18

LLa taberna que tanto había atraído al doctor Fell estaba en Hampton Yeoman en Blackfield. Esa tarde del domingo 14 de junio, las refinerías de aceite de Fawley lanzaban contra el cielo nocturno sus luces anaranjadas formando un halo luminoso detrás de Blackfield.

En un rincón, entronizado detrás de una mesa y de un jarro de cerveza, estaba el doctor Gideon Fell, con Fay sorbiendo frente a él su tercer coctel de champaña, Nick Barclay a un lado bebiendo un whisky con soda y al otro lado Garret Anderson que se regalaba con su Pim’s N.° 1. El humo del tabaco subía como una bendición.

—¿Así que era el viejo Coke y Littleton? —dijo Nick en voz alta—. ¿Pero qué pudo llevarlo a hacer esto? ¿Cómo puede explicarme que creyera que este inmundo y enmarañado trabajo podía servirle para ganar a Deidre?

—Está bien, pero a menos que te estés callado cinco minutos, el doctor Fell no podrá contarnos nada.

—Yo… —prosiguió Nick—, yo… callado y mudo. Desde este momento, comparado con mi inmutable silencio, la Esfinge no es sino una charlatana semejante a cualquier cuáquera rugiendo en un mitin. Muy bien, Solón, ¿cuál es el narcótico?

El doctor Fell apoyó sobre la mesa su pipa de espuma de mar.

—Si se me permite empezar por el principio —dijo— en lugar de zambullirme por en medio, como parezco haberlo hecho, convendría considerar a ese mismo Andrew Dawlish.

»La primera vez que encontré a este señor fue el viernes por la noche, cuando nos recibió a Elliot y a mí con mucha conversación y muy poca información. Después se puso el impermeable que su hijo le había dejado, tomó su maletín y desapareció, o aparentemente desapareció, en su auto.

»Recuerden el impermeable: un largo impermeable azul, ligero, que después vimos colgado en la galería de su estudio. Recuerden el maletín, además, porque volveremos sobre ambos.

»Es de sumo interés comparar el falso rostro que presentaba al mundo con el verdadero rostro que escondía para sí. El rostro falso era el de un hombre fiel, sensato, amigo de la familia, más bien sin imaginación. El rostro real, que asomaba a veces, a pesar de él mismo, era muy diferente. Lo contrario de inimaginativo. Cuando se distraía, aunque sólo fuese por un momento, sus actitudes eran teatrales como las de Pennington Barclay. Pero su rasgo característico era la vanidad. Estaba henchido de vanidad. Su tendencia a representar apenas podía ser controlada, le imponía estar en pose constantemente. Recuerdo que Pennington Barclay hizo comentario sobre esto.

Nick golpeó la mesa con el puño.

—Puedo apostar que dijo: Acércate Andrew, no te quedes en pose, por favor. Sí, tienes más bien una cabeza interesante, pero no te quedes ahí parado, componiéndote como Macaulay llegando a un juicio. Algo así, ¿no es verdad?

—Es verdad —asintió Fell—. Esto era tan evidente, como la manía de Dawlish de mirarse en el espejo.

De nuevo Nick golpeó la mesa.

—¡Por las vacas sagradas!, hay un gran espejo veneciano sobre la chimenea de la biblioteca en Greengrove. No hacía sino mirarse en él a hurtadillas cuando quedó parado junto a Deidre. Lo noté, es verdad. Pero nunca pensé…

—Y aun cuando no había espejo —dijo el doctor Fell—, bastaba con que tuviera una superficie pulida como la placa de su escritorio o los cristales de su biblioteca. Pudieron notarlo cuando lo visitamos el sábado.

»Pero les pido perdón señores, me estoy apartando de mi historia; debo volver a ella.

»Algo más tarde de las 11 de la noche del viernes, después que Pennington Barclay fue herido en el pecho. No me refiero al fracasado intento de suicidio con una bala vacía, que ya describí, sino al verdadero ataque y al verdadero intento criminal. Ya habíamos oído a muchos testigos. Cuatro primero: Mrs. Barclay, Nick, Garret y Andrew Dawlish; después otros tres más: Mrs. Tiffin, Estelle y el doctor Fortescue. Del relato de cierto significativo episodio entre Estelle y el doctor Fortescue en la biblioteca, antes que Pennington Barclay los hiciese salir a las 10,40, el abogado comenzó a emerger bajo una curiosa luz.

—¿Cómo?

—En Waterloo cuando ustedes tres tomaron el tren, él insistió en la posibilidad del suicidio. Después no volvió a hacerlo, echándose atrás al ver que había ido demasiado lejos; pero continuó sugiriéndolo. La fuerza del plan estaba en fingir que temía el suicidio, y simular su preocupación por que éste pudiese ser prevenido.

»No obstante, durante el viaje a Greengrove, supieron otra cosa: que Pennington Barclay poseía un revólver veintidós. El revólver fue un error, decía Dawlish, dirigiéndose a Deidre, Nunca debí permitir que lo comprara, y mucho menos que aprendiese a usarlo. Creo que esto fue lo que dijo Dawlish.

—Exactamente —asintió Garret—, esas fueron sus palabras.

