¿Esperar la noche?
Era bastante tarde.
La cena, a la que asistieron el doctor Fell y el segundo comandante Elliot, se sirvió a las 8 en punto. Deidre, Fay, Nick y Garret comieron lo que pudieron tragar. Fueron servidos por Phyllis y Phoebe, una linda y pizpireta rubita que podía ser la hermana de Phyllis, pero que en realidad era su prima. El doctor Fortescue se quedó en el Hospital de Blackfield, de donde llegaron noticias que no eran nada alentadoras. Estelle tenía fracturados el cráneo y el brazo derecho, además de múltiples desgarramientos. Pero el diagnóstico, de acuerdo con el golpe hubiera podido ser peor, de no mediar su fuerte naturaleza. Después de la cena el grupo se disolvió; cada uno tomó por distinto camino.
En algún momento de la tarde, Garret fue presentado a un hombre corpulento, con bigotes, de aspecto imponente, que resultó ser el superintendente Harold Wick, quien escasamente pronunció seis palabras. Al final de la cena el superintendente Wick se mostró de nuevo; después desapareció del todo.
¿Y entonces?…
La lluvia había dado paso a una noche sin nubes. Garret y Fay, luciendo el mismo vestido blanco y azul del día anterior, salieron a dar un paseo por la playa. El ánimo de Fay estaba dominado por una intensa emotividad. Pasadas las 10, bajo una brillante luna, regresaron a la casa. Cuando el reloj marcaba las 23, ambos estaban inclinados sobre la máquina de pin ball en la sala de billar. Era la segunda, la que estaba colocada contra la pared oeste, ahora muy bien iluminada. La campana sonó anunciando la partida de una carrera de automóviles.
—¡Qué aburrido! —dijo Fay, inspeccionando el marcador—, Garret, esto es muy injusto. Es mi última bola de prueba y he marcado menos de seis mil puntos; es un juego estúpido. Si aquí no quieres hablar sobre lo ocurrido…
—Estoy perfectamente dispuesto a hablar sobre cualquier cosa. Pero…
—Te lo he dicho y repetido una y otra vez. Se lo he dicho a todo el mundo; en realidad fue un accidente. Estelle estaba sola cuando se desplomó, ¿no me crees?
—¡Claro que te creo! Pero esto ha ocurrido en un momento tan particular que resulta extraño que sea un caso fortuito como…
—Querido, no tiene nada de extraño. Has visto a Estelle, estoy sorprendida de que una cosa así no le haya ocurrido antes. Es entrometida y al mismo tiempo terriblemente torpe. Además parece hecha para crear dificultades. Pero no es de esto de lo que deseo hablar. ¿Quieres venir conmigo ahora?
—¿Dónde?
—Ya lo verás.
Fay estaba irresistible; haciéndole señas desde fuera de la sala de billar lo siguió unos doce pasos hacia delante por la galería. Apretó el botón de la luz, situado justo detrás de la puerta abierta de la habitación próxima, y con aire de triunfo lo introdujo en la sala de música.
No había duda que en el siglo XVIII había sido un lugar muy importante. Sobre paneles de palo de rosa los cristales de los brazos de luz producían un resplandor matizado.
A través del cielo azul de yeso del techo, decorado a las claras por un artista georgiano, dioses y diosas del amor, pintados con colores que se habían desvanecido mucho desde entonces, hacían travesuras. Bajo la ventana empotrada, hacia el sur, había un antiguo piano. En un rincón había un arpa que nadie tocaba desde hacía mucho tiempo. Ambos estilos, tanto el Victoriano como el moderno, se habían introducido allí. La pared del oeste tenía dos grandes ventanas, iguales a las de la biblioteca, de manera que se podía salir por ellas al parque si se quería. El tocadiscos estaba entre ambas ventanas, frente a varias sillas tapizadas en brocato.
—¿Ves? —dijo Fay acercándose al aparato—. Todo está listo. Alguien ha dejado un disco colocado.
—¿Más Gilbert y Sullivan, o uno de los discos pop de Estelle?
—Ninguno de los dos. Esta es música pop de otra generación; es de una opereta llamada El príncipe estudiante. Oigámoslo.
Fay apretó el botón de arranque y colocó el brazo en su sitio. Quedó de pie apoyada sobre el aparato, con una sonrisa en los labios, pero con miedo en los ojos. La música rompió, primero con una ensoñadora nota de violines. Era un pot pourri de melodías y fragmentos. Había comenzado a sonar un vals cantado por un coro:
Vengan muchachos, alegrémonos muchachos.
