7

—¡Te juro que no estaba soñando! No estaba… —Pennington Barclay se calló.

—Está cerrada, te lo aseguro —repetía Nick. Señaló la manija de porcelana y metal, que descorrió y corrió de nuevo a su antigua posición de cerrada, asegurando con firmeza las dos hojas de la ventana—. Un amigo mío tiene en las afueras de Manchester, una casa construida allá por el año 1870, con ventanas como éstas en la planta baja. No es posible jugar con ellas, como descubrimos una vez que intentamos gastarle una broma a alguien. Si se está del lado de fuera de una ventana de esta clase, es absolutamente imposible abrir el cerrojo del lado de dentro.

En este punto se volvió hacia Garret Anderson.

—Mira, Garret. No sé cómo un fantasma, si es que existe esa clase de cosa, puede pasar a través de una puerta cerrada, como el fantasma del viejo juez parece haber hecho frente a tía Essie o a Mrs. Tiffin. Pero sé que un hombre vivo, que dispara con un arma a través de sólidos cristales y hojas de ventana dejándolas cerradas, al alejarse, es una imposibilidad lisa y llana; sin razón y propósito. Ningún mago ha hecho esto sobre la tierra.

—¿Qué pasa contigo, Nick? —preguntó su tío—. ¿Qué pasa con ustedes?

Un cambio se había producido en Pennington Barclay. Hasta aquí, posesionado, como trasportado, con ojos y voz de hipnotizador había dominado el ámbito, arrebatándolos. Ahora, en cambio, se advertía en su voz la misma extraña nota de enfado que habían oído antes, como si los sentimientos de un niño irrumpieran en la mente y el corazón de un adulto.

—¿Por qué he de estar equivocado? —dijo—. ¿Por qué siempre debo de defenderme contra uno u otro cargo? Les he contado, o traté de contarles una historia, que resulta ser, además, una historia verdadera. Y todavía…

—¡Un momento, tío Pen! ¡Nadie te está llamando mentiroso!

—¿No, Nick?

—En absoluto, ¡lo juro! —le aseguró Nick—. Hay una explicación, esto es todo, y vamos a encontrarla. No he venido a perturbar, es la absoluta verdad y te pido que excuses mis modales. No es decente venir a casa de alguien a crearle dificultades, como parecería que yo estoy haciendo.

—Olvidas de nuevo, Nick —dijo Deidre, con voz clara—, que no eres un extraño y que ésta no es la casa de otro. Es tu casa, sobrino, y lo ha sido desde que el testamento de tu abuelo fue descubierto dentro del jarrón del tabaco. ¡No te eches atrás, Nick! Un hombre en tu posición tiene derecho a crear todas las dificultades que le dé la gana.

—Sabes, tía Deidre —dijo Nick—, que me estás mortificando. Por primera vez, mi cordial y hermosa tía, honesta y realmente, me estás mortificando. Y en cuanto a lo de la casa: molesta. Eso es todo. He tratado, mi condenada tía, de hablar acerca de la casa, pero tío Pen no me ha dejado colocar una palabra ni de refilón.

—¡Ah, la casa! —Pennington Barclay había recobrado su suavidad y desenvoltura—. ¡Vamos, Nick, amortigua los golpes! Estoy deprimido esta noche, lo concedo. Y existe una solución para nuestras dificultades.

—¿Qué dificultades? —preguntó Nick.

—¿Qué solución? —preguntó Dawlish.

Dominando de nuevo la situación el anfitrión daba pasos hacia atrás y hacia delante más allá del escritorio. Los demás le rodearon.

—Una solución muy simple, he dicho. Es una lástima que la ocurrencia sea sólo mía. Te compraré este lugar, Nick. Un justo precio se acordará por medio de una buena firma de subastadores en Lymington o en Lyndhurst, y te la compraré a cualquier precio que fijen. ¿Es correcto o no?

—No, no lo es —bramó Nick completamente furioso—. Te doy la condenada casa, tío Pen. Como un hecho consumado, con plena conciencia y definida voluntad ya te la he dado. No puedes impedirme que te la dé, ¿podrías acaso?

