RESUELTOS TEMPORALMENTE mis problemas económicos con los cien francos nuevos —diez mil antiguos es más estimulante— que me prestaron en el Consulado, tengo por lo menos diez días tranquilos para comenzar mi novela. Estoy resuelto a escribirla. He leído tantas novelas malas en los últimos meses…
—Tantos libros de economía y de historia de las revoluciones sociales —les decía esta mañana a los burócratas del Consulado—, y he visto tanta basura laureada por el Goncourt y demás premios literarios; tanta porquería sexual, tanta comedia barata, tanta pornografía disfrazada de confesión psicológica…
—No hay carta para usted. ¿La semana entrante sí le llegará el giro que está esperando?
—Es inexplicable que no me haya llegado todavía.
—Estamos a finales de año y me caerían muy bien esos francos que le presté hace tres meses… ¡Cuando uno es pobre y llega la Nochebuena!
Decía que he leído tal cantidad de obras postizas, ficticias, pegajosas, repugnantes, sin pies ni cabeza, que me siento capaz de escribir aun dentro de ese estilo que está a la moda, algo mucho mejor. ¡Ah, sí! Algo cien veces mejor. Detrás de esas novelas no hay nada. No hay una historia, ni una memoria, ni una realidad personal, ni una humanidad interesante, ni una sociedad atractiva, ni una tierra ni un país por detrás. Esa literatura huele a alcoba sin ventilar, a ropa agria y mal lavada, a falta de agua y jabón, a escaleras crujientes manchadas por orines de gato.
Tengo que anotar para que no se me olvide: Le debo al portero del Consulado cincuenta francos, ochenta a la señorita secretaria, ochenta al portugués que me arrienda la cama mientras él trabaja lavando fachadas en el barrio de la Estrella. Al patrón del bistrot de la esquina de la rue du Four, setenta y cinco. A mi amigo Miguel, a quien por esa razón no he podido volver a ver, le debo, le debía cuatrocientos cincuenta, tal vez quinientos cincuenta. Cincuenta más ochenta más ochenta más setenta y cinco más quinientos cincuenta igual a novecientos ochenta y cinco, con lo demás que ahora seguramente se me olvida. Eso puede esperar, pero lo urgente es conseguir por algún sistema novecientos treinta y cinco francos.
Para empezar por alguna parte tengo que hacer un plan de trabajo. Balzac se inspiraba en las noticias de los periódicos: «Formidable escándalo financiero en la Bolsa de París. El presidente de la compañía huyó con su secretaria a Bélgica. Títulos vendidos en Suiza subrepticiamente durante dos años. El desfalco se calcula en…»
No me gusta Balzac con su vanidad, su mal gusto y su obsesión financiera. Era un talento literario con alma de contador juramentado. Además yo no necesito leer los periódicos para encontrar un tema.
—¡Una cerveza, por favor!
Dostoyewski pescaba sus personajes en el turbio torrente de la calle. Proust los extraía de su memoria microscópica, pero yo no tengo memoria. Vivo en el presente y volcado sobre el porvenir, lo cual representa una enorme ventaja para un futuro escritor de novelas. Si recuerdo mi falta de memoria —¡qué absurdos y contrasentidos tienen las palabras!— es para anotar en este cuaderno las ideas que se me ocurran por la calle, en un parque, en el metro, a punto de dormir, cuando coma y cuando vaya al baño. Si no las apuntara se me olvidarían como los sueños y las perdería para siempre. Mi novela debe tener una estructura y un desarrollo novelescamente lógico, pues la vida nunca es tan lógica como una novela. Para todo esto hace falta una buena memoria o en su lugar este cuaderno en el cual anoto lo que se me vaya ocurriendo…
—¡La cerveza es para mí…, gracias!
Se me ocurren simultáneamente dos cosas. Primera: ¿Cuál será la primera?
Con el deseo de meterme dentro del pellejo de los demás, de los demás escritores quiero decir, me he sentado a escribir en un bistrot de Saint-Germain des Prés. Es un bistrot sin importancia. En el Café de Flore escribían Sartre y Simone de Beauvoir en los tiempos del existencialismo, ya pasado de moda. Yo detesto el existencialismo porque creo en el hombre, en el mundo y en Dios, aunque personalmente quisiera ser distinto de como soy y me gustaría que el mundo fuera más brillante de como realmente es. No me gustan la muchedumbre, ni el Estado, ni la literatura existencialista. En el café de «Aux Deux Magots» hay unos jovenzuelos equívocos que parecen muchachas… Nunca me han atraído los hombres como a ciertos autores contemporáneos que padecen la melancolía de no haber nacido mujeres… Y en otra mesa hay dos muchachas desmelenadas y sucias que parecen hombres. Por cincuenta francos podría llevarlas a un hotelucho del barrio para verlas amarse como dos amantes de verdad; pero cincuenta francos son veinte cafés con leche acompañados de media barra de pan. ¿Y si pidiera un croissant? Tibio, crujiente, aceitoso, brillante, fragante, tierno…
—Por favor, un croissant.
