9

La galería ancha y alfombrada, apenas iluminada, se extendía al oeste para terminar en otra alta ventana cubierta por las cortinas corridas sobre ella. El lado norte de este ala de la casa parecía contener sólo dos largas habitaciones alineadas: biblioteca y sala. Al salir de la biblioteca, Garret se encontró frente a tres puertas cerradas. Presumiblemente conducían a los tres cuartos al sur de la galería, correspondientes al espacio de la sala y la biblioteca.

Deidre Barclay tensa y ansiosa estaba parada frente a la puerta de en medio, al otro lado de la galería. Estaba parada con la mano en el pestillo, como haciendo guardia. Garret corrió hasta ella.

—¡Fay! —dijo—, ¿dónde está Fay?

—Está allí, en la sala de billar.

Los ojos avellana de Deidre no se mantuvieron serenos durante mucho rato. Casi con pánico, se asió al brazo de Garret y comenzó a hablar tan rápidamente como Estelle.

Hay tres habitaciones de este lado, como puede ver. Una, a mi izquierda, cerca de la ventana al final del pasaje es la sala de música. La que está a mi derecha era el estudio del anciano Mr. Barclay. Más allá —el gesto de Deidre señalaba hacia el este—, como también puede ver, la galería accede a un vestíbulo central. Más allá, siempre al este hay otra galería igual a ésta; con cuarto de estar a saliente y comedor sobre la fachada principal, despensa del mayordomo y cuarto para el ayuda de cámara y otras dependencias más en el fondo, aunque no ha habido mayordomo ni ayuda de cámara desde la primera guerra. De todos modos esto no importa, Garret. ¿Le molesta que le llame Garret?

—¡No por cierto!

—¿Es el gran amigo de Nick, no?

—Sí lo soy, ¿pero cómo lo sabe?

—Y también lo es de Fay; pero esto tampoco importa de todos modos. Detrás de mí queda la sala de billar. El anciano Mr. Barclay tenía dos mesas de pin ball allí.

—¿El viejo Clovis tenía dos mesas de pin ball allí?

—Sí, le gustaba mucho; excepto algún ocasional juego de billar, no parecía gustarle otra cosa. Las encargó a una fábrica de verdaderas máquinas comerciales, la misma que suplió las diversiones de las arcadas de Londres. Y las hizo instalar con un bol para monedas a los lados de cada una, de manera que cada uno pudiera pagar, cada vez que quisiese jugar. Nunca lo vi reír, pero sonreía a veces, cuando lograba hacer sonar la campanilla marcadora de las puntuaciones.

—¿Decía a propósito de Fay?

—Huyó hacia dentro ahora mismo. Pero no puede haber cerrado la puerta porque no hay llave. ¿Conoce la historia de Fay, no? ¿No sabe lo que le ocurrió?

—No, no sé.

—Bueno, tendrá que conocerla ahora. Toda clase de accidentes han estado ocurriendo; pero éste ha sido el peor de los accidentes estúpidos, brutalmente estúpido, para usar una expresión de mi marido. ¡No sé! Tal vez sea conveniente para ella que se lo cuente; pienso que usted es capaz de ser comprensivo. Sígala, háblele; sea con ella tan amable como es capaz de serlo, sea bondadoso sobre todo.

—Lo intentaré.

Desde ese momento todo pareció precipitarse.

Una voz femenina dijo:

—Con permiso, señora.

Del lado del vestíbulo central apareció una acicalada, más bien bonita, aunque inexpresiva muchacha de dieciocho o diecinueve años. Deidre, aturdida y más que elegante con sus pantalones negros y su chaleco naranja, se dio la vuelta en redondo cuando la muchacha se le acercó.

—¿Qué Phyllis?

—Por favor, señora, hay dos señores en la puerta principal.

—¿A esta hora de la noche, Phyllis?, ¿quiénes son y qué desean?

—Bueno señora —contestó la muchacha—. Uno es grande e imponente, inclinándose todo el tiempo como un velero con viento en contra. Dice que su nombre es Fell.

—¿Fell? —exclamó Garret, sintiendo que las cosas ocurrían con demasiada precipitación—. ¿Gideon Fell, el doctor Gideon Fell?

—Sí, señor, eso es —entonces Phyllis cuchicheó con Deidre—. El otro caballero es más joven y no gordo. Regresé y le chisté a Phoebe que está en la galería de la cocina. Y Phoebe dijo: No es un caballero; es un hombre común con ropas comunes. Estoy segura que no lo conozco, señora. Pienso que el segundo es escocés, aunque no habla como tal.