—No siendo abogado, no lo sé. Lo que elijas donar, sin duda, es cosa tuya. Por otra parte, como seis hacen la mitad de una docena, tú no puedes rehusar el libre precio de una remuneración por el favor.

»Observa, de paso, cómo me mira el hombre de leyes. ¡Suéltate Andrew! No te quedes allí callado, ¡te lo ruego! Tienes más bien buena cabeza, en compensación por tu poca imponente figura. Pero no te quedes callado como si vinieses de un juicio. ¿Qué dices de esto?

Mr. Dawlish, en realidad, había estado observando con ojos fijos y mirada de concentrado interés.

—Estaba sorprendido —respondió—. Esta sugestión de comprar la casa, ¿es otra cosa que se te acaba de ocurrir?

—Sí, lo es. ¿No me crees?

—No he dicho que no. Parecía que esta noche estabas tan deprimido y con tan poco ánimo que casi…

—¿Casi qué? —saltó el otro.

—Ésta pregunta, Pennington, tú solamente puedes contestar. ¿Tienes algo más que decirnos?

—¿Qué tendría que decirnos? —preguntó Deidre. El brillo vidrioso de su mirada ponía en sus ojos como invisibles lágrimas—. No pueden seguir trastornándote, lo sabes Pen. Esta excitación es muy mala para ti. Tu corazón…

—Mi corazón, Deidre, no puede soportar casi nada.

—Pero no es una tontería haber recibido un disparo, aunque haya sido con un cartucho vacío. ¿No es mejor que el doctor Fortescue te examine?

—Estoy gratificado, mi querida, con que tú me demuestres tu femenina simpatía al fin. Tengo una herida, creo. Sí, Ned Fortescue debe examinarme. Entretanto, algo parece turbar a Andrew más de lo que las circunstancias justifican.

Mr. Dawlish se inclinaba sobre el abierto cajón del escritorio.

—Es extraordinario, Pennington, la colección de cosas que guardas en este cajón. La mayor parte ya las has exhibido; el polvo para impresiones digitales, el cepillo, el cristal de aumento. Y aquí al lado de la caja de cartuchos, hay un tubo de cola de pegar.

—¿Quieres decirme —exclamó el anfitrión—, qué diablos tiene que hacer en este asunto un tubo de cola?

—Nada mi querido amigo; no se enfade, estaba pensando en los cartuchos.

—¿Cartuchos?

—El cartucho disparado por el fantasma —y Mr. Dawlish frunció las cejas— estaba vacío. Fue disparado, es cierto, desde una distancia casi de cuatro metros al mismo tiempo —titubeó, como cavilando—. ¿Qué ocurrió con el taco de cartón del cartucho? ¿Dónde está en este momento?

—Les dije, me parece, que lo arrojé al césped. Lo encontraremos allí por la mañana. O si el asunto es de mucha importancia, podemos ir a buscarlo con una linterna. ¿Es tan importante?

—No, es difícil. Pero todavía pregunto qué actitud debemos tomar respecto a que el atacante traiga una pistola desde el sepulcro. ¿Debemos informar a la policía?

—¿Policía? —Pennington alzó los ojos al techo—. ¡Gran Scott, no!

—Es mejor ser prudente en estas cosas. ¿Está seguro de no tener nada más que contarnos?

Figura de Fantasma, Atacante desde el sepulcro. Debo decirles —dijo el otro— que me estoy poniendo insoportablemente pesado debido a las constantes implicaciones que me han hecho parecer nada menos que un prolijo mentiroso. Observen una vez más, ¡y por la última vez!

Saliendo de detrás de la mesa, fue con pasos largos hacia la hoja izquierda de la ventana. Con la mano golpeó la manija de porcelana y metal, colocándola horizontal. Accionando con ambas manos sobre los marcos interiores, todos los dedos hacia arriba menos el pulgar abajo, subió la ventana de guillotina deslizándola con suavidad hacia arriba, de tal manera que la ventana quedó abierta por completo.

