Cuaderno n.º 2

ME PASABAN SOMBRAS por los ojos cuando me detuve ante las vitrinas de Hermes, en la calle del Faubourg Saint-Honoré. Había un bello despliegue de carteras de cuero, unas fustas de jinete, unas pañoletas de seda con dibujos de cacería o salpicadas de hojas amarillas, sienas y de color marrón. A mí no me produce ni frío ni calor contemplar en la vitrina de una tienda de lujo cosas que no puedo comprar. Me encantan las vitrinas de las tiendas de antigüedades, por el placer solitario de contemplar un mueble que quisiera tener en el salón de mi casa si mi casa tuviera un salón o si yo tuviera una casa con un salón digno de albergar ese mueble. Y los biombos de laca, y los relojes, y las tapicerías del Renacimiento con príncipes que van a la caza y llevan un halcón en la mano, o el rey Asuero que se inclina para escuchar a un mercader. Me intrigan las galerías de pintura siempre desiertas. Un hombre o una mujer meditan en un rincón oscuro. En la vitrina se exhiben dos o tres cuadros que en mi respetuosa ignorancia de la nueva pintura no me atrevo a juzgar. Las vitrinas con ropa de mujer me apasionan. Puedo permanecer media hora delante de ellas rellenando imaginariamente de carne femenina, suave y tibia, los sostenes, las fajas, las medias de seda que se estiran y ondulan como serpientes.

Alguien me cogió del brazo cuando miraba las carteras de Hermes con una mirada vaga y estúpida de perro hambriento. Debí palidecer, pues durante unos segundos desfiló ante mis ojos una vía láctea de pequeñas estrellas luminosas. El portero del Consulado, con una sonrisa tranquila y optimista me dijo:

—Desde hace ocho días hay una carta para usted en el Consulado. También le llegó un Giro del Banco. El Cónsul ha preguntado varias veces por usted. Necesitamos saber dónde está viviendo ahora.

—Bajo los puentes de París…

—Ya lo suponía yo.

—Es el título de una canción muy bonita, pero eso no tiene importancia.

Quería hacer un pequeño ejercicio de disciplina espiritual al aplazar la satisfacción de una necesidad apremiante por el mero placer de dominarla y dominarme. Me siento un asceta que resiste el dolor lancinante de las coyunturas paralizadas por la inacción y los mordiscos del hambre producidos por el ayuno. Un asceta que permanece de rodillas, con los brazos en cruz, en una celda helada y tenebrosa de algún convento de benedictinos españoles. Sólo España produce ese tipo de conventos y de santos. Descendí a la plaza de la Concordia, la atravesé de largo a largo, entré en el Museo de los Impresionistas del pabellón del Jeu de Paume, por puro deseo de seguir violentándome. La carta me quemaba el bolsillo. Mi carnet de estudiante, vencido hace tiempo, todavía me sirve para conseguir una rebaja en el billete de entrada. Permanecí media hora, tal vez tres cuartos de hora, paseando por aquellos salones crepusculares, iluminados por una luz artificial. Los impresionistas habían dejado súbitamente de impresionarme. Me detuve un rato ante las Catedrales de Monet que parecen miradas desde un automóvil en un día gris y monótono de invierno, cuando por los cristales, empañados a medias, ruedan en zig-zag las gotas de una lluvia tenaz. El resto de los cuadros me dejó frío y húmedo. Me levantó un poco el espíritu la mancha roja del «Tocador de Pífano», pero me deprimió la visión del grupo de pequeños burgueses que almuerzan en mangas de camisa una tortilla o una docena de huevos duros, tirados en la hierba. Era el estúpido siglo XIX bañado por el esplendor de una burguesía triunfante que ni siquiera en mangas de camisa lograba parecer natural. La técnica impresionista consistía en descomponer la burguesía y los cubiletes en ocho reflejos. El grupo de los pintores y de los poetas que se encuentra en el salón de entrada del Museo —yo adoro a Verlaine—. Verlaine también miraba el mundo, como Monet a sus catedrales, al través de un cristal empañado, me produjo una impresión —¿acaso no se llamaban impresionistas?— de aburrimiento y de melancolía.

Continuaba reteniendo el deseo de leer la carta que acariciaba con los dedos entre el bolsillo del abrigo. Como el borracho que está a punto de vomitar, tragaba saliva rápidamente y presentía el momento en que no podría resistir más. Media hora después llegaba al café, pedía un Ricard que despaché de un sorbo, y otro que paladeé lentamente. Abrí entonces la carta en que mi hermana me contaba que papá había muerto hacía quince días delirando conmigo pues no perdió la esperanza, hasta el último instante, de verme llegar.