Al otro lado del Boulevard Saint-Germain se encuentra el restaurante de Lipp, a donde fui una vez a comer invitado por mi amigo Miguel… Lenguado a la parrilla, con la reja cuadriculada impresa en negro sobre blanco; una botella de Château Lafitte, helada; un bistec grueso, jugoso, no muy crudo, cuyo olor me hace ahora cosquillas en los músculos de las quijadas. Esos músculos se llaman maseteros, me explicó una vez el pobre Miguel cuya lectura preferida son las envolturas de los medicamentos.
—El croissant es para mí. Y otro vaso de cerveza.
Tres vasos de cerveza, tres francos sesenta, y un croissant, ochenta céntimos, son cuatro francos diez que con la propina suman cuatro y medio. No comeré esta noche y se acabó.
A Lipp van los actores, los artistas, los escritores, los turistas curiosos, los viejos aficionados, cuando hay estreno en el Odeon o en el Vieux Colombier.
¿Y si no escribiera una novela sino una pieza teatral? Mi nombre en todas las carteleras de París. La crónica del Figaro Literario: «Una obra realmente revolucionaria. No se había visto emoción igual en el teatro desde los tiempos en que Cocteau…» Lo de la pieza se puede pensar, o debo pensar en escribir mi novela en función de una adaptación teatral, y también al cine. ¿Por qué no? Hace años no tengo un franco libre para comprar una entrada de cine y las películas que se exhiben, casi de balde, en el salón del Trocadero, me producen sueño. El Acorazado Potemkin, Los Siete Samuráis… ¡Bah!… Quisiera ver cine nuevo, actual, con una panorámica de las nalgas de Brigitte Bardot en la primera secuencia, como en la película que están exhibiendo en un cine de los Campos Elíseos. Esperaré a que la presenten en un cine del Boul’ Mich’ por la mitad de precio.
En cualquier novela el ambiente, por desapacible que sea, es fundamental:
El barrio latino despertaba a las seis de la tarde. Flotaba del lado de… ¿De qué lado?… En fin, lo averiguaré después… Flotaba una nube dorada, un resplandor crepuscular. Crepuscular, otoñal, suena muy bien. Las palabras españolas terminadas en al o en ar son poéticas, o melancólicas, o sonoras y rimbombantes. Si algún día llegara a ser político y orador, todos los párrafos de mis discursos terminaran en al o en ar.
En el aire flotan todas estas cosas —las anoté arriba— mezcladas con el tufo de los negros y de los automóviles. Unos y otros despiden un aroma dulzón que se pega a las narices y es denso y tibio como el que exhalan las bocas del metro… Uno, dos, cuatro, siete, un grupo de seis… Son negros, todos negros, negros retintos cuyos padres deben estar a estas horas devorando misioneros belgas en el Congo Leopoldville. Lo decía el periódico de ayer. Pasan dos negros por cada diez automóviles. He llegado a contar, no ahora, pues no puedo perder el tiempo en estas divagaciones estadísticas, once negros cada cuarto de hora en los Campos Elíseos; quince en la Plaza de la ópera; veinte en la Plaza de Saint-Michel; veinticinco en Saint-Germain des Prés; sesenta en la Place Blanche a las once de la noche… Una plaza blanca, llena de negros, que en realidad es gris. No hay que olvidar que el negro es el color local de la Plaza Blanca de París… Sin que yo tenga exactamente la mentalidad de un racista y de un peatón, los negros y los automóviles me producen mareo.
—¡Otro croissant y otra cerveza, por favor!
Para hacer lo mismo que los ganadores de premios literarios de París, me he puesto a escribir sobre la mesa del bistrot, ante un vaso de cerveza que huele a agrio y pierde la espuma rápidamente. La buena cerveza y los riñones buenos, me decía el pobre Miguel, se conocen en que hacen espuma. A Dios gracias yo produzco una espuma que ya la quisiera la mejor cerveza alemana.
Comencé a escribir con una letra redonda y clara que se va deformando y embrollando a medida que se apresura.
Pasa una pareja de novios, feos los dos, que se besan entre esta multitud de estudiantes que estudian poco, pintores que nunca pintan y novelistas que aún no han escrito su primer libro.
Nota importante: París es un baile de disfraz con música de motores al fondo. Venteros disfrazados de artistas, prostitutas disfrazadas de señoras, duquesas disfrazadas de prostitutas, turistas disfrazados de boy-scouts, jóvenes disfrazados de actores de cine, actores disfrazados de millonarios, millonarios disfrazados de vaqueros del oeste, etcétera. Con un abrigo raído, una bufanda de lana gris, unos zapatos sin lustrar hace años, el pelo sin cortar hace meses, el cuerpo sin lavar hace días, mi disfraz es de estudiante. Naturalmente hace días, y meses, y años que dejé de estudiar.