—¡Así! —agregó—. Me crean o no, fue así como estaban las ventanas cuando mi visitante apareció. Esto fue lo que ocurrió; puedo jurar solemnemente que sucedió esto. Podemos dedicarnos a encontrar una explicación; Nick estará de acuerdo en que hay una. ¿Por qué siempre soy el delincuente? ¿Por qué siempre creerán a los demás y no a mí? Si Estelle puede tener un espectro deslizándose tras una puerta cerrada, es tan difícil imaginar algún ser humano lo bastante malicioso como para inventar la manera de abrirse paso a través de una ventana cerrada.

—¿Qué es esto? —interrumpió una nueva voz—. ¿Qué es esto, qué es esto?

Todos se dieron la vuelta.

Del lado este de la habitación, entró corriendo como perseguida, con prisa, una mujer de mediana estatura, mediana edad, con maneras gatunas, y abundante cabellera teñida de rojo. No fea, aunque algo huesuda, con la mirada fija, llevaba una blusa de encaje celeste y pantalones brillantes de tarlatán, que habrían sentado mejor en la figura de Deidre o de Fay Wardour. Colgada de su muñeca izquierda tenía una bolsa de labor de tela de tapicería, y en su mano derecha, como si fueran flores, llevaba una jarra casi llena de lo que la etiqueta decía ser: La Mejor Miel de la Granja Orley.

—¿Eres tú Estelle? —dijo Pennington Barclay en un tono nada cordial—. Bien, entra y deja que nos ilumine la luz de tu presencia. ¿Has estado escondiéndote como siempre?

—¿Escondiéndome? —repitió Estelle Barclay—. Pennington, tonto, no hay necesidad de ser tan maligno. ¿No es una vergüenza, una gran, devastadora vergüenza, que nuestro padre no esté aquí para ponerte en tu lugar y enseñarte maneras?

—Por lo que veo todavía estás comiendo.

—¿Comiendo, dices? —fue como si Estelle desdeñase también eso—. Necesito vitamina B; el doctor Fortescue dice que necesito vitamina B; y la miel está llena de vitamina B. Además son las 10,10, tal vez más tarde. Dentro de media hora o quizá menos se realizará mi fiesta de cumpleaños en el comedor. Y tú no querrás prohibirlo, ¿no?

—Por el contrario, Estelle, seré feliz presidiendo la fiesta de tu cumpleaños y deseando que se repita muchas veces con felicidad.

—Gracias, Pennington. Puedes ser bueno cuando te decides a serlo —sus pestañas se movieron como con lágrimas—. Escondida…, dijiste.

Fue Deidre quien contestó.

—Estabas en el guardarropa, ¿no, Estelle?

—¿Quieres decir que me viste por aquel espejo cuando salí?

—Y cuando entraste, hace diez minutos.

—¡Oh!, querida Deidre, ¿hay algún motivo para que tú, inútil cuñada, nunca estés al alcance cuando se te necesita?

—¡Santos cielos, no! Solamente dije…

—¡Y no digas nada más tampoco tú, mi suave Pennington! ¡No he venido a la biblioteca para verte!

—Entonces, sin la menor objeción a tu presencia en la biblioteca, en el guardarropa, o cualquier lugar que le dé la gana a tu fantasía de doncella, ¿puede el suave Pennington preguntarte qué haces aquí?

—¡Es Nick! —gritó Estelle—. ¡El pequeño Nick!

—Hola, tía Essie —dijo el pequeño Nick dirigiéndose a ella.

—¡Hola, querido! Aunque has crecido bastante para poder recibir un beso de tu vieja tía, Nicky, tu tía no es demasiado vieja para recibir uno tuyo. ¡Ven aquí!

Rodeando su cuello con su brazo izquierdo, del que colgaba la bolsa de labor, Estelle, poniéndose de puntillas, lo besó primero en una mejilla, después en la otra.