Mi hermana terminaba diciendo que con la cesantía —treinta años inclinado el pobre hombre sobre un enorme copiador de correspondencia— habían comprado los dólares del giro para mi regreso. Lo que gana mi hermana como secretaria en otro ministerio, apenas les alcanza a mi abuela y a ella para vivir mal y cubrir la hipoteca de la casa que arrancándose tiras de pellejo papá logró comprar con veinte años de plazos. «Dime la fecha de llegada y el número de vuelo. En barco podría salirte más barato, pero nosotras perderíamos demasiado tiempo. Te advierto que la abuela no está bien. La vas a encontrar acabada, acobardada y triste.»

El sol naufraga demasiado pronto, aunque todavía faltan quince días para entrar en el solsticio de invierno. El cielo es una colcha lívida que se desploma sobre la calle. Las linternas de los automóviles son pupilas escaldadas por el insomnio. Los automóviles son fantasmas de automóviles. Las gentes que pasan rápidamente delante del bistrot son ectoplasmas envueltos en abrigos y bufandas de lana. Los raros clientes que abren la puerta de cristales proyectan en el interior, tibio y denso, un chorro de viento helado. Gruñen, ¡brrrr!, llaman al camarero, piden un café y se frotan las manos. En todas las narices, un poco enrojecidas, brilla una gota de escarcha.

—La señorita lo esperó tres días seguidos. Le dejó este papel.

Me entregó una hoja de cuaderno escolar, doblada en cuatro. Alguien le había dictado estas palabras en francés: «Mañana salgo para Nueva York. En el verano volveré. Besos, etc.» Lo de siempre. Se busca una diosa y se amanece con una prostituta envuelta en plástico en papel celofán. De un tiempo a esta parte, desde cuando resolví escribir mi novela y tomar notas en este cuaderno, me sucede que para pensar tengo que ponerme a escribir. Cuando todavía no era un escritor, necesitaba dejar de escribir para comenzar a pensar.

Es absurdo, pero aparte una breve conmoción física —una nube ante los ojos, un sudor frío, un malestar agudo y pasajero, un vago deseo de vomitar— no pensé en nada ni tuve el menor impulso de llorar cuando leí la carta de mi hermana. Absurdo porque yo pertenezco al género de los espectadores que lloran en el cine: viejas emotivas y desamparadas, señoritas pobres que consideran el matrimonio como una entelequia, empleados jubilados que en las tiernas imágenes de la pantalla encuentran un pretexto honorable para llorar por su infelicidad, su incapacidad, su vida frustrada y su mala suerte. Traté inútilmente de emocionarme al recordar entre brumas la silueta de mi padre cuando regresaba de la oficina arrastrando los pies. Se sentaba en el comedor a leer el periódico mientras jugaba con unas bolitas de pan… Pero mi novela es una realidad, algo que tiene un cuerpo, una forma, un volumen, un color. La veo expuesta en las vitrinas de las librerías. Tiene una cubierta blanca y una banda de papel rojo en la cual se lee Vient de paraître. No veo claro el título. Apenas percibo el tema y el contenido. Pero ella está ahí y es un objeto real aunque todavía no haya escrito, ni tenga el tema para escribirla, ni sepa qué título le voy a poner.

A la segunda lectura de la carta se me ocurrió pensar que si no sentía nada extraordinario era por la razón de no estar íntimamente convencido de que mi padre había muerto. Se trataba de un cadáver inverosímil, puesto que yo no lo había visto. No podía emocionarme súbitamente por la desaparición de papá del mundo de los vivos, de nuestro mundo, puesto que había desaparecido hacía tiempo de esa memoria útil que aprovecho para establecer una continuidad dentro de la rutina de mi vida ordinaria. Había desaparecido la primera noche en que llegué a París y dejé de pensar en él cuando en lo alto y a lo lejos reconocí un Arco del Triunfo de cristal, iluminado al trasluz, flotando en un cielo fosforescente. Y al no tener ni por un momento la impresión física y concreta de que mi padre ya no era un hombre vivo sino un cuerpo muerto, se me ocurrió una idea fantástica que algún día puedo utilizar. ¿No sería concebible que las personas no mueren, sino simplemente se alejan a otro lugar en el cual asumen una nueva corporeidad extraña y misteriosa? A veces en plena calle o en un bus, o en la estación del metro, he reconocido fugaz pero intensamente a un amigo a quien había dejado de ver y en quien no había vuelto a pensar desde hacía muchos años. Se trata, diría yo, de una intuición de presencia. Un segundo después una mirada más atenta pero menos clarividente que la primera, me convence de que padecía una equivocación momentánea. Pero dejemos esto para después.