—¿Su nombre no es Elliot? ¿Diputado comandante Elliot? —interrumpió Garret.

—¿Elliot?, ¿ve?, me di cuenta en seguida que era escocés. Pero no sabía qué decirles señora. Me dirigí al caballero corpulento y le dije que aquí nadie estaba enfermo y que de todos modos teníamos un doctor en casa. Me contestó que no era esa clase de doctor, señora. Dijo que Mr. Pen había enviado por él.

—¿Que Mr. Pen envió por él? —repitió Deidre.

Se produjo otra interrupción. La puerta de la biblioteca se entreabrió. Siguió una pausa, como de gente que oía; y entonces, sobre las últimas palabras de Deidre, se produjo un éxodo en la biblioteca.

Primero salió el doctor Fortescue, tambaleante, a través de la galería y desapareció por donde Deidre había dicho que quedaba la sala de música, en el ángulo sudoeste de la casa. Detrás salió apresurada Estelle, deslizándose como un gato, pero se detuvo junto a Deidre y a Garret en la puerta de la sala de billar; la seguían Andrew Dawlish y Nick, quien cerró la puerta de la biblioteca.

—Perdóname, Estelle —dijo Deidre alzando la voz—, pero ¿realmente Pen envió a buscar al doctor Gideon Fell?

—No sé, en verdad, si lo mandó a buscar o no, querida, pero yo sí deseo ver al doctor Gideon Fell. ¿Dónde están esos dos hombres Phyllis?

—Disculpe, Miss Estelle, están en la puerta principal. Hablé con ellos, es decir…

—Debió introducirlos en la sala. No importa; lo haré yo. Sabes querida —continuó dirigiéndose a Deidre—, Pen ha tenido alguna relación con el buen doctor. Por lo menos se escribían; ¡oh, estos literatos! El doctor Fell está en el hotel Polygon en Southampton, ayer salió una nota sobre él en Eco. Alguien ha presentado al Colegio Williams Rufus, de la Universidad de Southampton, lo que parece ser el manuscrito original de Los rivales de Sheridan, y el doctor Fell ha venido para dar su veredicto sobre si es auténtico o no. Los rivales, desde luego quiere decir siglo XVIII de nuevo, ¿no?

—Así es indudablemente —confirmó Mr. Dawlish, contoneándose junto a ella—. Tarde o temprano, con suerte, saldremos por fin de una vez por todas del siglo XVIII. Entretanto, dado su insistencia por estos papeles, haré mejor en volverme a casa. ¿Dijo usted que el auto estaba en el camino, no?

—Está justo fuera del garaje. Hugo insistió en dejarle un impermeable, aunque le repetí que no iría a llover. Y ahora voy a saludar al doctor Fell, debo contarle…

—No es usted la única, tía Essie. Tío Pen nos ha despedido de la biblioteca y también estoy bramando por verlo. Es la única persona en la tierra que puede ayudarnos; pregúnteselo a Garret, que es muy amigo suyo. El podrá presentarnos. Vamos viejo caballo, vamos a…

—¡No! ¡Vamos, no! —irrumpió Garret, con la imagen de Fay desplazando cualquier otro pensamiento—. Pasa de largo y preséntate solo; estará muy contento de verte. Pero tendrás que excusarme por el momento; hay alguien más que también debe ser entrevistada.

—¡Vaya! ¡Vaya Garret! —el susurro de Deidre era bajo y terminante—. ¡Vaya allá! Guardaré la fortaleza si es necesario, para darle a esta pobre muchacha alguna paz contra las pesadas bromas y conocidas advertencias. ¡Vaya!

Sin más, Garret dio la vuelta a la falleba: se deslizó dentro, cerró la puerta detrás de él… y se paró en seco.

Jira una amplia habitación; con paneles de roble, alfombrada con esteras de goma. Tres puertas ventanas, estilo georgiano, sin cortinas y cerradas dejaban ver el césped, los árboles y una escalera de tres escalones que descendían entre arbustos hasta Lepe Beach. Por encima de los bordes blancos de la resaca, brillante en la oscuridad, se alzaba una media luna que presagiaba lluvia.

En la habitación, cerrada y sofocante, estaban encendidas las luces en las cilíndricas campanas que cubrían la mesa de billar. La otra única iluminación —muy poco coloreada— apenas brillaba, proyectada desde el panel de cristal de una máquina de pin ball situada contra la pared del lado derecho. Fay daba elocuentemente la espalda, de pie junto a la mesa de pino, sin hacer caso de nada. Por un momento tampoco miró a Garret. Después se volvió hacia él. El olor a cerrado de la habitación sobrecogió los pulmones de Garret; la expresión de Fay le sobrecogió el corazón.

