6

¿Alivio? ¿O de nuevo una sensación de anticlímax?

—¿Qué dice? —exclamó Mr. Dawlish.

—No sea tan apresurado Andrew. ¡Encienda la luz! —insistió Pennington Barclay—. ¡Encienda la luz!

La borrosa figura se movió en tomo de una borrosa lámpara de pie, al otro lado del escritorio. La suave luz que se proyectó desde la lámpara bajo una pantalla de seda verde los cegó y les hizo desviar la vista hasta que se acostumbraron. Nick entró detrás de Mr. Dawlish en la biblioteca. Garret los siguió a ambos.

Era una larga habitación que se extendía de este a oeste. En la pared del lado norte, haciendo frente, cuatro ventanas georgianas estaban con las cortinas totalmente corridas. La pared este, a alguna distancia, opuesta al lado por donde los visitantes habían entrado, parecía muy gruesa, con puerta cerrada que llevaba a otro cuarto. A ambos lados de esta puerta macizas bibliotecas abiertas, estaban cavadas y moldeadas en roble casi hasta el techo. Más de esas estanterías, semejantes a mausoleos de libros, se alzaban a ambos lados de otra puerta que parecía conducir a una galería que atravesaba la casa. La persona que estuviera sentada delante del escritorio podía ver de frente la alta chimenea entre los marcos de las dos ventanas victorianas.

La habitación daba la impresión de estar cargada de cosas de arriba abajo. Desde la desgastada alfombra, hasta la raída tapicería de los muebles, todo respiraba frío. Se sentía un vago olor a pólvora. Pero la mirada de Garret se posó en seguida sobre el anfitrión.

Pennington Barclay, enflaquecido en chaqueta de smoking de color marrón con brillantes solapas oscuras, resultaba demasiado frágil para su resonante voz. De rostro macilento, con una gran nariz, frente alta y huesuda, finos cabellos grises, casi blancos, cuyas hebras brillaban como fibras de vidrio. Pero al mismo tiempo hacía ostentación de mucha urbanidad y mucho encanto masculino.

—¡Entra ahijado! —dijo, saliendo de detrás del escritorio y extendiendo una mano que el otro apretó—. Me alegra verte, Nick, a pesar de cualquier cosa que se diga. ¿Vienes en son de paz o de guerra?

—No de guerra, eso dalo por seguro. No olvides el resto de la cita, sin embargo.

¿O a bailar en nuestras bodas, joven Lord Lochinvar? Aunque no es cuestión de bodas, hasta donde puedo saber. ¿O lo es?

—Difícilmente, tío Pen, ¿cómo podía serlo? Tu propia esposa fue a recibirnos a la estación de Brockenhurst…

—Sí, Miss Deidre fue lo bastante bondadosa —interpuso Dawlish—. ¿Fue idea suya enviar el auto, Pennington? ¿O fue idea de ella?

—Fue una idea de Deidre que aplaudí. Sólo nos pareció buena educación. Y hablando de buena educación…

Miró a Mr. Dawlish, pero su vista se desvió hacia la cuarta persona del grupo; el abogado, salvando su negligencia, se apresuró a presentarlo.

—Bienvenido, Mr. Anderson —le dijo cordialmente—. Aquí estamos familiarizados con sus trabajos y estará a salvo de hacer referencia a esa embarazosa Casa del Tío Tom. Ya debe de haber aguantado tanto chiste barato que no querríamos añadir nada al fastidio.

—Gracias.

—¿Es verdad que hasta dentro de su familia el formidable Lord Macaulay es conocido hoy como Tío Tom?

—Para los chicos de Trevelyan, sí.

—¿Y es verdad también, según creo, que no hubo ninguna mujer en la vida de un temperamento tan sanguíneo? Ni esposa, ni novia, ni nada semejante.

—No, según las pruebas que existen. Ninguna cosa.

