15

Sábanas de lluvia giraban golpeando como granizo la tranquila ciudad y las colinas en torno al río Lymington. Se pagan seis peniques al entrar o al salir por el camino del puente. El Bentley, con Nick al volante, Garret junto a él y el doctor Fell solo en el asiento de atrás, cruzó el puente y las barreras, dobló a la izquierda y prosiguió con el agua golpeándole de frente, pendiente arriba, por la colina de High Street que, con o sin lluvia, estaba convertida en un alborotado pesebre por ambos lados. El sábado era día de mercado y la ciudad estaba tan concurrida como durante las vacaciones del banco en agosto.

—La taberna a que me refiero… —cantó la voz del doctor Fell.

—Condenada taberna —dijo Nick, sin apartar sus ojos de las tiendas junto a las cuales pasaban—. Lo siento Gargantúa, pero olvidé la taberna y la cerveza. ¿Dónde está el lugar de todos modos?

—Tengo anotada la dirección —Garret consultó una tira de papel—. Esta en 18A y 18B de Southampton. ¿Ha estado antes aquí? ¿Dónde está la calle Southampton?

—Sí, solía venir aquí antes. Southampton recuerdo vagamente, da la vuelta por fuera hacia la derecha al final de High Street. Blackstone e hijo tiene su oficina en 18 A y 18 B, o tal vez al otro lado a la vuelta; es una sola casa de todos modos.

—Si fuera un poco más claro…

—No puedo serlo, porque no lo han sido conmigo. La broma es que es todo lo que sé. Y creo que, de todos modos, no almuerza. ¡Vaca sagrada!, ¿quieren contemplar el tiempo?

Habían salido tarde. En una aldea llamada Blackfield. Escasamente a dos millas de El Codo de Satán, al doctor Fell le pareció que había descubierto una taberna que le gustaba. Insistió en discurrir allí durante un rato hasta que lo convencieron de que se moviera. A cierta distancia del garaje de Greengrove pasaron un Morris pequeño, que alguien dijo que pertenecía a Estelle. Nick dirigió el Bentley patinando sobre la resbaladiza carretera hacia su destino.

Era la 1,30 pasada en el reloj de la iglesia, cuando vinieron a dar con el tumulto de High Street. Lymington, centro de yachting y a la vez retiro de gentes prósperas, estaba oscurecida en medio del bullicio. En Southampton Road, también sombría a pesar del incesante tránsito, una casa blanca de piedra daba su fachada desnuda a la calle.

El doctor Fell, saliendo del auto con un impermeable trasparente tan amplio como una carpa, señaló con su bastón la chapa de bronce a la derecha de la puerta. Guió a sus compañeros a través de ella hacia una polvorienta sala severamente amueblada.

—Por aquí, me hacen el favor —llamó Andrew Dawlish con voz imperativa.

Desde la sala, un corto pasillo con dos ventanas a la calle unía la puerta de entrada con una oficina que también daba a la calle. A la izquierda de la puerta, una chaqueta para lluvia, ligera, larga, de color azul chorreaba agua, colgada junto con un sombrero también para lluvia. A lo largo de la pared del pasillo, a la derecha de la puerta, se alineaban armarios, con cristales más polvorientos aún que los de la biblioteca de Greengrove.

Mr. Dawlish en persona, con las comisuras de los labios caídos, los aguardaba de pie en el umbral.

—Buenas tardes, Nicholas. Ha sido amable de tu parte el haber venido.

—Nada de eso, siento llegar retrasado. Le he hecho perder su almuerzo, ¿no?

—En un caso tan grave como éste, muchacho, puedo omitir mucho más que un almuerzo. Ha traído algunos extraños, veo.

—No son extraños, son amigos y colaboradores; los conoce y han venido a petición especial mía. Todo está en orden, ¿no?

—Así será si insiste —un claro dejo de angustia se traslucía en la voz del abogado—. Al mismo tiempo, señores, les ruego la mayor reserva sobre lo que puedan oír o ver. Tengo la impresión, doctor Fell, de que no tiene conexión oficial con la policía, ¿no?

—Su impresión es correcta.

—¿Quieren pasar, señores?

