante colección de vestidos de playa. Las mujeres se desvisten rápidamente y ayer vimos con Rose-Marie, en la terraza de Fouquet’s, una inglesita en shorts.

Divertimiento Orquestal para una Novela de Sociedad que no podría escribir.

Escenario: Embajada de Chile.

Personajes: Los que aparecen por su orden.

Un caballero anciano, de perilla blanca, muy pálido, vestido rigurosamente de negro. Se diría un profesor francés, pero es un antiguo Embajador hispanoamericano establecido en París desde hace muchos años.

Embajador: Hay un tema que un novelista como usted debería tratar algún día: el de esa generación, formada aquí en París, cuya influencia fue decisiva tanto en América como en Europa.

Una señora: ¡Hace años que no nos vemos, Embajador! ¿No estaba en París?

Embajador: Estaba en Suiza… Le presento a estos amigos: la hija de…

Una señora: Claro que te conozco… Yo adoro a Suiza en invierno, Embajador… No les digo adiós, ya vuelvo.

Un cóctel en la segunda mitad del siglo veinte es una sinfonía de música dodecafónica. Una tertulia en la primera mitad del siglo dieciocho, era una partitura de música de cámara.

Novelista: Pues esa generación tuvo una enorme importancia, y no lo dudo, sólo que como novelista no me interesa.

Embajador: ¡Cómo no le va a interesar! Esa generación formó una conciencia americana en Europa y en América una conciencia europea.

Profesor: Ustedes deben estar hablando algo muy interesante. Buenas noches, Embajador…

Embajador: Les presento al profesor N… del Instituto de Altos Estudios Latinoamericanos.

Rose-Marie intervino para decir que yo tenía un temperamento polémico y es uno de los defectos que procurará corregirme cuando sea mi mujer.

Embajador: Usted es muy joven todavía y tal vez no conoce bien nuestra historia de comienzos del siglo.

R. M.: La conoce tanto, Embajador, que está escribiendo una novela sobre esta época… Buenas noches. No te veía hace años. ¿Estabas en Italia todavía? Te presento al Embajador…, mi novio… Tú lo conociste una vez en el Centro.

Segunda señora: ¡De lejos, claro! Pero no quiero interrumpirles. Tengo que saludar a la señora de la casa. No la veo desde hace años.

Embajador: Perdone usted, no lo sabía. Sin embargo, quiero decirle algo que podrá servirle para la redacción de esa novela.

Detesto las personas que aconsejan a los artistas y a los escritores. Como usted es pintor, podría pintar un cuadro sobre… Si usted es escritor, ¿por qué no escribe un libro para…? Rose-Marie llamó a un criado para que nos sirviera una copa de champaña.

Embajador: Por París ha pasado toda la historia americana desde la Independencia hasta nuestros días. Por París ha pasado esta mujer maravillosa infinidad de veces… Venga un momento, les presento… Bueno, será otra vez.

Tercera señora: ¡Ya vuelvo, ya vuelvo!

Novelista: Por eso te digo, Rose-Marie, que para escribir una novela hispanoamericana hay que estar en París.

Embajador: En París nació en Bolívar la idea de la Independencia cuando habló con Humboldt y asistió a la coronación de Napoleón en Notre-Dame. En las logias inglesas se discutía la independencia americana. La organización del Estado se hizo en América con ideas de la Revolución Francesa. Las élites de todos nuestros países han leído en francés. En París escribió esa generación de fines del siglo diecinueve y comienzos del veinte, a la cual tanto le debemos.

Novelista: Todo eso puede ser así, pero lo cierto es que ahora los americanos que viven en Francia no influyen en nada en la América de las nuevas generaciones, ni ésta se refleja al través de ellos en París.

Un secretario: Con su permiso, Embajador… El Embajador de Bolivia que acaba de llegar a París… Tal vez usted lo conoció en…

Embajador: ¡Pero muchísimo, figúrese usted! Este amigo novelista a quien quiero presentarle, no cree que Francia haya tenido una influencia decisiva entre nosotros…

Boliviano: ¡Decisiva! Pero, ¿quién lo duda? Perdóneme un momento… Allí veo al Nuncio, a quien tengo que preguntarle alguna cosa… Volveré dentro de un momento.

