—Lo he escuchado —repetía Estelle. Sus ojos se habían transformado casi en puñales—. Me he pasado dando vueltas horas y horas hasta que volví a mi dormitorio. A las 11, el doctor Fortescue golpeó mi puerta y me dijo lo que le había ocurrido al pobre Pen. Yo, yo quise verlo, pero ellos no me dejaron entrar.
—Nadie puede verlo todavía, Miss Barclay —Elliot manifestaba cierta impaciencia—. Mañana, si tenemos suerte, podrá contarnos la historia completa.
—No sabía qué hacer, ¿comprende? Siento, siendo psíquica como soy, no sé si se lo he dicho, que puede necesitarme. Pero no sabía qué hacer. Vacilé entre permanecer en mi dormitorio o sentarme en la escalera, hasta que oí decirles a estos señores (¡hola Nick!), lo que dijeron durante los cinco o diez minutos trascurridos. Mi querido doctor Fell es una pena que no me haya escuchado…
»Si quiere revisar la casa, Mr. Elliot, hágalo por favor. Aunque Pen no le dé permiso, yo puedo dárselo. Soy hija de mi padre, ¿o no? Ha podido encontrar cosas que le sugieran que alguien ha estado jugando al fantasma, lo que sería tremendo, pero no podría alterar en lo más mínimo el hecho de que aquí existe un espíritu malvado, un fantasma de veras. Esto es lo que yo he visto. Estoy dispuesta a detallárselo. Pero ¿querrá contestar mi pregunta? ¿Qué preguntas tiene que formular a una cierta joven y quién es ésta? ¿Es Deidre?
—No señora, no es Mrs. Barclay. ¿Por qué se imagina que se trata de ella?
—Se lo diré —Estelle se lanzó en una embestida—. Deidre es una tierna muchacha, nadie más encantadora que ella, pero es irreflexiva. No se da cuenta del efecto que produce sobre casi todos los hombres que se le acercan. Hasta Andrew Dawlish, que es un viejo de lo más pesado y obtuso que existe, cloquea detrás de ella como una gallina cobijando a sus polluelos. Mi hermano, ¡pobre tonto de Pen!, se enamoró violentamente de ella la única vez que la vio. Pen no había hecho nada parecido desde que, cuarenta años atrás, encontró a la pequeña actriz Mavis Gregg y la instaló en una casa en Brighton. Con Deidre, desde luego, fue otra cosa muy diferente.
—Estoy seguro de que lo fue, Miss Barclay, y también lo estoy de que quiere ayudarnos. Pero ¿qué es lo que está sugiriendo?
—Mr. Elliot, Mr. Elliot, aparte del asunto del fantasma, cosas horribles han estado pasando aquí. ¿No podría Deidre, sin ninguna intención desde luego y hasta sin darse cuenta, haber sido la inspiradora que empuja a alguien a hacer las cosas que han pasado? ¿Tiene algo que decir, Mr. Elliot?
—Sólo que todavía no alcanzo a comprender lo que intenta decir.
—¡Oh!, ¿cómo podría saber lo que trato de decir? Siento cosas, todavía no las he razonado con claridad.
—Entonces, desde que no está segura de ellas —Elliot sacó su block— tomemos nota de algo de lo que dijo estar segura. Se dice que usted y Mrs. Tiffin han visto al fantasma. ¿Cuándo tuvo esta experiencia, Mis Barclay?
—Sí, Annie y yo lo vimos —asintió Estelle, señalando hacia la cocinera—. Debería adelantárseme, Annie, puesto que lo vio primero.
—Como diga, Miss Estelle.
Mrs. Tiffin con inmensa dignidad, a pesar de los mechones de cabellos que volaban en torno de su cabeza cada vez que respiraba, alzó los hombros mirando a Elliot.
—El anciano Mr. Clovis —continuó— murió el 18 de marzo. Y, aunque era todo un caballero, sin embargo tenía mal genio. Este nuevo testamento del que se habla fue descubierto un mes más tarde. No puedo recordar con exactitud cuándo pasó.
—Déjeme ayudar su memoria, Annie —Estelle también había elevado mucho la dignidad de su tono—. El nuevo testamento, dejando todo a Nick sin ningún codicilo aclaratorio, fue encontrado el viernes 10 de abril.
