—¿Usted lo vio?
—Mi querido Barclay, no hay necesidad de estar tan empecinado en la corroboración. Le importaría contarme lo que ocurrió.
Después de una presentación formal de Nick y Garret, Pennington Barclay hizo una breve, vivida y sumaria narración de la historia que acababa de contar.
El doctor Fortescue escuchó, sosteniéndose sobre uno y otro pie alternativamente. Un hombre alto, de miembros flojos, finalizando los cuarenta, con una cabeza larga en la que parches de cabellos castaños se habían refugiado detrás del arco del cráneo, con pensativos y pálidos ojos azules rodeados de arrugas.
—Bien —observó, una vez terminada la narración—. Bien, una forma del problema del recinto cerrado, ¿eh? —su mirada no abandonaba al dueño de casa—. Pero no es la única cosa interesante.
—¿Cómo, Ned? ¿Cómo?
—En comparación soy un recién llegado —dijo el doctor Fortescue al grupo en general—. Fui llamado, ¿cómo podría decirlo?, como médico residente, después de la muerte del anciano señor, en marzo. Si fuera fantasioso, que no lo soy, llamaría a ésta una casa insalubre. No por razones médicas; es mucho menos húmeda de lo que parece. Posee confort, al que tanto me inclino. Un buen aprovisionamiento de vino en la bodega, cuartos de baño ¡en verdad sibaríticos! Agua caliente y fría en cada dormitorio, junto con un equipo para bañarse y afeitarse. Hay a quienes les gusta mucho esto. ¿Usted —miró a Nick— es el heredero norteamericano del cual se ha hablado tanto?
—Soy el supuesto heredero.
—¿Se han arreglado las diferencias familiares? Su tío no estaba seguro de que se pudiera, aunque es demasiado cortés para decírselo frente a frente. No obstante, si las diferencias familiares estaban en la agenda y salieron a luz, espero que se hayan solucionado de manera amistosa.
—Lo han sido —contestó Nick.
—Y amigable, doctor —dijo Deidre con expresión fanfarrona—, es la palabra exacta. Sus únicas diferencias han sido tratar de aventajarse el uno al otro en llevar las cosas más lejos. Nunca vi dos personas llevarse tan bien como mi marido y Nick. Se han tirado rosas a cada paso.
—¿Ha sido así, Mrs. Barclay? Tal vez deba de examinarlo mejor —a despecho de su aire distraído y vacilante, a pesar de la ronca voz gutural que más parecía rondar en torno de las cosas que barajarlas al vuelo, el doctor Fortescue— que avanzaba hacia él tan decididamente que Pennington Barclay retrocedió varios pasos, levantando una mano como para defenderse de un ataque.
—¿Revisarme? ¿Qué es esto? ¿Qué quiere decir?
—Con su permiso, deseo examinarlo. Específicamente quiero tomarle el pulso. Como médico residente puedo ser negligente a veces con mis deberes, tal vez no lo molesto lo bastante. Pero no desearía que pensaran que soy tan poco sensible como el mismo doctor John H. Watson. El aspecto de su cara, hijo mío, alarmaría incluso a un lego. Es además el caso que…
—Un momento —dijo Pennington Barclay.
Antes de este estallido, el doctor Fortescue lo detuvo. Con impaciencia el anfitrión levantó su mano derecha vacía y se examinó los dedos. Después levantó la mano izquierda en la que apretaba enrollados un par de guantes de goma.
—Hay momentos —declaró— que soy tan cabeza de estopa como la misma Estelle. ¿Quiere alguien decirme, por favor, cuándo me quité estos malditos guantes? Me los puse para una demostración, y me olvidé de ellos. Andrew, ¿cuándo me los quité?
—Francamente, no recuerdo —dijo Mr. Dawlish—. Hemos hablado durante un buen rato, más de lo que parece. (Gentil Miss Deidre). Pero no vi motivo para una alarma particular; temo no recordar.
—¿Puedes tú ayudarme, Nick?
