Pudieron haber contado hasta veinte antes de que ninguno de los dos hablase, en el húmedo jardín negro y plateado bajo la luna.
—Mira —comenzó Nick.
La potente voz de Nick, forzada, no conseguía su volumen ordinario. Pasó una mano por sus oscuros cabellos, pero el latido de su pulso le tiraba del codo y el ademán resultaba a la vez forzado e inútil.
—Parece gracioso, pero no tiene nada de gracioso. ¿Qué estás pensando?
—Solamente pienso en que debía haber puesto dos y dos juntos hace mucho tiempo.
—¿Dos y dos? ¿Por qué dos y dos?
—Por una sola cosa, ¿pretendes que no habías puesto los ojos en Deidre antes de encontrarla en la estación de Brockenhurst esta tarde?
—No, por supuesto que no lo pretendo. Eso es lo que quiero decirte.
—Tu tía Essie puede dar información útil hasta cuando refunfuña. Estuve pensando en los viajes de Deidre por el extranjero durante el verano. Estuvo en Suiza en 1961 y en el norte de Africa el año anterior. Cuando la gente habla de el norte de Africa, no se refiere a Egipto, a menos que diga Egipto. Por lo general se entiende Marruecos o sus alrededores. Estuviste mucho en Marruecos el verano de 1960. ¿Es allí donde la encontraste?
—Sí, fue allí. Ambos fuimos a dar al hotel Minzeh en Tánger y allí me enteré de quién era. Pero…
Nick dio un paso hacia delante. Tartamudeando dentro del alto muro de seto de ligustre que los encerraba lejos del mundo, obligando a cada uno a enfrentarse con su propio problema y al mismo tiempo con el del otro.
—Nick, ¿cuántas veces te has encontrado con ella desde entonces? No te lo pregunto por vana curiosidad. Te lo pregunto porque puede ser de vital importancia para la situación de aquí, de Greengrove. ¿Cuántas veces te has encontrado con Deidre desde entonces?
—Cada verano. Estuve en Lucerna en 1961; en Venecia en 1962 y el verano pasado, como Deidre había prometido visitar a una antigua compañera de colegio, decidimos vernos en Roma.
—Como ves, Nick, esto toma un color oscuro. Estabas en Roma pasando una temporada muy divertida, mientras Fay me persuadía…
—¿Qué quieres dar a entender por temporada muy divertida? Mira, Garret. No pretendo que me comprendas, pero éste no es un asunto barato, o una sórdida intriga. Es un gran amor, un amor espiritual, algo que ocurre una vez en la vida y a veces nunca. Y no te puedo acusar si te sientes un poco burlado… Pensabas que llegabas aquí lisa y llanamente conmigo. Te ofrezco por lo tanto, pues de hecho te la debo, una explicación.
—No me debes ninguna explicación, no me la des. Pero no necesitabas llevar tan lejos la farsa.
—¿Farsa?
—Sí. En Waterloo, justo antes de tomar el tren, fingiste que creías que la mujer de tu tío era rubia. Sí, lo sé. Más tarde tapaste esto haciendo obvia referencia a una fotografía que te había enviado tu tía Essie. Pero era de nuevo un engaño, aunque bien urdido.
—¡Por Dios, Garret!, ¿qué otra cosa podía hacer?
—Es difícil decirlo, si crees que estás justificado. Todavía antes, en el Thespis, hablaste de misteriosas mujeres (mujeres en plural) que aparecían y se desvanecían como si nunca hubieran existido. Esto que es lo que pensé de Fay, no hay duda de que era lo que tú pensabas de Deidre. Y ni así caí.
Nick dio un paso de baile a la luz de la luna.
—Persisto en decirte, Garret, que no entiendes nada. Lo que Deidre y yo sentimos el uno por el otro, y lo sentido durante cuatro largos años…, no es común. Es muy diferente. ¡Es sagrado, hombre del demonio! Y no te quedes mirándome impertérrito como un oráculo, ¿no puedes decir algo?
