Los cuatro (el doctor Fell, Elliot, Nick y Garret) se reunieron en la biblioteca alrededor del gran escritorio. Las dos lámparas arrojaban sus luces cruzadas entre un lado del escritorio y la esquina de la ventana a mano izquierda. Había una horrible mancha sobre la alfombra, aunque la mayor parte de la sangre había sido absorbida por las ropas de Pennington Barclay. Sobre el papel secante del escritorio, rodeado por el desorden de artículos del cajón, abierto todavía, estaba el revólver Ivés Grant veintidós.
Elliot, con su bloc en la mano, se había puesto algo más que pesado.
—Como la víctima no ha muerto —explicó—, el superintendente Wick no ordenará el procedimiento completo: fotografías, croquis, impresiones digitales realizadas por la cuadrilla de gente competente, como debía hacerse. ¡Oh!, debo estar más aturdido que de costumbre, este revólver, por ejemplo; noten dentro del cajón las marcas de polvo gris de la botella que esparcí con el cepillo. No hay impresiones en el arma excepto las del mismo Pennington Barclay.
Nick Barclay llegó casi hasta tocar la pistola, pero instantáneamente se echó atrás.
—¿A qué se refiere? —preguntó Nick—, ¿a la sugestión de tío Pen de que el original fantasma de negro llevaba guantes de nylon? ¿Es eso lo que quiere decir?
—No, no es eso. Un revólver como éste, aun empuñado por una mano desnuda, apenas mostrará marcas de suciedad. En Nueva York hace unos años se probó que no se puede tomar impresiones de un revólver o un automático a menos que se hubiese empuñado por el cañón o por la cámara de los cartuchos y cualquiera, además de nosotros, sabe bastante como para no hacerlo. ¿Entonces ahora?
Elliot miró fijamente a Nick.
—Dijo que su tío decía (todos lo han dicho por otra parte) que él mismo había tomado impresiones hace algún tiempo. Y así lo hizo. En este cajón hay una cantidad de tarjetas opacas, con impresiones digitales de la mano derecha de distintas gentes tomadas con tinta especial y rotuladas por su tío. ¡Diablos! —se le escapó a Elliot—, como si alguien hubiese dudado de esto, es la misma escritura de sus notas para el Times Literary Supplement, que su mujer identificó. Una tarjeta con impresiones digitales dice Mía, otra Miss Wardour, otra Estelle, y dos más Phyllis y Phoebe respectivamente.
—Sí —se apresuró a decir el doctor Fell, que parecía mucho menos bizco mientras estudiaba el escritorio.
—Esta tarjeta rotulada Mía tiene impresiones de ambas manos, derecha e izquierda. Estas impresiones del mismo Pennington Barclay están sobre la cartuchera y el cañón de su revólver: lo cargó con las balas auténticas ante los ojos de cinco o seis personas. Lo puso de nuevo sobre la mesa y bajo este ejemplar de Southern Evening Echo. Cualquiera que hubiese entrado en la habitación, hubiera podido tomarlo y disparar sobre él. O durante algún trastorno momentáneo, pudo haberlo vuelto contra sí mismo. Le he asegurado a Mrs. Barclay que esto no tiene la apariencia de haber sido un suicidio. Y sin embargo, tan lejos como nos llevan las actuales evidencias, ¿cómo podemos saber?
—Nada sabemos —dijo el doctor Fell—, excepto estar seguros de que no fue un suicidio. En cuanto a las impresiones digitales…
—¿Las impresiones digitales? —Elliot estaba casi delirante—. Las de todo el mundo están por todas partes; puede verlo por las marcas que he dejado al seguirlas. Como decía Mr. Barclay, esto no prueba nada. De todos modos, la mayoría son viejas y sucias. Aparte de las de Miss Estelle Barclay en la ventana de la derecha, no oculta para nada, hay sola una, fresca, impresa con toda claridad en alguna parte fuera de este escritorio. Esto nos lleva al interrogante que quiero formularles: ¿quién cerró y echó la llave a la ventana?