—Mucho más raro, dado que las victorianas son hoy bien conocidas como decididas, emprendedoras, sexualmente hablando.

De nuevo Mr. Dawlish intervino.

—Dado que estamos en un tema que parece preocuparle mucho, ¿puedo pedirte que tengas un pensamiento para tu esposa? Nos trajo de Brockenhurst como te he señalado. ¡Y le has dado un buen susto!

—¿Qué le he dado un buen susto?

—O algo semejante. Estoy al cabo de mi paciencia, confundido, ¿qué ha ocurrido aquí?

—Hay veces, Andrew, en que excedes tu fantaseada autoridad. Ni la más vieja amistad, ni las mejores intenciones pueden excusar los gestos oficiosos.

—No deseo apremiarte ni parecer oficioso. Pero con seguridad ha llegado el momento de dar una explicación. Escondido y disimulado en la sombra. ¡Fantasmas haciendo fuego con cartuchos vacíos!

—Lo cual da pruebas, si alguno las necesita, ¡de que no he tenido que ver con ningún fantasma, gentil Andrew! No he tenido intención de dañar; nunca la tengo. Y estaré encantado de explicar. Pero a su tiempo —dijo Pennington Barclay, y una curiosa nota de enfado aumentó en su hermosa voz—. También yo pregunto si nadie puede concederme la gracia de un pensamiento.

—¿Para ti?

—¡Sí! Acabo de experimentar la más desagradable experiencia —se tocó el lado izquierdo del pecho con gesto de dolor—. He sido golpeado por el taco de un cartucho vacío: no hay tragedia, pero sí un molesto malestar. Ha sido un estúpido atentado para asustar o para matar. Si Deidre se preocupa tanto por mi bienestar, como honestamente creo, ¿por qué no los acompañó? ¿Qué le ha ocurrido? ¿Dónde está?

La respuesta fue dada por Deidre misma que en ese momento saltó por la ventana abierta. Parecía muy tranquila, aunque su boca más bien grande demostraba inseguridad y había un resplandor de miedo en sus ojos.

—¡Estoy aquí Pen! Los seguí alrededor de la casa. Cuando oí que hablaban y vi que no estabas herido, fui a guardar el auto en el garaje.

—¿Has guardado el auto?

—Sí, el auto de alguien está en la carretera; no sé de quién. Por la gracia de Dios, ¿qué querías que hiciera? ¿Qué gritara mi marido o que gimiese y me desvaneciera como una mujer del tiempo de Macaulay? ¿Era eso lo que querías?

—No exactamente, aunque hubiera sido la demostración de un estado de ánimo apropiado.

—Mira tío Pen… —comenzó a decir Nick.

Encima de la áspera repisa de piedra de la chimenea, sobre la que ahora sólo se veía un solo jarrón chino con su tapa, estaba colgado un espejo veneciano con marco de oro a la hoja, del siglo XVII.

Por alguna razón, Mr. Dawlish señalaba hacia este espejo con el hongo.

—Pennington, estamos esperando.

—Siéntate querida —dijo el anfitrión a Deidre— y trataré de explicarte —se movió hacia la redonda lámpara de pie del escritorio, detrás del cual estaba el sillón giratorio con almohadón. A la izquierda, frente a la chimenea, estaba el sillón donde estaba sentado cuando entraron y lo vieron por primera vez. Entonces se dirigió a Garret.

—Paso una buena parte de mi tiempo aquí, Mr. Anderson. Lo llaman mi cubil. Observe —y señaló con la cabeza hacia la pared este, opuesta a cierta distancia—, ¿se da cuenta que la pared es muy gruesa? Tiene una puerta al fondo.

—¿Sí Mr. Barclay?