La educación no es sino un juego científico, juguemos pues.
—¿Tienen algún inconveniente en parar eso? —interrumpió una voz.
Era la voz del Elliot. El tumulto calló instantáneamente. En la sala casi en sombras, a pesar del resplandor amarillento de las luces de la pared, Deidre Barclay andaba con la mirada de alguien decidido a cumplir con su deber. Elliot la seguía con un block en la mano.
—¿Molestamos? —preguntó Garret mientras Fay se acercaba—. ¿Necesita esta habitación para interrogar?
—No, ya he hecho casi todas las indagaciones que debía hacer —Elliot exhibía ceñudo aire de satisfacción—. Sin embargo, necesito alguna confirmación de usted.
—¿De mí?
—Sí, la última noche, mejor dicho muy temprano por la mañana, salió al jardín mientras el doctor Fell y yo estábamos hablando con Miss Wardour. ¿Cuándo regresó a la casa?…
—No recuerdo, debe de haber sido alrededor de las dos y media. Usted y el doctor Fell se habían ido.
—Muy bien. Le dijo al maestro, este mediodía, que cuando regresó a la casa le pareció oír que rondaban en la oscuridad, aunque no podía asegurarlo. ¿Es correcto?
—Sí.
—Bien, había alguien allí. Ahora Mrs. Barclay, ¿tiene algún inconveniente en repetir lo que descubrió este mediodía?
Deidre titubeó. Se había cambiado el chaleco y la falda de tweed por un vestido oscuro que le sentaba muy bien a su figura atlética. Miró a Fay como pidiendo ayuda; luego dirigió los ojos hacia el techo, de donde rápidamente desvió la mirada.
—Realmente —dijo Deidre—, el doctor Fell…
—El doctor Fell todavía está con su marido, Mrs. Barclay —le respondió Elliot—. Pero lo he hecho llamar; estará aquí en un momento. Entretanto si quiere comenzar con los preliminares…
No fue necesario esperar. El doctor Fell irrumpió, sosteniéndose en su bastón, en la puerta y se les unió.
—¿Y, Mrs. Barclay? —dijo Elliot.
—¡No es nada agradable, sabe! —Deidre apelaba al doctor Fell—. Lo oí por casualidad. Era Phyllis Latimer, una de las muchachas.
—¿Sí, Mrs. Barclay? —insistió Elliot.
—Me di cuenta que se refería a su novio, alguien llamado Harry. Lo demás no lo pensé hasta este mediodía, cuando se produjo una riña entre ella y Phoebe. Siempre tienen disputas, desde luego, pero ésta fue una bastante más importante. Entré en la cocina en el momento en que Phoebe decía… No sé si puedo repetirlo…
—Estamos investigando un intento de asesinato, el asesinato de su marido. Prosiga, por favor.
—Entré en la cocina en el momento en que Phoebe decía: por lo menos no me escapo para encontrarme con hombres en la playa a mitad de la noche. Annie Tiffin intervino entonces para señalarles cómo hablaba una muchacha en sus tiempos, y no fue nada fácil llamarlas al orden. No podemos en estos momentos tratar al servicio doméstico como hace cincuenta años —dijo Deidre poniéndose de pie—. Y además estoy de acuerdo con ello, creo ser bastante tolerante, pero de todos modos me parece que tiene que haber un límite…
—¡Un momento! —interrumpió Elliot. Consultó su block y volviéndose hacia el doctor Fell, añadió—: Ahora sabemos que Phyllis salió a encontrarse con su novio anoche. Pudo haber salido por la puerta del fondo, pero de hecho entró por la ventana abierta de la galería. No regresó hasta cerca de las 2,30, que fue el momento en que casi cayó sobre Anderson, quien la hubiera sorprendido de no haberse escondido en la sala de billar, cuando encendió su linterna.
—La sala de billar —explotó Fay Wardour—. Todas las brujas están obsesionadas con ese lugar. ¿Qué tiene ese sitio que parece ser la guarida preferida de los seres espantosos, Dee?
—¡Por Dios, Fay!, ¿qué te sucede? Pase lo que pase contigo, nadie te ha dicho una palabra.
—¿Hay algo que quiera decirme? —preguntó el doctor Fell a Elliot.
