—¿Está usted loco, doctor Fell?
—Sinceramente espero que no.
—¿Y qué acerca de la aparición?
—Mi querido Anderson, nadie vio al fantasma anoche.
—Pero mire…
—¿Quiere tener en cuenta la evidencia? —dijo Fell con impaciencia.
Al ponerse de pie, las cenizas volaron de su pipa. Con los ojos cruzados se quedó mirando por encima de la cabeza de sus compañeros, hacia la hoja izquierda de la ventana de la biblioteca.
—Los hechos sobre los que atraigo la atención de ustedes —prosiguió—, constituyen una parte de la historia familiar que me ha sido proporcionada hace poco por Nick Barclay. Es la misma, creo, que le contó a usted cuando comieron en el Thespis Club el miércoles. En la primavera de 1926, cuando Pennington Barclay tenía veintidós años y Nicholas estaba escasamente en su segundo año de vida, Greengrove fue sacudida con una hermosa explosión. El joven Pen Barclay, después de una violenta discusión con su padre, tan grande como la disputa que tuvo con su hermana Estelle, sin decir palabra, hizo sus maletas y se fue de la casa. Lo primero que volvieron a saber de él fue que estaba en Brighton con una joven actriz cuyo nombre facilitó Estelle, Mavis Gregg.
»¿Qué fue de Miss Gregg?, no lo sabemos, ni es cosa que interese a esta historia. Lo que sabemos es que en septiembre del mismo año (Nick nos lo contó), Pennington Barclay volvió aquí. Impasible, alzando los hombros ante el alboroto, aparentaba total indiferencia; las recriminaciones resbalaban sobre él. Pero en octubre, según la fecha marcada, Clovis vio el fantasma.
»Al atardecer, mientras estaba parado frente a la ventana, lo vio emerger por la entrada del jardín. Tomó forma y sustancia como el verdadero fantasma de la casa; vestido de oscuro, con la cara velada, se movió a través del césped otoñal, corriendo de pronto hacia Clovis como si intentase arrastrarlo fuera con él. Y Clovis, el hombre de hierro, tuvo un shock que lo dejó tambaleante.
»¿Quién representó aquella mascarada? No era probable que fuese el hijo mayor de Clovis, hoy bajo tierra, y menos su hija que lo idolatraba, sino Pennington. ¿Empieza a ver claro?
—Sí, ahora lo veo —dijo Garret—, las piezas coinciden. Pennington pretendía no estar mayormente preocupado por la pelea con su padre, pero…
—Estaba resentido, trastornado por el escándalo. Así se le ocurrió el plan. Era joven, menos inhibido que ahora. Lo necesario para disfrazarse: traje, máscara, podía ser comprado o arreglado por él mismo. Clovis pretendía, según decía, no temer a los fantasmas ni creer en ellos. Bien, Pennington le haría ver. Atacaría a Clovis en el punto que sospechaba vulnerable en el tirano. Le daría el susto de su vida. Y fue lo que hizo. Después lo ocultó y hasta juró no haber oído hablar nunca del incidente.
La pipa del doctor Fell se había apagado, volvió a encenderla con un fósforo que frotó en el fondillo de sus pantalones.
—Los años pasaron como sucede siempre. Podemos acostumbrarnos a todo, hasta que a la gente le gustase Clovis Barclay. Había usado de lo sobrenatural, y había triunfado. Pero debería tener mucho cuidado en el futuro. Habiendo jugado su farsa una vez, no podía repetirla con la misma persona, y menos con alguien que sospechaba que él lo hubiese hecho. La vida a veces se volvía muy desagradable. Pero tenía sus sueños. Arte, letras, música, lo consolaban. El hombre no era tan joven. Fue creciendo y se sintió solo. A una edad madura, en algo así como un ímpetu, conoció, se enamoró y se casó con una joven que todos conocemos, Deidre Barclay. ¿Y después?