Con un ademán, Mr. Dawlish los introdujo en una habitación que, aunque severa, no carecía de austero confort y hasta ostentaba cierta opulencia. Sobre la chimenea colgaba un trofeo en forma de placa de plata, pulida, con el nombre de Andrew Dawlish grabado. Otros trofeos estaban en los armarios de madera con puertas de cristal. Estanterías con compartimentos para los documentos cubrían el fondo. Sobre el escritorio, junto a una ventana con vista a la calle, había un montón de papeles, que Garret pensó, con razón, que eran lo que Mr. Dawlish había traído de Greengrove.

Varias sillas daban la impresión de que nadie se hubiera sentado nunca en ellas. El abogado, de pie, dando la espalda a la calle, detrás del escritorio, tomó de entre el montón de papeles un largo sobre con sus bordes abiertos. Nick, un tanto erizado, miraba por encima del escritorio.

—Bien, consejero, ¿qué es todo esto?

—Es esto —ceñudo, levantó el sobre en su mano—. Por el momento, sin embargo, las demás consideraciones deben ceder su lugar a las desagradables novedades de las que me hizo un breve resumen por teléfono. Su tío Pennington…

—Tío Pennington está vivo.

Apenas vivo, según me dijo. Apelo a usted, doctor Fell, ¿puede haber alguna duda?…

—¿De que fue un intento de asesinato? —salmodió casi el doctor Fell, echando una bocanada de humo mientras se sostenía sobre su bastón—, a mi entender, ninguna. Otros no están tan seguros. Fortescue no está interiormente convencido de que no haya sido un intento de suicidio; Elliot mismo tiene sus dudas. Y Barclay, aunque jura que fue atacado, no puede o no quiere decir quién lo atacó. No tiene el corazón en tan malas condiciones como cree, o ya hubiese muerto. Pero tuvo un gran shock. Una evidencia más en un sentido o en otro.

—Todo está muy bien —dijo con vehemencia Nick— y eso que nadie simpatiza más que yo con tío Pen —de nuevo se volvió hacia el abogado—. Pero ¿cuáles son los nuevos inconvenientes, como si no hubiera habido bastantes? ¿Qué hay acerca de ese nuevo testamento de que habló?

—No, no es un nuevo testamento —Mr. Dawlish sacó del largo sobre una hoja doblada de apretada escritura en papel de oficio. Un codicilo del testamento existente—. Y estoy perplejo, señores. Por una vez lo confieso, estoy absolutamente perplejo. Hasta he tomado ciertas precauciones.

—¿Precauciones?

—Esta mañana —prosiguió Dawlish, señalando con un ademán al impermeable colgado en la percha del pasillo—, hice una visita a Brockenhurst. Durante cien años los Barclay han encomendado sus asuntos financieros al Banco de la Ciudad y de la Provincia de Brockenhurst. Por consejo mío y guiados por mí, lo hacen todavía hoy. El encargada de ese ramo, Mr. Akers, es, de paso, algo más que un aficionado en materia de grafología y una autoridad en manuscritos. Tanta para disipar como para confirmar mis sospechas… ¡Un momento!, tenemos una visita.

Se calló, mirando hacia fuera por la ventana. Nick y Garret siguieron su mirada. Un pequeño Morris, guiado a demasiada velocidad para un día tan lluvioso, pasó dando la vuelta en dirección a Southampton Road desde High Street. Se detuvo, rozando y apenas logrando no estrellarse contra la parte de atrás del Bentley. Y rozando el borde de la acera fue a parar unos seis metros más allá del otro auto. Fuera del Morris vino a dar en tierra la desmelenada Estelle Barclay. Con dificultad abrió un paraguas y se encaminó a través de la bocacalle hacia la casa.

—Si se me pregunta —dijo Nick, fuera de sus casillas—, este asunto se está poniendo cada vez peor. ¿De qué se trata Blackstone? ¿Qué hace aquí tía Essie?

—La mandé buscar. Muy pronto, Nicholas, apreciará mi perplejidad. No tengo el menor placer en hacer lo que he debido hacer. Pero no me quedó otro remedio.

No tuvo oportunidad de extenderse en explicaciones. La puerta de calle se cerró con un portazo. Estelle, con sombrero y ropa muy a la moda, luchó por cerrar el paraguas mientras corría a lo largo del pasillo para entrar como un torbellino en la oficina.

