Garret señaló la pared oeste.
—En la puerta de al lado —informó Deidre—, que da a la sala de música, hay un tocadiscos que pertenece a Essie, la tía de Nick. Cuando todos salieron de la biblioteca, hace un momento, el doctor Fortescue se dirigió hacia la sala de música.
—¿El doctor Fortescue está ahí? Entonces, ¿qué estamos oyendo?
—Lo que estamos oyendo, Fay, es una melodía de Gilbert y Sullivan en un disco. Comenzó hace uno o dos minutos con H. M. S. Pinafore; ahora está tocando El Mikado y probablemente algo más. Es un poderoso tocadiscos, que hace temblar la habitación, ¿no? Pero las puertas están cerradas y las paredes son gruesas, apenas puedes oír las palabras.
—Bueno, Gilbert y Sullivan no pueden hacernos daño. Pero ¿qué sucedió esta noche, Garret? ¿No vas a decírmelo?
—Si te hace algún bien que te lo diga…
—Estoy condenada a oírlo tarde o temprano. Y prefiero oírlo de ti antes que de otro, quienquiera que sea. ¡Por favor Garret, no seas cruel! ¡Tú menos que nadie puedes serlo! Dímelo.
La pesadez del cuarto seguía oprimiendo la garganta. Fue hasta una de las ventanas del lado sur y la abrió. Una brisa fresca sopló a través de ella; podía oírse el golpe de las olas sobre la playa. La historia que iba a contar resultaba menos fresca. Lo hizo de la forma más breve posible, comenzando por la llegada a Brockenhurst. Apenas se detenía en los momentos en que el nombre de Fay fue mencionado. Pero llevó tiempo, hasta que el disco se hizo atronador, el golpe de los timbales llegaba a su clímax poco antes de terminar.
Fay escuchaba con atención, acercándose y alejándose en seguida.
—Un último punto, Garret. ¿Algo de esto te conmovió en particular?
—Bueno, sí. Si creemos lo que contó Pennington Barclay sobre el intruso con el revólver, y contra toda razón debo creerlo…
—Si creemos esto, ¿qué?
—Garantiza que alguien estaba jugando a los fantasmas y que disparó con un cartucho vacío. ¿Qué pensaba el intruso que estaba haciendo? Si tomas un revólver, sin quitarle las balas para examinarlas —argumentó Garret—, el arma cargada con cartuchos vacíos o con balas llenas es exactamente igual.
—¿Y eso qué?
—¿Estaba el fantasma sólo tratando de advertir o de asustar a su víctima o trató realmente de matarlo? ¿Qué sentido tienen esos cartuchos vacíos y quién los puso allí, si no fue Mr. Barclay mismo?
—No fue él —la seriedad de Fay aumentó—. Puedo decírtelo. A ti puedo decírtelo todo. Fue Deidre quien compró los cartuchos y los puso allí.
—¿Deidre?
—Sí. Durante un tiempo él estuvo en un tal estado (como ya lo sabes), que ella llegó a sentir un miedo horrible de que se matara. No tuvo el coraje de quitarle el revólver, que es lo que yo hubiera hecho. Ella no me lo dijo, pero yo la conozco. Si el revólver desaparecía, podía recurrir al gas de la estufa o al veneno o Dios sabe a qué cosa. Entonces sustituyó las balas.
—Ahora pienso… —Garret recordó— ella dijo que había tomado precauciones para que él no pudiese matarse ni matar a ningún otro. No dijo cuáles eran. Pero eso fue un momento antes de que oyéramos el disparo y pensáramos que había sucedido.
Fay se paró frente a él junto a la ventana. Una vez más tuvo conciencia del perfume que usaba.
—Oye, Garret. La tragedia no ocurrió, pero pudo haber ocurrido y todavía puede ocurrir. Te pregunto ahora, si alguna cosa te conmovió en particular en todo esto. Me has contestado, perdóname, con una historia de detective apuntando a un posible culpable. Pero no era a eso a lo que me refería. Tú has debido darte cuenta, no eres tonto.