—¡Ah! —respiró Mrs. Tiffin haciendo sonar su dentadura—. Entonces, puedo aclararle, señor, cuándo vi lo que dije. Fue una noche una semana después, es decir el 17. Estoy mortalmente segura de ello, ¿por qué? Pues porque iba a realizarse la fiesta de cumpleaños de Mrs. Pen, al día siguiente, o sea el sábado.
»Eso es —añadió Mrs. Tiffin, ratificándose a sí misma de nuevo—. El cumpleaños de Mr. Pen cae en 19. Pero la tarta se corta, lo mismo que el resto de la ceremonia que se realiza, a las 11 de la noche del día anterior. Por eso el viernes por la noche estaba pensando en la tarta que debía preparar el sábado por la mañana. Pensaba para mí: le haré una tarta con coco blanco, pues le gusta el coco blanco. Pero una tarta bañada con coco no me parecía apropiada para un cumpleaños, pues no es fácil clavar las velitas en el coco, ni escribir algo. Siempre deseo complacer a Mr. Pen, aunque él piensa que no. Piensa que lo manejo, aprovechándome, según dice, de mi posición de vieja sirvienta; y cree que me niego a cocinar los platos que le gustan. Deseo complacerlo, ¿pero qué le puedo hacer?
»Aquella noche no podía dormir. Mi dormitorio está en lo más alto del edificio, junto al de Phyllis y Phoebe. No podía dormir; a veces me sucede que son las 12, y hasta algo más tarde, cuando se me ocurre que debo bajar y mirar la cocina, mirar justamente, y también el comedor. En ocasiones a veces me decido a hacerlo. ¡Ahora, señor y usted también señor!
Volviéndose primero hacia Elliot y después hacia el doctor Fell, Mrs. Tiffin extendió la mano hacia la parte del fondo entre la despensa del mayordomo a la izquierda y el cuarto del ayuda de cámara a la derecha. La única luz que alumbraba allí provenía de la galería donde estaban parados. De ese lado, donde por una ventana empotrada, sin cortinas, se mostraba el borde de una borrosa media luna, el corredor se bifurcaba hacia la izquierda y hacia la derecha.
—¿Vio, señor? —insistía Mrs. Tiffin—. Si da la vuelta a la izquierda, al final encuentra una galería que lo conduce al fondo del vestíbulo central. Bien, descendí como les decía…
Elliot alzó los ojos.
—Esto sucedió entre las 12 y las 12,30, según soy capaz de recordar, señor, aunque no puedo jurar que fuera exactamente así.
—No se preocupe, es bastante con que sea aproximado. ¿Qué sucedió?
—No había luz en ninguna parte, y yo no las encendí. Conozco tan bien la casa que no las necesito. De todas maneras tenía fósforos y había una luna muy brillante.
—Sí, comprendo. ¡Prosiga!
Mrs. Tiffin agitó la cabeza.
—Bueno, me detuve un rato en la cocina, pensando un poco. Después bajé y me volví por la galería y a través del comedor, encendiendo mis fósforos una o dos veces. Sólo me detuve unos minutos en el comedor. Allí decidí que no sería una tarta de coco, sino la usual tarta de cumpleaños con baño blanco y Feliz Cumpleaños escrito encima en letras rojas. Esto fue lo que pensé. Entonces volví por ese corredor de aquí, sin necesitar de mis fósforos, para nada. Veía la luna llena a través de la ventana, que llegaba hasta aquí dentro, iluminando mucho más que ahora. Iba camino de la escalera de atrás para subir, cuando al llegar al final del corredor, vi…
—Vio el fantasma, ¿no? —preguntó Estelle—. ¡Dígalo Annie! Si no era un ser del otro mundo, que los hay a pesar de lo que puedan decir los descreídos, no tema decirlo ahora.
—¡Cómo que Dios me está mirando, Miss Estelle, no pudo decir más que lo que es verdad!