—¿Bien? —comenzó, apoyando el paraguas en un rincón—. Aquí estoy, Andrew, ¿tenía razón, no? ¿Encontró algo importante entre esos papeles?

Mr. Dawlish miraba la placa de plata sobre la chimenea y el armario a un lado. Después acercó una silla al escritorio.

—Su instinto, Estelle, parecería haber sido pavorosamente cierto. Siéntese, por favor.

Estelle se dejó caer en la silla con actitud algo desafiante a pesar de la fijeza de su mirada. Los demás permanecieron de pie.

—Tengo aquí —prosiguió Mr. Dawlish, desplegando la hoja de oficio— lo que se supone sea un codicilo del testamento de su padre. La disposición testamentaria permanece más o menos la misma; su sobrino continúa siendo el heredero. Pero hay un suplemento importante.

—¿Suplemento?

—Suplemento o modificación. Es el sentido de la palabra codicilo. Está irregularmente redactado; por lo demás, si fuera auténtico, sería indudablemente válido. A mi querida hija, Estelle Fenton Barclay, a la que a veces he descuidado y aun menospreciado, doy, lego y trasmito la suma de diez mil libras, libres de impuestos u obligaciones, que le deben ser entregadas de mi propiedad.

—Es maravilloso pensar que mi padre no me olvidó. Pero no entiendo lo demás, ¿qué significa lo de Si es auténtico?

—Sí, mi querida señora. ¿Por qué ha hecho esto?

—¿Por qué hice qué?

—¿Por qué fraguó este documento e hizo que lo encontrara entre los otros papeles?

—No entiendo una palabra de lo que está diciendo.

—Perdóneme, me entiende demasiado bien. Estamos informados sobre su habilidad para imitar la escritura de los demás. Si hubiese ensayado esto con otro que no fuera yo, Estelle, se hubiera metido en serias dificultades. Me di cuenta inmediatamente de que era un documento falsificado; Mr. Akers, del Banco, opina lo mismo. Como les he dicho a estos señores…

Estelle saltó de la silla, el brillo de sus ojos había aumentado hasta un punto casi de locura.

—¿Se lo ha dicho? Aunque fuera verdad, lo que no admito por un minuto, ¡qué espléndido amigo de la familia resulta ser usted! ¡Pensé que era un hombre decente, Andrew Dawlish!, ¡pero no es mejor que el resto! ¡No sólo me insulta, sino que me trae aquí además para avergonzarme frente a estos intrusos!

—¿Avergonzarla? —rugió Mr. Dawlish—. No estoy tratando de avergonzarla, estoy tratando de protegerla. La última noche protegí a otro miembro de su familia, cuando se hizo evidente, para cualquiera con inteligencia, que… bien, no hagamos caso. Quiero protegerla, darle una oportunidad. Déjeme destruir este ridículo documento, sin necesidad de decírselo a nadie. Dispute conmigo, pelee, vaya y sostenga que su falsificación es auténtica, y llegará a un punto en el que nadie podrá ayudarla.

»Y esto no es todo, Estelle. Este truco, por mucho que se haya creído astuta, es extremadamente estúpido. De acuerdo con el arreglo hecho por Nicholas, usted debe recibir tres mil libras por año durante el resto de su vida. ¿Tiene idea de la enorme suma que se debe acumular para asegurar esa renta? Los simples diez mil, créame, son una suma insignificante junto a eso. Si su sobrino cambia de parecer…

—Eso es cierto, tía Estelle —Nick movía los brazos como si fuese a parar un tren—. Su sobrino no va a cambiar de parecer. Todos nosotros hemos hecho cosas raras en nuestro momento. Pero ¿quién hace caso? La renta está en pie; sigue siendo tuya, y lo será mientras la necesites.

Las lágrimas brotaron de los ojos de Estelle.

—Música de violín —chilló a Dawlish—. Una mujer debe cuidar sus propios intereses en un mundo en que los hombres se unen contra ella. No me refiero a ti, Nicky. Escribí este codicilo, es verdad, pero en realidad no lo hice por el dinero. Deseé que la gente pensara que mi padre no me había olvidado. Pero he sido traicionada.