Un cielo despejado y azul, un azul tierno y luminoso, se reflejaba en el Sena cuando crucé el puente frente a Notre-Dame. Quería pensar pero no podía hacerlo. No quería pensar, sería más exacto decir. Me agarraba como un náufrago a las pesadas barcazas que descendían por el río, a los faros de los automóviles que cruzaban el puente, a las tiendas de flores que derraman sobre la acera macetas de claveles y de gladiolos, plantas ornamentales, jaulas de pájaros y recipientes de cristal con pececitos de colores. Caminaba a toda prisa, como sí tuviera urgencia de llegar a alguna parte. Al seguir por los muelles una punzada en el estómago me recordó de pronto que tenía hambre, pues no pasaba bocado desde la noche anterior. Comí un sandwich y tomé otro Ricard en un bistrot. Atravesé los jardines de los Campos Elíseos; más tarde, atraído por un anuncio, quise entrar a la exposición conmemorativa de Toulouse-Lautrec. Desgraciadamente iban a cerrar, pues faltaba un cuarto de hora escaso para las cinco de la tarde. Por mi cabeza desfilaban toda clase de imágenes y pensamientos. Sabía que no quería pensar ni recordar algo determinado, y que más que nunca era necesario olvidar. Las luces del Rond-Point y las fachadas iluminadas de Jours de France y el Figaro giraban ante mis ojos cuando me senté en un banco a descansar un instante. Sudaba a mares y tenía sed, pero estaba demasiado cansado para pensar en levantarme.

¿Qué representa París para un extranjero como yo? ¿Qué es realmente París?

No recuerdo quién dijo que el hombre elegante no es el que viste a la última moda, sino por el contrario el que está un poco pasado de moda. Debe ser una frase de Wilde. Si esto no fuera verdad para tantos hombres feos, tristes, mal vestidos, que descienden de los buses que vienen del otro lado del Sena, en cambio podría serlo para las ciudades: Londres, Viena, Berlín, París…

Por el contrario de lo que me ocurre otras veces, hoy para no pensar tengo que escribir.

París se parece a Toulouse-Lautrec, pasado de moda con sus gafas de pinzas, sus pantalones de fantasía, su sombrero melón y su cuello de pajarita. A París le convienen los faroles de gas, los pomposos edificios coronados por cuadrigas que vuelan, las feas estatuas académicas de la Plaza de la Concordia, los hipogrifos dorados del Puente Alejandro III, los leones heráldicos, el zuavo que se moja los pies en una pilastra del Pont d’Alma. A París le sienta el otoño con este cielo desteñido y esta piel tostada, cubierta de escamas rojas, doradas, cobrizas, ocres, que hacen soñar en Madame Bovary o en Margarita Gautier, las dos tan adorablemente cursis y parisienses por no estar a la moda.

Cuando me levanté y atravesé el Rond-Point, aplastando con los pies las escamas crujientes que cubrían el suelo, pues los árboles están cambiando la piel, pensé que entre la elegancia de París y la febril belleza del otoño existe una perfecta simbiosis, pues tanto el uno como el otro son un poco pasados de moda…

—Un Ricard, por favor.

Me había sentado en la terraza desierta de un restaurante de turistas.

—¿Un qué?

Al caer en la cuenta de que estaba en un café servido por muchachas disfrazadas de arlesianas, cambié el Ricard por una copa de Armagnac.

Emprendí rápidamente el camino de regreso. Aun cuando sentía las piernas flojas, caminaba más de prisa que los centenares de empleados que salían del trabajo con la preocupación de tomar el próximo bus. Subí por la rue Royale y al llegar a la esquina de la Magdalena me detuve ante las vitrinas de la agencia Cook, resplandecientes de luz. Un barco con los ojos de buey iluminados navegaba en el aire, entre dos grandes fotografías en color. «Crucero por el Mediterráneo en la próxima primavera». «España, la Costa del Sol. Descuentos especiales para familias.» Una roca escueta como un triángulo isósceles, un mar incandescente, un cielo de cobalto, un yate fondeado ante un muelle de color azul. Eso de un lado. Del otro una colina punteada de olivos, un castillo feudal, una playa derritiéndose al sol a la orilla de un mar que se evapora en un horizonte quimérico. Pasé a la otra vitrina: «Viaje a los países exóticos: el Extremo Oriente, el África Ecuatorial, las islas del Caribe, la América del Sur». Templos budistas, negros con las fauces atravesadas por un grueso alfiler, collares de flores, palmeras de coco… mares calientes, mientras en su mansarda el pobre portugués se queja de los sabañones y llora porque no ha vuelto a salir el sol.

Eran las cinco de la mañana cuando rendido, enervado, embrutecido pero sin haber pensado una sola vez en aquello que no quería pensar, llegué a la «chambra» de la mansarda en el barrio del Observatorio. Durante diez horas no había hecho otra cosa que caminar y beber de vez en cuando para levantar el ánimo. Subí los siete tramos de la escalera casi a gatas. Me tiré en la cama sin desvestirme y quedé inmediatamente dormido. Cuando el portugués llegó a las siete de la mañana todavía roncaba. Como lo debí mirar con ojos empañados y estúpidos, me preguntó si estaba borracho.