—Sí, siempre que se queden callados. ¿Me oye Miss Wardour? Trato de… Quiero aclarar una evidencia. Lo que importa no es a qué hora regresó Phyllis a la casa, lo importante es a qué hora salió y qué vio cuando lo hizo. ¿Puede aclararnos esto, Mrs. Barclay?
—No veo la razón —Deidre dominaba visiblemente sus nervios— para que el interrogatorio se centre en mí. ¿Por qué no se lo pregunta a la misma Phyllis?
—Se lo pregunté, pero no es precisamente un testimonio muy fidedigno. Cuando se refiere a su vida amorosa, ¿lo es por fortuna alguna vez el testimonio de una mujer? Tal vez fuera mejor que me lo dijera a mí. Esto no concierne a la vida amorosa de Phyllis, pero sí a la investigación. Comenzó a salir, según ella lo jura, a las 11,45, es decir, quince minutos después que el doctor Fell y yo fuimos por primera vez a la biblioteca; me parece recordar, Mrs. Barclay, que a las 11,45 estábamos interrogándola en la sala.
—Así fue —asintió Deidre.
Garret contuvo a Fay que estuvo a punto de añadir algo.
—¿Puedo hacer una pregunta, Elliot? ¿Dice que Phyllis vio algo cuando salía de la casa por la ventana al final da la galería? Bueno, ¿qué es lo que vio?
—Vio a un hombre en bata deslizándose por la ventana con un paquete debajo del brazo.
—¿Un hombre en bata? —interrumpió Garret—. ¡Pero eso es absurdo!
—¿Por qué absurdo?
—A las 11,45 nadie está vestido con bata. ¿Creen ese cuento?
—Sí. Tenga en cuenta —le replicó Elliot, haciendo sonar sus dedos para llamar la atención— que la muchacha apenas puede dar una impresión. Tal vez no haya sido exactamente una bata lo que llevaba puesto el hombre, lo mismo que podía no haber sido un paquete lo que llevaba debajo del brazo. Por otra parte, Phyllis estaba a una distancia bastante grande. Ella debió de entrar a la galería desde la escalera del fondo por el este, a través del vestíbulo central, con toda la galería oeste de por medio. Además, las luces estaban apagadas, pero había muy poca claridad fuera. El hombre le daba la espalda, no podía siquiera calcular su estatura. Todo lo que vio…
—¿Le sugirió un fantasma? —preguntó el doctor Fell.
—No estaba pensando en fantasmas, puesto que iba a una cita de amor en la playa. Se puede olvidar hasta a los fantasmas cuando viene bien. Todo lo que vio fue un hombre vestido con una bata llevando algo que le pareció un paquete. Pero ¿quién era el hombre? ¿A dónde iba, de dónde venía? Eso no es probable…
—El hombre de la CID se identificó —dijo girando en redondo el doctor Fell—. No es probable —añadió— que eso encaje exactamente en la teoría que ahora compartimos usted y yo.
—Así es, desde luego. Además de apartarse del todo de lo sobrenatural, compone una terrible viñeta. Creo que se impone una conferencia en privado.
—Creo que sí. Vamos. ¿Qué sacó de Pennington Barclay?
—Lo que esperaba. Nunca ha cooperado nadie tanto, Elliot, nos estamos acercando.
—Es posible, aunque puede no servir. Discúlpennos.
Se retiraron; el doctor Fell arrastrándose pesadamente detrás de Elliot. La puerta se cerró.
Una agitada Fay hacía frente a una agitada Deidre, en una habitación que la temperatura emocional de ambas había caldeado bastante.
—¿De modo que la infeliz sirvientita dejaba sus obligaciones por una entrevista? ¡Qué chocante! Otros no se conducen de la misma manera, ¿no hacen lo mismo?
—Si tienen algún sentido de autocontrol —replicó Deidre—, estoy segura que no. Pero no quiero discutir este asunto, querida Fay. Lo dejo para que lo discutáis entre tú y Garret. Discúlpame.
De nuevo la puerta se cerró. La temperatura se elevó todavía más.
—¿Y bien? —preguntó Garret—. ¿Qué sentido tiene esta pequeña escaramuza? ¿Qué vamos a hacer ahora?
—Pongamos el disco de nuevo —la mirada de Fay era intensa y lejana. Se volvió al aparato—. Escucha, ¿quieres?
De nuevo la música estalló llenando la habitación como un bol se llena de agua.