—Nadie te traiciona, tía Estelle, eres tú quien se traiciona. ¿No oíste lo que estábamos diciendo?

Más lágrimas le brotaban de los ojos.

—Me expresé mal, Nick, no soy una experimentada periodista como tú. Lo que quiero decir es que hay alguien en Greengrove que me odia, me desprecia, y que haría cualquier cosa por herirme. Y ahora estoy segura de quién es.

—Estelle —dijo Mr. Dawlish con gravedad—, está fuera de razón. Parece no quedarle la más leve muestra de buen sentido.

—¿No está allí? Regreso a casa. Hoy mismo, a esta misma hora, voy a ponerlo en claro con la persona en cuestión. Y que nadie intente detenerme. Te estoy en extremo agradecida, Nicky. Tu vieja tía no se te presenta bajo una luz favorable. Pero es mejor ser desagradable que cruel, desdeñable y viciosa como otra. No dejes que nadie intente detenerme.

El rostro distorsionado, el cabello escapándose del sombrero, miró hacia el paraguas que había dejado en un rincón. Lo tomó, se precipitó a tropezones fuera de la oficina. La puerta exterior se cerró de golpe. A través de la ventana la vieron luchar mientras atravesaba la calle, contra las olas de lluvia. Un momento después, el auto rodaba alejándose de Southampton Road hacia el campo abierto. Acortó la marcha, se detuvo, se cruzó abruptamente en el camino de otro, dio la vuelta en redondo y retrocedió hacia High Street en la misma dirección por donde había venido.

Nick se alejó de la ventana.

—¿Está todo bien, no? Quiero decir: dejarla salir de aquí para que vaya a infernar a algún otro lugar. Está todo bien.

Andrew Dawlish dobló la hoja de oficio con el codicilo, la dejó caer en un gran cenicero de cristal y le prendió fuego con un fósforo.

—Me animo a pensar —dijo observando la llama—, me aventuro a pensar que hemos concluido con este asunto. No es la perversa tía de la leyenda, sabe, ahora está a salvo. A quien compadezco es a la pobre Miss Deidre, sola en aquella casa con cualquiera que sea quien esté allí. Desearía saber, doctor Fell, por qué está perdido en esa oscura meditación.

—¡El fantasma! —dijo el doctor Fell, que animándose sin más se dio la vuelta ignorante de donde estaba—. ¡Arcontes de Atenas! Con nuestra preocupación a propósito del testamento y demás asuntos extraños, estábamos en peligro de olvidarnos del fantasma. ¿Sería bastante amable, como para comunicarme la fecha?

—Desde luego, si es posible. ¿Qué fecha?

—Hace algunos años, tengo entendido, el supuesto fantasma apareció en el jardín de Clovis Barclay. Además —Fell hizo un gesto indicando a Nick— se me dijo que podría decirme cuándo ocurrió esto.

—Sí, puedo decírselo —Mr. Dawlish miró una nota desplegada sobre su escritorio—. La fecha exacta fue el 1 de octubre de 1926.

—¿Está seguro de eso?

—Mi diario lo confirma plenamente.

—1 de octubre de 1926. ¡Sagrado día! —el doctor respiró hinchando sus carrillos—. ¡En su límite el sol brilla en todo su esplendor! Con seguridad que es capaz de apreciar el significado que esto tiene.

—Veo al menos lo que hemos estado pensando a lo largo de los mismos pensamientos.

—En cuanto al fantasma, no cabe duda. En cuanto a otros asuntos, la cosa es menos segura. Ahora —agregó el doctor Fell con gran decisión— tenemos que irnos. Mis jóvenes amigos han protestado por mi insistencia en comer y beber. Ambos han tomado un tardío y completo desayuno. Mientras que yo…

Mr. Dawlish los escoltó hasta la puerta de la oficina.

—Aquí están mis diarios —dijo señalando la sección más baja del armario del pasillo—. Si más adelante puedo serle útil en algo, ordéneme. ¿Qué decía?

—¡Espantoso! —exclamó Fell— parece ser la palabra adecuada. Por mi parte puedo sumergirme haciendo estragos en un plato de sandwiches acompañado de cerveza. ¿Están de acuerdo?