—Tengo sed, Pabliño. Me estoy abrasando de sed y si eres un portugués caritativo me traes un poco de agua. No puedo levantarme para ir hasta el baño.

Estas son las cosas que no puedo soportar y en mi novela tendré que evitar a toda costa. No puedo perderme en detalles insignificantes que le quitan coherencia y continuidad al relato. Dejar que el lector imagine el escenario y el físico de los personajes como le venga en gana. Mayormente si insertara en mi libro una persona como Pabliño, un pobre diablo, analfabeto además, que no tiene nada de un personaje. Esta digresión es estúpida. No hay personas por insignificantes que sean que no puedan convertirse en personajes de novelas si se las mira con ojo irónico y novelesco.

Por si acaso, datos biográficos de Pabliño: Treinta y cinco años, aunque aparenta cincuenta. Entró en Francia subrepticiamente, sin pasaporte ni contrato de trabajo. Cinco años descargando bultos en los mercados, lavando edificios y lustrando zapatos en un subterráneo del metro, al lado de un W.C. que apesta desde lejos. Tiene una novia en Portugal, en un pueblo sobre el río Miño. Cuando haya ahorrado cinco mil francos regresará a casarse y montará un negocio de mercería. Ahora está muy contento con su nuevo trabajo, pues pesca buenas propinas al abrir la puerta de los taxis en un modesto cabaret de la Place Clichy.

El pobre, pues, se tiró a dormir a los pies de la cama. Antes de despejar el gaznate con un ruido infernal me dijo que esa noche a las siete o las ocho me esperaría a las puertas del cabaret de Clichy.

—Una chica monísima que trabaja en el grupo de las bailarinas… ¡Tiene un cuerpo, te digo que tiene un cuerpo!… desea aprender un poco de español. Consiguió un amigo de Tánger que sólo habla en esa lengua, y es hombre riquísimo que quiere llevársela a su tierra. Esos hombres tienen varias mujeres, ¡bah! (y escupe). Ella dice que eso no importa porque además todos los hombres, aunque no sean de Marruecos, tienen varias. ¡Bah! (y vuelve a escupir.) Todas estas francesas son unas… ¿Me entiendes?

Ocho de la noche en la Place Clichy. Pabliño se pasea muy orondo por la acera, frotándose las manos de vez en cuando pues hace frío. Desbordamiento de luces. Rachas de música caliente se filtran por las rendijas de las ventanas y una fotografía de mujeres semidesnudas aparece a la puerta de «El Dragón Rojo», en una cartelera. Pabliño me señala con el dedo unas piernas, unos senos redondos, un minúsculo triángulo de lentejuelas.

—¿Te gusta? Mi novia es gorda, colorada, capaz de tumbar un novillo de una palmada en el hocico. Estas mujerucas de París… (y escupe por la guía izquierda del bigote).

Juanillo, el patrón del cabaret, me hizo entrar sin pagar por aquello de ser amigo del portugués, y me ofreció una copa de coñac en la barra. Había poca gente. Las muchachas del número coreográfico llegaban por parejas; algunas le daban un beso a Juanillo, este les palmoteaba las ancas de animales de raza, de raza blanca quiero decir.

—Éste es el joven estudiante que te va a dar clases de español.

Así nos conocimos y quedamos en que las clases comenzarían al otro día, entre cuatro y seis de la tarde, en su pieza del Hotel de Tunis, que se encuentra a trescientos pasos de allí, en la rue Abel Truchet. En cuanto al pago, me daría cinco francos por clase y… Juanillo me abrió un modesto crédito para pedir hasta tres coñacs, no a precio de cabaret, sino de costo, que es diez veces menor.

¿Qué interés puede tener todo esto desde el punto de vista de mi novela? Ninguno, fuera de soltar un poco la mano, distender y relajar la imaginación, dialogar, ejercitar la memoria y sobre todo sepultar aquello, olvidarlo y sepultarlo dentro de mí bajo una hojarasca de palabras secas.

El marroquí es un paquete envuelto en una chilaba de color marrón y con un turbante blanco en la cabeza. Feo, gordo, barrigón, negroide, con el rostro blando y mofletudo cruzado por un bigote hirsuto. Chantal me llevó a la mesa del marroquí para que le sirviera de intérprete. El hombre pidió una botella de champaña. Era un cliente importante de la casa, pues Juanillo en persona nos servía el vino en las copas. Chantal le hizo comprar flores para dos amigas que no habían conseguido anfitrión, me obsequió un paquete de cigarrillos americanos y con un botones le mandó a Pabliño cigarrillos y una copa de coñac. El hombre estaba medianamente borracho y cuando levantaba el brazo para abrazarme y palmotearme fuertemente la espalda, me envolvía en una onda de sudor agrio, pesado, penetrante, dentro de la cual flotaban, sin mezclarse, otros olores desapacibles.