—Puedes escuchar varios temas, aquí —dijo Fay—. Uno es el fragmento de una vieja tonada llamada En lo hondo de mi corazón, querido. Después viene el famoso canto de los bebedores. Espera, escucha las letras. Algunas son extrañamente reveladoras.
El compás cambió. El tambor cesó de repiquetear. Las palabras de un joven rogando a su amor, en un sonoro solo fueron subiendo de tono con la melodía, al mismo tiempo ruidosa y juguetona, con algo de siniestro, además.
Bebo, bebo, bebo, ojos brillantes como estrellas
Que irradian dentro de mí (en mí)
Bebo, bebo, bebo labios rojos y dulces
Como frutas en los árboles (en los árboles)
Con la esperanza de que esos ojos brillantes alumbrarán
Tiernamente, confiadamente, pronto en mí…
—¿Oyes? —dijo Fay, mientras su compañero se aproximaba al aparato—. Garret, ¿qué haces?
—¡Apago esta condenada cosa! —y así lo hizo. El silencio los cubrió como una campana—. ¿Reveladoras, dijiste? ¿Puede haber algo revelador en una opereta de hace cuarenta años? Deidre tiene razón, Fay, ¿qué pasa dentro de ti? ¿Dónde va a parar todo esto?
—Estuve pensando en el caso.
—¿En el casi asesinato?
Fay respiró con esfuerzo. Paseó su mirada sobre los dioses y diosas (Marte, Venus, Apolo, Dafne y sus frívolos amores) del techo.
—Tiernamente, confiadamente, pronto en mí. Tú en cambio has demostrado falta de confianza, Garret, al contarme lo que hoy dijo el doctor Fell. Que el móvil había sido una combinación de sexo y dinero.
—¡Por favor, niña mía, cálmate un minuto! ¡No vuelvas a ponerte histérica otra vez!
—Ayer en el tren comenzaste a lucubrar toda clase de teorías absurdas. Entre ellas, sugeriste que Nick Barclay podía ser un impostor, no ser en verdad Nick Barclay. Fue la más absurda de las ideas del lote. Sabemos que es Nick Barclay, que no tiene nada que ver con este asunto. Al mismo tiempo…
—¿Sí? —Fay se adelantó con la mirada resuelta—, sabemos que no tiene nada que ver, estamos de acuerdo. Al mismo tiempo que… he estado angustiada…
—¿En qué sentido?
—Una y otra vez se ha repetido, el mismo Elliot lo ha señalado, que Nick Barclay no tenía ningún motivo para matar a su tío. Elliot no sabe lo que tú y yo sabemos, que Nick y Deidre estaban enamorados desde hace cuatro años, luchando contra el destino; impotentes dada la situación, en un estado de nervios peor que el tuyo y el mío. Y esto es un motivo. ¿Entonces qué quieres decir?…
—No, Fay, no quiero decir nada —Garret andaba mientras hablaba—. Aun en el caso de que dudara, lo que no puedo admitir porque conozco a Nick, es el único hombre del que no se puede sospechar, pues en el momento en que se produjo el disparo estaba con Elliot y con Fell. Está fuera del caso, puede presentar a la policía misma como coartada.
—¿Pero quién disparó? ¿Quién fue la mujer que inconsciente o deliberadamente inspiró el asesinato? ¿No sabes quién puede ser esa mujer, Garret?
—¿Quién?
—¡Puedo ser yo!
—¿Estás loca?
—Espero que no, aunque no lo sé. Y no te enfurezcas, ¡por favor! No la tomes conmigo —Fay cerró los puños—. Soy la mujer sospechosa, el interrogante. Al final, como en tantos casos misteriosos, debe de haber un corazón frío detrás de todo. ¿Cómo suena esto?
—No muy convincente. A menos que quieran argumentar que fui el asesino, facilitándome tú la coartada, mientras dejaba la sala de juego para ir a cumplir la infame misión, eso no sería factible. De otro modo, ¿con qué otros hombres podías haber estado mezclada?
—No hay otros, no hay ninguno. Te conté, es verdad, que Mr. Barclay me quería, y creo que a su modo también el doctor Fortescue, pero no lo que tú has entendido. Desde que te conocí, Garret, ¡te juro por Dios que no ha habido ningún otro!
—Es pura imaginación. Así lo creo. Te has estado torturando sola, como de costumbre, con cosas que has soñado.