—¡Oh Annie!…
—Miss Estelle —gritó la cocinera— era un hombre o algo semejante con un largo vestido negro y una máscara con agujeros para los ojos. Estaba parado al final del corredor, próximo a la pared de la derecha, cerca del cuarto del ayuda de cámara, con la luna que le daba de frente, y me miraba a mí de soslayo. Entonces se dio la vuelta hacia la pared. Yo estaba a alguna distancia, aquí donde comienza el corredor. Lo que pensé en ese momento es que se había introducido a través de los tabiques y que desapareció, como se espera que desaparezcan los fantasmas. Esto que les digo, es lo que pensé entonces…
—¿Dice que pensó? —exclamó Estelle—. ¿Sólo pensó? ¡Oh Annie, Annie! ¿No puede decirlo mejor?
—No, Miss Estelle, no puedo —respondió Mrs. Tiffin—. ¿Por qué? Porque desde luego era un hombre o algo semejante; era un ser real; era un ser humano; vi brillar la luna a través del agujero de la máscara de su ojo derecho. Y tampoco andaba a través de la pared. Estando muy cerca de la vuelta del pasillo del fondo, se alejó andando por la derecha de la galería hacia el vestíbulo grande; y parecía igual que las otras cosas. Esto es todo lo que puedo decir.
»Usted señor —dirigiéndose a Elliot— y usted señor —dirigiéndose al doctor Fell— me preguntan a qué se parecía. Me pareció, vestido como estaba, alto y flaco, pero yo soy baja y algo regordeta, y mucha gente me parece así. De esa manera sucedió. ¿Puedo retirarme?
—Sí, puede irse —Elliot exhaló un suspiro de alivio—. Pero la figura era real, ¿no? ¿Está preparada para jurarlo si fuera necesario?
—¡Oh! Lo juraría si tuviera que hacerlo, pero esperamos que no sea necesario. Les informé bastante, pero no iría a menos que Mr. Pen me lo agradeciese. Sea lo que haya sido, era una persona y perversa. Nada le importa a la pobre vieja Annie; lo sé. Pero habiendo sucedido y pudiendo haber sido visto por dos muchachas con sus cabezas llenas de películas de cine y de televisión: ¡digo que no hay derecho! Buenas noches señores, buenas noches Miss Estelle. Buenas noches.
Se alejó con paso acelerado, llevando en pos su dignidad a lo largo del corredor por donde dio la vuelta a la derecha hacia atrás de la escalera. Estelle Barclay estaba temblando, gimió para los otros.
—Es en verdad demasiado malo —dijo—. ¡Todos son filisteos! ¡Tengo la esperanza de que por lo menos el doctor Fell sea simpatizante!
El doctor Fell, que había sacado un cigarro, pestañeaba vagamente ausente, concentrado en guardar la cigarrera en el bolsillo.
—Bien puedo ser un filisteo, señora, de los peores de las cinco ciudades. Le ruego crea, sin embargo, que mi simpatía está a su servicio. ¿Qué vio usted?
—Vi algo que entró en la despensa del mayordomo, aquí.
—¿Un fantasma en la despensa del mayordomo? —repitió Nick Barclay, con ademanes salvajes—. Mira, tía Essie… ahora…
—¡Oh sí, puedes estar seguro! Ríe, ríe y ríe, ¿por qué no lo harías? Es muy fácil reírse, ¿no?
—Señora —dijo el doctor Fell—, no me estoy riendo.
Estelle apuntó con sus dedos hacia la puerta cerrada del cuarto a su izquierda.
—En 1918, cuando dejamos de tener mayordomo, porque el viejo Trueblood se fue a la guerra, mi querido padre ordenó que se cerrara la despensa. Sólo se abría cuando había necesidad de sacar algo de dentro o para limpiarla y pintarla una vez al año. De otra manera, decía, podía meterse gente dentro, y podían dejar la luz encendida o volcar alguna vasija. Mi padre, que podía ser muy generoso en muchos aspectos, solía practicar pequeñas economías como esta. No recuerdo muchos detalles del comienzo, por supuesto: entonces sólo tenía nueve años. Pero así fue cómo empezó, y mi querida madre estuvo de acuerdo con él. El cuarto permaneció cerrado.
—No cerrado a perpetuidad de todos modos —musitó el doctor Fell—, desde que se podía entrar cuando era necesario. ¿De qué modo lo mantenían cerrado?
—¡Oh, querido!…
—Por su salud señora, ¿cómo lo mantenían cerrado?