—La puerta da a la sala. La pared parece gruesa, de manera poco común, porque es doble. Construida dentro de la pared, a ambos lados, hay una habitación completa. Mi abuelo, que también introdujo las ventanas con marco Victoriano, tenía esos pequeños cuartos construidos hacia fines del siglo pasado. Desde donde ahora está parado, no puede ver la puerta, a menos que estire el cuello hacia un lado. La habitación de la derecha es una especie de biblioteca donde guardo los volúmenes que no están en exposición aquí. La de la izquierda es un cuarto secreto. Contiene una bañera, con agua caliente y fría, un armario con algunas ropas y hasta un canapé. Como paso tanto tiempo en la biblioteca, y a menudo trabajo hasta tarde…

—¿Ha dicho que trabaja? —preguntó el abogado.

—Sí, Andrew, esta es la palabra.

—¿Se refiere a su obra teatral?

—Estoy preparando un drama —respondió el anfitrión— que explora la conducta humana bajo un estado compulsivo. No siempre el trabajo se cumple afanándose en cosas del distrito, al modo suyo. Trabajo es cerebración, no es sólo agitación. Está aquí —golpeó con sus nudillos a los lados de su cabeza—. De cualquier modo no voy a aburrirlos con esto. ¿Me he explicado Mr. Anderson?

—Con toda claridad.

—En la casa contamos con tres servidores. Mrs. Tiffin, una singular cocinera, muy imaginativa en todos los aspectos, excepto en la preparación de las comidas. Dos doncellas, Phyllis y Phoebe, que parecen afanarse alrededor de uno cuando no las desea y que nunca están a mano cuando se las necesita. ¡Paciencia!

Se irguió.

—Bien. Esta noche, después de cenar, pasadas las 8,30, vine aquí como de costumbre en tanto los demás se iban cada uno por su lado. Deidre se fue a Brockenhurst, en el auto, con gran anticipación. El doctor Fortescue se fue escaleras arriba. Mi hermana Estelle se había ido a la sala de música a afrentar su tocadiscos con discos pop. Si le gusta la buena música, hay todo lo que se precisa. Si prefiere música divertida, tiene Gilbert y Sullivan. En un mundo mejor, señoras y señores, los discos pop habrían tenido el mismo destino que las comadrejas. Pero esto no es asunto nuestro.

—De acuerdo —dijo Andrew Dawlish.

Garret echó una ojeada al grupo. Deidre estaba sentada en un sillón tapizado situado en un rincón del ángulo sur de la habitación. Detrás de ella se encontraba la hoja izquierda de la ventana victoriana, cerrada y cubierta por una polvorienta cortina de color marrón con un fino hilo verde y oro. Nick Barclay estaba como clavado delante de la chimenea. Mr. Dawlish estaba de pie, inmóvil con su maletín en una mano y su hongo en la otra, y su mirada en un rincón del espejo.

—Déjenme repetirles —continuó el anfitrión—, que llegué aquí pasadas las 8,30. Por primera vez Phyllis y Phoebe no habían hecho lo peor. Las dos ventanas del sur estaban abiertas de par en par, como debía ser y como de hecho lo están ahora, dado que la de la izquierda todavía no tiene corridas las cortinas como pueden ver. La luz era aún fuerte y clara. Me senté al escritorio en la silla giratoria para escribir algunas notas para la carta del Suplemento Literario del Times. Esperaba para dictárselo a mi secretaria, que había ido a Londres para traerme algunos libros de Hackett’s; pero no había regresado para cenar y por lo que sé, no lo ha hecho todavía.

—¡Es verdad, Pen! —reiteró Deidre—. Dado que Fay no volvió en el tren de las 5,50, estaba segura que tomaría el de las 9,35. Pero tampoco tomó ése, como lo pueden decir algunos de nuestros huéspedes.

—Claro, claro —dijo Pennington con indulgencia—, nadie duda de que ha encontrado la manera de pasar el tiempo. Miss Wardour es, Nick, la joven más atractiva. Si no estuviera tan embargado con mi encantadora mujer…

—¡Oh, Pen! ¡Por favor! No sabes lo que estás diciendo.