—¡Oh! —el doctor Fell puso cara de angustia—, Andrew Dawlish no es tan sólo el abogado de la familia. También atiende casos criminales, sabía que si se quería impedir que Barclay usara un arma de fuego, una palabra discreta a la policía hubiera sido el truco. Barclay nunca lo hubiera sabido, simplemente no hubiera obtenido la licencia y no habría podido comprar el revólver. Para él era muy fácil haberlo hecho. Puedo citar casos en que ha sido así. Pero Dawlish ni dio un paso. Estas hipócritas palabras que insistía en repetir indicaban dos cosas: que tal vez no era experto en el uso de armas de fuego, que ahora sabemos no era el caso, y que detrás de su amistad hacia Barclay acechaba alguna sucia complicación. Su exagerada, en apariencia paternal, devoción hacia Deidre Barclay…

—No era paternal para nada —afirmó Fay—. El viernes, ya tarde, oí a Estelle y me pareció advertir que hacía alusión a sus salvajes intenciones, de las que había descubierto la verdad. Dijo que estaba interesado en Dee más de lo que correspondía. ¿No fue así?

—Así fue Miss Wardour; las sospechas de Estelle eran acertadas una vez más: el buen Dawlish exageraba sus atenciones, su insistencia en estar cerca de ella; sacaba su nombre en la conversación aunque nada tuviese que hacer. Un hombre de su estupenda vanidad no encontraba obstáculos en su convicción de que una vez que su marido muriese, Deidre Barclay pudiese ser persuadida de caer en sus brazos.

—¿A pesar de Deidre…?

—Me aventuro a creer —replicó el doctor Fell— que nunca pensó en esto. Mrs. Barclay es de corazón cálido, impulsiva, quizá inclinada a ser demasiado confiada. Y confió en Andrew Dawlish implícitamente.

—Lo mismo que hicieron los demás en cada caso —saltó Nick.

—Sí, tu tío también confiaba en él.

—Quiero decir que…

—Sabemos lo que quiere decir. Pero en más de un sentido, Dawlish creía que había encontrado una buena presa. Pennington Barclay es un hombre rico; si moría, su mujer lo heredaría. ¿En qué medida estaba inspirado por la mujer misma y en qué medida por la dote que llevaría con ella?, sigue siendo un interrogante. Pero ante sus ojos brillaba una gloriosa perspectiva. Sus sugerencias en el oído de Barclay lo empujaban al suicidio. Si la idea sugerida tenía éxito, si Barclay se quitaba la vida, bien y mejor. Si no había suicidio…

—¿Blackstone tendría planeado el crimen?

—Lo tenía planeado. El suicidio, como sabemos, estuvo a punto de ocurrir. Dawlish llegando a la escena a tiempo pudo oír el disparo, al atardecer, pero se encontró con que todo había fallado. Debía cambiar su plan por completo.

—La respuesta a lo que sucedió después puede verse en las palabras y actos de Dawlish, cuando debió enfrentarse con Pennington Barclay, inmediatamente después que éste trató de eliminarse. Dawlish se informó de cuanto había sucedido; como lo demostraban sus preguntas. Barruntó los movimientos de Barclay. Desde luego —aclaró el doctor Fell— examinando el testimonio de Dawlish el viernes por la noche, no podía jurar que mi acumulación de sospechas sobre él fueran justificadas. Necesitaba más información y la confirmación vino después.

—Mire Solón —exclamó Nick, poniéndose de pie para atraer la atención—, no necesita ser tan tremendamente cauteloso a estas alturas. Sabemos que tío Pen volvió el arma contra sí. El suicidio se diluyó en un shock de tío Pen y en una chaqueta chamuscada. Colgó la chaqueta en el armario y se puso otra. Blackstone, Garret y yo nos tragamos eso. Tío Pen nos lo agradeció, y en seguida contó su historia acerca del intruso. Usted tiene toda la razón; el viejo Dawlish sospechó lo que tío Pen había hecho. Fue una especie de duelo, en que casi enredaba a tío Pen para que admitiese su intento de suicidio, que tío Pen negaba. Esta tarde, decía Dawlish, estaba usted tan deprimido y decaído de ánimo que casi…, tío Pen lo increpó: ¿Casi qué?; entonces Dawlish le preguntó si no tenía nada más que contarnos.

»Acuerdo sin lucha —prosiguió Nick, inclinándose sobre la mesa—. Pero todos conocemos esto; estamos convencidos de ello. Algo muy significativo parece haber ocurrido en cambio en la biblioteca en ese momento. ¿Qué fue? Olvide su cautela Solón. ¿Qué ocurrió?

—Bien —dijo el doctor Fell—, un incidente importante que recordarán. Ocurrió poco después que Dawlish lo desafió con estas palabras. Fue cuando usted mismo puso en evidencia la historia de su tío al mostrar la ventana de la izquierda cerrada por dentro. ¿Lo recuerda bien?

—Claro que lo recuerdo bien. ¿Y, después?