—Chantal dice que no ha conocido en toda su vida un hombre más rico, ni poderoso, ni buen mozo, ni generoso, que Su Excelencia.

—Dile que me pida lo que quiera.

Con una sonrisa angelical Chantal le pidió quinientos francos para pagarle a Juanillo un adelanto que le había hecho la semana anterior. Con un melancólico rictus en la boca, éste se encogió de hombros y estiró los brazos.

—La pobre chica vive con problemas económicos. Sostiene a su madre enferma y a dos hermanitos que estudian en un colegio de Toulouse. ¡Además, no tiene qué ponerse!

El marroquí extrajo de las profundidades de un bolsillo interior un fajo de billetes.

La orquesta comenzó a tocar y Chantal huyó corriendo, porque el número en que participaba estaba a punto de empezar.

A la madrugada desayunamos una sopa de cebolla en el restaurante que la mujer de Juanillo tiene en la rue de Rome, a un lado de la Gare Saint Lazare. Éramos Chantal, el marroquí, Juanillo y una muchacha del cabaret amiga de los dos. Se había hecho ciertas ilusiones conmigo:

—¿Vamos a tu hotel?

—No tengo hotel.

—Entonces al mío. Vivo con una amiguita, pero eso no importa.

Conversando con la patrona se encontraban dos hombres ya maduros y un antiguo jockey, amigo de Juanillo, su asesor técnico para las apuestas del domingo. El antiguo jockey —cincuentón, casi enano, cascorvo, con un perfil de pájaro de presa— tampoco había acertado en sus pronósticos del domingo anterior.

—¿Qué quieres? —le gritó a Juanillo cuando nos vio llegar—. La pista estaba muy pesada. Yo no calculaba que la mañana del domingo habría de llover. La méteo anunciaba un tiempo espléndido…

Un parroquiano vestido de smoking, algún maître de los cabarets del contorno, exclamó despreciativamente:

—¡Cualquiera cree en la méteo!

Un jovenzuelo de melena revuelta y engrasada, camisa de seda, pantalones ceñidos, chaqueta de pana y tacones cubanos: un tipo equívoco y mal encarado, se levantó de la mesa donde se encontraba conversando con un obrero de delantal blanco, se acercó a la nuestra y sin miramientos cogió a Chantal por el brazo y la sacó a la calle. El marroquí dormitaba con los ojos semicerrados. Dio un bufido y trató de incorporarse.

—Ella volverá —dijo Juanillo—. Es su hermano mayor que la espera todos los días para llevarla a la casa…

Chantal regresó, restregándose los ojos con un pañuelito minúsculo, y se sentó otra vez a la mesa. «¡Es un puerco!», le susurró al oído a mi compañera, la cual me había abrazado y me baboseaba un ojo y una mejilla cada cinco minutos, a un ritmo parejo y desesperante.

El marroquí me contrató para escribirle cartas y servirle de intérprete durante el mes y medio que permanecería en París como delegado de su patria a la decimotercera conferencia de la Unesco. Me pagaría mil quinientos francos por ese servicio, con la obligación de acompañarlo al cabaret de Juanillo por las noches y a la Unesco todas las mañanas. Con un adelanto que me hizo, compré tres camisas, tres calzoncillos, un par de zapatos, un traje gris y una bufanda. Chantal daba saltos de contento cuando un lunes —los lunes no trabajaba en el cabaret— me vio llegar con el sirviente negro del marroquí cargado de paquetes; y luego de darme un baño largo y meticuloso como hacía tiempo no me lo daba, me vestí de pies a cabeza con la ropa nueva. Le parecí tan bien que me rogó prescindir de la clase ese día, me hizo desvestir otra vez y poco faltó para que el marroquí nos sorprendiera festejando las compras.

Si yo escribiera una novela con el marroquí como personaje central, y utilizando a los demás de soportes físicos o de excitantes intelectuales, tendría que escoger entre dos procedimientos: uno en extensión y el otro en profundidad.

Primer caso: Tomo al marroquí en su país, dentro de una sociedad semifeudal y misteriosa, y lo proyecto al otro lado del mar como delegado a una conferencia de la Unesco. Al cruzar el Mediterráneo el hombre se siente violentamente desgajado de todo lo que para él constituye la realidad de la vida: su religión, su lengua, sus costumbres, sus amigos, su posición, su gobierno. Una noche cualquiera decide dar una vuelta por los lados de Montmartre. Después de cruzar un dédalo de callejuelas oscuras, deslumbrado por la orgía de los anuncios luminosos, el estruendo de centenares de automóviles que pugnan por salir de la ratonera de la Place Clichy para seguir a la Place Blanche y a la Place Pigalle —esta escena sería clave dentro de la novela— mi personaje se apea del taxi y se lanza a descubrir el mundo por su propia cuenta. Le sorprende que nadie repare en su presencia física y en su prestancia social. Si en su tierra lo miraban y lo saludaban con respeto por saber quién era, en esta plaza de París deberían mirarlo y admirarlo por no saberlo. No sólo los centenares de hombres y mujeres vestidos a la europea no vuelven la cabeza cuando él pasa, sino que los negros, los hindúes, los japoneses, los árabes, los chinos, aun los musulmanes marroquíes con quienes se cruza en la calle, no se molestan en mirarlo.