—¿Dado cuenta de qué?
—Hace un año —respondió Fay deslizando su mano por la solapa de su traje— fui secretaria de un hombre no muy diferente: Mr. Mayhew. Otro hombre acomodado con tendencia a cavilar sobre sus problemas. Otro lugar en el campo, lleno de disenciones como Deepdene House lo fue siempre. No te has preguntado ¿por qué la historia se repite? ¿No sospechas en tu corazón, si no es el mismo asunto otra vez?
—Solamente en un aspecto. ¿Hay algo entre tú y Pennington Barclay?
—No, no, mil veces no. Aunque lo quisiese más de lo que lo quiero, está mucho más atado a Deidre que a sí mismo. Pienso que es un hipocondríaco. No creo que tenga nada en el corazón.
—Entonces, ¿no te ha pedido que te cases con él?
—Nunca, si hubiese demostrado el más mínimo interés hacia mí habría escapado corriendo de esta casa como si Sir Horace Wildfare anduviese detrás de mí. Resulta un poco triste que hayas escuchado las sugestiones que ha hecho esa espantosa mujer…
—¿Te refieres a tía Essie?
—Por supuesto, me refiero a Miss Barclay. Esta tarde en el tren meditaba si podrías imaginar algo acerca de ella que yo no te dijera. Tiene un solo talento: puede imitar la letra de cualquiera, de tal modo que se puede jurar que el otro lo ha hecho. Tal vez no tenga intención de hacer daño; tal vez sus interferencias sean nada más que una forma de atraer la atención sobre ella. ¡Pero nadie le hace caso! No es exactamente una personalidad, como en cambio lo es Mr. Barclay. ¿Qué piensas de él?
—Me gustó, me gustó mucho hasta que fuera de lugar trajera tu nombre a colación en la conversación con un aire de soslayada tolerancia. Después tuvo que defenderse él mismo de tía Essie, lo que hizo con gran dignidad. Aunque no son muy cuerdos, hecho el balance, él volvió a quedar muy bien parado. Pero la primera vez, lo hubiera mandado…
—¡Garret, no me digas que estás celoso!
—Bien sabes que sí. Puedo muy bien estrangular a cualquier hombre que mires o que te mire con intención, no puedo evitarlo; es el efecto que me produces. Pueden llamarme Old Sobersides…
—A quien te llamara Old Sobersides podría decirle algo bien diferente.
—En tal caso…
—¡No, no! Déjame salir, no debemos.
—¿Por qué no debemos, cuándo puedes devolverme un beso como aquél?
—¡Porque te niegas a verlo! ¡Rehúsas verlo!
Esta vez Fay retrocedió hasta cerca de la máquina de pin ball alejándose con el color subido y el pecho agitado. De la sala de música, al otro lado de la puerta, se escapaba la potente fuerza de sonidos amplificados hasta el máximo. Era evidente que el doctor Fortescue, insatisfecho con su primer ensayo de Gilbert y Sullivan, había vuelto a poner el mismo disco de nuevo desde el comienzo. Pero Fay no hacía caso de esto.
—¡Garret, basta, y piensa! Cuando hablaste acerca de la persona enmascarada de negro, y usaste la palabra intruso, usaste una palabra inapropiada, la peor de todas. Porque no se trata de un intruso, y los dos sabemos esto muy bien. Cuatro de vosotros: tú, Deidre, Nick Barclay y Mr. Dawlish, veníais de viaje desde Brockenhurst en el Bentley. Cualquiera que fuera el intruso, no podía ser ninguno de vosotros. ¿Tengo o no razón?
—Sí, puedo jurarlo.