—¡Bueno!, las llaves de estas puertas del piso bajo son todas iguales. Una cantidad de llaves se extraviaron, y nunca las reemplazamos. Pero las que quedaron sirven para cualquier cerradura de cualquier puerta.
El doctor Fell echó una mirada de soslayo a través de sus gafas que cabalgaban casi oblicuas sobre su nariz como asombrado, en torno del vacío. Un poco más abajo, la puerta del lado este del cruce del pasillo sobre el comedor, estaba medio abierta en la oscuridad. Había una llave en la cerradura. Con un sordo resoplido de disculpa, el doctor Fell se deslizó hasta allí y sacó la llave de la cerradura. Con ella en la mano, vino hasta la puerta de la despensa del mayordomo, donde después de cierta concentración metió la llave en la cerradura. La puerta giró sobre sus goznes y se abrió, sobre una oscuridad mayor.
—¿De este modo? —preguntó.
—¡Cuidado! —suplicó Estelle, moviéndose hacia Nick—. No me harán caso; nunca lo hace nadie; pero tengan cuidado, ¡por favor! ¿Cómo podemos saber qué acecha en esta impía hora de la noche?
—Si algo acecha, Miss Barclay —interpuso con voz de buen sentido Elliot—, intentaremos cortar esta línea de retirada. ¿Quiere proseguir con lo que vio? ¿Cuándo vio aquello?
—Eso ocurrió —Estelle respiraba rápidamente— un jueves a finales de abril. Estoy casi segura que era 23; sé que era jueves porque los tres sirvientes habían salido. Annie había dejado una cena fría, que yo iba a servir esa noche. No era noche cerrada todavía; era por la tarde, a eso de las 6 en punto, y se anunciaba una tormenta.
»Había ido a la cocina para tomar mi dosis de vitamina B. Regresaba a lo largo del corredor y entraba justo aquí en el cruce de la galería. El aire sopló frío como hielo; dirá que era el tiempo, pero no creo que fuera eso. La lluvia golpeaba sobre los cristales del extremo este. Estaba dando la vuelta por el lado oeste, es decir hacia la sala de música, cuando se produjo un gran relámpago que iluminó la ventana y la lluvia. No pude evitar echar una mirada alrededor. Algo me hizo presentir lo que iría a ver. Y allí estaba, parado al lado de la puerta de la despensa del mayordomo. Los ojos de la máscara estaban vueltos hacia mí. Precisamente cuando se produjo el shock del trueno, levantó las manos con dedos como garras, así, y con súbito ímpetu se me vino encima. No sintió nunca un aura tal de horror como la que experimenté en ese momento; no me pude mover, casi me desvanecí. Pero no me agarró. Se detuvo, se volvió hacia la puerta aquella que debía estar cerrada y que se abrió con el solo roce de la figura que al entrar la cerró.
—¡Un momento Miss Barclay! —interrumpió Elliot—; ¿cómo sabía que la puerta estaba cerrada con llave?
—Porque siempre está cerrada con llave. ¿No se lo he dicho?
—No… nunca. ¿Qué hizo entonces?
—Después de un minuto o algo así, después de haberme detenido como paralizada, me moví de pronto y corrí hacia arriba por la escalera delantera hacia mi cuarto. Y en cuanto me senté, sintiéndome mal de nuevo, me di cuenta de que había visto a Sir Horace Wildfare, lo mismo que lo vio venir mi padre desde el jardín al atardecer, hacía muchos años. No quise alarmar la casa, cada uno estaba en sus diferentes habitaciones como corresponde. Tardé media hora en armarme de coraje y todavía tengo que hacerlo. Descendí las escaleras de nuevo. Ambas puertas, la de aquí y la de la parte de atrás hacia la cocina, todavía estaban cerradas con llave, como siempre lo han estado.
—¿Está segura señora? —le dijo el doctor Fell con voz suave.
—¿Que si estoy segura? ¡Oh, por favor, no me torture!, ¿qué quiere decirme?
—Que si está segura de que esa puerta estaba cerrada con llave cuando el fantasma entró. Esa tarde todos los miembros de la familia estaban aquí, con excepción de los sirvientes. Pero en diferentes cuartos, según dijo usted.