—¿Eh?
—El que cerró la ventana debe de haber alborotado bastante. ¡Mire aquí!
La parte baja de la famosa ventana, con un gran agujero abierto en ella cuando Nick pasó su puño a través, bostezaba con la brisa de la noche. Con su block en una mano y el cristal de aumento en la otra, Elliot daba zancadas sobre los fragmentos de cristal usando aquél como puntero.
—Aquí (¿ve las marcas de polvo?), están las marcas hechas por Pennington Barclay de nuevo. Una clara marca, impresa con ambas manos: todos los dedos hacia arriba menos el pulgar hacia abajo, en mitad de la hoja a ambos lados del cierre. La encargada de la casa es bastante sucia; puede ver la marca impresa sobre el polvo sin necesidad de ningún procedimiento especial. ¿Cerró Pennington Barclay la ventana antes o después de haber sido atacado?
Y si de ese modo…
—Eso no tiene nada que ver —objetó Nick Barclay levantando ambos puños—. Se ha salido del camino en campo abierto, lo está revolviendo todo. Mire Gregson…
—¡Un momento! —dijo Elliot parándolo—. No estoy en absoluto en condiciones de dejarme llamar Lestrade o Greg—— son o Athelney Jones, como ha estado haciendo durante largo rato. De hecho, me gusta más de lo que pienso que le gustaba a su amigo abogado: Blackstone o Sir Edward Coke. Pero no se pase, Mr. Barclay. No se deje llevar tan lejos por su sentido del humor.
—¿Sentido del humor? —rugió Nick—. ¿Sentido del humor, dice? ¡Gran Dios!, hombre, nunca he estado más seria en mi vida.
—Entonces ¿qué es lo que quiere demostrar?
—Ya casi lo he demostrado. ¿Me sigue?
—Sí.
—Tío Pen no cerró esta ventana. La abrió con sus manos en la misma posición de esas marcas, cuando descorrimos las cortinas y la vio cerrada y trabada. ¿No vio ninguna impresión en la falleba?
—No, solamente está sucia.
—Podría apostarlo. Abrió la falleba con un lado del puño.
Y todo esto está en su block. Tío Pen lo hizo poco tiempo antes de que le disparasen con la bala verdadera: se lo conté en la sala después que lo encontramos caído aquí. Búsquelo y léalo.
Elliot hojeó hacia atrás su block. Garret Anderson escuchó con atención, mientras el segundo comandante repetía la relación de Nick. Garret no había oído la declaración de Nick, porque cada testigo fue examinado por separado. Era lo mismo que Nick había dicho en la biblioteca hacía poco.
—Ya veo —comentó Elliot—. Su tío se quitó los guantes que había tenido puestos y no pudo recordar cuándo lo había hecho. Vino hacia la ventana, con sus manos desnudas y la abrió (aquí está la evidencia de lo que hizo) y no permitió que su tía tocase la ventana después. ¿Correcto?
—Esta es mi versión, de cualquier modo. ¿Cuántas veces debo repetirlo?
Una gargantuana y al mismo tiempo ingeniosa expresión de angustia pasó por el rostro de Gideon Fell.
—Digo, Elliot —el doctor Fell parecía conservar todavía a medias su anterior expresión—, que sobre esto no hay ninguna duda, ¿pero qué acerca de las marcas sobre el polvo?
—Bueno, nada más que en las persianas, fuera de estas impresiones, hay algunos rastros de dedos como si alguien hubiera tenido guantes puestos.
—No más extensas, ni más anchas que marcas individuales de dedos enguantados. Casi como si la hoja hubiera sido limpiada.
—No, nada de eso. Venga y mire usted mismo.
El doctor Fell se adelantó pesadamente, tomó el cristal de aumento y miró la ventana como los miopes. Su angustia había aumentado cuando levantó la cabeza.
—Impresiones claras —dijo con una voz estrangulada—. Impresiones claras, un montón de polvo, y ni una marca grande para nada. ¡Oh Dios! ¡Oh Baco! ¿No vemos, Elliot, la conclusión que debemos sacar de aquí?