En la mesa de al lado se halla una turista inglesa o americana de melena dorada, ojos redondos y azules, una pelusa tenue en las mejillas; pecosa, alta, de piernas largas y fuertes, senos duros y erguidos, pantalones untados a las nalgas, los muslos y las pantorrillas, etc.
Nota: Millares de muchachas como ésta se asoman al segundo piso de buses flamantes que tienen placas de países exóticos. Son millares de muchachas que sueñan con perderse en París. La mía paladea una copa de coñac, aunque preferiría una botella de Coca-Cola. Tomar Coca-Cola en un café de París me parece tan absurdo como beber champaña en un drugstore de Nueva York. Se me va el santo al cielo…
Tengo que hacer un violento esfuerzo sobre mí mismo para concentrarme en la hoja de papel que tengo delante de los ojos. Ha ido creciendo a medida que el reloj de la torre románica de Saint-Germain des Prés deja caer sobre la plaza, pesadas y solemnes, las medias horas. Pero no me impide escribir esta pobre anciana que pasa tirada por un perrito que husmea las manchas de humedad que salpican la acera a todo lo largo de la calle. Ni las cocineras que vienen del mercado con su bolsa de verduras, ni las muchachas que viven solas en alguna mansarda sin calefacción y ahora cargan su barra de pan debajo del brazo. Casto olor de las barras de pan que acaban de salir del horno o de la axila de una muchacha que vive en un cuarto de criadas, sin calefacción y sin baño. Olor puro, tibio, infantil, de primera comunión en un asilo de niños a donde las damas piadosas han invitado a desayunar al señor obispo. Yo adoro el olor y el sabor del pan…
—¡Otro vaso de cerveza, por favor!
No me impiden comenzar a escribir mi novela los artistas que pasan delante de mí con ínfulas de genios incomprendidos, ni los escritores que no han visto su nombre en la carátula de los libros que desbordan de los escaparates sobre la calle. Todos estos artistas y escritores, fracasados en agraz, cuya apariencia no es el reflejo de una realidad interior, sino un mero disfraz para satisfacer la vanidad externa, me producen asco. Sería capaz de cortarme el pelo, peinarme con gomina, hacerme brillar las uñas y los zapatos para no parecerme a ellos, si no fuera por la razón de que todo eso cuesta demasiado dinero. Con cien francos para pasar diez días no puedo darme esos lujos. En cambio escribiré mi novela para restregársela algún día en el hocico a esos genios desconocidos. Aun en medio del vertiginoso desfile de automóviles, camiones, motocicletas, buses que dejan un reguero de humo negro apestoso, sería capaz de escribir. No son los ojos, sino los oídos, no las imágenes visuales, sino las impresiones auditivas, las que me paralizan la mano. Ruido atronador de una motocicleta que espera la luz verde del semáforo para dar el salto. Estruendo de buses que trepidan pidiendo paso. Martilleo angustioso de una perforadora que está desempedrando el atrio de Saint-Germain des Prés.
Una ambulancia aúlla en la esquina de la rue de Rennes, con algún moribundo adentro que estará a punto de entregarle el alma al ruido para pasar a una vida más silenciosa. Parado en la encrucijada de la plaza, el agente de tránsito no logra dominar el discordante coro y agita los brazos entre un frenético clamor de pistones en marcha.
Escucho simultáneamente las conversaciones del bistrot: cuatro viejos que protestan del ruido infernal de la calle, tres artistas que denigran la última exposición de pintura, dos niñas-arañas a quienes la mosca de un turista gordo y tornasolado aún no les ha caído entre las redes de las medias de encaje. Con los ojos más azules y brillantes, la pelusa de las mejillas más tersa y dorada, los senos más erguidos, las piernas más largas, la turista americana pide otro coñac.
Aunque quisiera no podría aislarme dentro de esta atmósfera vibrante que me aturde el espíritu. Para dejar de ver me bastaría cerrar los ojos, pero no puedo sustraerme de oír y estamos viviendo en el tiempo del ruido. Frente a la iglesia de Saint-Germain des Prés, en el barrio latino que es el más literario de París, pero rodeado de ruidos discordantes por todas partes, no logro concentrar mi atención en esta hoja de papel y como lo hacen los otros, como los otros escritores dicen que lo hacen, yo no puedo escribir.
¡Tonterías! ¡Palabrerías! ¡Literatura! «Como lo hacen los otros, como los otros escritores dicen que lo hacen, yo no puedo escribir», es una mentira convencional. Entre ruido y ruido escribí ayer de un tirón quince páginas en este cuaderno. Además, si no escribiera en la mesa de un café, ¿dónde podría escribir? ¿En la Biblioteca Nacional, con los pies helados más que por frío por ganas de comer? Vidrios polvorientos, insidioso olor a moho y cera de los pisos, luz macilenta, jóvenes marchitos con barros en la frente y caspa en las solapas, que hojean viejos librotes. Y eruditos vestidos de negro, con bufanda de lana, y pesadas botas sin lustrar. Una muchacha se inclina sobre las láminas repugnantes de una anatomía comparada. Debe ser enfermera o médica y estará preparando su tesis. Los crujidos de las páginas y el golpe seco de los libros cuando llega la hora de partir, me deprimen y me secan la imaginación. Yo escribo más con la imaginación que con la memoria, pues por no tenerla vivaz si sólo me fiara en lecturas y recuerdos de libros, sentado en la Biblioteca Nacional, pero con los pies y la imaginación ateridos de frío, no podría escribir.