—¡Así está mejor!, soy tan poco atractiva. Todavía me envanezco de ello. ¿Sabes, Nicky, que no es la primera vez, en la media hora transcurrida desde su llegada, que veo a la encantadora joven que se ha convertido en tu otra tía?

—¿Ah, no?

—¡No! Estaba en la cocina cuando guardó el auto en el garaje, y no pude resistir fuera. ¡Es maravilloso tenerte en casa otra vez, Nicky!

—Esta querida joven dijo toda clase de cosas halagüeñas acerca de ti, que no te repito para no confundirte.

—Realmente, Estelle —exclamó Deidre—, no he dicho una palabra ni de elogio ni de las otras. Lo que dije…

—Pero se te ve, querida, y la atmósfera puede ser elocuente, ¿o no? Si tú fueras Pennington, Nicky, ¿permitirías que una bonita mujer pasara las vacaciones viajando sola por el exterior? Italia, el año último; Suiza, en 1961; el norte de Africa, el año anterior. Desde luego que no hay nada malo en ello, ¡ni pensarlo! Se va con tan agradables amigas como la condesa de Carpi, en Roma, o Lady Banks, en Lucerna. Y hablando de amigos. Deidre me contó…

—Miss Estelle Barclay —dijo Deidre en voz alta—, ¿puedo presentarle a Mr. Garret Anderson?

—¡Sí, verdaderamente! ¡Ya! —gritó Estelle, haciendo una completa pirueta con la jarra de miel que llevaba en alto—. ¡Es un gran placer! ¿No es el joven Garret Anderson que nos visitó a comienzos del verano de 1939? ¿No es, por casualidad, el mismo joven?

—El placer es mío, Miss Barclay. Soy la misma persona en todo.

—¿Ha estado antes aquí? —preguntó Pennington, saliendo de su ensimismamiento—. Temo no recordarlo, lo siento.

Pero Estelle no tenía nada que ver con esto.

—Lo recuerdo. Nunca olvido nada. Y me parece simpático volver a verlo de nuevo, sólo que ha crecido y es creador de espectáculos musicales y otras cosas. Lo saludo de nuevo, Garret, y ahora paso a otro asunto. Porque por primera vez la pobre Essie va a ser tomada en serio. Mi hermano me ha preguntado —prosiguió— qué venía a hacer en su fúnebre y tonta biblioteca. Quería dar la bienvenida a Nicky, desde luego; pero eso no era todo. Bastante para alguien con memoria y un corazón de veras, pero no era todo. He hecho un gran descubrimiento; ¿puedo hablar con Andrew Dawlish? Tampoco quiero que Pen me distraiga. Dígame, Andrew, cuando el pobre papá murió, ¿no se suponía que habías revisado todos los papeles que dejó?

—Hasta donde sé, Estelle —replicó el desde hacía un rato sufriente abogado—, revisé todos sus papeles.

—No podía haber visto los que menciono. ¿Conoces el cuarto que usaba como estudio? —a través de la galería, Estelle hizo un violento y vago ademán en dirección al sudeste, junto a lo que solía ser cuarto del ayuda de cámara y despensa del mayordomo, el cuarto con el gran escritorio de tapa corredera—. Sí, sí, está familiarizado con todo. Pero ¿sabía que hay un compartimento secreto en el escritorio?

—¿Un compartimento secreto?

—Bueno, tampoco lo sabía yo. Y no es muy misterioso, aunque mi padre amaba esa clase de cosas. Pero la providencia ayuda a veces, ¿no?

»Después de comer —continuó con extraordinaria intensidad—, estaba en la sala de música oyendo discos pop; hay que andar con el tiempo, Andrew. Pero no podía concentrarme sobre los Roysterer o los Upbeats. Algo me decía vete al estudio y mira, y me repetía: vete al estudio y mira.

»Probablemente sea psíquica; otras cosas me lo han demostrado. Después de un rato fui al estudio. Nada estaba cerrado con llave; nada ha estado cerrado nunca. El cajón de abajo del escritorio a mano derecha tiene un fondo falso. Si aprietas un extremo, se desliza hacia atrás. Y dentro, Andrew, hay un gran y grueso montón de papeles, algunos con la escritura de papá.