»Las cosas no empeoraron ni tampoco mejoraron. Al viejo Clovis le gustó la mujer de Pennington. Tiene mucho encanto, como podemos advertir. Parece sana, decidida, sin complicaciones. El mismo Pennington tenía derecho a mirar el futuro con cierta complacencia. El anciano no podía vivir siempre. Removido aquel obstáculo, el cielo volvió a serenarse y los sueños a traer mensajes felices.
»Parece que trabajando a la intemperie Clovis Barclay atrapó una neumonía y murió. Sabemos lo que pasó después, en menos de un mes de serenidad. El jarrón del tabaco se cayó y se rompió en pedazos; se hizo la revelación del nuevo testamento. La astucia de Clovis golpeaba desde la tumba. Para Pennington Barclay, puede decirse, esto fue lo peor.
—¿Lo peor? —repitió Fay.
—Mucho, mucho peor. No solamente lo perdía todo sino que un nuevo heredero venía de Norteamérica. Es verdad que Nick Barclay decía que no tenía intención de quedarse con la casa. Pero ¿podía creerlo? Hubiera podido, de no haber tenido junto a su oído alguien sembrándole dudas, derramándole veneno.
—¿Alguien? —Fay comenzó a temblar, con tanta violencia, que Garret se apoyó de nuevo sobre el brazo del sillón—. ¿Alguien ha dicho?
—Así es, piensen un poco. Pero antes que los murmullos hubiesen conseguido su objetivo, ¿qué ocurrió en el intervalo? Pennington Barclay estaba amargado y en un sombrío estado de ánimo. Entre el descubrimiento del segundo testamento y el momento de tomar alguna decisión, el fantasma apareció dos veces en una semana.
»¿A alguno de los que consideraba sus sostenes o aliados? ¿A Deidre, a quien en verdad ama, a usted Miss Wardour, a quien sinceramente quiere, al doctor Fortescue, a quien quiere y además protege? No, no se apareció a ninguno de ustedes. Se le apareció a Mrs. Tiffin. Se le apareció a Estelle Barclay.
»Admito que ambas están en casos diferentes.
»Es evidente —el doctor Fell lanzó una gran bocanada de humo— que Estelle no puede encontrarse con su hermano sin fastidiarlo o hacerle pullas. Puede llevar esto a cualquier extremo. El pierde con facilidad el control de su persona. Pudo arreglar que ella tuviera una renta propia y lo hubiera hecho de haber permanecido en posesión de la propiedad. El dinero no significa nada para él, nunca representó nada. ¿Pero la quiere realmente? Respóndanse ustedes mismos.
»En cuanto a Mrs. Tiffin, no le importaba nada. La misma cocinera nos facilitó la explicación, aunque siento que no era exacta. Según ella, Pennington Barclay creía que hacía las cosas exprofeso para desagradarlo: lo que él pensaba en realidad, y quizá con razón, es que ella no sabe cocinar. No es fácil despedir a una empleada que ha estado en la casa dieciocho años, de la misma manera que él no deseaba dejar a Estelle desamparada en un mundo indiferente, bajo ninguna circunstancia deseaba cambiar lo que estaba establecido. ¿Qué podía hacer entonces?
»Permítanme insistir que se hallaba en un amargado y caviloso estado de ánimo. Y, si fuera poco, hermana y sirvienta se arreglaban para aumentar las fricciones domésticas, que lo enloquecían. ¿Ellas no lo querían? ¿Se aliaban en su contra? ¡Por mil truenos! Les daría su merecido. ¡Por mil truenos! Ambas se ofrecían por otra parte como magníficos casos para esa experiencia. De tal manera en dos ocasiones el fantasma apareció, esfumándose después por los medios que sospechamos.
Fay hizo un gesto de rechazo.
—Doctor Fell —dijo—, creo en lo que dice, porque es usted quien lo dice.
—No soy el único que lo sostiene, Miss Wardour.
—¿Quién más?
—El mismo Pennington Barclay.