—Mira, tío Pen —Nick movió las manos—, has estado insistiendo sobre lo difíciles de manejar que eran esos guantes. Tengo alguna sospecha de que te los quitaste y los guardaste en la mano en el preciso momento en que te moviste hacia la ventana y la abriste. Pero es sólo una impresión; no podría jurarlo. ¿Tú, Garret?
—Lo mismo que Mr. Dawlish, no recuerdo —contestó Garret—, aunque lo que dices me parece lo correcto.
—Es muy bondadoso de su parte —dijo Pennington Barclay, dirigiéndose al doctor Fortescue— hablar de confort. Apenas hay el que debería de haber, y mucho menos del que habría si siguiese siendo el amo. Hasta que los militares ocuparon este distrito durante la guerra (no se apoderaron de Greengrove, pero sí de Lepe House) ni siquiera hubo una conexión eléctrica a la costa.
—Discúlpame, tío Pen —objetó Nick con gran cariño—. ¿Pero no estás confundiendo las cosas? ¿No había luz en los viejos días?
—No dije que no hubiera luz eléctrica; dije que no había cable de alta tensión como para una compañía de electricidad.
Se guardó los guantes de goma en el bolsillo izquierdo de su chaqueta de smoking, como quitándolos de en medio de una vez.
—Para ser exacto, Nick, teníamos una fábrica privada, la cual, si recuerdas, siempre estaba descompuesta, sumiendo la casa en la oscuridad en los momentos más inconvenientes. Entonces tenía que ser reparada. Tu abuelo solía realizar esas reparaciones cuando los servidores no eran capaces. Yo no sabía hacerlas, lo que le proporcionaba un motivo para escarnecerme. Y menciono esto porque…
—Porque quieres distraerme, ¿no? —exclamó Estelle como dando un zarpazo—; no deseas que diga lo que debo decir, lo que estoy impedida de decir, aunque voy a decirlo ¡por más que intentes detenerme!
—Contrólate, Estelle. Menciono esto, señores, porque tiene relación con nuestro problema.
»No sabía hacer reparaciones eléctricas. Mi único talento práctico reside en mi habilidad para abrir cerraduras. Denme un pedazo de alambre o hasta un clip estirado —Pennington parecía estar contándoselo a sí mismo mientras miraba fijamente a Estelle— y podré abrir casi todas las cerraduras que me presenten. En cuanto a tu propio talento, Estelle, no vamos a discutirlo, porque tan lejos como has llegado no has demostrado que sepas emplearlo. ¡Ahora mira aquí!
Dio un gran paso hasta la hoja izquierda de la ventana, gesticulando hacia fuera en la noche y giró en redondo.
—El intruso, con antifaz y capa, salió por esta ventana, dejándola cerrada por dentro. ¿Cómo lo hizo? Si es cuestión de maniobrar con alguna llave, puedo empeñarme en demostrárselo. Pero no se nos opone ninguna cerradura. Aquí, como se puntualizó, tenemos un sólido cerrojo de metal que está firmemente trabado en su sitio. Entonces…
—Te preguntaré de nuevo, tío Pen —dijo Nick—, ahora que has estudiado la ventana y conoces la dificultad, ¿estás seguro que el tipo no podía haber estado escondido detrás de las cortinas y haber salido por la parte de atrás de la habitación en el momento en que no mirabas?
—¿Si estoy seguro? ¿Si estoy absolutamente seguro? Esto, Nick, es una elevada manera de controvertir el orden del universo. No creo que eso sucediera, no. Pero, al mismo tiempo…
—¡Bah!, eso no es sino bla bla bla y más que bla bla bla —saltó Estelle—. Lo único que sucede es que no puedes justificarte de ninguna manera y quieres hacernos tragar ese estúpido cuento, sin que te preguntemos más.
—No tan estúpido puesto que Ned Fortescue parece confirmarlo…
—¡Ah!, ¿lo confirma? El querido doctor Fortescue jura cualquier cosa —Estelle respiraba fuerte—. Puedo creerlo, aunque no pueda creerlo; no sé si se dan cuenta de lo que quiero decir. Pero ¿qué dijo él?