—Entonces, ¿quién era? Si no se cree que puedan ser ni la cocinera, ni ninguna de las muchachas de servicio, sólo quedan tres posibles: Miss Barclay, el doctor Fortescue y yo. ¿Y sabes quién dirán que fue? Dirán que fui yo. No me digas que es ridículo, dirán que fui yo. Yo ni siquiera estaba aquí; perdí un autobús y tuve que tomar el siguiente, ¿pero, cómo probarlo? Cuando venga la policía…
—¿Qué quieres decir con que venga la policía? Cuando nadie la llamó.
—Querido, ya está aquí. Puesto que Mr. Elliot está aquí. Ya te he dicho que esto me horrorizó hasta hacerme sentir enferma. Todavía pueden estar siguiéndome por lo que pasó en Somerset, todavía pueden andar detrás de mí. Esto también ha asustado a Deidre, que es una buena amiga. Ambos, ella y Mr. Barclay, tienen amistad con el superintendente de Hampshire CID. Creo que su nombre es superintendente Wick. Deidre me dijo que quería establecer definitivamente cuál era mi situación actual. Pero le dijo que estaba fuera de su juicio. No vayas a la policía, nunca te metas con la policía, le supliqué. Me dijo que no lo haría y más tarde me juró lo mismo.
»Pero lo que ha sucedido esta noche cambia todo. De nuevo volverá la confusión y la horrible e interminable sospecha. No se trata de lo que se sea, sino de lo que los demás creen que se es. Puedes hacerte una idea de lo que ahora pensarán de mí. He sido lo que llaman en televisión un caso juzgado. Lo siento, Garret; tienes que perdonarme. No quiero hartarte con mis pequeños problemas.
—Tus problemas, cualesquiera fuesen, son tan importantes para mí como pueden serlo para ti. Porque estoy enamorado de ti, dulzura mía. Pero te repito de nuevo que estás preocupándote sin motivo. Si las cosas se vuelven a repetir, hay un conductor que puede probar dónde estabas tú, en un momento dado. En cuanto a lo pasado, está pasado y olvidado.
—¡Y de nuevo te digo que no está ni lo estará nunca! Ellos sospechan algo ahora. Se verán obligados a sospechar. Tu amigo Nick, el primero, si es tan inteligente como tú piensas que es.
—¿De qué se trata? —preguntó una voz—. ¿Qué es lo que el amigo Nick debe o no sospechar?
La puerta sobre la galería se abrió. Nick Barclay, un tanto ajado, parado en la puerta, los estudiaba.
—¡Miren ustedes dos! —dijo.
Fay se serenó al momento, fue hasta la mesa de billar y recogió el bolso.
—Es Mr. Nicholas Barclay, ¿no? Sí, yo y Garret nos hemos encontrado antes. Sé que él se lo ha contado, así como yo se lo conté a una amiga mía, bajo condición del más absoluto secreto. Sin embargo, dado cómo están las cosas, no veo cómo lo pueda negar a nadie.
—¡Ah!, ¿es la misteriosa Miss X? Pensé que debía serlo —Nick miró a Garret—. ¡Felicitaciones, caballo viejo! ¿Puedo decirte que tu predilección por las rubias está ampliamente justificada? Pero deseo una palabra suya, mi bonita dama, acerca de algo que parecen estar ocultando.
—Bien, ambos en tal caso… —Nick se calló de pronto—. ¿Pero qué infierno hay detrás de aquella puerta?
—El doctor Fortescue está en su segunda serie de Gilbert y Sullivan. Comienza con Pinafore; sigue El Mikado y termina con el bullicio de un Coro de la Guardia Civil de…
—Bueno, prosigo, ambos tendremos que esperar —Nick se volvió hacia la pared del oeste—. ¡Hagan callar esa condenada cosa! —gritó.
No había dudas de que el doctor Fortescue no podía oírlo. Por encima del crescendo de la música se escuchaba una voz contar vaga, pero vigorosamente, que el capitán dueño del Pin-a-fore era modelo de corrección y que nunca se valió de fatuas triquiñuelas. Nick con una pequeña vena latiéndole en la sien, estaba abatido por la desesperación.