—Nada de comer, para mí —dijo Garret—, pero medio litro de cerveza sería estupendamente recibido.

—Condenada cerveza —dijo Nick—. Llévenme donde encuentre un sustancioso scotch con hielo. ¿Qué hay, maestro, acerca de algo reconfortante?

El doctor Fell no le aclaró nada. Pero a las 2 en punto, estaban acomodados en el bar empapelado de rojo de un pequeño hotel en la parte baja de High Street en Lymington. La lluvia y la feria bullían fuera; el doctor Fell estaba ruidoso dentro. Llenando una cómoda silla, había consumido una docena de sandwiches y estaba terminando su quinta jarra.

—Con la mayor firmeza —dijo—, tuve que restringir mis lecturas: era muy aficionado a las historias de fantasmas, o de hecho a todo lo perteneciente a ellos. Me deprimí y confieso que me admiro a mí mismo por mi autocontrol.

—¿Por qué se restringió? —preguntó Garret—. ¿Qué hay en la atmósfera de ese lugar? Hasta ahora no ha visto nada, por lo menos que yo sepa. Sin embargo, anoche se me ocurrió que iba a encontrarme con algo. Me ocurrió en la galería oeste del piso bajo. Venía del jardín —contó lo ocurrido, sin mencionar a Fay, a Nick ni a nadie—. Hubiera jurado que oí a alguien deslizándose detrás de mí. Pero encendí la linterna y no vi nada. ¿Estaba en mi imaginación o qué?

—¿Qué fue eso? —preguntó Nick—. Ordena tu cabeza. Si pudiéramos llegar a tener aunque fuera sólo una línea sobre la identidad del fantasma. ¿O vamos a quedarnos cloqueando estúpidamente, doctor Fell?

—No, está concentrado en el mal aspecto; está confundiendo la esfera de acción de Peter Pan con la esfera de acción del capitán Hook. ¿Cree que estaríamos más cerca de una solución si en este momento conociéramos la identidad del fantasma?

—¡Desde luego que lo creo!

—No necesariamente —dijo Fell.

Por un momento se quedó sin hablar, haciendo ruidos raros con su garganta.

—Atraigo su atención —prosiguió, girando en redondo la jarra de cerveza sobre la mesa— hacia una importante pieza de testimonio. Sólo conocemos tres personas que hayan visto el fantasma: el anciano Clovis Barclay, Estelle Barclay y Mrs. Annie Tiffin. Los tres, aunque extraordinariamente diferentes en todos los aspectos, tienen por lo menos una cosa en común.

—¿Cuál?

—Piénsenlo. Una vez que consigan establecer la relación lo que no es demasiado difícil, verán… ¡Oh Dios, oh Baco!, mi viejo sombrero.

En el momento que levantaba su jarra, la dejó de golpe como electrizado y como una exhalación se puso de pie.

—Mi atolondrada táctica, señores, me ha cegado sobre otro punto obvio. Haremos bien en volver a Greengrove cuanto antes.

—¿Tiene sentido excitarse de ese modo? ¿No era mejor dejar a tía Essie ir por delante?

—Puede que nada esté equivocado; espero sinceramente que no. Pero al mismo tiempo, pienso que el lazo que une a esos tres testigos… ¿Pero qué estamos esperando? ¡Vamos!

Por algún milagro habían encontrado un lugar para estacionar el auto cerca del hotel. En un minuto Nick maniobraba el Bentley descendiendo la colina bajo la lluvia y contra el tránsito. Una vez que dieron la vuelta a Gosport Street y atravesaron el puente, con los mástiles de los yates elevándose sobre el borde del agua a la derecha, el pie asentado sobre el acelerador hizo volar el auto.

Campos y montes desaparecían al paso. Esquinas, curvas, corrales, ponyes pastando y melancólicas vacas, Nick dejaba atrás todo conduciendo con no demasiada cautela. Sentado atrás, el doctor Fell iba con las manos crispadas sobre su bastón. El silbido del viento golpeaba constantemente. Pocas palabras se hablaron: frases sin continuidad, de hecho, hasta que atravesaron Beualieu y Exbury y entraron en la larga curva de El Codo de Satán.