—Fay…

—¿Me has seguido, no? ¡Con toda deliberación me has seguido!

—Desde luego que te he seguido. ¿No te has dado cuenta de que te seguiré siempre?

—Por un segundo pensé que deseaba que lo hicieses. Pero ahora no. No es bueno, Garret; ¡nada terrenal es bueno en este mundo!

—Ciertamente no es bueno pensar que el mundo se encamina a su final —Nick le hubiera dicho: «Sal de ahí bonita, basta de carreras disparatadas»; pensó, pero yo no puedo hablar así, aunque me gustaría—. ¿Por qué no probamos la máquina de pin ball?

—¡No!

—Probémosla de todas maneras. Mira aquí.

Sobre el panel liso se leía en letras rojas SAFARI AFRICANO. La figura de un cazador con sombrero blanco y camisa kaki levantaba su rifle hacia un montón de vegetación amarilla y verde que sin duda representaba la selva. Garret tomó una moneda y la dejó caer en la ranura. Sujetó la manija y la empuñó hacia dentro contra los fuelles. El fuelle arrojó seis pequeñas y pesadas bolitas de metal, una cayó forzadamente en la huella al lado de la mesa.

Garret apretó la manija a fondo.

—En los viejos días antes de que el tabaco fuera tasado como excelente, se podían ganar cinco cigarros por una puntuación de veinticinco mil poco más o menos.

Un estallido apagado se produjo cuando abandonó la manila.

La bolita caída en la huella giró alrededor; toda la mesa se conmovió con vida metálica. Fantasmas, figuras flamígeras revolotearon salvajemente a través de la pantalla: un león apareció en la selva, saltó y recibió un balazo mientras la bolita remolineaba y rebotaba contra una campana con repicar maniático que encendía y apagaba luces de colores.

La bolita desapareció. Garret inspeccionó una primera puntuación en cifras rojas al pie del panel.

—Seis mil —dijo—. Hemos ganado un león, de todos modos, y un cocodrilo en el río. ¿Los metemos en la bolsa a los dos, o les aplicamos el mismo método que a tus demonios azules?

—¡Te digo que no está bien! —Fay retrocedió dos pasos, con su bolso debajo del brazo—. Dije que era sórdido, pero no te imaginas cuánto. Piensas, porque lees aquellas historias, que puedes comprenderlo, ¡como si fuera lo mismo, Garret! Nadie puede entender, nadie en este mundo, que no haya sido tocado y arrastrado hacia abajo.

—¿Tocado por qué y arrastrado por qué?

—Asesinato —respondió Fay.

Retrocedió todavía más, apretando su bolsa contra el cuerpo.

—Desde luego no fue un asesinato. Pero algunos creyeron que lo era; creyeron que yo lo había cometido; todavía pueden arrestarme. Y hablando de otras gentes, esta noche subí el sendero justo detrás de ellos.

—Mira aquí, querida, ¿de qué me estás hablando ahora? ¿Subiste el sendero detrás de quién?

—¡Del doctor Fell y Mr. Elliot! Dejaron su auto a la entrada del sendero. Bajé del autobús en Southampton y fui por la hierba de modo que no pudieran oírme y me deslicé por la puerta del fondo. Mr. Elliot es el tercero en el Comando del CID, el único después del comandante y del comisionado asistente. El doctor Fell, aunque creo que podría contarle cualquier cosa, sin embargo en cierto modo me asusta aún más.

»Puedo jurar que, en algún momento, Mr. Elliot se dio la vuelta y me miró. No creo que me haya visto antes, pero ha podido ver alguna fotografía. El hecho es, que está aquí. Puede descubrirlo todo y mezclarte.

»Mr. Barclay sabe algo sobre mí. ¿No escuchaste lo que dijo en la biblioteca? ¿Quién envenenó al anciano en su propia guarida? El desvelar la verdad podría ayudarnos o algo por el estilo, no puedo recordar con exactitud. ¿Sabes a qué se refería, Garret?

—Sí, sé. Estaba hablando a Sir Horace Wildfare, juez del siglo XVIII que hizo estragos aquí.

—¡No puede ser! ¡No puede ser! Se refería al anciano Justin Mayhew, de Deepdene House cerca de Barnstow en Somerset.

—Fay, mi dulce tonta, estás más loca que una cabra. ¿Quién diablos es Mr. Justin Mayhew o como se llame la casa de Somerset? Puedo asegurarte que Pennington Barclay jamás aludió a él o dijo una palabra acerca de él.