—¿Deseas que el oráculo te hable?
—Si tiene algo útil que decir.
—Muy bien. Después de cuidadosas consideraciones sobre lo que tanto parece agobiarte en este juicio oral, llego a la simple conclusión de que no se trata de nada más que un chato, vulgar y simple caso de sexo, fuera de moda.
—¿Sexo? —gritó Nick rebelándose—. ¿Dices sexo? No vuelvas nunca más a hacer la menor referencia a ello porque, amigo o no amigo, te rompo algo sin ningún miramiento. No hay nada entre nosotros que tenga que ver con él. Lo hemos deseado, pero no hemos tenido nada que ver con él, eso es todo. ¿Y qué hay de malo en ello?
—Mira, Nick. Es tu tío Garret quien te habla. No hay nada de malo en ello, por nada del mundo. Pero no lo tomes tan en serio. Disfruta del sexo, goza con lo que Dios te ha dado. No magnifiques una saludable urgencia biológica, convirtiéndola en una gran pasión sacada de una novela victoriana.
—Querría —rugió Nick— querría… —se calló de golpe. Una especie de convulsión agitó su rostro y giró de nuevo en un paso de baile—. Espera un minuto, ¿no hemos sostenido antes esta misma conversación en alguna parte?
—Sí, en el Thespis Club, el miércoles por la noche. Las palabras son las mismas, pero eras tú el que predicabas y yo quien te oía. Es muy diferente cuando el caso es el propio.
La actitud de ultrajado de Nick se desvaneció. Necesitó un rato, recorrió el cuadro hasta el centro del jardín, y volviéndose dijo:
—Esto está mal. Estoy perdiendo todo sentido de la proporción; es verdad. Se acabó. Di lo que te dé la gana, piensa lo que quieras, pero lo de Deidre y yo es algo muy sólido. ¿Lo puedes creer?
—Sí, si estás seguro.
—Estoy muy seguro; lo mismo que Deidre. Casi hemos enloquecido. La cuestión es: ¿qué vamos a hacer?
—Lo sospecho, pues lo has sugerido.
—¿Que lo he sugerido?
—En el Thespis, antes que ningún asunto amoroso se hubiera planteado, explicaste que no era decente que despojases a tu tío Pen de sus derechos hereditarios. No puedo quitarle su amado Greengrove, de ninguna manera, aunque… debiste de haber tenido la intención de añadir, aunque le quite a su mujer.
—Bueno, ¿qué otra solución queda?
—No lo sé.
—Esto no puede seguir así —Nick levantó su puño—. Es intolerable; es destruirse la vida sin motivo. Deseo casarme con Deidre, entiende que digo que quiero casarme; tarde o temprano las cartas deberán de ser puestas sobre la mesa. Cuando llegamos, y tío Pen hizo aquella accidental referencia al rey Lonchivar, pensé que podía hacerle frente. Y ahora me encuentro con que no puedo y me siento casi como si fuera a morir.
—Sabes Nick —dijo Garret pensativo—, supongo que un gran amor puede excusar muchas cosas. Pero ¿hubiera sido precisamente ése el camino a seguir?
—No te entiendo, ¿el camino a seguir para qué?
—La manera de darle la noticia. Querrías haberle dicho cambiando el final de la cita:
Llego aquí en son de paz o en son de guerra.
¿O a bailar en tus bodas, joven Lonchivar?
Llego aquí en son de paz, pero cuando el amor está de mi lado.
Puedo cabalgar triunfante con la novia de tío Pen.
—Hubiera sido algo muy sucio.
—Perdóname. Pero sin ánimo de ofenderte, ¿pudiste pensar que te hubiera entendido?