A propósito, tengo que pensar seriamente en los zapatos. El izquierdo ya no tiene tacón. El derecho presenta un hueco en la suela, protegido por una lámina de cuero transparente que deja filtrar el agua y la luz. Hoy el viento del norte tumbó las primeras hojas de los árboles en el Parque de Luxemburgo, y desterró a centenares de turistas de las terrazas de los cafés, las escalinatas del Panteón y las ruinas de Cluny. A mí me dolían los pies, sobre todo el derecho en el hueco de la suela del zapato. Otoño: primeros fríos, cielo desvaído, árboles rojos y marrones y sepias y amarillos y verdinegros y gualdas, etc. Utilizar estos adjetivos en una descripción al comienzo o al final de un capítulo de mi novela. Y estas ideas: exaltación, profundidad, intensidad, melancolía. No está mal. Retener estas dos series paralelas de palabras.
¿Podría escribir en el parque? Cuando era estudiante, o por lo menos pensaba honradamente que lo era, alguna vez traté de leer sentado en un banco en el jardín del Vert Galant, a la orilla del río. Me sacaron de allí las parejas de enamorados cuya ternura pegajosa, onanista u onánica, me repugna tanto como los perros que copulan en mitad de la calle. Cuando era niño los perseguía a pedradas. En todo niño hay un policía de costumbres y un puritano cínico e hipócrita.
Huí del Vert Galant sin abrir el libro.
Tampoco podría leer y mucho menos escribir en el Bosque de Bolonia, cuyas avenidas son pistas de carreras de los automovilistas. Ni en el Parc Monceau, atestado de niños y sirvientas. Ni en los Jardines de las Tullerías, poblados de turistas. Ni en el zoológico de Vincennes, que apesta a jaula de fieras y a sudor concentrado de una multitud dominguera. Es preferible escribir en los cafés, como los escritores que escriben, pues yo apenas soy un novelista potencial que comienza a escribir…
Me acabo de acordar de la idea que no pude anotar ayer, de una de las dos, pues de la segunda todavía no me acuerdo. Se trataba de Balzac, de Dostoyewski y de Proust. El primero buscaba sus temas en las noticias truculentas de los periódicos. El segundo encontraba sus personajes en la Perspectiva Newsky, que aun en pleno régimen comunista imagino poblada de estudiantes que van a cometer un crimen o vienen de cometerlo como Raskolnikow. Marcel Proust, afeminado y oportunista, extraía del fondo de su memoria escenarios, temas, intrigas, el sombrero de la Duquesa de Guermantes, la sonata de Vinteuil, los cuadros de Elstir, etc. La idea que se me había perdido y acabo de encontrar es que yo construiré mi novela con materiales puramente imaginarios, pues la imaginación es mucho más fuerte y convincente que la realidad: la prefigura, la condiciona, la determina, la predispone y la impone como una necesidad interior.
—¿Una cerveza?
—Una cerveza, gracias.
Además, en cuanto novelista, poco me interesa el pasado de mis personajes. Un momento. Estoy a punto de incurrir en una contradicción conmigo mismo al afirmar que no me interesa el pasado de mis personajes sino su presente imaginario y su porvenir novelesco. Ayer, en una página que debe andar por ahí…
—La cerveza es para mí, gracias.
… A propósito de los escritores de la nueva ola escribí textualmente: «Detrás de esas novelas no hay nada. No hay una historia, ni una memoria, ni una realidad personal, ni una sociedad, ni una tierra ni un país por detrás». Luego, a pesar de todo, también me interesa que los personajes para ser humanos tengan debajo de ellos un suelo donde poner los pies. Los de generación espontánea, como los mendigos de Beckett, son abortos abominables. No son espíritus, sino cuerpos que se corrompen, se pudren, se supuran, se deslíen en una prosa demencial que se pega a los dedos y deja olor a muladar y a tarro de la basura. Son personajes que apestan.
Estas digresiones me aburren porque yo no soy crítico literario ni lo quisiera ser. Sería declarar implícitamente mi impotencia para la creación literaria. Anotar esta idea que me parece importante, aunque no sabría decir si es mía y original. No hay ideas originales. Las ideas flotan en el aire como pelusas en un rayo de sol. Muchas personas pueden coger a un tiempo la misma idea en sitios diferentes. La mía es ésta: Crítico es el hombre que dice cómo debe hacerse una cosa que él es incapaz de hacer.
Ya está otra vez ahí la turista americana. Tiene que ser americana porque sus bellas ancas de animal joven sólo pueden ser un producto de la inmigración nórdica y el desayuno con cereales…
—Por favor, una cerveza.