—Suponga que la saca usted —Elliot recuperó el cristal de aumento—, yo no saco ninguna, por suerte, pues nos dejaría peor que al principio.
—¿Por qué peor que al principio?
—Maestro, alguien cerró y trabó la ventana. Pudo haberlo hecho el supuesto asesino con guantes; pero ¿cómo la trabó desde fuera? ¿O es posible que la ventana no tenga nada que ver con ello? ¿Es posible que el asesino, excluyendo el suicidio y concediendo que se trate de un asesinato, entre y salga a través de una puerta asegurada con una traba arriba y abajo? Como le digo, es más de lo que puede aguantar un cerebro racional. Más pienso en esta rojiza mescolanza…
—¡No lo tome así, Elliot!
—¿No lo tome cómo?
—¿Puedo pedirle, mi querido colega, que no complique más las cosas arribando de golpe a una conclusión por usted mismo? Cada vez más, a medida que los años pasan, está pareciéndose al superintendente Hadley antes de retirarse.
—Es posible, tal vez tenga razón que sea así. Ahora comprendo a Hadley; sé cuánto tuvo que aguantar en el camino del fetichismo. Pretende sacar conclusiones, buscando refugio en el murmullo délfico. Como se hace tarde (mejor dicho ya lo es) ¿quiere alguno hacer alguna sugestión? ¿Mr. Barclay? ¿Anderson?
Garret, que andaba midiendo el suelo y tratando de quitarse a Fay del pensamiento, se paró al lado de la estantería de libros a lo largo de la pared oeste.
—La idea que se me ocurre —dijo—, es un poco descabellada y de trama demasiado enredada para ser discutida con seriedad.
—Bueno, las ideas de cada uno de los demás son también descabelladas. No se deje impresionar por eso. ¿Cuál es su idea?
—He oído a alguien señalar que el caso de esta habitación cerrada puede relacionarse con una de estas tres razones: el tiempo está equivocado, el lugar está equivocado, o la víctima estaba enteramente sola. Supongamos, que algo esté errado en esto, en cuanto a nuestro concepto del tiempo.
—¿Del tiempo?
—Sí, del tiempo, o sea del momento en que Pennington Barclay fue atacado. ¿Qué pasaría si la bala verdadera lo hubiera herido en el pecho una hora antes de lo que pensamos: a las 10 en punto? Por alguna razón no quiso admitirlo. En cierto modo (Dios sabe cómo) escondió la sangre. Caminó, nos habló y, sólo después de todo esto, tuvo el colapso. Parece descabellada, lo sé, reconozco…
Se hizo evidente que Elliot apenas resistió el impulso de tirar su block al suelo.
—Suena descabellado —replicó—, y es descabellado. Esconder toda esa sangre, por no decir nada del shock, de la herida física y lo demás, hubiera sido más imposible que toquetear puertas y ventanas. Hemos aprendido trucos con puertas y ventanas; lo demás está fuera de cuestión. Las evidencias lo descartan. La víctima se cambió la chaqueta de fumar, recuerde, entre las 10,40 y las 11 en punto. La chaqueta que llevaba cuando fue herido, con la quemadura de pólvora y la sangre, está en su dormitorio ahora; la que llevaba cuando habló con ustedes antes, la chaqueta manchada de miel, con el par de guantes en el bolsillo, está colgado en el guardarropa. El revólver con una única bala empleada está sobre la mesa y frente a nosotros. ¿Qué dice doctor Fell? ¿Vamos a tener más murmullos délficos, o está de acuerdo en que la idea de Anderson es absurda?
—No es absurda —dijo el doctor Fell—, simplemente equivocada. No ocurrió así, estoy de acuerdo. Pennington Barclay, como hemos pensado, encontró su casi muerte hacia las 11 en punto. Pero tiene que preguntarse qué más ocurría aquí.
—¿Qué más ocurría aquí?