—¿Por qué no se lo preguntas a él mismo?
—Bueno, bueno —observó el doctor Fortescue.
Tembloroso, no muy firme con sus gastados pantalones de tweeds, se pasaba una mano por la cara dándose masaje. Después habló dirigiéndose alternativamente a Nick y a Garret.
—Miss Barclay me halaga, señores. Nunca he estado muy seguro de muchas cosas en este mundo. Mis faltas son muchas y variadas, razón por la cual hago lo posible por guardar compostura. Bebo demasiado, como pronto van a oír, si es que todavía no lo han oído. Pero rara vez me afecta y nunca me ha incapacitado. Miss Barclay puede ser testigo de que no bebí nada esta noche.
»Después de cenar, como puede o no puede haberse dicho, nos separamos por diferentes caminos. Mi dormitorio, aunque mucho más pequeño que esta biblioteca, queda encima, en el extremo oeste. Tiene dos ventanas que miran al norte, otra que da a la fachada y otra mira al oeste. Fui a mi dormitorio, creo que a las 8,30 pasadas. Al final de la cena, Mr. Barclay me ofreció un excelente cigarro, y yo tenía muchas cosas que leer.
—Lecturas profesionales, sin duda —dijo Andrew Dawlish como un hombre pomposo a otro—. Estaría sumido en el Diario Médico Británico.
—Bueno, no, no en el D. M. B. En mi profesión rara vez somos muy glotones de esta clase de trabajos, como sucede con los médicos que se ven en televisión. En realidad, estaba leyendo una novela de detectives.
De nuevo se dirigía a Nick y Garret.
—Esto ahora parece muy apropiado, aunque nada letal ha ocurrido (o lo esperamos así, de todos modos), pero parecía que iba a ocurrir. Y, a pesar de estar sentado en mi dormitorio concluyendo mi cigarro y progresando hacia el final del capítulo quinto, no puedo decir que me sintiera mayormente feliz. En la comida se había sugerido, o más bien que haberse sugerido, había una atmósfera que prometía fricciones cuando el nuevo heredero llegase. ¿Qué clase de fricciones? Nadie lo estableció; pero no tenía mucha confianza. ¿Por qué habría de tenerla?
»Se produjo una importante interrupción. Mi cigarro se había terminado, el crimen de ficción había sido cometido y se estaba investigando cuando me pareció que oí llegar un auto a la entrada. Con toda seguridad, pensé, es Nick Barclay. Eché un vistazo a mi reloj: eran las 9,15; todavía Mrs. Barclay no podía ni siquiera haber visto el tren. Pero tuve la curiosidad de mirar hacia fuera por la ventana de la fachada; había un auto. Luego comprobé que era el del joven Hugo Dawlish, el hijo de nuestro amigo, aquí presente. Él cambió algunas palabras con Miss Barclay, quien contestó desde la puerta principal; llevó el auto por el camino que rodea la casa y regresó a pie. Después…
»Después —continuó el doctor Fortescue, acariciándose lo que le quedaba de sus parches de cabellos— cerré la ventana, corrí las cortinas y apagué la luz. No tanto porque quisiera evitar la luz de fuera, que estaba decayendo. Pero se vuelve muy frío del lado del Solent y, como pueden juzgar por mis pantalones, siento el frío.
»Volví a sentarme, para continuar leyendo, pero tuve dificultad en seguir el hilo de la historia. Sólo podía pensar en Mrs. Barclay de regreso de Brockenhurst con los otros. ¿Quién era yo? Un dependiente, un intruso: tratado con cariño, es verdad, y hasta con consideración y respeto, pero aun así un subordinado, un intruso en la mesa del Mecenas.
Pennington Barclay se irguió.
—¡Mi querido amigo —protestó—, esto es insensato por completo! No tenía la menor idea de que se sintiese así. Si piensa que no es deseado aquí…
—Déjeme exponerlo, sin embargo; hay tiempo para ocuparse de la verdad.
