—¡Ejem! —dijo el doctor Gideon Fell.
Excepto el hecho de que la luz eléctrica sustituía las bujías de cera en los candelabros de madera dorada, la sala (azul, blanco y dorado) había cambiado poco en dos siglos. Su alfombra parecía menos gastada que la de la biblioteca. Los muebles eran estilo chinesco chipendale. La gran caja de un reloj del siglo XVIII, con sonoro tic tac indicaba la hora: 12,50 de la madrugada.
Diedre Barclay andaba sin interrupción, tropezando a veces con el segundo comandante Elliot que también andaba. A ambos lados de una mesa de juego del siglo XVIII, afeada por soportes modernos, estaban sentados Fay Wardour y Garret Anderson mirándose furtivamente de cuando en cuando. Nick Barclay y el doctor Fortescue estaban sentados en sillas próximas. Dando la espalda a la repisa de la chimenea de mármol blanco, una vasta figura de pie, con un cigarro a medio fumar entre los dedos de la mano derecha, era el doctor Gideon Fell.
Un gran mechón de cabellos, años atrás grisáceo y ahora blanco, le caía sobre una oreja. Su bigote de bandido tenía las puntas caídas. La cara enrojecida, resplandecía detrás de las gafas. Desaliñado en su traje de alpaca negra, con su otra mano sobre el brazo del bastón, estaba parado, cimbreándose como un gran elefante.
Hasta a esa avanzada hora de la noche no disminuía su parecido con Papá Noel o el Viejo Rey Colé.
—¡Ejem! —repetía el doctor Fell, aclarando su garganta, e hizo un gesto señalando el reloj—. Miren la hora, señoras y señores, que aun para mis reprensibles costumbres es desusadamente tardía. Elliot y yo deberíamos disculparnos y desaparecer. Mientras tanto recapitulemos.
—¿Recapitular, eh? —comenzó Elliot con el aire de un hombre en pose de perorar, pero el doctor Fell, cuya especialidad era la oratoria, deseada o no, le interrumpió.
—Hemos llegado aquí —prosiguió el doctor Fell con su resonante voz— veinte minutos antes de las 11. Después de ser introducidos en broma por una damisela llamada Phyllis, fuimos recibidos como por un torrente, por tres personas: por una a modo de agente importante que hablaba mucho y decía poco, por Miss Estelle Barclay y por Mr. Nicholas Barclay, aquí presente.
—¿Puedo hablar? —preguntó Garret.
—Sí, sí, desde luego. ¿Acerca de qué?
—Acerca de su misión en dos lugares. He oído que el Colegio William Rufus, de la Universidad de Southampton, ha sido obsequiado con lo que puede ser o no ser el original de Los rivales de Sheridan. ¿No es así?
—Sí.
—Y bien, ¿es el auténtico?
—Mi querido Anderson —replicó el doctor Fell, fingiendo amablemente toser por el humo del cigarro—, debería estar más habituado a la mentalidad académica. No se me ha ofrecido todavía la oportunidad de abrir juicio sobre la autenticidad del manuscrito, dado que aún no lo he visto. Alguien lo ha extraviado.
—La otra parte de su misión, entonces…
—¿Nuestra mala manera de introducirnos aquí? ¡Ah!, cuando me enfrenté este mediodía con la noticia de que el curador mayor no podía recordar dónde había dejado el manuscrito, si en su escritorio o sin darse cuenta lo había guardado en otro lado, recibí una breve nota de Mr. Pennington Barclay rogándome que me presentara aquí por lo que decía ser un asunto de vida o muerte. ¿No es bastante curioso?
—¿Por qué?
—Mi única amistad con Mr. Barclay ha sido epistolar. La mayor parte de sus cartas habían sido dictadas a su secretaria y pasadas a máquina. Creo que es así, ¿no, Miss Wardour?
—¡Sí! —dijo Fay con un ligero sobresalto; sus ojos más bien puestos en Elliot que en Fell—. Mr. Barclay siempre escribía cartas, la mayor parte de ellas dictadas. Pero a veces lo hacía por sí mismo.