—Tal vez estoy loca; a veces me pregunto. Lo que sé es que, si se llega a descubrirlo, te verías mezclado en este detestable asunto junto conmigo.

Había retrocedido casi hasta la ventana. La luna sobre el Soient estaba detrás de ella. La proximidad física de Fay (el azul oscuro de sus ojos muy abiertos bajo el arco fino de las cejas, la línea de sus brazos y sus hombros) le hicieron revivir con nitidez la misma luna en otro tiempo y en otro lugar, y las escenas que se ligaban con ello.

—¿Crees honestamente que me puede preocupar algo que te alcance? De paso, ¿te dije que te amo?

—¡Oh, me hubiese gustado tanto que pudieras decírmelo y decírmelo!, pero no debes hacerlo. Y no me toques ¡por favor! Podría cometer cualquier tontería, y esto lo empeoraría todo más aún. Escucha, Garret, ¡quédate quieto y escucha!

—¿Sí?

—Mi nombre, antes de que lo cambiara legalmente, era Fay Sutton. Esto fue hace más de un año, en marzo de 1963. ¿Has pensado lo vulgar que es el apellido Sutton?

—No creía que fuese tan común, no.

—Entonces te equivocas. Hay cuatro columnas de Sutton en la guía telefónica de Londres: desde Sutton, A., en Torrington Park a Suttin-Vane en Stanhope Gardens y Suttonfish en la calle Great Portland. Hasta donde sé…

—¿Hay Suttonyen en Camberwell y Sutton-Zug en Colney Hatch? ¿Por qué no te ríes Fay? Sería mucho mejor, ¡vamos, ríete!

Querido, esto no es un chiste.

—¡Muy bien! Deja que no cumplamos nuestra función o papel en la isla, sólo porque alguien se llama Suttin. Es un condenado buen nombre, se pensaría. ¿Y qué tiene que ver en todo esto?

La emoción estaba alcanzando su culminación. Fay huyó de él. Tropezó con la mesa de billar, tiró sobre ella su bolso y se dio la vuelta con desesperada seriedad.

—Bajo el nombre de Sutton, a comienzos del 1963, respondí a un aviso y fui la secretaria de Mr. Mayhew, un corredor de bolsa retirado. Barnstow es un pequeño pueblo alejado en Campo del Oeste, a diez kilómetros poco más o menos de Bath. Mr. Mayhew era mayor que Mr. Barclay, no se le parecía, sino en que era propenso a cavilar. Nos llevábamos muy bien. En el verano me pidió que me casara con él.

—¿Se llevaban muy bien has dicho? ¿Luego tú y él…?

—¡No! —Fay abrió los ojos con horror—. No soy una puritana, ya te lo he dicho, no pretendo serlo. Pero no, no y no, nada tuve que ver con él.

—¿Qué le respondiste cuando te pidió que te casaras con él?

—Le dije que no, por supuesto. Mr. Mayhew era viudo; tenía un hijo mayor y una hija. Pero no era tanto su edad, como que era más bien raro. No me agradaba mucho, me daba miedo. El matrimonio siempre me ha asustado. Daba la impresión de pasar por encima de todo. Traté de hacérselo ver. Me dijo que haría bien en casarme con él porque había hecho un testamento a mí favor. Las cosas no iban bien en la casa. Hasta que una mañana de octubre fue encontrado muerto por una dosis exagerada de pastillas para dormir.

El tono de Fay no cambió cuando añadió:

—Mr. Mayhew tenía cáncer, ¿sabes? Supimos esto por el sumario. Su médico se lo había dicho; le había sugerido una intervención, que podía salvarlo, pero prefirió darse la muerte por sí mismo. Hizo un testamento a mi favor, pero no lo firmó. La gente pretendió que yo no sabía que no había firmado. Lo peor de todo es que él tenía mis pastillas para dormir, sacadas de un frasco que estaba en mi dormitorio. ¡Oh! Garret, ¿puedes suponer a lo que me llevó eso?

—Sí.

La voz de Fay se levantó apasionada.

—¡Los comentarios! ¡Las horribles, interminables habladurías y cuchicheos! La carga del Inspector de Policía: Entonces además me dirá porque… El juez durante la indagación: Seguramente Miss Sutton

—¿Cuál fue el veredicto de la indagación?

—Suicidio, pero ¿crees que sirvió de algo? Pero está sólo el veredicto del investigador; siempre podemos abrir la causa, si encontramos pruebas de algo diferente. ¡Y el hijo y la hija además!

¿Por qué permaneció aquí? ¿Si lo rechazó, por qué no buscó otro empleo? ¿Ir dónde? ¿A hacer qué?