—Estoy obligada a creerlo, desde luego, si él lo admite. De todos modos, a menos que esté loco…
—No está loco en absoluto.
—Pero lo que ocurrió hace años es una cosa; lo que ocurrió este año es otra. ¿Es posible concebir que Barclay se conduzca como una criatura haciendo travesuras en una casa desierta?
Así es.
—¿Un hombre de su edad? ¡Es grotesco y tonto! Un hombre que, a pesar de cualquier cosa que pueda decirse de él, sin embargo es un hombre civilizado.
—Nuestros gustos pueden ser civilizados, o así nos preciamos de que sean. Pero ¿nuestros pensamientos también son civilizados? Que la edad aumente la cordura es una tesis que contradice la experiencia humana; esto es una cuestión de temperamento. Le voy a hacer otra pregunta. ¿Piensa que nunca podría hacer nada tan tonto como lo que Barclay ha hecho? ¿Puede darse nada más tonto, sin embargo, que lo que usted ha estado haciendo?
—No —saltó Fay—, ya veo lo que quiere decir. Estuve equivocada, no debía haber hablado como lo hice, discúlpeme. No hay nada tan grotesco y tonto como lo que yo hubiera deseado no haber hecho. ¿Quién soy, pues, para juzgar a los otros?
—Usted misma tiene algo de romántica. Corrija su tendencia a cavilar. Está dotada para gozar de la vida. Sólo que debe decidirse a practicarlo. ¡Disfrute, Miss Wardour, deje que Anderson la ayude! Entretanto…
—Entretanto estaba usted diciendo que Mr. Barclay decidió disfrazarse. Sé que lo hizo; lo observé, cuando dictaba o simplemente narraba lo que hacía. Se pensaba a sí mismo en el carácter del viejo juez. Quiso jugar a él y de ese modo amedrentar a las dos mujeres. No tuvo éxito, pero ese no es el problema. ¿Qué escenario usó? Desde luego, que no el mismo de hace cuarenta años.
—No exactamente —el doctor Fell señaló con su pipa—. Los trapos, un vestido, la máscara de seda negra con agujeros para los ojos, y un par de guantes de nylon los obtuvo en Bournemouths. No hay que sorprenderse porque Elliot no los encontrase cuando revisó la casa. Hasta que el mismo Barclay nos lo dijo no había modo de dar con ellos, pues estaban en su habitación, debajo de la cama que ocupaba en aquel momento.
—¿La cama que ocupaba en aquel momento, no está allí ahora? —preguntó Garret poniendo las manos sobre el hombro de Fay.
—Por el momento —valga la expresión—, está sentado informándose. Pero está muy débil y muy afligido por los remordimientos.
—¿Remordimientos de nuevo? —dijo Fay, más bien desdeñosamente—. ¿Por qué?, ¿por haber asustado a ese marimacho de Estelle?
—Por eso entre otras cosas —respondió Fell—. Si puedo retomar mi narración, recuerde su amargura y su depresión de ánimo entre abril y el día de hoy. En cierto sentido estaba luchando al jugar al fantasma, pero el perro estaba a sus espaldas; la negra hipocresía estaba derramando veneno en sus oídos. El nuevo heredero llegaría, le susurraba su torturador. Pennington Barclay sería desposeído. Cesaría de ser el señor de la posesión; sería alejado de Greengrove para siempre. Entonces decidió…
—¿Quién era el torturador, doctor Fell?
—¿No hay evidencias que lo señalen, Miss Wardour?
—No lo sé —Fay estaba temblando—. Por momentos pensé, a medias que usted averiguaba, que después todo se nublaba. ¿El torturador es el asesino que se busca acaso?
—Sí.
—Entonces, prosiga, síganos contando. No lo interrumpiré de nuevo. ¿Qué decidió Mr. Barclay?
—Está llegando a un fin. Los perros negros y los demonios azules han vencido, como muchas personas temían y una fervientemente ansiaba; decidió matarse.