—No comprendes, Garret. No has conseguido disipar la pesadilla de ser sospechosa. La tengo. Tal vez sea sólo imaginación, pero puede haber en esto más de lo que los dos sospechamos. Anoche, cuando dijeron que estaba libre de sospecha, sentí que podía andar sobre las nubes. Pero no duró. Tú puedes tener confianza en la policía, yo no. ¿Decían la verdad? ¿No se trataba, no de una mujer inspirando el crimen, sino simplemente de una presunta criminal a quien se le tendía una trampa? Cualquiera podía sospechar quién podía ser. Ven aquí, Fay Wardour o Fay Sutton, o como sea que elijas llamarte, te conocemos, eres la que buscamos; ¿por qué no te pones sensible y confiesas?
—Oiga —dijo una voz atronadora—, ¡pare de una vez!
La gran puerta de la sala de música se abrió de par en par y el doctor Gideon Fell apareció en ella.
—Perdone mi intromisión —prosiguió en un tono de voz más gentil—. Pero es hora que alguien se inmiscuya. Siga en ese tono, Miss Wardour, y tendremos otro caso de hospital en nuestras manos. Es hora de que alguien haga de Edipo; no el Edipo de la leyenda popular que parece haber nacido en clínica psiquiátrica de Viena, sino el Edipo que contestaba los enigmas. Me gustaría, con su permiso, contestar algunos y quitar algunas máscaras. ¿Tengo ese permiso, Miss Wardour?
Fay, en apariencia desesperada, corrió hacia Garret y le tomó la mano.
—¡Desde luego que tiene mi permiso! No es que importe mucho que esté o no de acuerdo, pero desde ahora lo tiene. A menos que…
—A menos que, mi bonita señora, no diga mentiras y le tienda trampas. Pero no hay mentiras ni trampas para usted, ya que ha padecido bastante. Les pido solamente a usted y a Garret, parte doblemente interesada en lo que a usted le concierne, que me acompañen a la biblioteca, escenario original de tantos contratiempos. ¡Le ruego que no tenga miedo! Por aquí, por favor.
Garret, rodeando con su brazo a Fay, que apoyaba la cabeza en su hombro, aquietaba lo mejor que podía su temblor, guiándola detrás de Fell, por la mal iluminada galería hacia la biblioteca. En el camino se cruzaron con la cara agria de Elliot que salía de allí.
—Aparecerá —dijo Fell— porque reina un gran silencio en la casa. ¿Dónde están los demás?
—Después de todo —Elliot consultó su reloj— es casi media noche. Todos, excepto Fortescue que sigue en el hospital, se han ido a la cama, o han dicho que se iban. Pero las puertas no están cerradas; no lo están nunca, puede entrar cuando quiera.
—¿Ningún signo todavía?
—Ninguno —Elliot dio grandes pasos por la galería.
Un gran silencio acompañado de una cierta tensión invadió la biblioteca. Solamente una luz estaba encendida, la lámpara de pie junto al escritorio. Reinaba una gran pulcritud. La ventana rota había sido reparada, los papeles apilados en orden sobre la mesa; la mancha de sangre casi había desaparecido de la alfombra. Tanto la puerta del guardarropa como la de la biblioteca estaban cuidadosamente cerradas. El doctor Fell miró alrededor las paredes cubiertas con volúmenes, las sillas tapizadas, las carpetas y las cortinas descoloridas.
—Es conveniente —dijo, buscando en su bolsillo la bolsa de tabaco y una larga pipa— que tenga lugar una cierta explicación. Esta no es solamente la escena del crimen, vista desde otro punto de vista, también ha sido el escondrijo y cubil de Pennington Barclay. Curiosa personalidad la de Pennington Barclay. Lo han visto por ustedes mismos; lo han oído describir a aquellos que lo querían y a los que no lo querían. La puerilidad de todos los Barclay, desde el viejo Clovis amante de las máquinas de pin ball, la travesura con no mucha gracia representada por Estelle, se hace evidente en él. Pero ¿lo podemos condenar por esto, con tantas puerilidades como cargamos cada uno de nosotros en nuestra propia naturaleza? A veces era una persona de convivencia nada fácil, pero tampoco podemos condenarlo por esto, escondiendo tantos demonios dentro de nuestro propio corazón.
»¿Cuál era su característica más saliente, además de su pasión por el pasado? Sensibilidad mezclada con cinismo; buen natural junto a raptos de malhumor; amor por el misterio y lo secreto, por las historias de fantasmas más aterradoras (su especialidad) y las historias de detectives ingeniosas. Pennington Barclay es un romántico amargado, una especie de intelectual Peter Pan; y permítanme repetirles que este era su cubil. Aquí leía, aquí cavilaba, aquí dictaba sus cartas, aquí…
—Pensaba en la obra que iba a escribir —añadió Fay.