—Si insiste en decir eso…
—Insisto. Ahora, considerándolo serenamente —preguntó el doctor Fortescue—, ¿cuál es mi función en esta casa? Se trata de cumplir con mi deber y mantenerme presentable. Puedo cumplir con mi deber, pero ¿estar presentable? En este momento mucho lo dudo.
»Serían las 10 cuando abandoné mi asiento. Apagué las luces y dejé nada más que la pequeña, sobre la palangana de mi cuarto. Tomé la máquina de afeitar eléctrica. Mientras me afeitaba necesité pensar. Ahora dígame —se dirigió a Nick—, ¿cuando usted y los otros llegaron a esta casa, y poco después corrieron aquí, vieron alguna luz en el piso de arriba?
—No había luz en ninguna parte —dijo Nick.
—¿Y usted, Mr. Anderson? ¿No tiene nada que agregar?
—Nada, pienso que no había ninguna luz en ninguna parte.
—Podían no ver ninguna luz. La cortina de mi cuarto, como Mrs. Barclay les podrá decir, es de un pesado material para oscurecimiento de los días de la guerra. De modo que era natural que no vieran luz. Déjenme concluir mi tonta historia.
»Terminé de afeitarme. No oí nada, y si alguna sugestión de ruido penetró a través de la cortina cerrada, con una máquina de afeitar eléctrica cerca de la oreja… No puedo decir qué impulso me hizo apagar la luz encima de la palangana, asomarme a la ventana del oeste, correr las cortinas y mirar hacia fuera.
»Opuesto al lado oeste de esta casa se extiende un ancho jardín con canteros y caminos o avenidas entre cercos muy altos, rodeados por una pared cubierta de enredadera. El jardín tiene cuatro entradas, una en cada extremo del compás.
»Una de ellas pueden verla si se asoman a esta ventana, mira directamente a la ventana izquierda de esta biblioteca.
»Muy bien. Miré hacia fuera desde mi propia ventana, desde un punto entre aquellas dos y hacia abajo. No estaba oscuro del todo. Entre el jardín y yo había veinte metros de suave césped. Y entonces vi algo, vi…
—¿Sí? —interrumpió Pennington Barclay—. No se detenga aquí, Ned. ¿Qué vio?
—Vi una figura vestida de negro —replicó el doctor Fortescue.
Se hizo una pausa.
—No intentaré hacer ninguna descripción. Tanto más cuanto que la figura estaba de espaldas. Se movía más bien despacio desde la casa hacia la entrada del jardín, y cuando miré había llegado casi a él. En ese momento percibí el ruido apagado de una voz que venía de alguna parte fuera de mi vista. Me pareció que la voz gritaba: Vamos.
—¿Oyó eso de verdad? —dijo Nick Barclay inclinándose hacia delante—. Nos retrasamos un rato, por una razón u otra, antes de correr alrededor de la casa. Fui yo quien dijo vamos, ¿qué mas?
—Pueden imaginarse: abrí la ventana, una puerta-ventana que se abre hacia fuera como una pequeña puerta. Casi no hice ruido: de todos modos estaban demasiado preocupados. Tres personas: usted mismo, Mr. Anderson, su amigo, y Mr. Dawlish venían corriendo. Por el ruido de las voces subsecuentes, incluyendo la de nuestro anfitrión, que hubiera hecho fortuna en el cine, deduje que nada serio había sucedido. Y todavía…
»Cerré la ventana; corrí las cortinas; apagué la luz. Después me senté y me quedé cavilando. Nada serio había ocurrido, y, sin embargo… Esperé lo que me pareció un intervalo respetable y decente, permitiendo a los minutos estirarse el mayor tiempo posible, después de lo cual, como ahora se dan cuenta, bajé a preguntar qué había pasado.
»En realidad, señores, queda muy poco por decir. Sólo agregaré una cosa: se refiere a la figura en traje negro, que al final vi en la entrada al jardín. Lo que más tensión ha provocado en Barclay de acuerdo a su propia declaración es lo que considera la malicia del visitante. No puedo decir lo mismo; no debo de ser fantasioso, la imaginación destroza nuestras vidas. Doy tan sólo una sugestión, probablemente errónea. Pero me pareció que cuando ustedes tres corrieron y el joven señor Barclay vino hasta la ventana de la derecha, la figura de negro levantó sus brazos como haciendo una cabriola, algo como un triunfante paso de danza, y desapareció en el jardín. Esto es todo.