—Sí, Pen estaba en la biblioteca, Deidre se estaba bañando, Miss Wardour estaba escribiendo a máquina cartas en su dormitorio, el doctor Fortescue estaba oyendo discos en la sala de música.
—Alguien, supongamos, supo que usted había ido a la cocina —el doctor Fell proseguía hablando suavemente—. Alguien podía suponer que usted regresaría por el corredor, alguien quitó la llave de otra puerta e hizo lo mismo que yo hace un momento y abrió la puerta de la despensa que vemos delante de nosotros. Alguien, por la no muy humorística travesura de aterrorizarla, con vestido y cara velada y todo lo necesario, la esperaba para representar la comedia; después cerró con llave la puerta y se fue. Una pregunta de Elliot daba esto como probable y creo que podemos echarle la firma que eso fue lo que sucedió. Otros, como por ejemplo Mrs. Tiffin, han sugerido la presencia de algún ser humano perverso. ¿No cree en la perversidad humana, Miss Barclay?
Estelle dio la vuelta en tomo de él.
—¡Dios me libre! Claro que creo en la perversidad humana. Además puedo advertirla; siempre la advierto, ya se lo he dicho. Y también está aquí. Muy bien, doctor Fell y Mr. Elliot. Hagan lo que les pido, revisen la casa; tienen mi absoluto permiso. Aunque encuentren un traje y un velo, como dije, eso no probaría que no hubiese una presencia sobrenatural cerca de nosotros. Pero probaría la perversidad de alguien y podría indicarnos la dirección de donde proviene. Y esto me recuerda… ¿qué estaba diciendo? ¡Ah, si! Había una mujer… una joven, como la llamó usted con gran delicadeza, que estaba citada para una declaración. Pensé que era la pobre Deidre, aunque usted me dijo que estaba equivocada como de costumbre. Pero si no era Deidre, no podía ser sino…
Estelle se interrumpió bruscamente. Y Garret miró en torno buscando a Fay Wardour, que estaba casi rozándole el codo. Por un instante, aunque pareciera increíble, había perdido de vista a Fay. Se había acercado desde el cuarto de billar durante la declaración de Estelle. Muy pálida, alta la barbilla, pero la boca temblorosa, Fay estaba tan próxima que podía tocarla. Estelle, después de una ojeada no volvió a mirarla.
—Bien, Mr. Elliot, me ha tocado el turno de decir buenas noches. Usted es la policía, ¡cumpla con su deber! Mañana por la mañana sabrá algo más. Pero no intente enseñarme lo que hay o no hay aquí. Sé lo que sé.
Y Estelle, como una sonámbula fuera de control, se ajustó las sandalias y salió corriendo. Las sandalias golpearon contra la dura madera del suelo del vestíbulo central, luego sobre la escalera a medida que subía; por fin el ruido se desvaneció. Entonces Nick Barclay irrumpió desde su propio trance personal.
—Tía Essie —dijo— puede saber lo que sepa. Hablando para mí, sin que nadie me pregunte nada, lo que puedo decir es que no sé nada. Mire, segundo comandante…
—¿Qué?
—Hemos encontrado una explicación para dos apariciones de fantasmas. Tío Pen dijo que debía haber una explicación muy simple, y la hay. ¿Pero cuál es la explicación de la habitación cerrada con llave?
—Por el momento, Mrs. Barclay, no tengo la menor idea.
—¿Todavía está cerrada la habitación?
—Está mucho más que cerrada, a menos que el doctor Fell pueda darnos alguna clave acerca de su propio enigmático murmurar.
—Elliot —estalló el doctor Fell, que parecía mucho menos benevolente con el brillo oscuro de sus gafas—, le explicaré mi enigmático murmurar muy pronto. Pero ahora no, si no le molesta. Hay poderosas razones para que sea mejor no hacerlo. ¿Quiere seguirme?
—No, no lo seguiré —dijo Nick—, espero que no importe mucho. La reunión se ha roto y yo estoy lo mismo. Lo único que deseo, mis queridos amigos, es respirar un poco de aire fresco. Después voy a despojarme de mi chaqueta. Los veré más tarde, espero.