—Vuelvo a decir que hubiera sido algo sucio. En cuanto a tío Pen, no pensó nada tampoco Deidre, su cabeza está ausente, como lo habrás notado. Tengo que hablar con él; ¿qué otra cosa puedo hacer? No lo tomará a mal y, aunque así fuera, la verdad tiene que salir a la luz. ¿No puedes comprender qué es un gran amor? ¿Y qué hay de tu propio gran amor?
Nick sacó un paquete de cigarrillos. Cada uno de los dos tomó uno, como duelistas eligiendo espadas. Nick los encendió con su encendedor, la llama iluminó sus ojos vidriosos hundidos en sus cuencas. Resumió su deseo de paz:
—Te juro por la Biblia —dijo con calor— que las relaciones entre Deidre y yo han sido tan inocentes… bueno, inocentes como… como… ¡ayúdame a decírtelo, por favor! Han sido absolutamente inocentes. Pero ¿puedes tú decir lo mismo? Ahora que has encontrado de nuevo a Fay, la pequeña rubia tan bonita, ¿puedes decir lo mismo? ¿Fue un romance tan puro y rosa como me juraste que era?
—Puedo contestar a esto —dijo la voz de Fay.
La pálida luz pintaba sombras sobre su cara y su vestido azul y blanco la ceñía, acentuando las líneas de su cuerpo. Moviéndose silenciosa sobre el césped húmedo, apareció como un fantasma, por el lado este contra el muro de seto vivo.
El cigarrillo de Nick pareció apagarse y encenderse con rapidez, cuando giró en redondo.
—No pude evitar oírlo todo, Mr. Barclay. Habla tan alto como para despertar a toda la casa. Pero sólo voy a contestar a su última pregunta. Y le contesto, no. De acuerdo a lo sucedido entre usted y Deidre, mis relaciones con Garret han sido todo menos inocentes. Y seguirán siendo de la misma manera, espero. Pero no aquí. ¡Desde luego no aquí! Sólo cuando se aclaren los horrores que han sucedido y se conozca la cara que se esconde detrás de la máscara. Tal vez parezca desvergonzadamente apurada por decirlo, pero ahora que ya no puedo perjudicarlo apareciendo junto a él, ¡nada me importa!
—Escuche Miss Wardour, lo que le he dicho a Garret se entendía que era confidencial.
—¿Y piensa que lo que yo le digo no es confidencial? Había demasiadas cosas dentro de mi cabeza; puede llamarla conciencia si lo prefiere. La razón de que hubiese sido tan esquiva, Mr. Barclay, es que hace dos años me vi envuelta en lo que pareció ser un caso criminal aunque no lo era. He sido sobreseída ahora, cuanto ocurrió ha quedado aclarado esta noche. No puedo evitar concentrarme en el hecho glorioso de verme por fin libre.
—Yo en cambio no lo estoy —dijo Nick, irrumpiendo con violencia—. Todo se toma peor y más complicado cada minuto. Guardaremos cada uno nuestros secretos, ¿no? Y ahora de veras les doy las buenas noches; además les aconsejo hacer lo mismo a usted y a Garret. Aunque dudo que pueda dormir. ¡Dios de Dios! ¿Por qué ha tenido que ser todo tan complicado?
Murmurando en voz alta, fumando con furia, se perdió a través de las altas galerías de seto. Garret esperó hasta que lo vio desaparecer.
—Fay…
—¿No oíste lo que dijo Nick, querido? También insisto en lo mismo, tiene razón, lo que tenemos que hacer es decirnos de una vez buenas noches. He estado horriblemente emocionada, Garret.
—Como por un motivo u otro lo estamos todos. Además, ¿no has tenido nuevas noticias del otro lado de las barricadas? El doctor Fell y Elliot…
—Se fueron hace diez minutos.
—¿Por qué insististe tanto en que no me permitieran oír?
—No por lo que pudiera decirles, todo cuanto les dije, ya te lo había dicho en el cuarto del billar, sino por el comentario que el doctor Fell podría hacer de la historia.
—¿Y cuál fue?