—Si me preguntan —declaró Nick, levantando su propio brazo como haciendo un juramento—, si me preguntan, buena gente, con esto tenemos más que suficiente. Puede no ser fantasioso doctor Fortescue, pero lo hace bastante bien. Los fantasmas han venido. Ju Ju. Bueno tía Essie, ¿qué dices ahora de la ventana de tío Pen?
—¡Insensateces!, ¡no creo una palabra de todo eso!
—¿No cree al doctor Fortescue?
—No creo en nada le lo que dice Ven. No tenemos sino su palabra de que alguien haya disparado sobre él. Y si inventó todo esto sólo para asustarnos él mismo hizo fuego con el revólver para dar un viso razonable a su cuento…
—La objeción a tu cargo Estelle —señaló su hermano— es que mi cuento no suena razonable para nadie, ni siquiera para mí. ¿De dónde partió el cartucho vacío? La pistola estaba cargada con cartuchos vacíos, a pesar de que nunca compré ninguno.
—Eso lo dices tú. Tú eres quien dice que no los has comprado. ¿Cómo podemos saber si los has comprado o no? Escúchenme —suplicó Estelle sacudiendo onduladamente la jarra de miel como si dirigiera una orquesta—. Soy psíquica, lo saben. No soy una sabia, pero soy psíquica y pienso que puedo decirles lo que ocurrió.
»Pen ha inventado todo, desde luego. Pero la poética justicia está siempre esperándonos; ¿no es así? No ha visto nada, está mintiendo. No cree que una presencia sobrenatural puede volver. Y sin embargo, una presencia sobrenatural ha regresado y lo está observando. ¿No se dan cuenta que es lo que el doctor Fortescue vio sobre el césped?
Fatigado, el doctor manejaba su rostro con desesperación.
—Señora —dijo—, vi a alguien vestido de negro. Es todo lo que vi y lo que les conté que vi. Esta ridícula conversación sobre fantasmas, no por primera vez…
—Piensa que es lo más terrenal sobre la tierra, pero no es realista para nada. Usted es de los que pueden ver cosas ocultas a los ojos de los otros. Usted dijo que siente frío, ¿no es así? Yo también siento frío (a nosotros siempre nos pasa). Cuando se me presentó el viejo juez se produjo un horrible frío en torno.
Titubeando sólo un instante, Estelle corrió directamente hacia la ventana de la derecha que había estado abierta toda la noche. Aunque trabada por la bolsa de labor y la jarra de miel, empujó las hojas de la ventana, la cerró y corrió las cortinas. Después se volvió hacia la izquierda y se apresuró a situarse enfrente de la chimenea hacia el lugar donde Pennington permanecía parado, frente a la ventana de la izquierda.
—Déjame pasar, Pen, y cerraré esta otra.
—No, no lo harás. Quédate donde estás Estelle. ¡No toques esta ventana!
—Pero si todavía está fuera. ¡Cuidado Pen! Puede venir y alcanzarte aún. Por última vez, ¿me dejas pasar?
—Por última vez, no. Hemos tenido bastante de esta insensatez.
—¿Insensatez, eh? ¿Dices insensatez?
—Sí. No voy a soportar, sin hacer nada, que sigas invocando a los espíritus y que, como en Glendower, no vengan.
—¡Oh, tonto, necio, tipo insensible!
—En medio de tu refunfuño, Estelle, puede que haya un microscópico rayo de razón. Déjanos usar la nuestra para determinarlo. Cualquier cosa que pase aquí tiene su origen en el pasado.
Después de esto, el sentimiento hasta allí reprimido con lógica, estalló como un chorro de histeria cuando hermano y hermana se enfrentaron junto a la chimenea.