De nuevo la pipa del doctor Fell se apagó; esta vez no volvió a encenderla. Guardándola dentro del bolsillo, siguió a Garret arrastrándose hasta el escritorio, al que dio la vuelta. Ambos, Garret y Fay, se levantaron y se le pusieron delante. La lámpara de pie arrojaba una luz brillante sobre la mesa y el papel secante; la luna plateaba la ventana sin cortina.
—Entonces determinó matarse. En su cuarto la última noche, delante de un grupo de testigos, admitió buenamente su intención. Le pido Anderson que recuerde lo que pasó la noche anterior. Habiendo decidido suicidarse, ¿cómo pensó hacerlo? Tenía un revólver con cartuchos, el revólver era ruidoso. Pero hay mucho más que eso. Aunque nervioso por la desesperación, desesperadamente sincero, todavía podía resistir el dramático escenario y el toque dramático.
»Su mujer se había ido a la estación de Brockenhurst para traer al nuevo heredero. Estaría de regreso a eso de las 10. La acompañarían otras personas, entre ellas, creía él, su secretaria, a la que había enviado a la ciudad con un encargo poco usual: que le trajera algunos libros, que hubieran podido serle enviados por correo como era la costumbre.
»Todos se reunirían para un acto épico. El tiempo apremiaba. Cuando oyó acercarse el auto, se paró delante del sillón tapizado, próximo a la mesa, y se descerrajó un disparo en el corazón.
Casi resollando, el doctor Fell tocó con su bastón el tapiz del sillón.
—Imagínese Anderson —dijo—, usted que estuvo aquí anoche, lo que pasaría por su cabeza. Había vivido su última noche sobre la tierra, así lo creía, escribiendo notas para el Times Literary Supplement. Estaba preparado, sentimientos sombríos anidaban en él, podía oír el ruido del motor del auto. Tomó el arma, la acercó a su pecho (no la puso contra su pecho) pues los suicidas abominan ocasionarse dolor. Apretó los dientes y el gatillo. He aquí el informe, el shock, la oleada de dolor cuando el gas al estallar le quemó el pecho. Después nada. Se desplomó sobre la silla, ileso, excepto el horror del anticlímax. Su mujer había cargado el arma con otras balas. Se había disparado con un cartucho vacío.
Fay se levantó pero permaneció en silencio. Fue Garret quien habló.
—¿Y entonces? Inmediatamente después…
—Ya se lo dije —replicó Fell—, la realización de todo esto duró unos instantes. Lo que le pasó después fue el rechazo de lo que había hecho. Había ido demasiado lejos, por poco se había convertido en un tonto. Pero la desesperación había pasado, volvería a luchar.
»No podía admitir que había intentado suicidarse, no podía admitir nada de lo que, en realidad, había sucedido. Debía inventar una historia que lo explicara todo. Usted mismo señaló, lo que por otra parte varios testigos han ratificado, que pasó bastante rato antes de que usted, Nick Barclay y Andrew Dawlish llegaran hasta la ventana de la biblioteca.
»Los testigos vieron la impresión de dolor impresa en su cara, tanto como el malestar físico que persistió. Tenía motivo para ello. Había sido golpeado por la explosión del cartucho de la bala vacía; si no tenía el smoking quemado por la pólvora, tenía la piel dolorida y además quemada. En cuanto al cartucho, ¿lo tiró al césped? La lluvia ha impedido su búsqueda. ¿O lo hizo desaparecer por el retrete del cuarto de baño del guardarropa? Me inclino por esto último.
—De todos modos, ¿ocurrió en el intervalo en que los testigos llegamos a la ventana?
—Arrojó el revólver al suelo, cerca de la ventana izquierda, y se apresuró hacia el guardarropa. Allí habían dos chaquetas iguales a la que llevaba puesta. Colgó la quemada en el armario y volvió al sillón, con los músculos contraídos por el efecto del drama. Y con su historia preparada.