—Nuestros asuntos tendrán que aguardar, te decía. Acabo de contárselo todo al doctor Fell, que es el hombre capaz de resolver lo imposible. Pero mira Garret; son las 11 en punto. Tía Essie está lamentándose por causa de su fiesta de cumpleaños. Considerando que tío Pen… ¿no puedes echar una mano para agrupar y reanimar a la gente?
—¿Echar una mano en qué? —preguntó Garret siguiéndole hasta la puerta. La galería mal iluminada se extendía desde la ventana oeste con cortinas, a través del vestíbulo central para terminar en la segunda ventana al este, también con cortinas. Nick, después de dar un vistazo hacia uno y otros lados, señaló la puerta cerrada de la biblioteca un poco a la izquierda de ellos.
—Tío Pen nos sacó de allí a las 10,40, yo cerré la puerta y él echó llave. ¡Espera un minuto!
Nick se apresuró hasta alcanzar la puerta de la biblioteca y tomó el pestillo.
—¡Tío Pen! —llamó, abandonando el pestillo y golpeando con los nudillos—. Recuerdo —añadió por encima del hombro— que hay dos pasadores: uno arriba y otro abajo. Deduzco brillantemente que él está ahí todavía porque no ha salido. Pero ¿dónde está? ¡Tío Pen!
La galería ya no estaba vacía. Además de Nick, Garret estaba de pie en la puerta de la sala de billar con Fay detrás, la puerta de la sala de música se había abierto, el doctor Fortescue, los miembros flojos y cargado de espaldas, dio un paso hacia fuera y titubeó. La melodía sonaba desde dentro inundando de ruido la galería. Pero había perdido su tempo náutico, comprimida, como juntando energía para un nuevo desborde, la música se detuvo en una momentánea ensoñación antes de estallar.
Sobre el árbol a orillas del río un pequeño tom-tit
Cantó, Willow, titwillow, titwillow…
En el mismo momento, en la parte más alejada, hacia el este del pasillo, apareció Deidre donde le había dicho a Garret que quedaba el comedor.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Dónde está mi marido?
—No sé —contestó Nick desde el otro lado—, y de paso, ¿dónde está tía Essie? ¿Está lamentándose todavía y fuera de sí?
—No sé qué está haciendo porque no está aquí. Parece haber desaparecido.
—Ella ¿qué…?
—Digo que desapareció —Deidre se aproximó—. Después que usted, usando de sus derechos de señor de la posesión, nos sacó de la sala, Estelle no se dejó ver más.
—¡Qué infierno de mujer! Yo no…
—Sí, lo hizo; usted la sacó de la sala para poder monopolizar al doctor Fell. Y además, no es necesario realmente gritar a todo pulmón.
—Discúlpeme —terció el doctor Fortescue, dándose masaje en la frente—, pero creí oír… que ponía reparos a esta música.
—No, no —dijo Nick—; ¿quién soy yo para poner reparos a nada? No hemos tenido bastante, mantenga ese disco a todo lo que da. De todos modos, la única cosa condenadamente importante que nos sucede ahora es que tío Pen no conteste.
—¿Qué te parece, Garret?, ¿no aconsejas nada?
—No tengo consejo que dar. Tú no piensas…
—No, no pienso. Además esta es una puerta bien sólida. La idea de hacer lo que se te está ocurriendo habría sido una locura.
—Lo sería probablemente. ¿No existe otra puerta entre la biblioteca y la sala?
—Sí, existe, ¡puedes apostarlo! ¡Medio punto!
Como llevado por el diablo, la corbata al aire, Nick desapareció hacia la sala por la puerta de la galería en la pared de la derecha. La dejó abierta. Una sala del siglo XVIII azul oscura con detalles blancos y dorados a la que Garret Anderson pudo echar una ojeada, le devolvió como una ráfaga la presencia de alguien familiar: un hombre muy corpulento, de tez roja y bigote de bandido y gafas con una ancha cinta negra. Nick cerró la puerta. Se le podía oír, gritando de nuevo y haciendo ruido con los nudillos al golpear sobre la madera. Volvió después de poco más del medio minuto prometido y se paró mirando con fijeza a Garret.