—¡Sí! He sido acusado, me aventuro a pensar que sin razón, de fetichista y de murmurador délfico. A pesar de lo que pueda parecer, les ruego crean que estoy haciendo todo lo que puedo para no confundirlos. Por eso, Elliot, de nuevo voy a requerir su atención. Hacia medianoche, mientras estábamos ocupados en interrogar a los testigos en la sala, volvimos aquí para hacer una primera inspección de la biblioteca. Bien: anotamos lo que vimos.
El doctor Fell que por fin había conseguido encender su cigarro, se dirigió hacia la puerta detrás de la que estaban la biblioteca y la sala. Los demás lo siguieron. La puerta del pequeño cuarto secreto permanecía completamente abierta; las luces estaban encendidas. El doctor Fell, en una actitud de concentrada controversia, volvió el rostro hacia ellos señalando la llave.
—Como usted decía, Elliot…
El pequeño ropero de metal que Garret había visto cerrado la última vez estaba ahora abierto. Dentro, prolijamente colgado junto a dos perchas vacías, había una chaqueta color marrón embadurnada con miel. De allí los ojos de Garret se volvieron hacia la bañera, al canapé con sábanas y almohada y de nuevo al armario.
—Como usted decía, Elliot —repetía el doctor Fell—. Aquí está la chaqueta manchada de miel que tenía puesta cuando habló con sus huéspedes desde apenas pasadas las 10 hasta las 10,40. Arriba, como usted declaró, tenemos la chaqueta quemada con rastros de pólvora y el orificio de la bala. Muy bien; las cosas hasta aquí están claras, pero ¿dónde está la tercera chaqueta de smoking?
—¿La tercera chaqueta de smoking?
—¡Mil truenos, sí! Todos los testigos recordaron que Barclay dijo que tenía tres chaquetas: la que llevaba puesta, y otras dos. Su mujer lo confirmó. Dijo que eran muy parecidas, pero no idénticas; que estaban guardadas en este armario; y puede observar que hay dos perchas vacías. A menos que pensemos que Barclay y su mujer mentían, tenemos que aceptar eso.
—¡Muy bien, acepto! ¿Pero dónde está la tercera chaqueta?
—Ha sido robada.
—¿Robada?
—Sin duda, creo más bien que ha sido así, en nombre de la cordura, Elliot, considerando como se han presentado hasta ahora las cosas y las pruebas de que disponemos.
—Estelle Barclay, Nick Barclay, Andrew Dawlish y el doctor Fortescue fueron sacados de aquí más bien sin ceremonia. Sabemos que realmente sucedió así. Pennington Barclay atracó las dos puertas y se cambió su chaqueta de smoking. También sabemos que esto es verdad. Pero, de acuerdo con la evidencia, ¿qué ocurrió después? En un momento del tiempo sucesivo, alguien con intenciones asesinas entró en la biblioteca, y disparó sobre la víctima, deteniéndose sólo un momento para apoderarse de la tercera chaqueta colgada en el armario; por último salió.
—¿Dejando las puertas y ventanas cerradas como están ahora?
—Sí. Por eso tuve mucho cuidado de decir de acuerdo con la evidencia. Por otra parte, si esto es lo que la evidencia nos muestra, algo está errado en cuanto a la evidencia misma o a nuestra interpretación de ella.
—¡Delo por sentado Maestro, no tiene que recordarme esto! Lo aceptaré sin dudar, aunque nos lleve derecho a un manicomio. Pero ¿qué es lo que ahora estamos buscando?
—El fantasma —contestó Fell—, o el pretendido fantasma. ¡Un momento! No me refiero solamente al trabajo de esta noche, me refiero a los acontecimientos anteriores. ¿Quieren acompañarme, por favor?
Absorbiendo el humo de su cigarro y esparciendo cenizas como el espíritu de Vulcano, se dirigió pesadamente hacia la puerta de la galería, deteniéndose un momento lo suficientemente largo como para examinar las fallebas. Entonces los cuatro se pararon y se miraron unos a otros en la semipenumbra de la mal iluminada galería, que se estrechaba hacia la alta ventana del extremo oeste.