Novelista: Yo creo que el pueblo y no las clases dirigentes fueron el motor de esa historia.

Era una idea del negro, pero según las necesidades de la discusión o de la dialéctica yo adopto las opiniones que me convienen más.

Embajador: No estoy de acuerdo con usted. Los criollos en tiempos de la Independencia, los terratenientes, los comerciantes, los funcionarios, quienes organizaron las campañas libertadoras, eran una élite que muchas veces no contó con la confianza ni con el apoyo del pueblo…

Éste es un mero ensayo de diálogo fugado y sincopado, en vista de una posible novela. El tema en sí mismo no me interesa; me interesa sí el procedimiento, aunque comprendo que convendría más a una comedia que a un relato novelado.

Profesor: Sin esa élite, con ese pueblo ignorante y fanatizado por el clero, todavía ustedes serían una colonia española. Esa generación de que habla el Embajador, que escribía para América desde París y le daba a París la idea de que América era una realidad, también era una élite… Buenas noches, Ministro. Señora, buenas noches…

Señora: Tenemos que vernos… En realidad, ya no se ve uno con nadie. No hay tiempo para…

Embajador: No nos dejan conversar. Vamos a aquel rincón.

Novelista: Uno de los fenómenos típicos de Hispanoamérica es la desaparición de las élites, Embajador. Ya el Estado no está en sus manos. Aunque socialmente puedan ser permeables, lo cierto es que al margen de ellas se ha formado por todas partes una nueva clase media, una pequeña pero excelente clase media, créamelo usted, que conduce el Estado.

Embajador: Buenas noches… Encantado… Sí, sí… Nos veremos en la Embajada de Italia, no faltaría más. Decía usted…

Tal vez más exactamente que una partitura de música dodecafónica, un cóctel es una orquesta que prepara los instrumentos antes de que el director empuñe la batuta y dé los dos golpes rituales en el atril. Yo tenía la impresión de que de aquel rumor confuso y discordante, de pronto podría salir musicalmente alguna cosa, o el coro, como en la ópera, comenzaría a cantar.

Novelista: Decía que los auténticos representantes de esa América que usted ya no conoce, Embajador, somos los estudiantes…

Rose-Marie: ¡Pretensioso!

Novelista: No lo digo por mí, claro está. Millares de estudiantes hispanoamericanos, hijos de familias muy modestas, se están formando aquí con una mentalidad revolucionaria.

Criado: ¿Un whisky? ¿Una copa de champaña?

Embajador: Una copa de champaña, por favor.

Novelista: A mí un whisky, gracias.

Profesor: Yo nada…

Novelista: Esos muchachos no creen en la historia, ni les importa un bledo. Todos son más o menos marxistas, más o menos socialistas, más o menos castristas, más o menos peronistas, créamelo usted.

Embajador: Me parece muy grave. En mi tiempo todos éramos liberales…

Rose-Marie: ¿No quiere, Embajador, un pisco chileno? ¿Quieres un pisco chileno?

El tintineo del hielo entre los vasos, la cascada de agua mineral, las preguntas de los criados, las bebidas, los bocaditos calientes, son florituras orquestales —como los timbales, el triángulo, las campanitas— que el director puede suprimir sin afectar el tono general de la orquesta.

Embajador: Prefiero una copa de champaña, muchas gracias.

Novelista: Voy a probar el pisco.

Rose-Marie: Te gustará, vas a ver.

Novelista: En su tiempo, el estudiante hispanoamericano era un señorito rico y de buena familia que aspiraba a formar parte del gobierno de su país. ¿No es eso? Pues eso también ha desaparecido.