—Un momento, Estelle —Mr. Dawlish se levantó como hechizado—. ¿Revisó esos papeles? ¿Encontró algo importante o significativo?

—¡Oh!, cómo podía saber si son significativos, esa es tarea de hombre; es trabajo suyo. Ni siquiera leí la mayor parte.

—¿Qué hizo entonces?

—Junté todo el montón; lo llevé a la cocina, cuando oí a Deidre guardar el auto. No regresó a la casa. Salió sin decir dónde iba, pero sabía que era a la biblioteca. Sabía que estaban en la biblioteca, por eso entré por la puerta de la sala —Estelle hizo un gesto hacia ella—. Estaban tan pendientes de lo que Pen decía, que nadie miró alrededor. Me escabullí al cuarto secreto: ni siquiera cerré la puerta.

Y oí lo que Pen estaba diciendo: no crean que no lo hice.

Pennington Barclay, que habla perdido la calma, la miraba con indescriptible asombro.

—La situación, tal como está, se hace un poco más clara. No te escondías, Estelle. Solamente estabas esperando y oyendo.

—Bueno, Pen —replicó su hermana—. Estoy segura que retorcerás las cosas como siempre acostumbras a hacer. ¿Te importa mucho eso? A mí no. Lo importante es ese montón de papeles que puse debajo del canapé del cuarto secreto. ¿No debería hacerse cargó de él, Andrew, por si hubiera algo que nuestro pobre padre hubiese deseado hacernos saber? Podría llevárselos, ¿no es así? Traté de meterlos en mi bolsa de labor, pero el montón es demasiado grande. Su maletín no parece estar demasiado lleno.

Mr. Dawlish puso su hongo sobre la mesa.

—No hay nada en el maletín —respondió, presionando el cierre y mostrándola abierta—, excepto el cepillo de dientes, el peine y la máquina de afeitar. Lo necesario para un viaje de cuarenta y ocho horas fuera de Londres. Puedo hacerme cargo de los papeles y examinarlos esta noche. Esto es, si Pennington piensa…

—Pienso que será lo mejor —dijo Pennington con impertinencia—; de lo contrario, Estelle no dejará en paz a nadie, hasta que usted lo haga. Aunque no creo que encuentre nada importante.

—Tampoco yo. No obstante…

Mr. Dawlish se encaminó al pequeño cuarto que daba hacia fuera, a la izquierda de la puerta. Estelle revoloteó detrás de él, sacudiendo la bolsa colgada de su muñeca y el jarro de miel en la otra mano. Todavía como hechizado, aunque con una sonrisa para mitigar la descortesía, entró y le cerró a ella la puerta en la cara. Salió al poco rato, sujetando el maletín lleno de papeles del que un artículo de los que contenía (una hoja de papel más bien arrugada, con líneas escritas a máquina) salía por un lado. Estelle corrió a su lado y sacó la hoja de papel con la mano izquierda.

—Mi falta de habilidad es bien conocida, me temo —gritó. Trató de alisar el papel con ambas manos y casi volcó la jarra de miel—. Solamente estoy tratando de ayudar.

—¿Después del alboroto y de la confusión que ha puesto en los papeles? —dijo Mr. Dawlish, golpeando el maletín—. No se puede calcular que tal conducta ayude mucho. ¿Quiere hacer el favor de volver a poner ese papel donde lo encontró?

—Pero esto —exclamó Estelle, con la intención de poner de relieve algo en lo que Garret Anderson no encontró sentido—, esto es solamente un recibo de una máquina de bowling.

—Cualquier cosa que sea, ¿quiere tener la bondad de volver a ponerlo donde estaba?