»Desde luego su actitud para con el fantasma era paradójica. Mientras juraba que no creía en fantasmas, esperaba que otros, Estelle y Mrs. Tiffin, ayudarían a creer en él. No creía, claro está, dado que el fantasma era él mismo. Con Estelle tuvo éxito.
»Ahora bien, puesto frente a la necesidad de explicar el disparo de revólver, usó la imagen del fantasma para convertirla en la de un malvado intruso que le había descerrajado un tiro con un cartucho vacío. El fallo estaba en no haberse dado cuenta de que la ventana izquierda estaba cerrada. Viendo la ventana derecha totalmente abierta, pensó que la otra también lo estaba, detrás de las cortinas corridas. Contó bien su cuento, con voz de hipnotizado y gran presencia de ánimo. Sin pensarlo, los mentirosos tropiezan con estos obstáculos.
—En tal caso, ¿no había nada de verdad en su historia?
—¿Acerca del intruso velado? Ni una sola palabra.
—Pero el doctor Fortescue confirmó…
—Olvide eso por el momento. Concéntrese en lo que ocurrió aquí en el momento en que entraron los testigos.
La escena cobró vida en la mente de Garret.
—Doctor Fell, cuando usted hace resonar la palabra verdad, veo a tío Pen, alto y delgado, con su cara descolorida, y sus ojos de hipnotizado, dominándonos mientras contaba su historia. Había abandonado su espectacular intento suicida, había fracasado en él. Describió la visita del intruso velado, que fracasó también; y sin embargo, me convenció. Comprendo lo que debía estar sintiendo. Había recorrido varios infiernos…
—Otros infiernos, podemos deducir, se estaban preparando para él. Por ello le pedí que se concentrara sobre lo que ocurría aquí poco después de las 11. Alguien había esperado con ilusión, rogando que el suicidio se realizase. Comprendió el fracaso del intento y supo por qué había fracasado. Alguien sospechaba todo. Vio que las circunstancias creaban una oportunidad perfecta para el asesinato. Alguien se aprovechó de esas circunstancias. Le ruego que recuerde que la escena se desarrolló delante de sus ojos. Si se concentra en ella, verá…
El doctor Fell se calló de golpe. La puerta de acceso a la galería se abrió dando paso al segundo comandante Elliot. Detrás de él la galería estaba oscura como boca de lobo. Elliot con una linterna en la mano, dio la vuelta al botón de la luz encendiéndola y apagándola en seguida. El doctor Fell volvió la cabeza.
—¿Ahora Elliot?
—Ahora —contestó el otro—. Hace unos minutos, añadió. ¡Quietos todos!
El doctor Fell hizo un ruido sordo con la garganta.
—Muy bien; vaya al vestíbulo central, me reuniré con usted en un momento.
Elliot desapareció hacia el este, el rayo de luz de su linterna relucía delante de él, en la oscura galería. El doctor Fell hizo un guiño a Fay y a Garret.
—La contraseña es, como han oído, quietos todos —el doctor Fell no parecía estarse muy quieto—. No veo ninguna razón para que ustedes dos no permanezcan juntos, si es que les importa ver el final de esta comedia…
—Sí, sí —susurró Fay.
—Síganme en silencio.
Calzando su bastón bajo el brazo izquierdo, el doctor Fell sacó una caja de fósforos. Llegó hasta la lámpara junto a la mesa y la apagó. Excepto el resplandor plateado de la luna que entraba por la ventana del oeste, una pesada oscuridad se hizo en la habitación que había sido teatro de tantas emociones. Entonces raspó un fósforo, la pequeña llama se encrespó, iluminando los ojos de Fay y su boca.