La vi esta mañana en Notre-Dame donde permanecí más de dos horas admirando los vitrales iluminados por el sol. En medio de un grupo de cacatúas americanas —inglés nasal, guía parlante a la cabeza del grupo y una tarjeta postal en la mano de cada una— descollaba la muchacha que está sentada a la mesa de al lado. Me miró y abrió los ojos sorpresivamente —¡oh!— cuando me descubrió deslumbrado por los vitrales malvas, azules, rojos, anaranjados, de colores heráldicos y de Libro de Horas. Hervían al sol y se evaporaban en un rayo de luz. Juro que me miró. No son ideas mías pero ahora me está mirando escribir.
Comenzaba a decir que aunque detesto la crítica literaria… Ésta era la segunda idea que se me escapó ayer… Una bella americana me mira al través de unas gafas negras de montura aerodinámica… No puedo perder mi idea. No la volvería a encontrar nunca… La olvidaría de buena gana a cambio del atractivo ejemplar humano que es esta muchacha, si tuviera algo más que ochenta y nueve francos en el bolsillo. Las aventuras sin dinero, de arranque automático y a primera vista, sólo resultan en las comedias musicales, género cinematográfico que personalmente detesto. Además me temo que no quepo dentro de ese género, pues no soy fotogénico.
—La cerveza no es para mí, sino para la señorita…
Un furtivo cambio de sonrisas. No quiero dejar escapar la idea, pero me pongo de perfil del lado que me favorece. Del otro tengo una verruga que es una triste herencia familiar.
—A mí también una cerveza, hágame el favor.
En la palabra también nos barajábamos y confundíamos ella y yo, sus largas piernas elásticas y mi verruga que es de color azul oscuro, tirando al vino tinto. La palabra también me da una impresión de intimidad.
La segunda idea que no puedo dejar escapar es la de que la falsedad y artificiosidad de la nueva literatura es evidente. Si los personajes de Beckett fueran auténticos, no podrían describir lo que pintan con tanta fidelidad, y si lo pudieran, dejarían de ser amorfos y fragmentarios como aparecen. Se trata, pues, de mera superchería.
Esta mañana, entre las siete y las ocho, llegué a Notre-Dame en el estado crepuscular de exaltación que produce el encontrarse en ayunas. Para reducir a dos las comidas del día prescindo del desayuno y almuerzo lo más tarde posible un sandwich de jamón y una botella de cerveza. De las seis de la tarde en adelante, después de caminar horas enteras por las calles y los bulevares, y asistir a los espectáculos gratuitos, y analizar las vitrinas de las tiendas, y ver jugar petanca en la explanada de los Inválidos, y hojear los libros de las librerías, entro en un café y comienzo mi comida espaciada o escalonada que consiste en uno o dos sandwiches y tres o cuatro botellas de cerveza. A Notre-Dame llegué, pues, ligeramente exaltado y hambriento. No había nadie en la Catedral. Mis pisadas desiguales por la desaparición casi total del tacón del zapato izquierdo, resonaban lúgubremente en los cañones de las bóvedas. Parpadeaba una lámpara entre las sombras. La Catedral era una construcción disparatada, perteneciente a una época fabulosa en que señoreaba el mundo una raza de bondadosos gigantes. Los vitrales brillaban en sordina, a una altura vertiginosa. Comencé a escribir:
«Cuando el primer disparo del sol pega en el rosetón azul y gualda de Notre-Dame, echa a volar una pareja de palomas que se arrullan en la cabeza de Salomón, en el portal de los Reyes…» Tendré que ver amanecer, sentado en la terraza de un café de la Plaza de Saint-Michel, para comprobar si en alguna época del año el sol baña a Notre-Dame por ese lado. Me temo que no. Taché íntegramente el párrafo. Me lancé en una especulación sin compromisos con la climatología, la meteorología, la cosmografía y otras ciencias exactas.
Si las campanas de Notre-Dame se lanzaran a vuelo, se rompería en pedazos la bola de cristal que era París aquella mañana sin hora, ni día, ni fecha determinada, pues la cronología novelesca no tiene la menor importancia. Pero las campanas de Notre-Dame no pueden echarse a volar como en las ciudades y los pueblos de provincia en otras partes del mundo. Leí en alguna parte que un acuerdo del ayuntamiento de París prohibe cantar, tocar, tañer y doblar a las campanas de Notre-Dame. Si se echaran a volar de pronto, y les respondiera la campanita dorada de la Sainte-Chapelle —que debe ser dorada como la inicial de un códice medieval—, si con las de Notre-Dame comenzaran a cantar las de Saint Julien le Pauvre, rústicas y aldeanas, y las de San Eustaquio, y las de Saint-Germain L’Auxerrois, y las negras de San Agustín, y las de… y las de…
Habría que ver, habría que seguir, habría que adjetivar. Campanas de bronce, de cobre, de plata, verdes, negras, blancas, doradas… Me estoy enredando. La persecución del complemento directo me impide la caza mayor de la verdad. El gazapo me distrae de la captura del león…
En fin: si todas las campanas de París tocaran a un tiempo… Una gran campana en la Torre Eiffel. ¿Por qué no se le ocurriría a alguien instalar una enorme campana en la Torre Eiffel para despertar a París?