—Sí, sí, todo es importante —le entregó el papel, que él guardó en el bolsillo—. Ordinariamente, mi querido Andrew, insistiría en que se quedara para mi fiesta de cumpleaños a las 11 en punto. Pero debe de volver a su casa y examinar esto, ¿no es así? Su auto está aquí, sabe. Sí, no me mire tan sorprendido —prosiguió Estelle—, su hijo lo trajo; ahora está en la carretera. Hugo llegó por la puerta principal justo cuando iba de la sala de música al estudio de mi padre. Iba de camino para ver a algunos amigos en Lepe House. Hugo dijo que dejaba el auto para usted, porque sus amigos lo llevarían a su casa. Dijo además que quería hablar acerca del caso Lammas, que era urgente.

—¿El caso Lammas? —preguntó Pennington.

Mr. Dawlish levantó su puño.

—Un joven atolondrado se ha metido en apuros. Dawlish y Dawlish no son siquiera abogados de la familia, sabe. Con las tasas y los costos de la vida sólo debemos tomar asuntos criminales en el caso de que sean urgentes y justificados. Sí, Estelle —añadió de manera cortante—, voy a irme, pero no sea tan precipitada, le ruego. No me siga como si quisiera sacarme de mi cuerpo. Me voy, desde luego, pero en el momento oportuno y de buenas maneras. Entretanto…

—Entretanto podemos ver cómo pierde el tiempo. Sé que esos papeles son importantes. ¡Pobre padre querido!

—Y todavía —dijo Pennington— tenemos pobre padre querido. Con Estelle me temo que ha quedado pobre padre querido para siempre. Después del incidente del segundo testamento dentro del jarrón tenía esperanza de que habíamos oído por última vez pobre padre querido.

—Tú nunca lo oirás por última vez, Pen Barclay —Estelle casi aullaba—, a menos que no haya quedado alguna bondad en este mundo y algo en ti.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir lo que digo. Las cosas que podría contarles de ti si yo tampoco tuviera corazón. Pero no necesito realmente decírselas. Te condenas por tu propia boca. Esa tonta historia del cartucho vacío con que te han disparado…

—¡Abandona eso, mujer! ¡Alguien ha disparado contra mí! ¿Ni siquiera crees eso?

—Creo eso si los otros lo creen, aunque no se lo he oído a ninguno. ¿Cómo podría saberlo yo, en el fondo de la casa y con estas paredes tan gruesas? Pero tú siempre tienes la decepción…

Nunca pudo completar la frase. La puerta de libros en la pared oeste, que Garret creía que conducía al cruce de las galerías, llevaba efectivamente allí. Pudo echarle un rápido vistazo, cuando la puerta se abrió y cerró detrás de un hombre vacilante de tweeds.

—Perdonen esta intrusión —dijo el recién venido; sus ojos se dirigieron rápidamente hacia Pennington Barclay—. ¿Nada malo sucede aquí?

—¡Pasa, Ned! —dijo el anfitrión con alguna nerviosa cordialidad—. No hay pacientes que demanden su atención, es verdad. Lo que hemos tenido es un cierto contratiempo, como quiera… Para aquellos que no lo conozcan: Nick, Mr. Anderson, éste es el doctor Fortescue.

—Mucho gusto —dijo el recién venido con ronca voz. La palabra gusto casi no se oyó.

—El hecho es —prosiguió Pennington Barclay— que hacía las 10 en punto, justo cuando estas buenas gentes estaban llegando, una figura vestida de negro, no fantasmal, sino un malicioso bromista de carne y hueso, hizo fuego con un cartucho vacío sobre mí, con mi propio revólver. Después se retiró de aquella ventana, dejándola cerrada de alguna manera detrás de él.

—¿Aquella ventana? —preguntó el doctor Fortescue, siguiendo la dirección de las cabezas de los demás—. Está abierta ahora.

—Está abierta porque yo aparté las cortinas hace algunos minutos. La encontramos cerrada detrás de las cortinas corridas. Estelle, que no oyó el disparo, rehúsa creerme. Insiste en que estaba borracho o dormido.

—No oí el disparo —dijo—. Pero confío que subsiguientes investigaciones no aporten similar cargo también contra mí. Después de todo, vi la figura.