—En París Su Excelencia no tendrá problemas —le dirían en Marruecos—. En la Place Pigalle lo abordarán docenas de mujeres bonitas y cualquiera lo llevará a los cabarets del sector.

Se detiene ante la puerta misteriosa de un local brillantemente iluminado. Un portero de librea verde con botones dorados y gorra de general de opereta, por señas lo invita a seguir al cabaret del «Dragón Rojo». Es Pabliño. En el recinto misterioso y oscuro un señor de smoking lo conduce a una mesa, hace una seña en el vacío, y por arte de magia aparece un camarero con una botella de champaña. El señor es Juanillo. Media docena de muchachas sin velo en la cara y más que medianamente desnudas, bailan en un estrado en la mitad del salón. Terminado el espectáculo una de ellas se acerca con una sonrisa encantadora, pide una botella de champaña, una flor a la muchacha que ha brotado de entre las sombras con un ramillete en la mano, se lleva dos dedos a la boca y luego los abre arrojando la idea de un beso al rostro mofletudo del exótico personaje. Esa muchacha es Chantal.

De ahí en adelante la historia comenzaría a caminar en el tiempo. «Pasados tres meses, en el hotel de…» «Cuando dos años más tarde Madame El-Ibraim…» «El día del asesinato de El-Ibraim por un negro silencioso y extraño que no era su sirviente como inicialmente se creía, sino un agente secreto de la sociedad “Los Verdaderos Amigos del Profeta”…» Veinte capítulos adelante una hermosa mujer acompañada por un niño de color de aceituna, tirando al de ciruela pasa, cruzaba ocasionalmente por la Place Clichy… El resto no importa. Ésta es una de las posibilidades que debo considerar al escribir mi novela: su desarrollo en extensión, a lo largo del tiempo y como una historia.

La otra posibilidad es la novela en profundidad, al practicar un corte vertical en un momento dado. «Dentro de “El Dragón Rojo”, insignificante cabaret de un catalán que responde al nombre de Juanillo, en momentos en que un extraño personaje marroquí bebía una copa de champaña con una corista de la casa, sonó un disparo y…» Y en la averiguación exhaustiva de este caso de policía, prescindo del tiempo o lo mantengo suspendido en el momento del crimen, y penetro en la intimidad de los personajes que rodeaban al marroquí. En el primer caso, una historia de diez o de quince años, con sus antecedentes y ramificaciones, se comprime en cuatrocientas páginas. Infancia de Chantal en un suburbio de París; sus relaciones turbias con un fotógrafo homosexual; carrera de obstáculos de Juanillo desde su salida clandestina de España hasta su culminación como patrón de un cabaret en la Place Clichy; participación de Pabliño en la captura del criminal, etc. Yo no entraría en ninguna de las dos versiones y sería apenas el testigo impersonal que relata la historia de los demás.

¿Cuál de los dos procedimientos es más aconsejable?

El primero, en extensión, es el Quijote; y el segundo, en profundidad, es Otelo.

Nota: Prescindir de la manía de las referencias literarias. En este cuaderno pueden pasar, pero en una novela resultarían pedantes.

El primer procedimiento es más artificial que el segundo. Es imposible comprimir quince años y cuatro vidas en cuatrocientas páginas. A lo largo de la propia nuestra, aprendemos a conocer sucesiva, pero intuitivamente, por un rasgo, un gesto, una actitud, una palabra, a una persona cualquiera.

Ejemplo tomado de la realidad, que descubre a Chantal y al marroquí a través de una escena al parecer insignificante:

Recepción de una embajada musulmana en el Hotel Crillon. El ujier de casaca galoneada y pantalón corto anuncia al consejero cultural de la embajada marroquí y a su señora. Chantal sofoca un ataque de risa con un acceso de tos. Al entrar en el salón pasamos uno en pos del otro delante de cinco o seis señores, entre cobrizos y mulatos, que nos saludan a la manera occidental, a mí tendiéndome la mano y besando ceremoniosamente la de Chantal. Esto le produce una impresión tremenda. Al lado de aquellos señores, nuestro marroquí vestido con sus mejores galas musulmanas. Nos lleva a un rincón apartado, cerca de un ventanal que mira sobre la Plaza de la Concordia: un carrusel de luces que giran en torno del obelisco de cristal. Con el rostro congestionado y descompuesto, el marroquí me observa con mal disimulada cólera:

Primero: Tiene la sospecha de que de paso, en algún café, hemos tomado dos o tres whiskies innecesarios. Chantal le da un beso en un ojo para demostrarle que no huele a alcohol. El marroquí palidece de espanto, pero luego el rostro se le abre por la mitad en una sonrisa de cerdo.