—Esta fue la segunda comunicación manuscrita que recibí. No podría de ninguna manera mantener la gran sospecha que me suscitó al principio su autenticidad a causa de dos frases que me parecieron muy características. Y que, ¡mil rayos!, han demostrado estar muy justificadas. Pero recapitulemos. Al llegar aquí fuimos recibidos por las tres personas descritas. El abogado Mr. Dawlish que nos lanzó una cortina de humo de palabras. Después se puso una chaqueta impermeable que le había dejado su hijo y partió en su auto hacia Lymington para examinar lo que dijo ser un gran montón de papeles. Miss Estelle Barclay, aunque interrumpida por su sobrino con la fina insinuación de que estaba fuera de lugar, comenzó a verter una incoherente historia…
—Salió corriendo, ¿recuerda usted? —dijo Deidre—. Estelle fue a encerrarse en su cuarto y todavía no quiere salir. Está histérica. A veces sospecho…
—¿Sí, Mrs. Barclay? —anotó en seguida Elliot—, ¿sospecha qué?
—No lo sé —Deidre alzó los hombros—. Ha sido una noche tan perfectamente espantosa, ¿no estarían de acuerdo en que no sepan qué pensar acerca de nada?
—Es por esto más necesario aún —dijo el doctor Fell— decidir qué es lo que sabemos. Con el permiso de ustedes, les ruego que abandonen la presente tensión. La historia de Miss Barclay fue retomada de manera coherente y con muchos detalles por Mr. Nicholas Barclay. Habló de la familia. Habló de un fantasma, o de alguien disfrazado de fantasma. Habló del ataque a Mr. Pennington, o del discutido ataque con una bala vacía, disparada con su propio revólver —aquí el doctor Fell miró a Nick—. Mientras describía esto…
Nick, que estaba encendiendo un cigarrillo, se puso de pie interrumpiéndolo.
—Mientras le contaba esto quise la corroboración de Garret de una y otra cosas. Garret se había ido a la sala de billar. Tenía otra razón para sacarlo de allí. Eran las 11 en punto y tía Essie, antes de desaparecer, había estado lamentándose de que quería iniciar la celebración de su cumpleaños a la hora en punto.
—La fiesta de cumpleaños no había comenzado aún (tal vez nunca comience). Casi en seguida que usted se fue, para buscar a su amigo Anderson e iniciar los festejos del cumpleaños de su tía, el disco de Gilbert y Sullivan fue puesto por segunda vez en veinte minutos. Desde el momento que nadie, en la casa ni fuera, oyó el segundo disparo de revólver, esta vez con una bala de veras y desde muy cerca, descerrajado a Mr. Pennington, parece claro que el ataque tuvo lugar en un momento del tiempo que duró el disco. No podemos estar seguros de esto ni de nada. Si tuviera que aventurar una sospecha de acuerdo a la naturaleza de la evidencia, diría que tuvo lugar durante la primera vez que se puso el disco.
—Lo mismo diría yo —dijo el doctor Fortescue, poniéndose de pie junto a Nick—. La extensión de la hemorragia está de acuerdo con el tiempo que señala. Pero ¿tienen que echarme la culpa de esto? —hizo un vago gesto de fatiga—. Pueden echarme la culpa de muchas cosas, supongo. Pero por el solo hecho de estar absorbido por un estridente alboroto en el momento que nuestro posible asesino escogió para dar su golpe, ¿también deben de echarme la culpa?
—No, señor, no se la echamos —el doctor Fell, resollando gentilmente, arrojó en el cenicero vacío la colilla de su cigarro—. La cosa ha sido mencionada tan sólo, créame, para destacar la nube de ofuscación en que hemos venido a parar. Permítanme preguntar: ¿qué sucedió? Examinamos la biblioteca, o por lo menos Elliot lo hizo; estudiamos una habitación cerrada como una fortaleza. Aquí, en la sala, durante dos mortales horas hemos interrogado testigos y elaborado las evidencias. Si tuviéramos que declarar dónde estamos…
—Le diré dónde estoy yo —interpuso Elliot—. De hecho, maestro, estoy tratando de decírselo desde hace un rato largo.
Elliot inclinó su cabeza rubia como si fuese a embestir, e inmediatamente, como recordando su dignidad, la enderezó de nuevo.