—Una vez hace tiempo —prosiguió el doctor Fell—, andaba por aquí el más severo juez; del que tanto hemos oído. En la presente centuria, previamente a esta noche, tres testigos dicen haber visto a la velada figura vestida de negro. Uno de estos testigos fue el viejo Clovis. No podemos interrogar al viejo Clovis; está fuera de nuestro poder, y sucedió hace mucho. Pero Andrew Dawlish, creo que ha prometido buscar el hecho en su viejo diario y decirnos cuándo ocurrió la visita.
—Sí —asintió Nick, que parecía estar dominado por una excitación cada vez en aumento—. Lo prometió y nos lo dirá. Sin embargo, eso es agua bajo el puente. ¿Piensa que es importante en esta fecha tan tardía?
—Nada es agua bajo el puente —dijo el doctor Fell—, cuando su curso es suficiente como para mandarnos a pique. Sí, lo considero muy importante, en relación con otras fechas que usted mismo ha mencionado. Por el momento, olvidemos a Clovis. En fecha mucho más reciente: en el mes de abril, después de la muerte del anciano señor y el hallazgo de su segundo testamento, Estelle Barclay y Mrs. Tiffin, la cocinera, han alegado haber visto también al fantasma. Es una lástima que no podamos tener un relato de primera mano de cada una de ellas. Pero tal vez usted, Elliot, considere esto sin importancia, y una insistencia obsesiva en mirar en dirección equivocada.
—No —replicó Elliot—. No es que lo crea sin importancia ni mirar del lado equivocado. Lo que pasa es que necesitamos una pieza de evidencia sólida, que no vendrá a nuestras manos a pedazos. No podemos seguir cada uno de los caminos que nos parezca que pueden llevar a la persona que hizo el disparo. Mañana, ha dicho el doctor Fortescue, podremos preguntar al mismo Pennington Barclay.
—¿Y si no puede decirle quién quiso matarlo?
—Esperemos que podrá; afrontaremos la dificultad cuando aparezca, entretanto…
—¡Ah! ¿Entretanto?
—Ya lo ha dicho, para adoptar su convencional estilo, doctor Fell, la única cosa sólida en este caso parece ser el fantasma. Alguien, vestido de negro, con velo y todo, ha estado jugando alegre e infernalmente con la gente de aquí. El armazón del escenario es real. De todos modos, alguien lo utiliza, y está en esta casa; sólo deseo ajustar las piezas en su sitio y dar con él.
—¿Con un permiso de registro, quiere decir?
—Puedo obtener un permiso, desde luego. Es lo que un agente pasado de moda hubiera hecho. Pero estas son gentes sugestionables. ¿Para qué arrancar por una senda impía creando antagonismos entre ellos sin necesidad? Mañana por la mañana, le apuesto lo que quiera, Pennington Barclay nos dará permiso para hacer un registro completo. Entretanto, contestando a su pregunta, he avanzado un paso por lo menos. Mrs. Tiffin, que se supone que se había acostado hace un buen rato, no está en la cama; he hablado con ella en privado. Muy bien, observemos. Esta vez síganme.
Haciéndoles frente había tres puertas en la pared sur de esta ala de la casa. Una daba a la sala de música, otra a la sala de billar y otra al cuarto que Clovis Barclay había usado alguna vez como estudio.
Sin prestar atención a esto, Elliot condujo a sus tres compañeros del lado este, a lo largo de la galería hacia el recuadro del vestíbulo central que se estrechaba tomando el fondo de la casa. Los muebles eran de comienzos del siglo XIX; algunos borrosos retratos adornaban los paneles de la pared, en el fondo se alzaba una maciza escalera. Pero Elliot no se detuvo en este vestíbulo. Haciendo ademanes siguió por la continuación del lado este de la galería, conduciendo a sus acompañantes hasta un cruce.
—¿Ven? —prosiguió—, en la fachada correspondiente a la sala y a la biblioteca de la otra ala tenemos: primero, lo que los Victorianos llamaban un cuarto de mañana, y el comedor. A través de la galería desde aquí…
Garret Anderson se dio la vuelta y miró.