—Su tío estaba apenado y desconcertado como tenía que estar. En un paroxismo de humillación, viendo que se dudaba de él, se acercó a la ventana de la izquierda y la abrió. Un poco antes, puedo recordarlo, se había puesto los guantes de goma. Los tenía o al menos así lo dijo, para sus experimentos con las tomas de impresiones digitales, aunque no tenía ninguna necesidad de hacerlas. Dijo que era para determinar la identidad del fantasma. Desde luego, también habrá sido obvio para ustedes que la toma de impresiones no era sino una manera de cegar, una cortina de humo. Desde que él mismo era el fantasma, tomó esas muestras con el solo objeto de desviar la atención de él.

»Pero hizo las tarjetas de las impresiones digitales —prosiguió el doctor Fell—, y entonces mostró que tenía los guantes de goma que se había puesto en presencia de ustedes. Después se armó una discusión sobre si llevaba o no los guantes de goma puestos, cuando corrió a abrir la ventana.

—¿Y bien? —preguntó Nick.

—Su tío no pudo recordar. Le daré la respuesta si quiere.

Contrariamente a su impresión, en el momento en que abrió la ventana tenía los guantes puestos.

—¿Eh… cómo…?

—Tenía puestos los guantes, y lo puedo probar. ¡Un momento!

Con intensa concentración el doctor Fell sacó en forma desmañada del bolsillo alto de su chaqueta, entre un montón de papeles, la hoja de un block que desplegó sobre la mesa haciendo pestañear a Nick.

—Aquí está su propio testimonio. Se lo dio a los otros testigos, a Elliot y a mí. Elliot lo tomó verbalmente y yo, con algún trabajo, lo copié. Esta es la respuesta que le dio a Elliot acerca de los guantes. Tengo la impresión de que se los quitó, conservándolos en la mano izquierda, justo antes de ir hasta la ventana y de abrirla. Pero esto no fue sino una impresión; puedo jurarlo. Su réplica a su tío, la hizo con las mismas palabras. Anderson y Dawlish contestaron que no recordaban. Anderson porque era honesto; Dawlish porque se equivocó sobre la clase de respuesta que podía favorecerle. Pero esto fue lo que usted dijo.

—Lo dije —asintió Nick—, y ¿qué hay con eso?

El doctor Fell volvió a guardar la nota, en el bolsillo de arriba de su chaqueta.

—A la 1 pasada de la mañana, él regresó, ustedes estaban en la biblioteca cuando Elliot y yo discutíamos la misma evidencia. Un juego completo de las impresiones de Pennington Barclay: de ambas manos, todos los dedos hacia arriba menos los pulgares hacia abajo, vistos con líneas marcadas en el polvo en la mitad de cada hoja de cada lado del cierre de la ventana. Ustedes repitieron entonces su testimonio, diciendo que cada impresión se había marcado cuando su tío abrió la ventana. ¡Y esto, saben que no podía ser! ¿Por qué no podía ser de ninguna manera?

—¿Qué es lo que no podía ser? ¿Qué no podía ser de ninguna manera?

—Ensáyenlo —insistió el doctor Fell—, traten de levantar una ventana como esa con un par de guantes contra la palma de la mano izquierda. Podrán tal vez dejar una nítida impresión de los dedos: y digo, podrán. Pero permítanme decirles por qué no lo harían. No lo harían sin levantar mucho polvo al rozarlo con el par de guantes sostenidos en la mano. En el polvo de ese alféizar (el mismo Elliot comentó) no había tales marcas. Ninguna marca, excepto las de las impresiones digitales donde el alféizar había sido rozado con la mano enguantada. Elliot dijo esto, cosa que yo confirmé; además era obvio. Cuando su tío abrió la ventana, levantando la parte de abajo con un lado del puño, e hizo rodar las hojas hacia fuera, la abrió con la mano todavía enguantada. Esto es lo que significaba, lo único que quería significar.

—Mira Solón —dijo Nick casi gimiendo—. Las impresiones de tío Pen estaban en la ventana. ¿Quiere decir entonces que eran impresiones viejas?

—Deberían haberlo sido —dijo con intención el doctor Fell—, pero no lo eran.

—¿Entonces qué hacían allí?

Lo verá en un momento.

Había poca gente en aquel tranquilo rincón del bar, por ser tarde de sábado, lo que imponía la necesidad de bajar las voces. Esto exigía un particular esfuerzo a Nick y al doctor Fell; lo exigía hasta de Fay y Garret.

—¡Por favor! —interpuso ella moviendo de atrás hacia delante su vaso sobre la mesa—. No es este el lugar más apropiado para discutir acerca de impresiones digitales, no es este el lugar para discutir la mayor parte de las cosas de que hablamos. Pero esto no es tan importante, creo. Lo que importa es el planteamiento del crimen y quién lo planeó. Andrew Dawlish, a quien Deidre considera infalible mientras todo esto sucedía, ¿qué tenía en la cabeza?

—Ah sí —el doctor Fell se echó hacia atrás triunfante—. La pregunta es oportuna. ¿Qué pensaba?, ¿qué hacía?, ¿qué tenía en su cabeza? ¿Hacia dónde volvía su vista interior en busca de un camino para sorprender a la buena fortuna? Todas las previsiones no habían servido de nada; Pennington Barclay seguía obstinadamente vivo.

»¡No, por todos los demonios! Se creía infalible. Sus dioses no iban a demorarse en garantizarle oportunidades.