—¡Despacio, Fay!

Pensó que podía divertirse con él, ¿eh? Pensó que podía olvidarse de lo que le había propuesto. No supo que no había firmado el testamento, ¿no? Y dondequiera que fuese siempre los periodistas haciéndome fotografías. Fue una horrible salpicadura, la de los diarios. ¿No leíste nada de esto, Garret?

—¿En octubre de 1962? No estaba en Inglaterra. Recuerda que estaba en Washington viendo una atrocidad llamada La cabaña del Tío Tom.

—O tal vez no fue tanto fango como imaginé; vivía aterrorizada de todo. Pensé que estaba mal de la cabeza; y casi lo estuve. La única cosa que me salvó, si algo me salvó, fue no ser fotogénica.

—¿No ser fotogénica, qué quieres decir?…

—¡No me digas amabilidades, por favor! Lo que quiero decir es que no salgo bien en las fotografías. O que tal vez publican las más espantosas de las que hacen. En el caso de que alguien me hubiera reconocido, tal como la cámara me mostraba, me hubiera tomado por la mujer que envenenó a la mitad del vecindario.

»No me dejo llevar por la tragedia, Garret. Puedes ver por lo que ocurrió después. Te conté en París que una tía había muerto dejándome un pequeño legado, lo que era exactamente la verdad. El apellido de mi madre es Wardour: la tía era su hermana. Y debía recibir el legado a condición de cambiar mi apellido por Wardour.

Parada al lado de la mesa de billar, Fay dejaba correr sus manos con concentración a lo largo de sus bordes. La lámpara sobre la mesa hacía brillar sus claros cabellos y empalidecía el color de su piel. Detrás de ella contra la pared oeste de la sala de billar, había otra máquina (apagada) de pin ball. Sin mirar en esa dirección Fay retrocedió un paso para alejarse de Garret.

—Desde luego acepté el legado. Lo que me espantaban eran los detalles del procedimiento para el cambio de nombre, el registro del mismo. ¡La prensa! Pueden no tener intención de dañar, pero no tienen misericordia cuando se dan cuenta de que han conseguido una historia. Estaba aterrada de que fueran a conectar a la Fay Sutton que quería cambiar su nombre con la Fay Sutton de Deepdene House en Barnstow, que la policía había querido, y todavía quería, arrestar por asesinato.

—No debías temer, desde que no había habido pruebas, la policía no podía perjudicarte de ninguna manera.

—Sí, ¿quién se preocupa de las pruebas?

Fay corrió hacia él, pero apenas él le tocó las manos que había extendido, ella se retiró detrás de la mesa.

—Bueno, parece que me alarmaba innecesariamente. Además el legado era demasiado pequeño para atraer la atención de la prensa, o tal vez habían dejado a un lado la historia. ¡Ni cámara, ni flash, nada, no hubo nada! En mayo me fui al extranjero. Te encontré. Durante diez días fui feliz como nunca lo había sido. Pero aun entonces, estando juntos en París, el pensamiento de todo lo pasado no me abandonaba. Antes de partir, Deidre me había conseguido trabajo como secretaria de Mr. Barclay.

—Fay eso ya pasó. Fue una mala temporada, querida. Pero se terminó, podemos olvidarlo.

—No se terminó, ¡nunca terminará! Garret, ¿qué ha estado pasando aquí esta noche?

—Me parece que sé la verdad.

—Sí, ¿pero qué ha estado pasando? Subía como te dije detrás del doctor Fell y de Mr. Elliot, que hablaban entre ellos acerca de fantasmas y de paseos a través de las paredes. Me deslicé por la puerta del fondo, y vine después a la biblioteca para decirle a Mr. Barclay que tenía los libros y dejárselos sobre la mesa del vestíbulo. Puedo jurar que no sabe una palabra acerca de mí. El único diario que lee es: el Times y el Daily Telegraph o tal vez el Southampton Echo, y a menudo apenas les da una ojeada. Y sin embargo, no bien abro la puerta…

—No sabe nada acerca de ti, como Deidre te dijo; esas palabras sólo fueron accidentales.

—Deidre sabe algo más. Cuando disparé hacia fuera dando un espectáculo grotesco, bien lo sé, Deidre corrió detrás de mí. Justo cuando entraba aquí a esconderme, oí que me decía algo acerca de paseos a través de las paredes y de cartuchos vacíos. Tú puedes explicarme…

Súbitamente Fay se quedó inmóvil. Levantando su mano en dirección a la pared oeste:

—¿Y, ahora, eso qué es, Garret? ¿Qué es ese ruido?