De pronto apareció a lo lejos, en la puerta del salón, el Cónsul, que llegaba retardado. Al verme, su rostro se ensombreció, pasando del rosa desteñido al tinto Beaujolais. Con cualquier pretexto, hice mutis por el foro, me deslicé entre la multitud que llenaba el salón y salí a la calle con el corazón en la boca, como si aquello del soplo fuera una enfermedad de verdad.

Escena (II). Relato de Rose-Marie.

Cónsul: ¿De dónde diablos sacaron ustedes a ese tipo?

Rose-Marie: ¿A quién se refiere usted?

Cónsul: A ese muchacho que estaba con ustedes aquí, hace un momento. Me sorprende verlo en la Embajada de Chile.

Rose-Marie (herida y humillada): ¿Qué es lo que usted quiere sugerir?

Embajador: Seguramente, el Cónsul está equivocado. Son tantas las gentes que pasan por un Consulado hispanoamericano en Europa, que es fácil equivocarse.

Escena (III). Al otro día, en un café de la Place Péréire.

Rose-Marie: Deberías ir mañana mismo al Consulado. Esas confusiones hay que aclararlas, y yo de ti les mandaría unas flores a esas muchachas en lugar de gastar tontamente tu dinero mandándomelas a mí.

Nota: Utilizar lo menos posible el pretérito imperfecto. Es una costumbre que adquirí en los tiempos en que vivía con Pabliño y frecuentaba sus amigos, españoles de la Avenue Wagram. Estos dicen yo he visto, yo he estado, yo he pensado, yo he dicho, yo he hecho, cuando más limpia y afirmativamente los hispanoamericanos decimos yo vi, yo estuve, yo pensé, yo dije, yo hice. En cambio, ellos, más dueños de su voluntad que nosotros, dicen yo iré cuando nosotros pensamos ir o vamos a ir, y yo haré cuando nosotros vamos a hacer algo que posiblemente no haremos nunca, como me suele suceder a mí.

La jauría de los cazadores anda todavía lejos, pero con sus grandes ojos —los mismos de Rose-Marie— la gacela mira hacia un punto vago del horizonte. Está quieta, pero no en reposo. Tiene los músculos tensos, un ligero estremecimiento en el anca, y balancea en el aire una fina pata delantera.

—Estuve ayer en el Centro de la rue d’Assas y me encontré al Padre, a quien hacía tiempo no veía. Quedó muy sorprendido al enterarse de que continuabas viviendo en París. No demostró demasiado entusiasmo cuando le conté que eras mi novio y teníamos el proyecto de casarnos cuando lleguen mis padres. No fuiste a la fiesta del sábado, aunque me lo habías prometido…

—Me aburre profundamente la sociedad. La vanidad, la superficialidad, la tontería, la hipocresía de esa gente me produce urticaria.

—Me habías dicho que cambiabas de barrio, de la orilla izquierda a la orilla derecha, no sólo por acercarte a mi casa, sino por alejarte de tus antiguos amigos.

—Pero todo eso, ¿a qué viene? ¿Por qué no hablamos de otra cosa?

—¿Y tú por qué me dices mentiras? ¿Cuándo vas a empezar a escribir tu novela?

—Flaubert era como yo. El deseo de perfección le paralizaba la pluma.

Me soltó la mano, se paró delante de mí y me preguntó por qué la noche anterior me había escapado de la Embajada de Chile sin despedirme siquiera. Con las hijas del Embajador y otros dos amigos habíamos planeado terminar la fiesta en una boîte por los lados de Saint-Germain des Prés. Pretexté un malestar, una palpitación, un pequeño desfallecimiento cardíaco. Traté de dramatizar un poco para desviar hacia mi corazón su mal humor, pero ella no se mostró demasiado alarmada. Me dijo que ese acto de mala educación con las chilenas y de descortesía con ella podía pasar, pero ahora tenía interés, urgencia, en saber por qué el Cónsul tenía tan mala opinión de mí…