»¿Qué pasó después? En la biblioteca, desde el guardarropa, apareció Estelle Barclay hablando con mucha excitación de un gran montón de papeles que acababa de descubrir en el estudio de su padre, que había dejado en el guardarropa cuando corrió allí.

»Había descubierto todos menos uno, en el compartimento secreto del escritorio de su padre. Desde que el secreto queda guardado entre nosotros, puedo mencionar el papel que no descubrió. Era el codicilo en que el anciano señor le legaba diez mil libras. Ella misma lo fraguó. Creo en su juramento, una vez que se la descubrió, de que no le importaba el dinero, sino que su querido padre no la hubiese olvidado.

»Habiendo fraguado el codicilo lo escondió entre los otros papeles sin valor, usando una de sus tácticas habituales. Quería molestar a su hermano: quería fastidiar al abogado. Creyendo en la absoluta honestidad de Dawlish, quería obligarlo a llevarse los papeles y a estudiarlos. El codicilo sería descubierto: lo que significaría la recompensa de la devoción de Estelle: todo lo anterior se hacía humo y ceniza.

»Esto, digo yo, fue lo que ella urdió. Andrew Dawlish tenía otra idea. Buscaba la manera de llevar a cabo sus designios. Diría que la ocasión la pintan calva, e iba a actuar de acuerdo con ello, digamos que no sin cierto descaro. Después de todo, sus dioses no lo habían abandonado, allí podía esconderse una dorada oportunidad.

—Medio minuto, Aristóteles —dijo Nick—, está llegando a la fuente demasiado rápido para mí. ¿La dorada oportunidad para qué?

—¿No la ve? —preguntó el doctor Fell—. Estuvo de acuerdo en llevarse los papeles del guardarropa. Pero no necesitaba los papeles; no necesitaba tenerlos inmediatamente. Entró en el cuarto, cerró la puerta en la cara de Estelle cuando intentó seguirlo. Había otra cosa que quería sacar de allí, algo que podía cargar en su maletín, algo que le abriría la puerta del éxito. ¿Qué era?

—Creo que lo veo —dijo Garret—. Quería uno de aquellos smoking del armario.

—Ha dado en el blanco —dijo el doctor Fell—, como que estaba al tanto de las costumbres de su víctima, también conocía la de las chaquetas. En el armario estaban colgadas dos muy parecidas a la que Barclay tenía puesta. Barclay había intentado suicidarse con una bala vacía. Una de esas chaquetas tenía que estar chamuscada. La otra estaría limpia. Podía escapar con la chaqueta chamuscada.

»Dawlish entró en el cuarto, como digo. El montón de papeles, de momento no le interesaba; lo escondió debajo del canapé. Por eso miré allí, pero a medianoche había sido sacado. No importa, sigamos a Dawlish después de haber intentado el asesinato. Habiendo puesto los papeles bajo el canapé, metió la chaqueta limpia en el maletín.

»De este modo, queridos amigos, bajo la vista de ustedes, este maestro de impudicia, salió después de cerrar el maletín. ¿Vieron los papeles que decía llevarse? No. Como muestra, para despistar y convencerlos, tomó un recibo, lo metió en el maletín, dejando una parte a la vista. Estelle se apoderó de él y la obligó a devolvérselo. Después de esto, podían jurar que habían visto los papeles. Y pudo retirarse con lo que realmente quería, la chaqueta intacta del armario.

—¿Pero para qué diablos podía necesitar la chaqueta intacta? —estalló Nick.

—Para dejar la deteriorada. Suponiendo que la presunta víctima se viera obligada por algún motivo a cambiarse la chaqueta que llevaba puesta. Barclay creía que en el armario estaban colgadas las otras dos. Pero ahora no era así. De no poderlo evitar, aun contra su voluntad, no hubiera tenido más remedio que ponerse la chaqueta chamuscada: la que se había quitado antes. Esto facilitaba el camino del crimen. Sobre el escritorio estaba el revólver; durante la confusión el fanfarrón y audaz abogado pudo robarlo en cualquier momento. Una bala podía dispararse, desde alguna distancia. Previendo que Pennington Barclay podía ser muerto de un disparo al corazón, la marca de pólvora sobre la chaqueta haría parecer, por su proximidad, la herida de un suicida.

»¿Pero, se preguntarán, cómo podía maniobrar Dawlish para que suplantara la que llevaba puesta por la chaqueta quemada? En este caso, debo recurrir a mi fantasía, aún no estaba seguro. Debió dejar la casa. Estelle, por otra parte, se empeñó en alejarlo. No quiso irse en seguida. El indomable cerebro de Dawlish, escogido favorito de los dioses, pensó tranquilo un medio. Todavía buscaba cuál podía ser, cuando entra en escena otro personaje, que tanto contribuyó a confundirnos. El doctor Fortescue, que confirmó la historia de Barclay sobre el enmascarado.

»No se quede demasiado tiempo, dijo Barclay, entre la gente de esta casa la mayoría es inclinada a la locura y a la mentira. Decían bien; cada persona inocente o culpable, tiene su pequeño secreto oculto. Y cada una procede, además, de acuerdo a su propio carácter. Conserve esto en la memoria y le ruego que no juzgue a Edward Fortescue con excesivo apresuramiento.