Segundo: Presenté a Chantal como a mi mujer, cuando ante la delegación invitante ella es solamente mi hermana.

En aquella suntuosa sala, fuera de los camareros que bostezaban detrás del mostrador, sólo estaban el marroquí, el sirviente negro del marroquí, lo que éste llamaba la delegación invitante, una docena de árabes solemnes, dos o tres funcionarios de la Unesco y nosotros dos. Aquello no era una modesta cábila a la orilla del desierto, sino el desierto puro. Chantal se empeña en probar de todos los manjares untándose los dedos indistintamente de mayonesa, salsa de tomate, mermelada, caviar, paté de foie-gras, etc. Cuando no puede comer más, se limpia los dedos en el mantel de la mesa.

Nota: De un tiempo a esta parte he dado en hacer en estos cuadernos breves ejercicios de diálogo. Las páginas densas, sin el alivio de un punto y aparte y un espacio blanco, fatigan como una carretera gris y recta que se prolonga indefinidamente sin la sombra de un árbol o la alegría de una colina que interrumpe la monotonía del paisaje.

Decía que Chantal llamó a un camarero y le pidió un whisky. El hombre levantó los hombros en un ademán de desolación muy francés.

—Entonces una ginebra doble… O una copa de champaña… O un vermouth… O una copa de vino…

El marroquí se entretenía en aliviar de su carga una bandeja llena de pastelitos calientes.

—Hay agua de Vichy, de Vittel, Perrier, jugo de naranja, de pamplemusa, de limón, de tomate. También tenemos agua de coco, que es deliciosa.

—¿Y lo invitan a uno sólo a comer estas porquerías y a beber agua de Vichy?

El marroquí dio pesadamente la vuelta sobre sí mismo, consternado, y me rogó que la obligara a callar.

—Los musulmanes no bebemos alcohol —masculló con la boca llena de salmón ahumado.

Chantal miró olímpicamente la interminable mesa vacía, la brillante sala semidesierta y el solemne grupo de la delegación invitante, estacionado a la puerta de entrada. Me arrastró de la mano hacia afuera, y en el ascensor, sin poder contenerse exclamó:

—¡Estos judíos son una porquería!

Pensé que era inútil explicarle que los musulmanes de la delegación invitante son enemigos jurados de los ciudadanos de Israel.

Por el momento me inclino a ensayar este procedimiento intensivo, y lo urgente es comenzar a escribir. Mi novela será la sustitución de la tesis de grado, que jamás escribí, «sobre la realidad psicológica del hombre hispanoamericano fuera de su hábitat particular». Al menos este título impresionante es el que le voy a citar a mi hermana cuando mañana… pasado mañana… le conteste su carta hablándole del pobre papá y de que por el momento no puedo regresar…

Primer borrador: Dolor al recibir la noticia de la muerte de papá y al pensar que no he de verlo más sentado a la mesa del comedor, leyendo el periódico y haciendo bolitas de pan. Lo de que no habré de verlo a mi regreso es tan absurdo como decir: cuando estoy dormido no puedo estar despierto. Lo del periódico y las bolitas de pan le quita toda seriedad a la carta.

Hacía estas reflexiones y borroneaba en mi papel, con un par de audífonos en las orejas y durante la decimotercera conferencia general de la Unesco. Trataba de ignorar el desbordamiento verbal de ciento diecisiete países que a escala universal se complacían en practicar en tres razas, en cinco lenguas de trabajo, en siete grupos regionales, en once religiones, en cinco continentes y varias islas, el cantinflismo de traducción simultánea. Hablaba mi delegado marroquí. Yo había redactado el discurso, y para ser obra de quien no conoce a Marruecos ni jamás se ha interesado en la pedagogía, no era del todo malo.

Segundo borrador: Muerto papá me convertiré en el sostén de la familia, para lo cual es necesario terminar mi tesis —realidad psicológica del hombre hispanoamericano fuera de su hábitat particular— y recibir mi grado de doctor lo antes posible. Pero, ¿no es monstruoso hablar de tesis y de sostén de la familia cuando quitándoles el pan de la boca recibo sin chistar el dinero que me mandan para regresar al país? Rompí el segundo borrador aunque estoy convencido de que mi abuela no puede estar enferma como lo sugiere mi hermana. La pobre, medianamente solterona, se ha vuelto histérica con los años. O podría ocurrir que ante la perspectiva de una madurez melancólica en la oficina oscura de un ministerio, haya resuelto casarse con el rancio director de correspondencia que le hacía la corte.