Perspectivas: Reconectarme con el negro y pedirle un adelanto sobre una serie de artículos para sus publicaciones comunistas. Demostraré la obligación moral que tiene un escritor contemporáneo de dedicar todo su talento de persuasión a interpretar la actualidad en un sentido revolucionario. Un joven escritor —tal vez convendría adoptar la forma de confidencia o de confesión al lector— prescinde de escribir una novela al comprender que es absurdo desarrollar una aventura imaginaria cuando la descomposición de la sociedad capitalista se refleja en el cine, en el periódico, en la plaza de la República, en la estación del metro de Sèvres-Babylone. Si no logro obtener nada con el negro, pues los negros son vengativos y rencorosos —es una intuición mía, pero yo creo en esa forma irracional de conocimiento— acudiré al Centro de la rue d’Assas, entonaré el mea culpa y le haré al Padre un conmovedor relato de mi lucha contra los comunistas. Le diré que hastiado profundamente de los círculos estudiantiles en que anduve metido hace unos meses, estoy dispuesto a publicar unos artículos sensacionales sobre la penetración comunista en América a través de la inteligencia juvenil que se forma o se deforma en Europa. Y si me falla la reconexión con el negro, y no resulta la operación con el Padre —al cual sólo recurriré en última instancia— me queda el recurso de mi amigo el pied-noir, dueño de un cabaret en la Avenue Friedland, a doscientos metros escasos de los Campos Elíseos. Mi amigo el pied-noir trasplantó sus cuarteles de Casablanca a París, cuando los negocios empezaron a descomponerse para los europeos argelinos. Es hombre corpulento, bonachón, simpático, que habla español y protege a «cantaores» y guitarristas que vegetan en los cabarets de París. A partir de las nueve de la noche, el pequeño local, arreglado con motivos típicos de un folklore internacional, se llena de turistas de los hoteles vecinos y de muchachas a quienes arroja a esa playa, al parecer desierta, la resaca de los Campos Elíseos. Un día, en pleno intercambio de confidencias alcohólicas —para él soy un estudiante de familia rica a quien la pensión no le alcanza para lo superfluo, que es lo necesario en París— me ofreció espontáneamente una pequeña comisión por los clientes que le llevara al cabaret. Y comencé a llevarle compatriotas y chilenos amigos de Rose-Marie, ávidos de mujeres y deseosos de conocer algún lugar discreto y barato que no fuera frecuentado por los turistas. Además, puedo hacer una operación semejante con Juanillo, el de la Place Clichy, a donde no volví desde que murió Chantal.

Nota: Una de las preocupaciones del turista es no parecerlo.

Si todo aquello fracasa por cualquier motivo, le pediré prestados trescientos o cuatrocientos francos a uno de los botones que hacen esta clase de operaciones en Fouquet’s con la clientela conocida; y a mí me conocen por haberme visto muchas veces en un círculo de hispanoamericanos fanfarrones cuyas propinas, por pudor social, ningún americano millonario se atrevería a dar.

Menos mal que tengo por delante, para poner por obra esta estrategia, dos semanas enteras mientras Rose-Marie, pensando en mí, visita con sus amigas chilenas los castillos del Loira.

El corazón de las abuelas «tiene razones que ni los padres comprenden». Le escribí por eso una carta a la mía, en uno de esos momentos de exaltación a que me conducía una tarde feliz con Rose-Marie, una palabra suya más tierna que las otras, una mirada más suave, un beso más prolongado que de ordinario. Para describírsela físicamente eché mano de todas las Vírgenes de la pintura universal, comenzando por esa criatura adorable de Fouquet que ofrece el seno redondo, tibio, casto, a los golosos labios del Niño. Para pintársela intelectualmente le hablaba de la Clelia de la Cartuja de Parma, aunque la pobre vieja jamás ha visto la Virgen de Fouquet e ignora la existencia de un hombre que se llamaba Stendhal. Son resabios literarios que no logro vencer.