Los vidrios de todas las casas se romperían en mil pedazos, y a mí, personalmente, me estallarían los oídos. Automáticamente dejé de escribir. Pues escribo automáticamente tengo que dejar de escribir para comenzar a pensar. Hacía tiempo no venía a Notre-Dame. Estuve una noche, en una deslumbrante presentación de la Novena Sinfonía de Beethoven, invitado por Miguel. Claro está que dentro de una novela que se escribe en París, por fuerza alguno de los personajes tiene que pasar por este lugar, o hacer una alusión a Notre-Dame a lo largo de cuatrocientas páginas. Pero si uno de mis personajes viviera en París, ¿tendría necesidad de visitar la Catedral como si fuera un turista? ¿Cuántos millones de parisienses desconocen el Louvre, no han subido a la Torre Eiffel, ignoran a Saint Julien le Pauvre, no han visto iluminarse la lámpara de Aladino de la Sainte-Chapelle cuando el sol del verano derrite el plomo de las mansardas de París? Los turistas conocen mejor estas cosas que los parisienses. Si alguien es oriundo de una ciudad, o vive en ella después de muchos años, no necesita ver minuciosa y concienzudamente todas esas cosas. Le basta saber que están ahí y que cuando va de su casa al trabajo —suponiendo que tenga casa y que tenga trabajo— pasa al lado del Louvre, o cruza por el Petit-Pont sumido en el cono de sombra azul que proyecta la nave de Notre-Dame, o ve de lejos sobre el mar crespo de las mansardas el estambre dorado de la Sainte-Chapelle. Para el nativo son simples puntos de referencia los que para el turista son lugares de peregrinación. De manera que si uno de mis personajes fuera un francés, o un extranjero residente en París, para no suscitar la menor sospecha sobre su condición ni siquiera lo llevaría los domingos a la misa de Notre-Dame.
La otra razón para dejar de escribir, cuando me encontraba sentado en una banca de la Catedral, fue descubrir —como la aguja de la Sainte-Chapelle sobre las mansardas crespas de la isla de la Cité— la melena rubia, dorada, melada, metálica, de la americanita del café. La Catedral desapareció súbitamente. En pie sólo quedó la bella americana, con la cabeza levantada para contemplar un vitral. Una larga pierna en flexión se apoyaba en el travesaño de un reclinatorio. Tendría que seguirla, abordarla, convidarla a un vaso de cerveza… Con quinientos francos entre el bolsillo, pensaba al ver aquella pierna estilizada ascender convertida en columna de piedra hasta la bóveda de la Catedral; con quinientos francos la llevaría a tomarse un Martini a uno de los cafés del barrio que tiene una bella vista sobre el flanco izquierdo de la Catedral. La invitaría a almorzar y seguiría hablándole de la Catedral, transfigurada ahora por la luz meridiana. Deambularíamos por la orilla del río, hojearíamos los libros y las estampas de los bouquinistes, finalmente una presión convencional en el antebrazo, una sonrisa equívoca, un taxi, un hotel… Con esos platónicos quinientos francos podría comenzar una aventura, tal vez una amistad apasionada, inclusive un matrimonio. Viaje a los Estados Unidos, casa de campo en Texas, vida de millonario en el oeste fabuloso…
Entre las turistas americanas, como entre la basura de los muelles del Sena, de pronto se encuentra un incunable auténtico. Sin los quinientos francos, lo único que puedo hacer para descargar mi inquietud, es inventar una novela.
Las turistas se fueron, la Catedral silenciosa y vacía recobró su realidad secular y yo parapetado en esas dos razones —la falta de necesidad de insertar a Notre-Dame en mi novela, y las piernas largas y elásticas de la americana millonaria— dejé de escribir. Cuando miré resueltamente hacia su lado, la americana había desaparecido.
La niebla pasa una esponja por las torres de Notre-Dame. Las llantas de los buses y los automóviles crujen en el piso empapado. Una luz de tarde de juicio final convierte en esqueletos todos los monumentos de París. Me duele un poco la cabeza. No en balde nací en un país solar donde el día y la noche son iguales a todo lo largo del año, y no hay verano e invierno como en las zonas templadas, y aun en la época de lluvias, sobreponiéndose a los racimos de nubes negras que cuelgan sobre el campo, se asoma el sol en un retazo de cielo azul. Entre la lluvia que esfumina el contorno de los edificios, la luz acatarrada de un farol apenas alumbra la esquina de la calle. Al ver los automóviles con las linternas encendidas a las dos de la tarde, me siento desgraciado. No hubiera querido levantarme cuando a las siete de la mañana llegó el portugués en busca de su cama, pues ahora a Dios gracias dejó la limpieza diurna de las fachadas de los edificios y se contrató de portero en un cabaret de la Place Clichy. Los sábados y los domingos le doy lecciones de francés, gracias a lo cual no tengo necesidad de pagarle un arriendo por la cama. La mansarda es lóbrega aun en el verano y a medio día. Nuestra casa se apoya en las muletas de viejas construcciones mantenidas a raya por la avenida Port-Royal.