El doctor Fell levantó el fósforo. A su manera les indicó el camino hacia la puerta. Garret lo seguía, guiando a Fay con los brazos en tomo a sus hombros. Elliot había dejado la puerta completamente abierta. Fell la dejó como estaba. Guió a sus compañeros, a través de la galería en diagonal hacia la derecha, a la puerta de la sala de música. El fósforo se apagó. El doctor Fell lanzó una blasfemia y encendió otro, y habló en un susurro.
—Algo puede suceder o no suceder. Si sucede, será dentro de los quince minutos. Quédense donde están; no se muevan de la puerta, no se sienten. Pueden hablar un minuto o dos, pero después de eso, y en ningún momento cuchicheen. Si ven a alguien dirigirse hacia la biblioteca… ¡Bueno! Cualquier cosa que vean u oigan, no hablen ni intervengan. Si nada ocurriera en el término señalado, terminaremos la muestra de manera diferente. Si algo ocurre, quietos todos, y ¡que Dios nos ayude! Ahora discúlpenme.
La débil llama flameó de nuevo en la galería hacia el vestíbulo central. Después tembló y se apagó. El doctor Fell no encendió otro fósforo, pero podía oírse, aun apagado por la alfombra, su pesado paso.
La luna entraba en la galería por la ventana oeste hasta unos tres metros sobre la alfombra. La vieja casa parecía totalmente dormida, ni siquiera las maderas crujían. Pero había otra clase de ruidos. Garret tomó a Fay apretándola contra él, para evitar que temblara. Los cuchicheos sonaban como latigazos, con su urgencia en medio de la oscuridad.
—¿Garret?
—Chis, despacio, ahora.
—¡No estoy hablando alto! Si vemos a alguien ir hacia allá, pero ¿por qué razón iría alguien hacia la biblioteca?
—Puedo estar equivocado, pero no pienso que sea hacia la biblioteca —la imaginación de Garret comenzó a trabajar—. Pienso que es al guardarropa, donde supongo que está tío Pen.
—¿Mr. Barclay?, ¿qué hay de él?
—No está en su dormitorio, el doctor Fell no quiso contestar la pregunta. La prueba es que insistió en que estaba en su cubil y le hicieron preparar una cama en el canapé.
—¿Pero Garret cuál es el nombre de…?
—¡Chis, por la gracia de Dios, chis!
—El doctor Fell dijo que podíamos hablar unos pocos minutos. ¿En razón de qué estaría Mr. Barclay allí?
—Si el asesino hace otro intento tiene una trampa tendida…
—¿Otro intento? ¿Con la policía custodiando a la víctima como todos saben?
—¿Lo saben todos? No hablar de ello es lo que aconsejó el doctor Fell…
—¿Sí?
—Permanezcan juntos, dijo, no hay razón para que no permanezcan juntos. ¿Hay alguna razón para que esto no siga durante un tiempo más largo? ¿Miss Wardour, quiere hacerme el honor de ser mi esposa?
—¡Oh Garret! ¿Crees que eso es posible? ¿Que eso puede andar?
—¿Por qué no sería posible?, ¡por el amor de Dios! ¿Porque piensas que lo de Deidre y Nick no es serio?
—No, no es eso, no. Pienso…
—Andará dulzura mía; andará.
—Garret, Garret, ¿quién está hablando ahora?
—Hablo yo, tan alto como me place. Ven aquí.
—Estoy aquí querido, no sería posible estar más cerca.
—Bueno…
Pero no hablaron más, ni bajo ni de ningún otro modo. No era necesario. Se besaron largo rato mientras la imaginación corría por otros cauces. Nunca podrían haber dicho lo que duró Un distante reloj (que ambos pensaron era el de la larga caja de la sala) dio el cuarto de hora después de la medianoche. Fue algún tiempo después que el brazo derecho de Fay, aferrado al cuello de Garret, se soltó para señalar. Los nervios de él disiparon los sueños de sus ojos, para volverla a la realidad con el shock de un miedo prudente.
Alguien se arrastraba a lo largo de la oscura galería en dirección al vestíbulo central.