Insisto en una preocupación que me asaltó alguna vez en estos cuadernos: ¿Es bueno o malo citar en una simple carta de familia obras o personajes literarios? Y en una novela, ¿qué tal? Las hay magníficas, sin una sola referencia, como la mayoría de las de Balzac, pero en cambio hay otras, como el Quijote, abarrotadas de citas. Debe ser cuestión de gustos. Hay personas que citan por vanidad y otras para dar mayor precisión a la exposición de sus ideas. También las hay que con las citas disfrazan su falta de pensamiento propio, así como ciertas personas adornan su insignificancia con la cinta de una condecoración en la solapa.

Para tranquilizarla, le decía que mi futuro suegro me asociará a sus negocios y me conectará con una editorial que publicará mis novelas. Le pedía la bendición y le prometía que, una vez casado, lo primero que haría sería volar a verla con mi mujer y llevármela a vivir con nosotros en ese inmenso fundo, con un lago rodeado de pinos, que tenemos en el sur de Chile. Cuando leí la respuesta mi abuela, que mi hermana debió sacar a máquina en el Ministerio, tuve un movimiento de cólera. Entre líneas y en ciertas frases se traslucía su estilo desapacible y cortante:

«Has engañado al Cónsul, a Miguel y al Gobierno. La idea del matrimonio con una extranjera es una nueva locura. Recuerda que eres un muchacho de familia modesta y si el matrimonio con extranjera puede ser un desastre, con una muchacha de una clase social superior a la tuya sólo puede conducirte a humillaciones y vergüenzas. Lo mejor es que regreses a casa.»

¿Acaso las categorías sociales son infranqueables en América? ¿Hay fronteras intransgredibles? Yo he tropezado con compatriotas que saltaron esas barreras. Eran jóvenes oscuros, como yo, a quienes un golpe de suerte, una beca, una influencia oportuna, un buen negocio, proyectaron de pronto a la primera página de los periódicos y a las más altas posiciones. Don Miguel Rodríguez, el padre de Miguel, es un ejemplo concluyente.

Operación Clichy:

El cabaret, oscuro y silencioso, se había despojado de todas sus galas. Ya no estaba Pabliño a la puerta con su uniforme de gala, ni se veían fotografías de muchachas desnudas en el corredor de la entrada. Era un modesto bar, con una docena de mesas vacías ante una de las cuales se encontraba Juanillo. Me dijo que Francia iba a un desastre irremediable. La carestía de la vida y la sistemática explotación del turista habían producido lo que él previó desde hacía mucho tiempo. Catorce millones de turistas invadieron a España según la radio de Andorra, y, en cambio, Francia no recibió ni siquiera siete millones. Es una vergüenza y una porquería. Clichy, Pigalle, la Place Blanche, todo Montmartre hasta la Place du Tertre, son lugares desiertos donde hay que disputarse a dentelladas el turista despistado que se deja caer por allí. Como si fuera poco, esas condenadas agencias de turismo barato ofrecen una cena en Maxim’s y una velada en el Tabarin por cincuenta francos miserables.

Sacudió tristemente la cabeza y le pidió a la cajera que nos sirviera dos Ricards.