Dando la espalda, Nick salió dejando al pequeño grupo reunido. Llegó hasta el vestíbulo central, pasando entre la despensa del mayordomo y el cuarto del ayuda de cámara, lo cruzó, y se fue a lo largo de la galería oeste. En su extremo, las persianas de la ventana victoriana todavía estaban completamente abiertas. Nick levantó la punta de una de las cortinas, sacó su cabeza y desapareció.
En alguna parte escalera arriba, un reloj dio las 2 con profundo sonido. Los ojos azules de Fay se alzaron.
—Mr. Elliot —dijo—, si la reunión se ha roto para designarlo con un nombre tan moderno, ¿todavía tiene algo que decir a algunos de los que estamos aquí?
Elliot dejó pasar un momento sin responder.
—Miss Wardour, no fue a la biblioteca con el resto de nosotros. Entre otras cosas, el doctor Fell nos llamó la atención sobre el guardarropas. No era la primera vez que el maestro y yo visitábamos la biblioteca.
—¿Sí?
—En la primera ocasión, a eso de la medianoche, hice una investigación completa del guardarropas. Además el doctor Fell se puso de rodillas y miró bajo el canapé. No había nada debajo excepto la alfombra, según sostiene. En la segunda vez, estando cuatro de nosotros presentes, ni siquiera miró debajo el canapé. Pero daría cualquier cosa por saber qué pensó que podía haber habido allí.
Fay hizo un gesto de desconcierto.
—¿Por qué me miran? —exclamó—. No estuve en el guardarropas, ni siquiera en la biblioteca, no pasé de la puerta. Lo que sé sobre el atentado de Mr. Barclay es lo que me han contado. Desde que no puedo serle útil en nada, ¿por qué me mira con tanta insistencia?
—Porque —contestó Elliot— hay un pequeño punto sobre el que querría tener alguna aclaración.
—¡Oh!, ¿cuál?
—Creo, Miss Wardour, que tiene todo el derecho de usar legalmente el nombre que lleva. Sólo recuerdo que era Justin Mayhew, secretaria de Mr. Barnstow en Somerset, cuando aquél murió a causa de una dosis excesiva de barbitúrico, en octubre de 1962. ¿Creía que sabía esto?
El silencio se rompió como un estallido frío que afectó a Garret como si le hubieran dado un golpe detrás de la oreja. Había estado esperando ese momento con temor, y no era fácil de superarlo ahora que había llegado.
—Y bien, Miss Wardour, ¿pensó que sabía eso?
—Temí que me reconociera, sí. ¿Pero a qué viene eso ahora? ¿Es una reprimenda? ¿O lo que se llama un modo de torturar? Me pondrá de cara a la pared, supongo, hasta que me rinda. Maté a Mr. Barclay, como tal vez envenene a Mr. Mayhew. ¿Por qué no habría de verme obligada, por fin, a hacer una confesión? Es esto lo que intenta, ¿no es así?
—No exactamente —dijo Elliot—. No es una reprimenda al modo de Miss Barclay, como parece pensar. Y no es ciertamente un intento de torturarla, como ha imaginado por cuenta suya. En realidad lo que quería era tranquilizarla.
—¿Tranquilizarme?
—Mire. Sabemos que no tuvo nada que ver con la muerte de Justin Mayhew. El inspector Harned (¿lo recuerda?), tiene la declaración de la enfermera que vio al doctor Mayhew robar el frasco de pastillas de embutal de su cuarto.
Mr. Mayhew se suicidó, esto ha sido establecido con toda claridad. No puede esperar que la policía de Somerset le escriba una carta diciéndole: Deje de temer, sabemos que es inocente. En estas circunstancias sin embargo, puedo decirlo.
—Pero…
—Tranquilícese, Miss Wardour. Está muy ofuscada, pero, por favor, no tome una buena noticia de la peor manera. He tenido que cumplir demasiados deberes desagradables en mi vida como para haber perdido casi la desenvoltura cuando se trata de lo contrario.
—Espero que no me esté engañando —suspiró Fay—. ¡Dios mío, lo he esperado, lo he esperado tanto! Pero si esto es solamente una trampa, si está jugando al gato y al ratón después de todo…
—Acepte mi seguridad, Miss Wardour, de que no hay trampa ni engaño. Elliot y yo hemos hablado sobre esto. Usted no es la siniestra aventurera que arrastra a los hombres a la muerte; nadie piensa tal cosa. Si lo ha pensado en serio por un momento, puede ver cómo figura en este caso y cómo se arregla para no figurar en él. Por otra parte, si Elliot y yo tenemos alguna palabra con usted…
—¿Oyes, Garret, lo que está diciendo?