—¿Fortescue, entra en esta historia? —preguntó Nick.

—Entra, desde luego; y recuerde mi advertencia. El doctor Fortescue no es un mal hombre; tampoco es particularmente deshonesto. Lo ha visto y lo ha oído, por lo tanto puede deducir cuál es su carácter. Aun en nuestro Servicio de Bienestar Social, por el cual confieso tengo muy poca simpatía, ninguna ley está obligada con el médico dentro del Servicio Nacional de la Salud. Fortescue ama la vida fácil, él mismo lo ha dicho. Su posición aquí, para un hombre sin ambiciones en su carrera, no sobrecargado de obligaciones ni responsabilidades, puede definirse como un cómodo y agradable trabajo. Para él sus obligaciones se limitan a dejar andar las cosas. Él mismo se ve como un parásito en la mesa del Mecenas. Pero esta posición de parásito resulta asimismo favorable. Debe realizar su trabajo, para pagar su manutención. Esto incluye, según él lo entiende, su solidaridad con su Mecenas. De tal modo, cuando lo oye contar lo que sabe es una serie de crasas mentiras, lo respalda lo mismo. Esto es todo.

—Si me permiten, excúsenme… pero —protestó Fay—, esta no es la parte más importante. Enfrascarse en ella es dejar a un lado lo principal de la historia.

—La que como estuvo a punto de decir —asintió el doctor Fell—, es la de un brutal y más bien brillante atentado criminal. Bien, volvamos a Andrew Dawlish lleno de perplejidad, lo mismo que los demás, en la biblioteca.

»¿Cómo impulsar a la víctima a ponerse la chaqueta chamuscada? Cuando atrajo tan innecesariamente la atención de ustedes hacia el tubo de cola en el cajón del escritorio, ¿qué tenía en su mente? De nuevo es mi imaginación la que trabaja. ¿No pensaba ensuciar con ella la chaqueta de Barclay de manera que tuviese que cambiársela? No era fácil. Además, una manga salpicada con cola tal vez no lo hubiera justificado. Se necesitaba algo muy importante para que Barclay decidiera cambiarse de chaqueta, para ponerse la que le recordaba el desagradable incidente de su suicidio. Toda idea a primera vista parecía poco efectiva.

»Pero no era tan desesperada, puesto que los dioses no abandonan a sus elegidos. Recuerden lo que ocurrió. Estelle, enredada como de costumbre en una violenta disputa con su hermano, volcó la jarra de miel salpicándolo. No podemos, desde luego, insisto en ello, sospechar de ninguna complicidad de Estelle con los designios de Dawlish. Estelle como cómplice hubiera sido el peor que hubiese existido. Fue, simplemente, lo que se llama un accidente: ella siempre entra en ellos con los ojos abiertos. Durante un rato había estado blandiendo la jarra. Exagerando tal extravagancia, la jarra fue a estrellarse contra la chimenea, de manera que la miel fue a rebotar sobre la chaqueta de su hermano.

»¿Y bien queridos amigos? Esto vino a colmar los designios del asesino. Con toda seguridad ahora Barclay se cambiaría de chaqueta. Ya no se trataba de una simple salpicadura en la manga. Cuando se encontrara con que la chaqueta limpia había desaparecido y sólo quedaba la chaqueta con las marcas de la quemadura de pólvora, el hombre, fastidiado, de todos modos preferiría la empapada de miel que llevaba puesta. Y con esa chaqueta no dejaría la biblioteca, no podría asistir a la fiesta de cumpleaños. Ahora nadie podría sacarlo de allí. Había cerrado ambas puertas. Para Andrew Dawlish la cosa era diferente. Napoleón Dawlish tenía un hado reservado para él. Barclay debía morir.

—¿Y qué hizo Dawlish cuando dejó Greengrove, diciendo que iba a su casa?…

—Sí, ¿qué hizo? —preguntó Fay, abriendo y cerrando las manos—. ¿El cuarto estaba o no cerrado? ¿La ventana izquierda seguía todavía abierta?

—La ventana izquierda seguía abierta —asintió Fell.

—¿Qué hizo entonces? ¿No va a decírnoslo?

—Sí, voy a decírselo, Miss Wardour, después de mencionar otra interferencia inocente que se vino a cruzar en este asunto.

—¿Interferencia inocente? ¿Por qué inocente?…

—Por la que estoy seguro que Andrew Dawlish es culpable y que le concierne a usted.

—¿Que me concierne a ?

—Sí, Miss Wardour —el doctor Fell, tomando su pipa miró a Garret y a Nick—. He aquí una joven que hace dos años se vio envuelta, inocentemente, en un caso de envenenamiento, en el oeste. Elliot y yo la reconocimos: él, además, sabía con certeza de su no culpabilidad. Pero ella estaba muy atemorizada. Sólo el último viernes por la noche o el sábado temprano había sido declarada inocente. De tal modo, la joven resultaba poco operante, pero Dawlish esto no lo sabía.