—No tengo autoridad aquí, ni injerencia siquiera. Cuando Mr. Pennington Barclay fue herido, sea por el fantasma vestido de negro que volvió sobre él o por algún otro, tomé la única medida que podía haber tomado. Telefoneé al superintendente detective Wick, de Southampton, al que conozco mucho. ¿Y qué descubrí? Lo que por otra parte oyeron. Encontré a Wick en cama a causa de un resfriado de verano. Me prometió estar aquí no más tarde de mañana a mediodía. Entretanto, hay una media docena de personas decentes que podrían ser acusadas, ¿pero haría él algo semejante? No, por cierto. Nada puedo hacer por mi parte como un favor especial para él, sino tomar posesión e iniciar su trabajo de rutina, hasta tanto llegue. Telefoneé a Londres solicitando un permiso especial; casi no lo obtuve. ¿Y pueden sospechar —prosiguió Elliot andando de aquí para allá— por qué estuvieron tan obstinados? Por nada que tenga que ver conmigo, sino porque tuvieron noticias de que el doctor Fell estaba aquí. Esta clase de cosas son para el Maestro pan comido. Conozco al doctor Fell desde hace casi treinta años. Lo he admirado e insultado no pocas veces. Pero tiene un talento especial: no siempre cómodo para la policía, aunque a veces inapreciable cuando se lo necesita. En el caso de un crimen común, desde luego…
—En el caso de un crimen común —interrumpió Nick Barclay con aire de ofuscada inspiración— no debe servil para nada. Es en centésima instancia donde saca ventaja. Es el cazador furtivo bizco, que da en el blanco sin pretenderlo; el buceador distraído que se mete tranquilo en aguas peligrosas y turbias. Su especial talento es útil, sólo cuando un caso es tan absurdo que nadie sino él puede entenderlo.
—¡Oh, Arcontes de Atenas! —gruñó Fell.
Entonces con un largo resoplido se enderezó con majestuosa seriedad.
—Señor —le dijo a Nick—, me sobreestima no porque considere sus metáforas del todo bien escogidas. Es natural que si quiere describir el peso de mi forma corporal buceando lo haga pensando al mismo tiempo en aguas muy oscuras. En cuanto a lo de bizco, es verdad que mis ojos suelen cruzarse de ese modo…
—¿Sí? —preguntó Elliot.
—Por obedecer a mi nariz.
—¿Y dónde lo lleva su nariz ahora? ¿Ve alguna luz en este asunto?
—No diré —replicó el doctor Fell— que el paisaje sea totalmente oscuro. Hay dos líneas para indagar que debemos seguir para encontrar el punto en que ambas convergen. La primera puede ser descrita en su aspecto Peter Pan.
—¿En su qué?
—En su aspecto Peter Pan, el muchacho más bien irritable que rehúsa crecer. La segunda, para evitar enfadarlo con lo que pueda parecerle un espantajo o fetiche, no lo describiré con el aspecto del capitán Hook. Hablando claro, hay una persona aquí que parece demasiado poco práctica para este mundo. Y hay otra que parece demasiado práctica y lista para el medio. ¿Tienen ambas un punto de convergencia? Tenemos mucha información, pero necesitamos más aún. En tal caso, como ocurre que la misma víctima es capaz de testimoniar, tarde o temprano lo hará. Pennington Barclay todavía está vivo, y si permanece vivo…
—Discúlpeme —Deidre Barclay estalló—. ¿No es esto lo bastante malo para que lo empeore con su insinuación? ¿Qué quiere decir con si permanece vivo? Mi marido no está muriéndose. El doctor Fortescue ha dicho…
—He dicho, Mrs. Barclay, que tengo todas las esperanzas. El doctor Fortescue tenía aire de más cansado todavía. Estas cosas son a veces cuestión de suerte, sabe; si no respondiera tan bien como hubiéramos querido… Por otra parte, le he dado un sedante, y está tan tranquilo como era de esperarse…
—Pero dicen…
—Si me hace el favor, señora, no se alarme; las probabilidades de que se recupere son de diez a uno. Lo que el doctor Fell quiere decir es, creo, algo diferente.