—¡El pasado! —gritó Estelle—. ¿Esto es lo que te importa de él? Esta casa, tus libros. Es todo lo que te preocupa. Es decir, a menos que tus ojos se recreen en un bonito rostro joven. Esa secretaria tuya, puede ser una bonita joven; estoy segura de que lo es. Diedre responde de ello, ¿pero piensas que no vemos cómo la miras y con qué deseos?
—Eso es una mentira —dijo Pennington Barclay con voz clara—. ¿Me estás comparando con sir Horace Wildfare?
—No te comparo con nadie.
—No con él, espero. Estoy bastante viejo, sabe Dios, y un poco cansado de este mundo. No tengo ninguna de sus cualidades, incluyendo la malicia. Y, sin embargo, el nudo de lo que está ocurriendo en esta casa puede ser buscado doscientos años atrás. No hay fantasmas. Pero, como en muchas casas, hay una atmósfera que infecta la mente de las gentes, tan palpable como un cuchicheo en el oído. Un cierto panfleto, no leído por ti, o por Deidre, ni siquiera por Miss Wardour, acerca de la cual, insisto en la calumnia, dice que algún miembro de la familia del juez le dio veneno. Él ha dejado un veneno mental que permanece hasta hoy.
—¿Y tú todavía cuentas otra mentira, no?
—¿De nuevo otra mentira? —rugió su hermano—. ¿Qué cosa en nombre de qué Infierno estás hablando ahora?
—Sí —gruñó Estelle—, puedes decir bien en nombre del infierno. Muchas veces has contado que el fantasma nunca había sido visto desde los tiempos Victorianos hasta que Mrs. Tiffin lo vio, pero yo lo vi este mismo año. Y alguien más lo vio hace años. Mi querido padre lo vio, debes de saber que lo vio. Por lo tanto mientes, también en esto. ¡Si sólo fueras despiadado conmigo!…
—Estoy tratando de ser bondadoso contigo, Estelle, Dios es testigo de que estoy tratando de ser bondadoso contigo. Nunca di crédito a que nuestro santo padre haya visto el fantasma del juez ni ningún otro fantasma; en tal caso, con seguridad, lo habría mandado de vuelta a la laguna Estigia a fuerza de insultos.
—Y todo esto —sollozó Estelle cayendo en la tragedia— debe de sucederme y enloquecerme en el momento en que las cosas deberían de ser tan alegres. Estamos a quince minutos de mi fiesta de cumpleaños, cuando debiéramos de rodear la tarta en el comedor, el momento para la alegría y los afectos familiares.
—Esta noche, Estelle, me has demostrado la extensión de tu afecto.
—¡Pero yo tengo afecto por ti!
—Entonces déjame rogarte, dulce hermana, que contengas tus lágrimas y no sigas con ellas. Pero, sobre todas las cosas, te ruego que dejes de sacudir esa jarra de miel o vas a salpicar a alguno. ¡Cuidado, Estelle, cuidado!…
En el mismo instante, grotescamente, ocurrió el desastre.
La jarra, sacudida tal vez con demasiada fuerza, golpeó contra la dura piedra de la chimenea. La boca de la jarra se quebró en pedazos, una onza o dos de espesa miel pegó en el muro y salpicó con la fuerza de una catapulta, rebotando sobre la solapa derecha de la chaqueta del smoking de Pennington Barclay deslizándose hacia abajo.
El anfitrión quedó inmóvil, con la cara azorada pero impasible.
—¡Escándalo y suciedad! ¡Escándalo y suciedad! —todavía impasible, cerró los ojos—. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho…
Estelle permanecía impávida. Sobre el borde de la chimenea colocó los pedazos que quedaban de la jarra. Entonces con decisión dio un puntapié a los fragmentos de cristal amontonados en el hogar.
—¡Oh, Pen, no seas tonto! Sabes cómo lo siento; pero es tu propia culpa. Seguramente tienes otras chaquetas en el cuarto secreto. ¿Tienes una por lo menos?
—En rigor a la verdad, tengo otras dos.