A través de la galería, en vez de los tres cuartos del lado sur de la otra ala, solamente se veían dos habitaciones separadas por un ancho corredor que se estrechaba hacia la parte de atrás de la casa.
Elliot señaló.
—La habitación a la izquierda, en el ángulo sudeste del piso bajo, fue alguna vez la despensa del mayordomo. La habitación a su derecha, vecina a este vestíbulo central, fue alguna vez el cuarto del ayuda de cámara. No ha habido ni ayuda de cámara durante muchos años, como hemos oído. Pero la habitación del ayuda de cámara la usa la cocinera, que actúa como ama de llaves vigilando a las doncellas —entonces Elliot llamó a la puerta del cuarto de la cocinera, levantando la voz para decir—: ¿Sí, Mrs. Tiffin?, ¿quiere venir y reunirse con nosotros?
Instantáneamente, como si alguien hubiese estado escuchando desde dentro, la puerta se abrió, apareciendo una mujer mayor, baja, pero maciza y fuerte, con aire de gran respetabilidad y dentadura postiza que hacía ruido. Mechones de cabellos grises flotaban en tomo a su cabeza, cada vez que respiraba hondo hacia arriba.
—Sí señor. ¿Qué decía, señor?
—Siento tenerla levantada hasta tan tarde, Mrs. Tiffin.
—Está bien, señor. No se preocupe por eso. ¡En cambio preparé una tarta tan hermosa y ninguno de ustedes siquiera la miró!
—Es la cocinera, ¿no?
—Efectivamente no se equivoca, señor, soy la cocinera, aunque Mr. Pennington piensa que no debería serlo.
—¿Ha estado largo tiempo con la familia, Mrs. Tiffin?
—Dieciocho años, se cumplirán ahora. Llegué al final de la última guerra cuando el amo era, el anciano Mr. Clovis, ¡realmente un caballero! Traté de aliviar las espaldas de Miss Deidre de algún trabajo, como lo había hecho antes con Miss Estelle.
—Usted y Miss Estelle, según se nos ha dicho, son las únicas que han visto al supuesto fantasma.
—Sobre lo que Miss Estelle haya visto, señor —de nuevo los dientes hicieron ruido—, estoy segura que nada podría decirle. No estoy siquiera segura de lo que he visto yo misma. Pero si pregunta a Miss Estelle…
—No necesitamos molestarla esta noche, Mrs. Tiffin. Y tampoco la voy a entretener a usted mucho más. Solamente tengo algunas preguntas que hacerle, aparte de algo que quiero decir a cierta joven. Después…
Ambos, Nick Barclay y Garret Anderson, saltaron; hasta el doctor Fell se conmovió un poco. Claro en el silencio de la noche, por encima del viento que doblaba los árboles, se alzó el clic clac de alguien con tacones bajos que bajaba corriendo la escalera. Garret miró de lado hacia su derecha a través del vestíbulo, hasta el pasadizo y más allá de él. La puerta de la sala de música se abrió de golpe de par en par y apareció Fay Wardour, a quien había llamado hacía tan poco dulzura mía. Lo que exactamente parecía ser en ese momento. Se quedó parada, inmóvil, con la mano sobre el pestillo.
Sin embargo no era quien había hecho sonar la escalera de madera. Desde el vestíbulo, llegó sobresaltada Estelle Barclay. Sus rojos cabellos aparecían desordenados. Su vestido era el mismo, chaqueta de casa y pantalones, excepto que ahora llevaba puestas unas pesadas sandalias. Los ojos tenían una extrema fijeza entre los párpados hinchados por el llanto.
—¡Los oí! —gimió Estelle—. ¡Lo oí, Mr. Elliot! Si tiene algo que preguntarme, hará mejor en hacerlo ahora. ¿Y quién, dígame, es la joven a quien tiene algo importante que decirle? ¿Es Dreide, no? No es sino Dreide, me imagino…