—¿Algo diferente?
—Algo muy diferente —le aseguró el médico—. Un ataque criminal ha sido realizado contra Mr. Barclay. Si el disparo hubiera dado un poco más alto, le hubiera atravesado el corazón.
—Ve, Mrs. Barclay —dijo Elliot—, que no podemos correr el riesgo de que alguien vuelva a intentarlo de nuevo. Por sugerencia del superintendente Wick un policía particular ha sido situado en el cuarto de su marido. El policía permanecerá hasta que Mr. Barclay esté repuesto o hayamos encontrado un sentido a lo que ha estado sucediendo aquí. ¿No está de acuerdo con la precaución?
—Sí lo estoy, pero…
—¿Pero qué?
—Creo que estoy ayudando —gritó Deidre—. He contado todo. En la declaración que he hecho admití que había comprado cartuchos vacíos y que los había puesto en el revólver de Pen. El segundo atentado contra su vida, con bala real, que por poco tuvo éxito, ¿están seguros del todo de que no fue un suicidio?
—¿Por qué lo habría sido, Mrs. Barclay? Si antes podía pensar que tenía una razón para cometer esa locura, no tenía ninguna cuando, después de encontrarse con el nuevo heredero, oyó y pudo tener por cierto que no iba a perder su casa.
—¡Sí, ya sé! Pensé que lo estaba ayudando y, en cambio, precisamente todo parece trabajar de la peor manera. Es como si cuanto ha ocurrido fuera culpa mía.
Fay Wardour se puso de pie.
—Dee, no pareces tú. Estás poniéndote en ridículo. No ha sido herido con un cartucho vacío; ha sido herido con una bala de verdad y va a mejorar. Esta es la razón por la que debemos dejar de cavilar en forma tan sombría. No es culpa tuya, claro. ¿Por qué habría de ser culpa tuya?
—Bien —Deidre alzo los hombres—. No dije que lo fuese, Fay. Sólo que se lo parecía a mi conciencia. ¿Tiene alguna otra pregunta que hacerme, Mr. Elliot? ¿O usted, doctor Fell? De no ser así, ¿tendrían inconveniente en excusarme y permitirme que les diga buenas noches? Ha sido un día realmente…
—Lo ha sido, es verdad, Mrs. Barclay —confirmó Elliot-Y no creo que necesitemos retenerla durante más tiempo.
El doctor Fell y yo echaremos un último vistazo a la biblioteca, pienso; después nos iremos, hasta mañana.
El doctor Edward Fortescue también hizo un movimiento.
—Si no me necesitan más, segundo comandante, le ruego el mismo privilegio de retirarme.
Miró a Elliot, que asintió. Entonces el alto y desgalichado médico se dirigió temblorosamente con Deidre hacia la puerta de salida.
—Deseo dormir —añadió—. Los franceses tienen un proverbio que dice: Qui dort, dine. En una ocasión como ésta lo puede entender diciendo: Qui dort, oublie.
—¿Encuentra —preguntó Fell— que soñar y olvidar son necesidades vitales para su bienestar en esta ocasión?
—No hay nada sobre mi conciencia, aunque siempre trabaja mucho mi cabeza. Después de todo, soy un fugitivo de Salud Nacional. Pero no quise decir dormir demasiado en serio. Mrs. Barclay, iré a visitar al paciente durante la noche. Buenas noches, señora. Buenas noches a todos.
Hizo un gesto y salió. Deidre, como torturada por distintas emociones, todavía titubeó en la puerta.
—Por lo que hace a los dormitorios de nuestros huéspedes —dijo—, por favor, no olviden que Nick Barclay está en el cuarto verde. En caso de que lo hubiera olvidado, Nick, queda sobre la escalera, en el rincón sudeste, al fondo. Mr. Anderson está en el cuarto siguiente, en el llamado cuarto rojo o cuarto del Juez, ya saben por quién. Sus maletas están en sus respectivas habitaciones. No me he mostrado muy buena ama de casa, mucho me temo, pero las actuales circunstancias me excusan. Mr. Elliot, doctor Fell, los sirvientes se han retirado ya; ¿tienen inconveniente en despedirse solos cuando terminen? Nunca cerramos la puerta en esta parte del país. Ahora me retiro. ¿Vamos, Fay?