—Sus insinuaciones, Solón —dijo Nick por encima de su hombro—, me han desconcertado más que antes. ¿No puede damos otros datos? Cualquiera que sea la explicación del fantasma, creo que tiene que ver con el crimen.

—En su raíz —respondió Fell—, puede encontrarse una palabra: sexo.

—¿Sexo? —exclamó Nick como si no pudiera creer a sus oídos—. ¿Dijo sexo?

—Sí señor, juega un papel muy importante en nuestra vida. Y no pienso que esté inmunizado contra su influencia.

—¿Inmune? ¡Dios mío! ¡Nunca pretendí haberlo estado!

Pero ¿qué tiene esto que ver conmigo?

—En un sentido, nada —dijo el doctor Fell, reflexionando un momento—. O fue el dinero el principal motor, no lo sé. Sin embargo, si mis cálculos son correctos, ambos, voracidad de sexo y dinero son los grandes planeadores del vicio y el crimen a sangre fría.

—Francamente, no me gusta la palabra plan. ¿Hay más de un delincuente mezclado en esto?

—¡No, mil truenos!

—Una respuesta directa.

—Una respuesta directa. Y si no me equivoco mucho, sólo una persona llevó a cabo el crimen o sabe algo acerca de él. Aunque no hay duda de que la influencia de cierta mujer…

—¿Cierta mujer? —exclamó Nick—. Mire, Aristóteles, su manera directa de responder es tan oscura como las palabras del oráculo.

El auto ascendía la loma, permitiendo ver debajo del agua. El techo y las chimeneas de Greengrove se alzaban sobre los árboles en su pequeña península.

—Casi hemos llegado —Nick hizo una mueca— y espero que esta raza de John Gilpin no sea inútil. ¿Qué diablos es ese ruido? Suena como la sirena de una ambulancia.

—Es la sirena de una ambulancia. Aminore en la curva con cuidado, con suavidad. Tienen más prisa que nosotros.

El terror golpeaba tanto en Garret como el viento del Solent. La ambulancia blanca con cruces rojas pintadas en cada puerta, pasó entre los pilares de la carretera. Se sumergió en la hondonada haciendo sonar su sirena, volando hacia Blackfield. Nick apenas aminoró la velocidad mientras encaminaba el Bentley derecho a la carretera de la casa. Al llegar hizo una parada brusca y descendió. Garret hizo lo mismo por el otro lado. La puerta principal estaba abierta completamente. Deidre Barclay, con chaleco azul y falda de tweed, estaba parada en medio de la lluvia.

—¡Nick, Nick, qué alegría que hayas regresado. Ha sido horrible!…

—¿Tío Pen o qué?

—No, Pen está bien. Es Estelle.

—¿Es ella? ¿Qué ocurrió?

—No lo sabemos bien, fue un accidente. Llegó en muy mal estado a causa de algo. Pero no dijo una palabra. Dejó el auto a un lado y corrió hacia la escalera principal hasta el primer piso. Entonces, debe de haber perdido el sentido de dónde iba, como le sucede a menudo. De golpe se oyó un horrible ruido. El doctor Fortescue, que estaba arriba en su dormitorio, corrió hacia ella. Debe de haber clavado la cabeza. Es una de esas cosas que no se pueden atender en casa. Parece ser una fractura de la base del cráneo.

Telefoneamos al hospital de Blackfield, y el doctor Fortescue se ha ido con ella en la ambulancia.

—¿Cayó? Alguien le… —Nick movió las manos.

—Dios mío, no puede haber sido nada de eso. No había nadie cerca de ella. La más próxima era la pobre Fay, que salía de su cuarto. Pero Fay estaba a metros de distancia y ni siquiera tuvo tiempo de ver nada de cuanto ocurrió. Nick, no puedo soportarlo más. ¿Qué vamos a hacer?

—¿Hacer, señora? —repitió el doctor Fell—. ¿Hacer?

Con infinito trabajo, Fell consiguió salir del auto. La lluvia caía sobre ellos, Nick y Garret sin sombrero ni impermeable, Fell parado inmóvil, con impermeable y sombrero de alas, hizo un potente ademán con su bastón.

—Al menos —dijo—, tenemos la satisfacción de pensar que estamos aproximándonos a un final. Entretanto tan sólo nos queda aguardar la noche.