—Sí, lo oigo.
—Y además sin ninguna información que me dé derecho a girar sobre ello —el doctor Fell siguió los ojos de Fay—, algo me dice que nuestro amigo Garret está comprendido también en esto.
—La medida justa en que estoy comprendido —comenzó a decir Garret con verdadero tono de oratoria— sólo Fay por sí misma puede decírselo. Hace un año en París le dije que…
—¡No Garret, por favor! —las lágrimas temblaban en las pestañas de Fay—. Cuando dicen que quieren tener unas palabras conmigo se refieren a unas palabras en privado, y eso es lo mejor. Quiero hablar con ellos. Nunca tuve miedo del doctor Fell; tampoco temo a Mr. Elliot ahora, pero no quiero que estés presente cuando hable con ellos. Sigue a Nick, Garret; vete fuera, al parque. Te seguiré tan pronto como me lo permitan. ¿Quieres hacerme el favor?
—Si realmente crees…
—¡Sí, lo creo! Soy tonta, lo sé, pero seré totalmente incoherente si no te vas en seguida. Parece…
—¿Que nada es imposible? Es completamente cierto. Me voy al jardín. Si encuentro a alguien enmascarado como un fantasma cometeré asesinato por estrangulamiento, agréguenlo en la cuenta. Entretanto levanta la barbilla, querida. El buen tiempo está acercándose et ego in Arcadia.
Tras los pasos de Nick, Garret siguió por la galería hasta el tramo oeste y de allí por la ventana abierta en el extremo opuesto. Tuvo una última visión de Fay, con su brillante cabello dorado y el rostro surcado por lágrimas. Inclinando la cabeza pasó por la ventana para entrar en la noche impasible.
Respiró hondo.
La luna estaba poniéndose, aunque su luz era todavía una superterrena luz blanco lechosa. El viento había cesado. Desde abajo subía el ruido del agua golpeando la superficie de una playa en declive.
Andando despreocupadamente sobre el césped, se dirigió hacia donde asomaba un seto de ligustro de doce pies de alto, poco amenazante ahora.
Pensó que podía medir los pensamientos de Fay por los suyos propios. Sentía la cabeza ligera a fuerza de aliviada. Fay había sido absuelta; el doctor Fell lo había dicho; no había nada que temer.
Cuatro avenidas principales, una en cada punta del compás, conducían al centro del jardín, dentro del tablero de ajedrez que dibujaban las avenidas entrecruzadas. A medida que avanzaba por la avenida en dirección opuesta a la ventana rota e iluminada de la biblioteca, Garret fue atenazado por el vago recuerdo de que en el centro encontraría un espacio abierto, cuadrado, con un reloj de sol en el medio.
El césped bajo los pies, los setos de ligustros a ambos lados, brillaban humedecidos por el rocío. Garret apenas se daba cuenta de ello ni de ninguna otra cosa. Aceleró sus pasos hacia el centro, ensimismado en sus pensamientos.
No, ya no había nada que temer. No tenía porqué preocuparse, como tampoco ninguno de sus amigos. La situación en El Codo de Satanás podía ser encarada como un problema (confuso, desagradable, con emociones y caminos retorcidos), pero no pasaba de ser un problema académico en el cual él…
Garret llegó al centro y se detuvo bruscamente.
—¡Oh! —exclamó una voz de mujer.
Sobre el disco de sol de piedra gris, dos personas, un hombre y una mujer, estaban parados; tan estrechamente enlazados, y abrazándose con una tal pasión, que Garret no podía imaginarse qué le hizo a la mujer mirar de soslayo y apartar la cabeza con la boca abierta como una mancha oscura en la sombra. Ella dio un grito, se separó de pronto del hombre y huyó por la avenida. El hombre era Nick Barclay, la mujer Deidre.
Garret la oyó sollozar mientras corría. Él se quedó inmóvil contemplando a Nick.
—Bueno, que me condenen —dijo.