»En esos momentos de ociosa meditación, creía que Dawlish era con probabilidad culpable. Pero sólo yo lo creía. Podía estar equivocado. Si había procedido como creía que lo hizo, era tratando de que ese disparo aparentara ser un suicidio. Pero debía de tener una segunda línea de defensa; esos audaces entendidos, siempre la tienen. Si todo le hubiese fallado, si la policía rehusaba aceptar que se trataba de un suicidio, ¿qué mejor segunda víctima podía haber que una joven que ya había sido sospechosa de asesinato? Abreviando, ¿qué mejor coartada? Y, ¿cómo Dawlish podía saber algo acerca de ella? Según el propio testimonio de Miss Wardour, Mrs. Barclay era la única que estaba al tanto de su historia. Mrs. Barclay, muy preocupada por su amiga, había decidido preguntar al superintendente Wick si la policía continuaba tras la pista de ella. Miss Wardour obtuvo, sin embargo, su promesa de que no lo haría. Mrs. Barclay cumplió su palabra. Pero seguía ansiosa por saber cuál era la posición de Miss Fay ante la ley. ¿Qué podía hacer para saberlo? ¿A quién iba a preguntárselo?

»A todas voces y con claridad la respuesta me llega de mi subconsciente freudiano. En términos confidenciales tiene que habérselo preguntado a Andrew Dawlish, el hombre de leyes. El hombre cuya profesión es guardar secretos. El único en quien podía confiar por entero. Los siguientes interrogatorios a Mrs. Barclay, comprobaron que así lo había hecho. Por azar del juego, Miss Wardour también quedaba de este modo a manos de Dawlish.

»No estaba sino en el terreno de la teoría, si lo prefieren, pero sentía que había dado en el clavo; podía cantar hosanna, podía escribir Q. E. D. Mi ocioso cavilar resultaba correcto: Dawlish era culpable. Sólo ahora se podía decidir con alguna certeza lo que debía hacerse.

»Al abrigo de la confusión, que él mismo puso en evidencia, Dawlish robó el revólver de encima del escritorio, antes de que los huéspedes hubieran salido de la habitación y faltaban todavía veinte minutos para las 11. Cuando me habló en la sala ya tenía el revólver en el bolsillo. Hombre precavido, se puso su largo impermeable azul (prematuramente, puesto que la lluvia no comenzó hasta el amanecer), su hongo, tomó el maletín, que no contenía sino la chaqueta robada, y se encaminó hacia su auto.

»Pero no condujo hasta muy lejos. Sólo hasta donde comenzaba la tierra, ahí dejó el auto y se volvió. Se deslizó en el jardín por una de las entradas alejadas de la casa. Por la entrada este, de cara a una de las ventanas, todavía abierta e iluminada. Allí maduró del todo el plan. Esto fue poco después de las 11. Pennington Barclay estaba en la biblioteca, y como Dawlish había supuesto, llevaba la chaqueta chamuscada con pólvora. Cerca de allí en la sala de música, Gilbert y Sullivan interfería elevando sus sonidos hacia el final como para cubrir cualquier ruido.

»Un Dawlish triunfante se encontraba a unos quince metros de aquella abierta ventana: la distancia necesaria para hacer blanco. Cualquier alerta o llamada atraería hacia ella a Barclay. Como han podido ver, toda persona de pie delante de la ventana en la zona de luz. Dawlish tenía su blanco: la mancha negra en el lado izquierdo de la chaqueta marrón.

»Levantó el revólver e hizo fuego.

»Pero esto no fue todo. El arma debía ser restituida a su lugar, de manera que nadie advirtiera que había sido sacada de allí; debía encontrarse próxima al cuerpo del presunto suicida. De tal manera, el asesino se expuso a un nuevo riesgo. Corrió a través del césped hacia la ventana para arrojar dentro de la habitación el revólver. No era un gran riesgo; la luz de la luna se había velado, corrió con la cabeza gacha, tapándose la cara con el brazo izquierdo.

»¿Pero qué pensó Barclay en ese momento desesperado en que sólo lo salvó de la muerte el que la bala hubiese dado tan abajo?

Algo lo había atraído hacia la ventana. En la oscuridad brilló un fogonazo. Esta vez no se trataba del cartucho vacío que lo había golpeado antes en el mismo lugar. Se había hablado mucho de fantasmas, o por lo menos de un intruso vestido de negro. Fuera, en el jardín, una figura cubierta con un largo impermeable azul oscuro que de lejos le pudo parecer una túnica o lo que fuera, corría hacia él. No podía reconocer a su asaltante, de tal manera que fue necesario un paciente interrogatorio para aclarar qué era lo que había visto. Con esa luz tan pobre, ni siquiera el hongo era reconocible. Solamente pensó que no se trataba de un sombrero, sino de algo diferente.

»¿Comienzan a darse cuenta?

»Barclay estaba aterrorizado, era como si su propia imaginación se hubiese vuelto contra él. Actuó por puro instinto. Apenas atinó a resguardarse de la figura que se adelantaba hacia él; debía poner un escudo entre ambos; debía cerrar la ventana. Trastabillaba, pero consiguió llegar hasta el marco.