—Efectivamente; la puerta entre la biblioteca y la sala tiene también doble cerrojo, ambos del lado de la biblioteca. ¿Qué son esas palabras que se oyen ahora?
Música y conjunto de voces golpeando ambas a la vez:
Más allá del Gran Lord Verdugo…
—No se me vengan encima de este modo —le rugió Nick a Garret, que no le había dicho una sola palabra—, y no sean impacientes, ¡por la gracia de Dios! ¡Por qué empeñarse en abrir una puerta cuando hay dos ventanas que dan sobre el césped! Una está cerrada (la cerró tía Essie) pero la otra estaba abierta de par en par cuando salimos. ¡Vamos! También haría bien en venir, doctor Fortescue. Puede que no se le necesite, pero puede ser necesario en cada minuto. ¿Qué nos detiene? ¡Vamos!
Descendieron por la ventana del lado oeste de la galería, que daba acceso al césped. Garret se detuvo apenas un momento para apretar la mano de Fay, antes de seguir con prisa a Nick. El doctor Fortescue los siguió inmediatamente detrás. Nick descorrió las cortinas de la larga ventana, abrió las persianas que estaban corridas, pero no aseguradas, empujándolas. Los tres se escabulleron por el césped y doblaron por la derecha hacia la biblioteca.
Una brisa húmeda les sopló encima, la luna se movía en un cielo cubierto de nubes. «En todas partes —pensó Garret— se tiene la impresión de que los arbustos lo rozan a uno, aunque en rigor de la verdad no hay arbustos cerca de la casa».
La ventana que quedaba a mano izquierda de la biblioteca, cuando se miraba desde dentro hacia fuera, se había convertido ahora, mirada desde fuera, en la ventana a mano derecha. Garret la había visto por última vez abierta y con las cortinas descorridas. Estaba todavía así, pero había sido cerrada con cerrojo, al que se podía ver sólidamente trabado en su sitio.
—¿La otra, la que cerró tía Essie —Nick bufó casi en la oreja de Garret—, también está cerrada? ¿Quieres echarle una mirada?
Garret se precipitó alrededor del espacio que correspondía a la chimenea. La luna daba poca luz, pero lo suficiente para mostrar, sobre el fondo de las cortinas corridas, otra ventana con cerrojo echado. Garret no se detuvo, se apresuró a reunirse con los otros junto a la primera ventana. Una sola ojeada a la biblioteca había bastado. Más de cuatro metros detrás de la ventana, junto a la poltrona en que había estado esperándolos cuando lo vieron por primera vez al llegar aquella tarde, Pennington Barclay yacía de espaldas sobre la alfombra, con su propio revólver próximo a su lado izquierdo.
—Parece realmente… empezó a decir el doctor Fortescue.
—¡Lo es! —rugió Nick.
Una hoja que volaba impulsada por el viento rozó la cara de Nick, él se desvió como si fuera atacado, pero no titubeó. Despojándose de su chaqueta sport, se envolvió en ella el puño derecho y lo lanzó contra la ventana justo debajo del cerrojo. Un ruido de cristales rotos estallo, los pedazos volaron y cayeron. Con la mano derecha siempre protegida por la tela, la pasó por la abertura rota. Encontró y abrió el pestillo, y desde fuera empujó las hojas hacia dentro. Los tres pasaron por la ventana.
—¡Garret!, mira si no hay nadie escondido aquí; mira si las puertas están realmente cerradas, porque si están cerradas… si nadie está escondido… ¡Oh Dios!
No podía haber duda. Ambas puertas, la de paso a la galería y la de paso a la sala, estaban cerradas y aseguradas. Garret se lo dijo a Nick. El doctor Fortescue se inclinó sobre el cuerpo del anfitrión.