—¡Por mi vida, al principio no pude sacarle nada! La mayor parte del tiempo pareció como distraído o apenas enterado. Hasta que de golpe soltó algo absolutamente incomprensible que al mismo tiempo vino a golpear certeramente en el corazón mismo de la verdad.
—Es su costumbre, Fay. ¿Por ejemplo?
—¡Por ejemplo! Le conté que desde hace mucho tiempo Deidre quería averiguar si la policía todavía estaba detrás de mí por el asunto de la muerte de Mr. Mayhew, pensando preguntárselo al superintendente Wick. Mr. Elliot dijo: Pero nunca supimos que lo hiciera. El doctor Fell dijo: No, y sin constituirme en juez del carácter de Mrs. Barclay, no debía preguntarlo. ¿Qué habría debido de hacer? Entonces, como contestándose a sí mismo, dijo con voz gangosa: Pienso que era como clavarse. ¿Clavarse qué?
—No me preguntes. Hasta allí no parecen ser sino incomprensibles silabeos. ¿No dijo nada más que aclarara algo?
—Sí, si daba a entender lo que creo.
—¿Qué?
—El doctor Fell dijo: —Si pensase cometer un crimen, Elliot, ¿usaría un revólver? Tal como son las leyes en la actualidad, sabe que no. Apuñalar a la víctima, envenenarla, estrangularla, matarla de cualquier manera menos con un arma de fuego; si llegan a agarrarlo en tal caso el peor castigo sería cárcel perpetua, lo que significa una docena de años. Pero mátelo con un revólver y lo colgarían. Esto, mi querido amigo, es tentativa de asesinato de la que se ha escapado por una nada y la gracia de Dios.
Fay parecía casi un ánima en pena a medida que se acercaba a Garret con los ojos clavados en él.
—Para afrontar un riesgo tan maldito como éste, —prosiguió el doctor Fell—, debería de probar más allá de cualquier cavilación que la muerte fue suicidio o providenciarse, ¿qué? Providenciarse una víctima propiciatoria. Y, por Dios, esta joven tenía que ser la víctima propiciatoria. Se refería a mí, Garret, a mí.
—Desde luego. Pero, a estas horas ¿a qué pensar en quién se refería?
—Lo sé, querido, no es muy bueno, por cierto. Y ahora me voy. ¡Por favor, por favor!, no vengas conmigo. ¿Entiendes lo que quiero decirte?
—Sí.
—Dame cinco minutos de tiempo, y después me sigues. Si miras hacia la casa, verás que he apagado todas las luces del piso bajo. Toma esto —y le puso en la mano una linterna— para guiarte por la escalera. ¿Recuerdas qué cuarto te fue asignado? Junto al último del lado sudeste, te dijo Deidre. No necesitarás la linterna cuando estés arriba. Encenderé la luz de tu cuarto antes de ir al mío. Esto es todo. Te veré por la mañana. ¡Y esperemos, sobre todas las cosas, que ninguno de los dos vea al fantasma subiendo la escalera!
Por fin, después de un confuso intervalo, ella partió.
El jardín se había puesto escalofriante, una brisa lluviosa comenzó a susurrar. Garret arrojó lejos su cigarrillo, pensó encender otro y desistió. Cinco minutos después, o lo que le parecieron cinco minutos, se dirigió hacia la casa a oscuras.
¿Ver un fantasma en la escalera? Difícilmente, y sin embargo…
Pasó a través de la ventana abierta de la galería. La cerró con pestillo. Encaminado por la galería, hacia el vestíbulo central y después en la escalera, hubiera podido jurar que oyó el roce de pisadas furtivas detrás de él. El rayo de luz de su linterna no le mostró nada. O el ruido estaba en su imaginación o era algún rondador nocturno que se alejaba en la noche. Negras ideas agitaban su cabeza y su sangre: no habían terminado las inquietudes.