»Desde luego que Dawlish no tenía ninguna intención de jugar al fantasma, ni entonces ni en ningún otro momento: era un hombre práctico que solamente quería matar. Y aun así, en el momento decisivo sus nervios casi se quiebran. No quería sino arrojar el arma lejos de él, dentro de la biblioteca. ¡Pero su víctima le cerraba la ventana! Sin cuidarse de las impresiones digitales, que de todos modos no podían grabarse, puesto que él no manipuló sino la manija, Dawlish arrojó el revólver en la habitación, que fue a posarse caprichosamente sobre la alfombra junto a la silla tapizada.

»Campo, figuras, luz de luna, todo giraba ante los ojos de Pennington Barclay. Algo lo tenía aprisionado; tal vez fuera el final. Con sus manos desnudas, dejando las impresiones que encontramos, tomó las hojas de la ventana y las cerró. El filo de su mano hizo fuerza sobre el pestillo al cerrarlas. Tratando de mantenerse derecho, retrocedió desde la ventana, se dio la vuelta, anduvo algunos pasos por la habitación, tambaleó y cayó encima del revólver.

»Allí —dijo el doctor Fell, sorbiendo un gran trago de cerveza y apoyando el jarro de golpe—, allí está el porqué del cuarto cerrado, simple y llano. Tal vez le sugerí a Elliot, que persistía en no ver la evidencia. En un cuarto cerrado, donde al fin y al cabo cada persona había actuado de acuerdo con su carácter. Era Pennington Barclay, que esta vez no había tenido intención alguna de burlarse, quien casi nos despistó al final.

—¿Pero Dawlish? —inquirió Nick—, entre los perros traidores que nunca…

—Su conducta —dijo el doctor Fell—, fue rigurosamente ejemplar. El resto de sus actos puede contarse pronto. Todavía no pudo irse a su casa. Tenía que sacar el montón de papeles que había simulado llevarse cuando lo tiró debajo del canapé del guardarropa. De modo que esperó. En algún momento entre las 11,30 y las 11,45, mientras todos estábamos ocupados, entró subrepticiamente por la ventana abierta, en el extremo oeste de la galería. A las 11,45, quince minutos después que Elliot y yo visitamos por primera vez la biblioteca, salió con el montón de papeles debajo de un brazo, sospecho, y su hongo debajo del otro. Phyllis, que lo vio de lejos, confundió su impermeable con una bata y el montón de papeles con un bulto, con el añadido de su elemental fantasía como toque final.

»¿Sabía en ese momento que Barclay no había muerto? Puede ser, pero creo que no. Lo más probable es que no lo supiera hasta que Nick Barclay se lo dijo por teléfono al día siguiente.

»Entretanto, habiendo examinado los papeles ante la insistencia de Estelle, de la que ya tenía alguna sospecha, descubrió el codicilo falsificado y también lo usó a su modo. Para salvaguardar su propia posición, primero la denunció y después le ofreció su protección.

»¡Una fina muestra debemos reconocer que hay que poner en su beneficio! Más que la mera maldiciente sospecha de que no era bastante bueno. Había dicho que no podía recordar la fecha en que el fantasma se le apareció por la primera vez a Clovis Barclay, y que sólo la había mirada esa mañana. Sin embargo, el armario donde declaró que guardaba sus diarios (¿recuerdan?), tenía una puerta de cristal con polvo que evidenciaba a las claras que no había sido abierto desde hacía algún tiempo. Recordaba la fecha, la recordaba muy bien, desde siempre, pero como muchos criminales, se esforzaba por contar su cuento demasiado bien.

»Habiendo fallado el crimen una vez, ¿lo ensayaría de nuevo? Era más que seguro que lo haría. Con mucha cautela le conté que Elliot se inclinaba por pensar en un intento de suicidio. De hecho hasta el viernes por la noche Elliot dudaba. En una palabra, hice las veces de tentador.

Dawlish solamente sabía que había un policía apostado cerca de la víctima. Otro pequeño incidente ocurrió antes de que abandonáramos la oficina. Entre otros trofeos de las proezas deportivas del caballero, observé una copa que lo mostraba como certero tirador de revólver en las pruebas de Bisley. Un poco como distraído, murmuré Bisley, pero como ustedes dos entendieron otra cosa, he debido explicárselo ahora.

»Una subsecuente conversación con Elliot y el superintendente Wick, en la noche y más tarde en aquel mediodía, me descubrieron que ambos habían llegado a esta conclusión, con la que yo, en cambio, había tenido la suerte de tropezar. El superintendente Wick estaba absolutamente persuadido de que Dawlish & Dawlish había estado en una situación financiera tambaleante durante algún tiempo. Hundido en un abismo de remordimientos, Pennington Barclay completó el cuadro lleno de detalles de su intento de quitarse la vida.

»Otra cosa que necesita ser aclarada. Estelle Barclay abandonó la oficina del abogado convencida de nuevo de que de alguna manera su hermano había conspirado contra ella y salió como un rayo hacia la casa para desatarse con él. Su inclinación al accidente obró sobre ella. Entró corriendo escaleras arriba, equivocó la dirección y se vino abajo de la manera que ya conocen. Por fortuna no se ha hecho ninguna fractura seria, y se recuperará. Pero el 13 de junio, me temo, no ha sido precisamente un cumpleaños feliz.

»¡En fin!