A la derecha, desde donde se podía ver la sala, una puerta más pequeña se abría sobre un cuarto de reducida dimensión, apenas más que un armario, sin ventanas y cubierto de libros en polvorientas estanterías. Garret encontró una linterna, la encendió, pero sólo halló más libros apilados en el suelo.
El guardarropa a la izquierda, poco más amplio que un armario, era lo bastante grande como para contener una bañera empotrada en la pared, un canapé con almohada y manta y un armario de metal con las puertas aseguradas por medio de una pequeña llave, como las que se suelen usar en los gimnasios.
—Nadie está escondido —dijo Garret—, y no hay ventana de ninguna clase ni en el guardarropa ni en la biblioteca privada.
Nick se había enderezado. El doctor Fortescue, que en la emergencia se demostraba capaz e inconmovible, estaba todavía arrodillado junto a Pennington Barclay. La mano derecha de su anfitrión había dejado de crisparse.
—De tal modo —declaró Nick— que hay maneras fuera de las conocidas para haber sido encerrado —entonces lanzó un profundo suspiro—. ¡Pobre tío Pen! Pobre viejo… ¿está muerto, supongo?
—No —contestó el doctor Fortescue, mirándolo fijamente, no está muerto; y con un poco de suerte podemos sacarlo con bien si no se produce algún trastorno inesperado. Hay demasiada sangre.
—¿Demasiada sangre?
—Demasiada, quiero decir, para una herida directa al corazón. Se ha desvanecido por el shock y la pérdida de sangre. Desde luego no es una tontería, pero…
—¡Se cambió su chaqueta de smoking! —exclamó Nick—. No es la misma que tía Essie le salpicó con miel. Parece la misma, es del mismo género grueso y rojo con solapas negras, pero aquella era de pasamanería, y…
—No, no es la misma. Y si me permite concluir, Mr. Barclay, le diré lo que pienso y que debemos poner en acción. No hay miel en ésta, pero hay pólvora quemada. Es casi una herida de contacto con el arma dirigida directamente contra el pecho. El corazón queda más alto de lo que la gente cree. A menos que se haya herido él mismo…
—¿Herido él mismo? —repitió Nick como un eco con cierto acento de incredulidad—. ¿Cree, doctor, que se ha disparado él mismo en un intento suicida?…
—No, no, para nada. Pero dejémonos de especulaciones.
—Muy bien, ¿qué hacemos?, ¿llamamos a un hospital?
—No será necesario. Si lo toma de los pies mientras lo aseguro por los hombros, podemos conducirlo a su dormitorio. Con cuidado, joven. Mr. Garret, ¿quiere abrir la puerta de la galería?
Garret lo hizo así, corriendo el pestillo con un golpe de su dedo meñique. La puerta se abrió y se dieron de cara con el segundo comandante Elliot, un hombre flaco y espigado, en la mitad de la cincuentena, con una fuerte quijada, y ojos simpáticos.
—Telefonee —dijo a Garret—. ¡No olvide las formalidades! ¿Hay un teléfono aquí?
—Sí, hay un teléfono en el vestíbulo. Este es el hombre de Scotland Yard. Oiga, Lestrade, alguien ha vuelto a disparar contra tío Pen, pero ¿cómo lo hizo?, ¿cómo diablos pudo hacerlo?
No oyeron ninguna respuesta del otro, si es que la dio. Elliot se había retirado. Más bien torpemente Nick y el doctor Fortescue cargaron el peso muerto del cuerpo de Pennington Barclay. Con las puertas abiertas a la serenidad de la noche, música y voces iban in crescendo a medida que el disco llegaba al final:
Cuando los felones no están sumidos en sus trabajos
o madurando sus planes traidores.
Su capacidad para placeres inocentes
es tan grande como la de cualquier hombre honesto.
Podemos difícilmente apaciguar nuestros sentimientos.
Cuando el deber de la policía debe cumplirse
¡Ah!, tomadas en cuenta ambas consideraciones
la parte que le toca al policía no es la más feliz.