Cuando amanece me doy vuelta por los jardines del Observatorio, o me siento en un banco del Parque de Luxemburgo a observar los veleros que los niños echan a navegar en el estanque. El viento del nordeste, frío y desapacible, sopla hacia el suroeste de París. Los pequeños veleros evolucionan en todas direcciones. Algunos, viento en popa, surcan rápidamente el estanque. Otros avanzan lentamente en sentido contrario. Embestido por babor, un barquito se inclina sobre el costado de estribor y naufraga lastimosamente. La fortuna es un viento que sopla con igual intensidad y en direcciones variables. Hay que saber aprovecharla para navegar viento en popa o soslayando la corriente sin dejarse sorprender de flanco. Yo no he sabido aprovechar el viento. Soy inconstante, irresponsable, perezoso.
Lo que ahora me impide empezar a escribir, aunque tengo no sólo uno sino media docena dé temas en la cabeza, es un problema de técnica. Mientras vuelve a salir el sol y se despeja este cielo sucio y amarillento como un sudario de hospital, debo definir si escribo mi novela en primera persona. Sí pongo a dialogar a mis personajes, en el caso de que la primera persona no los absorba a todos, o si me limito a relatar lo que ellos hacen y dicen, soslayando el diálogo. En el caso de escribirla en tercera persona sería más fácil dialogar, con lo cual los personajes parecerían más vivos y auténticos. El relato en primera persona tiene la ventaja de introducirnos en la intimidad de un personaje, pero los demás pierden importancia y se convierten en muñecos de guiñol. Cuando una novela está escrita en primera persona, insensiblemente se convierte en una autobiografía. Este tipo de literatura tiene un sexo como las palabras, y es femenino y está condicionado por su egocentrismo sexual. En cambio, la novela viril —el Quijote, La Guerra y la Paz, Los Hermanos Karamazov— está escrita en tercera persona. Proust sólo pudo escribir en primera persona. Su sensibilidad era monstruosa como esas flores tropicales que devoran pájaros e insectos y destilan un perfume enervante que en el libro se riega a lo largo de centenares de páginas. Dios escribió la novela de la humanidad en tercera persona y no la ha podido terminar. Le pasa lo mismo que a los verdaderos novelistas, que dominados por sus personajes ya no saben qué hacer con ellos. Balzac lloraba cuando tenía que matarlos.
Tema para un apólogo: Dios creó al hombre con un designio egoísta y misericordioso a la vez: para gozar de un espectador sumiso de su obra y para hacer participar a alguien distinto de Él mismo de los halagos del paraíso terrenal. Pero el personaje se revolvió contra su Creador y comenzó a vivir y trabajar por su cuenta. El paraíso le aburría: era demasiado retórico y académico. El epílogo de ese relato podría ser la bomba de hidrógeno lanzada por el personaje, con la consiguiente destrucción en cadena de todo el universo; o la solución clásica del juicio final, con una amnistía general dentro del estilo de las novelas rosa. Si esto no corresponde a la palabra evangélica de «Muchos son los llamados y pocos los escogidos», sí cabe dentro de esta otra: «Los últimos serán los primeros».
Qué es más real desde el punto de vista literario: «El estudiante sentado a la mesa del café, no en la terraza, sino en el interior pues el frío ha barrido de turistas y de hojas secas la plaza de Saint-Germain des Prés, llama al camarero para pedirle un Ricard»; o simplemente esto:
—Por favor…
—¿Señor?
—Un Ricard.
El problema de optar entre la primera y la tercera persona, entre comportarse frente a los personajes como un dios impersonal o meterse dentro de uno de ellos para mirar a los demás desde el castillo interior de la primera persona, es cosa que resolveré cuando me ponga a escribir. El pueblo judío no se ha dejado devorar por su Dios unipersonal de la dura cerviz. La lucha entre el Jehová que habla en primera persona y los judíos que no se resignan a esa deprimente forma literaria, no ha terminado todavía. La solución del Estado de Israel me parece antihistórica y escandalosamente provisional.
El joven ex-estudiante, o el futuro novelista —cualquiera de estos dos calificativos puede servir— levantó la cabeza, dejó la pluma en reposo sobre la mesa, miró distraídamente hacia la calle empañada por la niebla y una llovizna pertinaz, y le pidió al camarero un segundo vaso de Ricard. El camarero es viejo, calvo, de sienes salpicadas de nieve y un sector de circunferencia, que es la boca exangüe y proletaria, parte horizontalmente el rostro mal afeitado. Al través de los cristales se ven dos o tres taxis en primer plano. Un torrente de vehículos se desliza sobre el asfalto húmedo. En el atrio de Saint-Germain des Prés una vieja vende castañas calientes, envuelta en un manto de plástico. El plástico es una de las invenciones más desapacibles. Hasta una bella mujer, con abrigo y capucha de plástico, recuerda un talego de ropa sucia.