»Dawlish podía o no volver a atentar contra la vida de su víctima. Barclay, sin embargo, insistió del modo que saben para que se lo atrajese con una trampa. Una llamada telefónica atinada y simpáticamente hecha a Dawlish, en nombre de un viejo amigo de la familia. No alcanzo a describirles la belleza de esta última neurosis de Barclay; que se lo trasladara abajo, junto a su amada biblioteca.

»Si Dawlish atentaba de nuevo, ¿qué arma utilizaría? Otro revólver, posiblemente, pero la policía tenía el original, y esta vez era necesario que no quedase duda de que se trataba de un suicidio. Barclay se afeitaba con navaja, y aunque Fortescue había guardado todas: una navaja es algo impersonal, que cualquiera puede adquirir.

»Fue enviado un policía para seguir a Dawlish. No podía haber certeza del ataque porque el versátil caballero había abandonado su casa tarde en su auto. Pero el policía lo siguió. No antes de que pasase por Beaulieu, a menos de quince minutos de distancia de aquí, Elliot tuvo una llamada telefónica diciendo que nuestro hombre probablemente haría una visita. La trampa estaba tendida; un criminal bien conocido entró por la puerta principal y se encaminó directamente hacia el interior de la casa. Aparte de alguna corriente subterránea emocional, creo que nada de esta historia queda por contarse.

El doctor Fell apuró su jarro y se echó hacia atrás.

—Sí —dijo Fay—, es una explicación de los hechos. Pero ¿qué nos deja? ¿Qué nos queda por hacer ahora?

—Lo que nos queda por hacer ahora —dijo casi repitiendo Nick—, es tomar otro trago. Los vasos están vacíos. ¿Qué tomamos, lo mismo?

—Deberíamos tomar lo mismo, pero me toca hacer los brindis. ¡Siéntate, por favor! Por última vez…

Nick estaba de pie con las manos metidas en los bolsillos. Antes de que pudiera discutir, Garret juntó los vasos y los puso en la bandeja, llevándolos hasta el mostrador. Allí, el barman los tomó y desapareció con ellos. Una especie de tensión reprimida se había apoderado de Garret. Al tomar de nuevo la bandeja, echó una ojeada en tomo. Tenía a Nick a un lado y a Fay al otro.

—Mira —dijo Nick en un portentoso cuchicheo—, acerca de esa subterránea corriente emocional que insinuó Solón…

—¿Sí, qué…? —dijo Fay.

—¿Qué? —dijo Garret.

—El viejo Solón no ha sospechado aquello, se ha dado cuenta de todo, pero no lo ha dicho porque no tiene nada que ver con el crimen.

—¿Estás seguro de que no tiene? Fay y yo, por ejemplo…

—Si no estoy hablando fuera de turno, Garret, ¿qué acerca de ti y de Fay?

—Y si tampoco yo estoy hablando fuera de turno, ¿qué acerca de ti y de Deidre?

—Mira, muchacho. No me retracto en absoluto sobre lo que pienso o siento respecto de Deidre. Pero…

—Pero ¿qué?

—Fue un hermoso sueño, muchacho; eso es todo, o fue, —o nunca pudo ser. A menos que la policía me necesitase para algo inmediato, me vuelvo a Nueva York dentro de pocos días. Y me voy solo. Si Deidre se viniese conmigo, su conciencia nunca la dejaría en paz. Tampoco estoy seguro de que la mía se sintiera cómoda. Pienso que Deidre en realidad nunca se ha interesado hondamente sino por tío Pen. ¿Qué pienso y siento yo, honesta y sinceramente? Que estos grandes romances de campanas al viento, constituyen la mayor trampa y desilusión del mundo. Por esto deseaba preguntarte algo. He oído alguna conversación en las últimas veinticuatro horas acerca de que te casarías.

—¿Has oído? —preguntó Garret—. Debemos de estar seguros de nuestros actos. Le he pedido a Fay que se case conmigo y le ha parecido bien contestarme que me vaya al diablo.

—¡Oh!, ¿de qué están hablando? —el énfasis de Fay hizo caer un vaso sobre el mostrador; era un vaso vacío, así que no tuvo mayor importancia—. Nunca he dicho tal cosa…

—Muy bien, ¿qué has dicho entonces? Cara o cruz, ¿te casarás conmigo?

—Mire —replicó Nick, dedicando una tenebrosa ojeada a Fay—, piense bien antes de contestarle a éste. Los quiero a los dos, puedo asegurarles que deseo verlos felices. No hay duda de que dos como ustedes pueden pasarlo muy bien juntos todo el tiempo que quieran, mientras no se empeñen en llamar a eso amor. Piensan que están enamorados, pero cásense y verán cómo se hunden. Tengo experiencia; puedo decírselo. Recuerden que estuve casado. ¿Qué oportunidad creen que puede dárseles en estos días y a esta edad? Ninguna. Escuchen al tío Nick; oigan la voz de la experiencia. ¡No se casen, no sean locos! Piensen que nos les importa probarlo, ¿pero qué esperanza pueden oponer a la sabiduría acumulada de tantos ejemplos que les dice que no lo hagan?

Los ojos azules de Fay se alzaron hacia Garret.

—Bueno, de todos modos —dijo alegre—, vamos a probarlo.

—FIN —