—Y después quieren que pagues impuestos, y derechos de espectáculos, y prestaciones sociales. ¡Y te hablan de la alegría del barrio, y de las chicas de la Place Pigalle que bailan con la grupa y con los senos desnudos! ¡Tonterías! Yo tuve que cerrar el restaurante que conociste, a donde a la madrugada las muchachas llevaban a los clientes a tomar sopa de cebolla y un vaso de coñac. A los americanos ricos que se bebían seis botellas… ¡bueno!, eran tres que se volvían media docena… se los tragaron los infiernos. Las muchachas ya no quieren venir, porque se defienden mejor trabajando por su cuenta en los bulevares o en los Campos Elíseos. Algunas tienen automóvil propio, para que te des cuenta de que su negocio produce. ¿Te acuerdas de Chantal? Yo creo que la mató aquel cerdo marroquí, si no fue el chulo que vivía con ella. ¿No la volviste a ver? ¡Vamos, pobre chica! ¿Me preguntas por el pobre Pabliño? Pues verás… Esto no daba para porteros de librea, con botones dorados. Debe andar por ahí, lavando fachadas de edificios que es lo que saben hacer esos desgraciados portugueses. No confundirlos con los catalanes, ¿eh? Yo seriamente estoy pensando en liar bártulos y largarme a Beirut, donde las cosas andan mejor que aquí. De lo contrario no tardarías en verme vendiendo castañas calientes por la calle. ¡Ah! Si pudiera regresar a Barcelona, a ciertas callecitas del barrio gótico que yo conozco. Pero ¡qué quieres! Franco es inmortal y uno tiene sus pecadillos como cualquier cristiano. ¿Quieres otro Ricard? Es lo único que puedo ofrecerte. Yo he tenido que acostumbrarme a todo, tanto a los gozosos como a los dolorosos, que así dicen en mi pueblo, no lejos de Barcelona. ¿Conoces a Barcelona? ¿No? ¡Es una pena! ¿Has seguido alguna vez por la carretera que va bordeando la costa, todavía en tierras bajas y planas que se inundan en el invierno? Pues antes de llegar a Lloret de Mar ves un camino que tuerce a la izquierda, hacia las montañas… Dejemos eso, que no puede importarte. Te decía… Pues sí… ¿Qué te decía?

Los españoles tienen una facilidad impresionante para decir el menor número de cosas con el mayor número de palabras.

—Te decía enantes que estoy pensando cerrar este negocio también… Mira esas mesas vacías, y ya son las nueve de la noche. Los franceses no cenan tarde como los españoles. Es un pueblo que sabe comer bien, pero no sabe comer a deshoras que son las horas a que se debe comer.

Nota: Se sabe que un español está muerto cuando ya no conversa, aunque al rey don Rodrigo, que dejó entrar a los moros en la Península Ibérica… ¡Esa no puede ser!, me decía Juanillo… Pues el rey don Rodrigo, ya muerto y enterrado, pudriéndose en la gusanera, exclamaba: «Ya me comen, ya me comen, ¡por do más pecado había!» El gran pecado español es la intemperancia verbal. A don Rodrigo se lo comieron los gusanos por la lengua ¡y no por donde tú imaginas, Juanillo!

Total: fracaso de la operación Clichy.

Operación «pied-noir»:

Tres o cuatro parejas en la pista, una mesa con tres muchachas solas, unos viejos en la barra y una pareja de extranjeros, de cierta edad, que comen en una mesa la especialidad de la casa: corazones de palmera y una bazofia a la griega.

El pied-noir me saludó con grandes muestras de alegría. Encendió un cigarro y me llevó a una mesa del fondo del bar. Le pidió dos coñacs al camarero joven y triste, y con un movimiento de cabeza despidió a una muchacha rubia que me había seguido a la mesa, pensando que yo iba a bailar con ella. Me preguntó de qué se trataba y (éxito de la operación pied-noir), me adelantó trescientos francos.

Operación «comunismo»:

Al otro día, hacia las once, me dirigí a La Coupole que solían frecuentar el negro, el argentino, Marsha y demás compañeros, pero sólo encontré a las dos pintoras lesbianas. Me acogieron sin el menor entusiasmo, pues desde el día en que las conocí, con el resto de intuición femenina que podía quedarles descubrieron que yo antipatizaba profundamente con ellas. Me dijeron que el negro se había marchado al Congreso de Juventudes de Varsovia. Le habían oído decir que luego viajaría a Sudamérica…

—¿No saben ustedes a cuál de los veinte países hispanoamericanos?

—¿Veinte? ¡No lo sabíamos!

Les volví la espalda cuando una de ellas, la más fea de las dos, me dijo con sorna:

—¿Cuándo vas a publicar tu novela?

La otra me guiñó un ojo y exclamó:

—Nos dijeron que recibiste una herencia. ¿Por eso abandonaste a tus antiguos amigos?

Las dos estallaron en una risa histérica, la una dos octavas por encima de la otra, pero ambas destempladas y francamente insufribles. Conclusión: fracaso de la operación «comunismo».