Al final de la escalera, a la derecha, una fina línea de luz se deslizaba por la puerta entreabierta. Debía de ser su cuarto. Fay le había prometido dejarle encendida la luz. Una figura con bata estaba parada en la puerta y se dirigió hacia él. Era el doctor Edward Fortescue, en robe de chambre, pero su aparición le subió por un instante el corazón a la garganta.
—Discúlpeme —dijo el doctor Fortescue con su apologética voz—. Vine para decirle una palabra, la luz estaba encendida, pero usted no estaba. ¿Puede venir conmigo un momento?
—Desde luego que sí, ¿qué pasa?
—Es Mr. Barclay, Mr. Pennington Barclay.
—¿Cómo está?
—No duerme tranquilo. Sale del efecto del sedante y permanece con los ojos abiertos, insiste en hablar. Le pregunté ¿Quién lo hizo, quién le disparó? La respuesta no aclara mucho: No sé.
—¿Estuvo cara a cara con el asesino, más cerca de lo que estamos nosotros ahora, y no sabe quién es?
—No hago sino trasmitirle lo que me dijo, que puede formar parte del delirio. El brazo cruzado sobre la cara y la cofia son diferentes o La cofia era extraña, y cosas por el estilo. Ahora desea verlo.
—¿A mí? Pero eso no puede ser, casi no lo conozco…
—A pesar de eso, desea, verlo. ¿Quiere seguirme?
—Doctor Fortescue, ¿no es imprudente?
—Sí, tal vez sí. Puede estar solamente un momento. Pero es aconsejable, dentro de lo que las circunstancias lo permiten, darle gusto al paciente. Por aquí, por favor.
La luna agonizante llegaba hasta la galería por una ventana del lado oeste. Guiado por su luz y por la de la linterna del doctor Fortescue llegaron hasta los cuartos sobre la entrada de la casa. Entraron a un pequeño cuarto sobre vestir situado sobre la puerta principal. El doctor Fortescue en una mezcla de murmullo y pantomima le indicó que el cuarto del lado este era el de Deidre Barclay y el del oeste el del marido. Torciendo a la izquierda del cuarto de vestir entraron al dormitorio del anfitrión.
La luz bajísima de una lámpara, rodeada de una gruesa capa de papel de diario, alumbraba desde una pequeña mesa situada en un rincón. Una puerta en la pared oeste daba sobre un cuarto de baño a oscuras. En la inmensa cama, con un dosel sostenido por soportes labrados, Pennington Barclay yacía con la cabeza recostada sobre almohadas bajas, su nariz parecía más grande en la cara demacrada. Sus manos que mostraban las venas salientes como pequeñas serpientes estaban tendidas sobre el edredón. Tenía los ojos cerrados. Garret pensó que dormía, e iba a volverse cuando una voz familiar le habló desembarazadamente.
—Preparando un drama —decía la voz—, para todos y para nadie. Preparando un drama, preparando… ¿Ah, está ahí?
Los ojos del hombre se abrieron. Hundidos y profundos, castaños oscuros bajo la sombra del dosel. Un fuerte policía, con el casquete sobre las rodillas, estaba sentado en una silla próxima a la ventana. Se enderezó cuando la voz habló. El doctor Fortescue dio la vuelta hacia el otro lado del lecho.
—Sería mejor, sugirió, si…
—Si duermo y dejo de molestar. Sin ninguna duda, es lo que alguien pensó. ¡Paciencia, Ned! ¡Paciencia, querido amigo! El cuadro sigue confuso, pero va tomando forma. Pronto voy a recordar quién apretó el gatillo. Si todavía estoy con dudas, en parte es porque la verdad parece demasiado increíble. Entretanto, Ned, ¿por qué has escondido mis navajas?