—Entonces ve y cámbiatela en seguida, querido, y no hagas aspavientos. ¿Presidirás mi fiesta de cumpleaños, verdad? A menos que hayas olvidado que lo prometiste o tal vez nunca tuviste intención de hacerlo.
—No, no lo he olvidado —del bolsillo de la derecha sacó un pañuelo y lo pasó sobre la miel esparcida sobre su pecho, pero, después de un momento, venció la repulsión y guardó el pañuelo en el bolsillo. La miel empapó la tela; aunque visible dejó de gotear.
—No lo he olvidado —dijo—. Tu estimación del tiempo, Estelle, es muy errónea. Son las… —y consultó su reloj de pulsera—, faltan más de veinte minutos para las 11. Pero no lo he olvidado. Presidiré esta regocijada fiesta. Aun si yo…
—¿Aun si yo… qué?
—Aunque una aparición del siglo XVII, de acuerdo con tu profecía, me arrebate a través de esta ventana y me lleve lejos…
—Pen, no…
—Quedas tú de todos modos Nick, como el verdadero cabeza de familia, para presidir en mi lugar. Ahora, señoras y señores, voy a cambiarme. Indebidamente fastidioso a pesar de lo que parezca, detesto ser visto en este estado; me siento como si no sólo estuviese sucio con miel sino como cubierto de insectos. Ahora indebidamente descortés, a pesar de lo que pueda parecer, les propongo salir de la biblioteca. Tengo una última advertencia para el oído de mi hermana, después de lo cual podremos departir hasta las 11.
—¡No Pen!, la que tiene una pregunta que hacerte soy yo —la voz de Estelle, de poderosa contralto así como la de su hermano era de barítono, resonó en la biblioteca—. ¡Contéstame por la paz de mi alma y de la tuya propia! ¿Qué piensas hacer con tu rubia secretaria? ¿Casarte, Pen? ¿Es tan malo como todo eso? ¿Romperías tu matrimonio con tu mujer y te casarás con esta joven?
—Estás muy equivocada, Estelle. Miss Wardour no significa nada para mí. Dios sabe que tampoco significo nada para ella. Otra cosa es la que carcome mi ánimo. Me carcome profundamente, me carcome ferozmente; sin cesar y sin descanso.
—¿Qué es esa cosa?
—¡Veneno! —dijo Pennington Barclay—. ¿No nos ayudaría hoy, poder descubrir quién envenenó al viejo en su madriguera?
Fue en este momento cuando Garret Anderson miró hacia arriba.
Un cerrojo crujió en la habitación. La puerta de la galería, la misma puerta por donde había entrado el doctor Fortescue, fue entreabierta de nuevo. En la abertura estaba parada Fay Wardour; en su cara por alguna razón había una mirada de absoluto terror.
Como había hecho por la tarde en el tren (vestido blanco y azul, con sandalias azules) maniobraba de nuevo con su cigarrera de carey. Fay se irguió hacia atrás, y la historia se volvió a repetir. Pero esta vez ningún cigarrillo saltó fuera, la cigarrera voló de sus manos. Cayó sobre la alfombra, desplegando una hilera de cigarrillos de marca, sostenidos por una pequeña tira de bronce. Se dio la vuelta, y salió corriendo, cerrando la puerta detrás de ella.
—¡Fay! —gritó Deidre Barclay—. ¿Qué pasa… qué cosa es?…
Luego, reaccionando, salió corriendo detrás de ella, golpeando también la puerta. Garret se movió a su vez.
La imagen de Fay, la certeza de cuanto ella significaba para él, anularon cualquier otra consideración. No le importó olvidarse de la farsa de encontrarse como extraños. Se dio cuenta sólo de la excusa que tenía para seguirla.
Estúpidamente, gritó:
—Se le ha caído su cigarrera. Ha dejado caer…
No estuvo muy disimulado. Levantó la cigarrera y la cerró. Se dio la vuelta y encontró los sardónicos ojos de Nick. Entonces dio la vuelta a la falleba y salió a la galería detrás de las dos mujeres.