—Miss Wardour —dijo Fell—, ¿habló alguna vez de que estaba escribiendo una obra teatral?
—¡Sí, por cierto!
El doctor Fell llenaba su pipa desparramado en un gran sillón tapizado, de espaldas a la puerta que daba a la sala. Fay estaba sentada en otro más pequeño sobre el brazo del cual se apoyaba Garret.
—¿Lo decía actualmente? —insistió Fell—, ¿cuándo se lo enfrentaba con una pregunta directa? Sus palabras acotadas por tantos testigos que lo oyeron en su cuarto anoche, era que desde hace algún tiempo estaba preparando un drama.
—Preparando un drama —citó Garret— que explorará la conducta humana en estado de strech. Parecía obsesionado por eso. A eso de las 2,30 de la mañana lo vi en su cuarto de enfermo, repetía preparando un drama casi medio inconsciente por los sedantes.
—Bien, ¿cuál es la diferencia? —preguntó Fay—. Es la misma cosa, creo.
—En este caso es algo muy diferente.
El doctor había llenado por fin su pipa que encendió con un fósforo que raspó bajo el sillón.
—Recuerden que hasta hoy he mantenido varias conversaciones con Mr. Barclay y que no me había encontrado nunca con el hombre, en un grado que me permitiera pensar que lo conocía. Nos habíamos escrito mucho.
—¿Y él lo llamó, no? ¿Le escribió una nota?
—No, Miss Wardour, no me llamó.
—Pero…
—Aunque no puedo decir que desconfié de su última nota llamándome, no obstante encontré que contenía mu chas frases nada usuales en él. Ahora podemos estar seguros de que la misiva era de Estelle Barclay, que aguardaba grandes cosas de acuerdo a mi reputación, y que me trató con bastante rudeza cuando la defraudé. Con seguridad no fue escrita por Pennington. No tenía ningún interés en verme aquí, nunca me habría dejado venir.
—¿Por qué —preguntó Garret— no quería que viniese aquí?
—Porque me temía —contestó Fell—. Debe recordar que una cabeza de chorlito también puede ser aniñada.
—¿Temerle?
—Desde el comienzo tuve conciencia de dos elementos, el de Peter Pan pueril y malo, aunque no criminal, y el del capitán Hook, también pueril, pero más adulto y sabiamente vicioso, en lucha uno con el otro. Me parecía que tanto Elliot como usted y Nick Barclay cometían un craso error en sus conclusiones. Daban como un hecho que la persona que jugaba al fantasma era la misma que cometió el crimen.
—¿Y no era así?
—No era así; de allí provenía casi toda la confusión. Para eludir lo que creía puse en claro esta mañana que el fantasma había aparecido a tres personas; hace algunos años a Clovis Barclay; a Estelle Barclay y a Mrs. Tiffin, en la misma semana del mes de abril. Les pregunté, hablando sobre el problema del pretendido fantasma, qué encontraban que había en común en esas tres personas.
—¡Pero aún no lo veo! —protestó Garret—. Si va a aclarar enigmas y a arrancar máscaras, este es el momento de decirlo. ¿Qué tenían esas tres personas de común?
—Cada una, en distinto momento y por diversos motivos, tenían clavado un puñal en Pennington.
Fay saltó del asiento. Garret se enderezó.
—Doctor Fell, le contaré algo que dijo la última noche tío Pen. Luchaba con las palabras a causa de los sedantes o con ambas cosas a la vez. No permanezcas mucho tiempo entre la gente de esta casa. La mayoría son dados a mentir y locos, y yo «mea culpa», soy el peor y más loco de todos.
—Sí —asintió Fell—, en ese estado estuvo la mitad de la noche. Sumido en lo más hondo de un abismo de remordimientos y clamando de dolor por sus recuerdos.
—¿Remordimientos? —repitieron como un eco a la vez Fay y Garret—. Dios mío, ¿dónde vamos a parar ahora? ¿Dice que tío Pen es el criminal responsable de todo este sucio incidente?
El doctor Fell golpeó el suelo con el regatón de hierro de su bastón.
—No, no cometió el crimen —entonces se alzó su gran voz—, pero es el fantasma, el único que jugó al fantasma en esta casa.