—Mi buen amigo…
—Lo hizo, ¿no? —preguntó el otro, haciendo un esfuerzo para incorporarse—. Debo ser el último hombre sobre la tierra, ahora que mi padre ha muerto, que todavía se afeita con navaja. Y me las esconde; no siempre he estado amodorrado; lo vi. ¿Era porque pensaba que volví el revólver contra mí y podía completar la obra cortándome el cuello? Y, seguramente —añadió, cambiando con brusquedad la mirada y la voz—, es Garret Anderson quien está parado en la puerta. ¿No es Garret Anderson?
—Estoy aquí, Mr. Barclay —dijo Garret acercándose—. ¿Tenía alguna razón especial para desear verme?
—Mi cabeza divaga. Pero todavía pienso que es un hombre honesto. Si es un hombre sincero o un biógrafo honesto, no permanezca demasiado tiempo entre la gente de esta casa. Hubieran conseguido enloquecer a Diógenes. La mayoría están inclinados a la mentira y a la locura; yo, mea culpa —la fuerte voz se alzó—, soy el peor y el más mentí, roso de todos. Y todavía queda el caso de la mujer bruja.
—¿De qué?
—Todos los hombres con su imaginación buscan a la mujer bruja, a la sirena, a la hechicera que reúne todos los encantos en una sola carne. Pienso que he encontrado la mía; moriría feliz si estuviera seguro de ello. ¿Quién sabe? ¿Quién puede estar seguro? ¿Ha buscado usted su mujer bruja, señor?
—Sí.
—¿Cree haberla encontrado?
—Sé que la he encontrado.
—Sea quien sea, puede serlo. ¿Cómo se puede negar la ilusión de otro? Pero ahora, debo abandonar esta soporífera sesión. Buenas noches, amigo mío, ensaye el camino con su encantadora bruja y que le aguarden sueños placenteros como espero que me aguarden a mí. Buenas noches.
Si los sueños de Garret fueron placenteros, después nunca pudo decirlo, porque nunca los recordó. El cuarto que le habían atribuido, el que Deidre llamó cuarto rojo o cuarto del Juez, no parecía sino una sombría reliquia del esplendor eduardiano. Estaba exhausto física y espiritualmente. Se fue derecho a la cama, y se durmió hasta bien entrada la mañana del sábado. No se despertó, en efecto, hasta pasadas las 11.
La lluvia pegaba en la ventana. Garret se bañó y se afeitó rápidamente en el cuarto de baño continuo; a eso de las 11,30 bajaba la escalera. En el adornado comedor, la serie de bandejas de plata sobre el aparador había sido reemplazada por fuentes con platos calientes. Nick Barclay estaba sentado solo frente a su desayuno. Una mirada a su rostro renovó en la mente de Garret las inquietudes.
—¿Qué ha sucedido, Nick? ¿Cómo está tu tío?
—No muy bien, dice el doctor Fortescue. Está muy excitado a causa de algo…, pero no es lo que pienso. El infierno está ardiendo hoy.
—¿Cómo?
—Elliot y el doctor Fell están aquí. Elliot está alborotando en torno a la búsqueda del traje y del antifaz del fantasma… El doctor Fell ha cambiado algunas palabras con tío Pen, en apariencia sin mucho resultado —Nick tomó un sorbo de café—. Sírvete lo que quieras; prueba las salchichas con huevos, Deidre me ha prestado el Bentley. Dentro de una hora poco más o menos, tú y yo estaremos camino de Lymington. El doctor Fell viene con nosotros.
—¿A Lymington? ¿Y por qué a Lymington?
—Mira, Garret, Blackst (Lord Macau) o sea que telefoneé a Andrew Dawlish contándole lo ocurrido. Había tenido un ataque y precisamente iba a llamarme.
—¿Por qué?
—Había revisado el viejo diario y aclarado cuándo el fantasma se le apareció por primera vez a Clovis. Pero ése no era el asunto principal; la razón por la cual el infierno sigue bombardeando el lugar. ¿Recuerdas el montón de papeles que se llevó anoche?
—Sí.
—¡Bueno; ha descubierto otro testamento!