No podría jurar que lo había oído. Lo que podía advertir parecía menos identificable como ruido que como una impresión de movimiento, un desplazamiento de aire, la sensación de que alguien se acercaba con malos propósitos. Cualquiera que fuese quien andaba lo hacía con evidente cautela, tanteando el camino. El siguiente ruido que oyó no fue de pasos sino un débil ligero roce como de metal a través de una superficie dura, y de nuevo se ahogó.
En la puerta de acceso a la sala de música, donde estaban aguardando Fay y Garret, se produjo un silencio asfixiante. Apenas podía percibir con aquella luz la cara y los enormes ojos de ella. Fay no hablaba, pero esos ojos trasmitían un mensaje casi audible por lo claro.
—¿No te irás? —rogaba—. Nos han dicho que nos quedáramos aquí. ¿No te irás verdad?
—¡Tengo que hacerlo! —respondían las miradas de Garret—. Alguien se dirige hacia la biblioteca, alguien se acerca aquí y…
Entonces se dieron cuenta.
La luz de la luna volcándose por la ventana oeste llegaba algunos centímetros más allá; casi tocaba el lado oeste de la puerta de la biblioteca. El rondador, no ya en la oscuridad sino alcanzado por el borde del rayo de luz de la luna, titubeó un instante antes de deslizarse por la puerta abierta. La luna cayó sobre algo que él llevaba y que Garret identificó con el furtivo ruido. El intruso penetró en la biblioteca con claro designio. Afiló su navaja en la piedra que tenía en la otra mano. Hecho esto, Garret, desprendiéndose de Fay que trataba de retenerlo, atravesó la galería con largos pasos sin hacer el mínimo ruido y se detuvo a la entrada de la biblioteca, buscando con los ojos el espacio de luz de luna que la sombra del rondador salpicaba de oscuridad. ¡Por fin, el final de los misterios y de los enigmas! ¡Ver la cara del rondador! La realización de este deseo tan ansiosamente esperado valía el riesgo de que éste se diera la vuelta y lo atacara.
Pero no lo atacó, ni se dio la vuelta, no se dio cuenta siquiera de su presencia. La piedra aceitada envuelta en un trapo o algo por el estilo ahora debía de estar guardada en su bolsillo. Con la mano izquierda manejó la linterna que dio un rayo de luz. Buscaba la puerta del guardarropa. Con Garret a cuatro pasos detrás de él llegó hasta tomar el pestillo y abrió la puerta. El rayo de luz exploró el interior. Con la navaja lista en la mano derecha ahora experimentó un movimiento de tajo en el aire. Entonces dio un paso dentro del cuarto…
—Bien, bien —dijo una voz familiar.
Un rápido clic se produjo. La luz inundó la habitación cegando a Garret. Cuando recobró la vista unos segundos después, pudo retener la imagen de Pennington Barclay, sentado en su canapé cama, con la espalda recostada sobre almohadones contra la pared. También momentáneamente cegado, tenía atado a su mano el cabo de una larga cuerda sujeta a la llave de la luz. Pero la ceguera no le impedía dirigirse al rondador a los pies del canapé.
—Entre querido amigo —dijo la hermosa voz—. ¿Volvió a intentarlo de nuevo? Pero esta vez era de esperar que me cortase la garganta. Muy bien, superintendente, hará mejor en detenerlo ahora.
El rondador giró en torno la cabeza agachada como si fuese a embestir. Detrás de Garret que ya había recuperado la vista, se produjo como una explosión cuando la puerta del cuarto secreto se abrió. El superintendente Haroldo Wick, los bigotes tiesos, andaba con paso ominoso a través de la habitación.
—¡Quédese donde está, señor! —dijo a Garret—. No deseamos interferencias —luego, dirigiéndose al rondador—. ¡Andrew Dawlish, queda arrestado por tentativa de asesinato a Pennington Barclay! Le prevengo que todo cuanto diga le será tomado en cuenta por escrito y usado como prueba en su juicio.