Los clásicos se complacían en describir, pues en su tiempo no existían las películas documentales, ni las revistas ilustradas, ni los carteles de propaganda, ni otros puntos de referencia. La descripción de lugares y de personas le resta velocidad al relato. El lector deja de entender y pierde el hilo por quedarse observando a la vieja de las castañas enfundada en su abrigo de plástico, o la boca del camarero que recuerda un sector de circunferencia. Lo ideal sería no describir y fiarse en la memoria topográfica y en la imaginación fisonómica del lector. O podría apelarse a lo que ahora se llama «medios audiovisuales para la difusión de la cultura y la lucha contra el analfabetismo». Se trataría de inventar una novela ilustrada a semejanza de las tiras cómicas.
Acaba de detenerse un taxi —dejar su descripción para lectores de países subdesarrollados donde no haya taxis— salta a la calle una mujer envuelta en plástico de la cabeza a los pies. Es rubia y sus piernas son elásticas, rematadas en capiteles lobulados, duros, altos, insolentes… Es la americanita de ayer.
Sí yo fuera rico intentaría en este momento un acercamiento tangencial, o me sentaría tranquilamente a su mesa para decirle (forma dialogada, pues en la vida real la forma relatada sólo se emplea para contar algo que en el presente no está ocurriendo):
—Supongo que usted es americana. Yo soy un periodista hispanoamericano…
—¡Oh! ¡Muy interesante!
—Nos podemos tomar un Martini, un whisky, un Ricard. Ricard es lo que tomamos los escritores en Saint-Germain des Prés.
—¡Oh!
Tengo que tomar las cosas con seriedad. Si me distrae de mi novela la primera muchacha que pasa por la calle envuelta en plástico, como un filete de ternera… A las mujeres bonitas les va muy bien el plástico transparente. Es una forma de exhibirse al través de una vitrina portátil.
A veces me tienta el teatro y he pensado seriamente en hacer una comedia en vez de una novela. El teatro es más directo y sobrio que el relato y rehuye toda descripción innecesaria. Primer cuadro: Rincón de café en la plaza de Saint-Germain des Prés. Un camarero viejo entra por el foro, cuya puerta se supone que comunica con el restaurante. Trae en la mano una bandeja con unas copas, una botella de Ricard, una botella de agua Perrier.
La muchacha —y esto ya no es suposición teatral o fantasmagoría literaria— llamó al camarero, me miró con una mirada azul y jubilosa que iluminó súbitamente este día sucio y gris, señaló con el dedo mi vaso de Ricard y pidió lo mismo para ella. Si no puedo evitar las descripciones a las cuales fueron tan aficionados nuestros primeros padres los clásicos, ni dispongo de medios audiovisuales para intentar una revolución tipográfica, por lo menos trataré de soslayar el escollo. Partiré de la base de que el lector posee la suficiente imaginación, o la cultura necesaria, para ver las cosas que yo apenas mencionaré al poner a andar mis personajes a lo largo de mi novela. El lector transitará por ella como un pasajero en la plataforma de un bus, atento a la conversación de dos señoras, una insignificante y otra rubia, de ojos azules, posiblemente americana. Esta le cuenta a la otra cómo llegó a París en busca de aventuras, pues en Kansas se aburría en una deprimente atmósfera de millones de dólares y discriminación racial.
Hoy no puedo escribir. Lo que quisiera contar nada tiene que ver con mi novela y este cuaderno no es un diario, sino una plataforma de despegue de mis cohetes interliterarios.
Hoy tampoco puedo escribir. Si me lo propusiera podría inventar pensamientos como uno cualquiera de esos moralistas que se sentaban ante su mesa de trabajo a pensar pensamientos. Pascal era otra cosa. Pascal anotaba ideas para que no se le fueran a olvidar. A lo mejor, más que un enfermo agobiado por dolores físicos y preocupaciones metafísicas, el pobre era un desmemoriado como yo…
Lluvias matinales, viento frío del nordeste, sol brillante por la tarde. Acodados al parapeto del Pont-Neuf miramos pasar los bateaux-mouches cargados de turistas. Éstos no han caído en la cuenta de que las orillas del Sena se ven mejor desde los puentes que a bordo de un vapor: amantes pegados entre sí por un beso, pescadores pegados al río por una caña, mendigos pegados al suelo por el cansancio y el sueño.
Hoy volvimos a comer en un bistrot de la calle de Monsieur le Prince. Ni ella habla francés, ni yo hablo inglés.
Tonterías en franglais. Nada…
Todo o nada.
Nada.
Todo y punto final en el Hotel d’Albe, plaza de Saint-Michel, esquina de la calle de la Huchette con la calle de l’Harpe.