—No —fue Elliot quien habló—. Miss Wardour, ¿es Miss Wardour, no?, hará mejor en permanecer todavía durante un rato. Ella y yo tenemos algo que decirnos. ¿Quiere sentarse, por favor, Miss Wardour?
—Cómo no, si insiste —Fay se mostraba en toda su candidez—, pero en realidad no sé en qué más puedo ayudarlos. No estaba aquí, ¿recuerdan? Había ido a Londres a traer algunos libros; me entretuve por una diligencia en Southampton y llegué aquí al mismo tiempo que usted y el doctor Fell. ¿Qué más puedo decirles?
—Por favor, siéntese.
La larga caja del reloj dio la 1. Pudo ser solamente una fantasía de Garret que la luz pareciese oscurecerse o apagarse un poco, como si con la noche su poder disminuyese. Lo que no era una fantasía es que un viento cortante soplaba del este.
—Y ahora, mientras el doctor Fell y yo recogemos algunas pocas cosas de la biblioteca —Elliot miró a Garret—, ¿nuestro amigo Anderson tiene inconveniente en venir con nosotros? ¿Querría venir también, Mr. Barclay?
—Puede apostar cualquier cosa a que quiero —dijo Nick—. Este asunto me tiene comiéndome las uñas y bailando sobre una plancha caliente. Pero, seriamente ahora, en este país nunca conocí policías tan tolerantes para dejar a los testigos andar a lo largo del lugar del crimen. ¿No suponen que están sospechando de todos?
—Sospecho de todos, se lo digo con la misma franqueza.
—¿Y?
—Pero hay una persona de la que no sospecho seriamente: Garret Anderson; hombre que conozco desde hace algún tiempo, que no puede concebirse que tenga ningún interés en disparar sobre su tío ni con cartuchos vacíos ni con balas verdaderas. Y hay otra persona de la que tampoco puedo sospechar: usted. No tenía interés en matar a su tío; pero éste no es el asunto. En cualquier momento que haya podido ocurrir lo del disparo, tan lejos como la evidencia lo indica, usted estaba en la sala con el doctor Fell y conmigo. Si quiere una coartada, puede llamarnos a dar testimonio.
—Mire, Lestrade, no voy a llamar a nadie para una coartada. ¡Al infierno con esto! Lo único que digo…
—Para ir a la biblioteca no necesitan que los acompañe, espero —casi suplicó Fay.
—No —Elliot tomó un bloc—. Si la idea la molesta, Miss Wardour, no hay razón para que nos acompañe. Pero no se vaya, espérenos.
—¿Para qué, por favor?
—Por su propio interés; volveremos aquí en seguida. Y ahora, Maestro…
—¿Ah? —dijo el doctor Fell.
Resoplando, gruñendo, murmurando para sí con los ojos cruzados, el doctor Fell sacó una cigarrera de piel de cerdo. Extrajo un cigarro, le mordió la punta y la escupió, arrojándola en un majestuoso arco de la chimenea y se dio la vuelta con precario equilibrio de su aplastada cabeza.
—Déjeme entender esto, Elliot. Vamos a la biblioteca, si he oído bien, a recoger piezas del casi crimen. Muy bien, ¿acepta una sugerencia adicional?
—Si es sensata. ¿Qué sugerencia?
—Habiendo hecho esto —prosiguió el doctor Fell—, olvidemos el casi crimen, ¿quiere? Como Mr. Barclay acaba justamente de decir, al infierno con el casi crimen. Salgamos de él. ¿Quiere concentrarse mirando por el lado correcto, no?
—Esto es lo que se aconseja por lo general.
—En tal caso, Elliot, habiendo cumplido con nuestro deber en la dirección correcta, ¿quiere volverse para mirar con seriedad del lado equivocado? Si nos concentramos sobre el lado equivocado —murmuró Fell—, tal vez nuestros ojos desviados pueden discernir la verdad. ¡Por los Arcontes de Atenas! ¿Cuál es el camino de la biblioteca?