Un delegado negro hacía cuentas en un papel, un delegado amarillo conversaba algo con su vecino de la izquierda, dos o tres ancianos respetables —uno chino, otro suizo, otro japonés— dormían con la boca abierta. El delegado del Congo Brazzaville se comía con los ojos a la secretaria rubia que escribía al pie del estrado de la mesa directiva. El delegado del Congo Leopoldville, a dos curules de distancia, devoraba a la secretaria como su colega de Brazzaville, pero a pedazos: primero las piernas, luego el busto graciosamente modelado por una blusita blanca, finalmente la cabeza, y volvía a empezar.

Nota: El pobre papá no pasó de tercer año de secundaria y sólo gracias a su resignación, su honradez y su buena letra, logró que un político de provincia le consiguiera un «destino» en un ministerio. El destino de los hombres que no lo tienen es «un destino».

El marroquí pronuncia su discurso: ¡Bla, bla, bla!, y aun quienes parecen escucharlo con mayor atención no perciben sino cabos de frases e ideas fragmentarias que se enredan a recuerdos personales, a esbozos de imágenes, a impresiones pasajeras y momentáneas. El orador da en ese momento un puñetazo sobre la mesa y los espectadores asienten con la cabeza, convencidos de que, aunque fuerte, la mesa no podría resistir un segundo golpe. Cuando el orador, más sereno, desarrolla la idea de que un hombre analfabeto es un ciego, alguien ve un ciego con un par de cartillas en los ojos. La atención se dispersa y flota en el aire como el humo de un cigarro que un delegado acaba de encender en la sala. Cuando la secretaria se agacha para recoger el lápiz, cincuenta pares de ojos —al través de lentes que recuerdan las «oes» y las «aes» de cartillas— se clavan, como signos de admiración, en la tibia penumbra del escote.

Tercer borrador: Sólo escribo cuatro letras para decirles que estoy abrumado por la muerte de papá. Salgo el próximo sábado en el vuelo número tal… y estaré llorando con ustedes el domingo a las…

Cuando terminó mi discurso, la mesa directiva y la plana mayor de la Unesco se rompieron las manos aplaudiendo al marroquí. Para la Unesco los cinco continentes que se disputan sus favores son cuatro, que se resumen en tres: África y Asia. Flotaba en el aire un embrión de novela pero yo tenía demasiado sueño para desarrollarla. Rompí el tercer borrador. Una resolución de la cual dependen la suerte de mi novela y por lo tanto la propia mía, no puede tomarse sin reflexionar unos días. No hay asuntos apremiantes, decía alguien, sino personas impacientes.

Semana crepuscular dedicada a tomar Ricard y a olvidar muchas cosas que no quiero recordar. A veces pienso si no estaré bebiendo demasiado, gracias a los francos que me dejó mi amistad con el marroquí; a no ser que esté incubando alguna enfermedad grave. El marroquí se fue hace unos días. Nos esperaba, la víspera de su viaje, en la salita de su departamento y ante una botella de champaña. Una sonrisa anegada en la grasa de las mejillas le iluminó el rostro entre negro y amarillo cuando Chantal le comenzó a hacer cosquillas en la nuca, debajo del turbante. Cuando nos comunicó que tenía que regresar a su país, Chantal palideció de espanto y me miró por encima del turbante con ojos que se le salían de las órbitas.

Puedo estar enfermo y también puedo envejecer y morir por inverosímil que parezca. Aún no podría concebir que me dolieran las articulaciones y el corazón cansado de latir se me paralizara de repente. Aunque un día ante el espejo del hotel descubrí con horror un comienzo de calvicie y dos círculos morados en torno de los ojos.

—Dile que mañana no podría acompañarlo, exclamó Chantal. Tendría que ir a Toulouse a ver a mis hermanos, a mi madre enferma, en fin, dile lo que se te ocurra. El marroquí me explicó que en su país se había presentado una crisis política y tenía que estar presente so pena de perder una posición importante. Piensa volver a París dentro de pocos meses, y entonces se llevará a Chantal con toda su familia, la madre enferma, los hermanitos de Toulouse, el hermano mayor…

—¿Qué dice Chantal?

—Que al hermano mayor no habría necesidad de llevarlo.

Pero yo no puedo enfermar ni morir antes de haber escrito mi novela. Sería absurdo. Estoy demasiado cansado y la cabeza me da vueltas como si de pronto me hubiera dado cuenta de que la tierra gira a una velocidad vertiginosa. Tal vez este descubrimiento de Galileo fue simplemente el efecto de una borrachera. Sólo en ese estado un hombre puede percibir físicamente dos hechos fundamentales: Que la tierra gira vertiginosamente y que existe una tremenda fuerza de gravedad que nos clava en el suelo. Pero yo no estoy borracho.