—Desde luego que no, querida, no lo he investigado nunca. No obstante como Andrew hubiera sido el primero en señalarlo si yo no lo hubiese hecho, y como no es esto de lo que estábamos tratando tampoco, revenons a notre histoire.

»A eso de las 9,30 pasadas —miró su reloj de pulsera consultándolo— había terminado lo que estaba haciendo. Puse las notas a un lado, que todavía están sobre la mesa. Empezaba a hacerse cada vez más oscuro. Me levanté del sillón y me senté en el que está a la izquierda del escritorio, mirando por la ventana de la izquierda. Miraba el césped de este lado del jardín. Me sentía un tanto pensativo.

De nuevo Pennington Barclay volvió a enderezarse. Algo sombrío pasó por su cara. Como para sí mismo, la hermosa voz musitó:

¿Qué es realmente lo bueno?

me pregunto caviloso.

Paz de alma, dice el hombre de ley;

Saber, dice el estudioso;

La verdad, dice el hombre prudente;

El placer, dice el loco…

No siguió.

—En verdad, Pennington —dijo Mr. Dawlish como explotando—. Estoy habituado a tu humor, como lo he estado siempre, pero esta vez has ido un poco lejos. Citar poesía, en un momento como éste.

—¿Poesía, Andrew? La mente de los filisteos es misteriosa. Estos eran versos y versos muy indiferentes, aunque de mal gusto. ¡No hagan caso! ¿Quieren alguna evidencia? ¡Miren aquí todos!

—¿Qué? —gritó Deidre como si la hubiera quemado—. ¿Qué? ¿Dónde?

—Sí, querida, estaba mirándote. En el suelo. Justo detrás de tu pie izquierdo, pero más cerca de la ventana.

Deidre retiró su pie. Se puso en pie de un salto y corrió a ponerse entre Nick y Mr. Dawlish. Aunque la luz de la lámpara junto al escritorio no llegaba muy lejos, a través de los pliegues de la seda verde, su resplandor hacía brillar un pequeño pesado revólver con una empuñadura de goma dura.

—Veo —dijo Mr. Dawlish que se inclinó sobre él—. Un veintidós Ives-Grant. Cargado, como ya había informado, con cartuchos cortos del veintidós.

—Sí, ha dado el nombre técnico correcto. ¿Es su revólver?

—Es, lo reconocería aun en manos de otro. Pero eso, ¿qué tiene que ver, Andrew? Ha hecho un movimiento como si fuera a recogerlo y lo ha dejado caer. ¿Qué es lo que pasa?

—Francamente, querido muchacho, ¡pensé en las impresiones digitales!

—No tendrán impresiones digitales, ¡observe!

Con la cara desencajada, pero atenta, las manos temblorosas, Pennington Barclay salió de detrás del escritorio.

Junto a la silla en que Deidre había estado sentada, había otra lámpara de pie con una pantalla de pergamino. El anfitrión la encendió al pasar; y dio una luz brillante. Así iluminado, se agachó y tomó el revólver. Regresó a su posición inicial detrás del escritorio en la actitud de un maestro o de un conferenciante.

—¡Dime tío Pen! —exclamó Nick—, ¿tienes permiso para este arma?

—¿Una licencia para armas de fuego, quieres decir? Sí, desde luego que tengo. En este país, mi querido sobrino, tienes que mostrar la licencia para comprarlas.

Tiró del espacioso cajón del escritorio.

—La última vez que vi este arma, anteanoche, estaba en el cajón, totalmente cargada con verdaderos cartuchos. Miremos los que tiene ahora.

Manteniendo abierto el revólver, introdujo una pinza de metal dentro del cargador. Seis pequeños cilindros cayeron sobre el secante del escritorio. Los tomó y los examinó uno por uno.

—Seis cartuchos vacíos, perdón, no, uno de ellos quemado. Es verdad que compré balas, pero ninguna vacía. Ahora, déjenme que me aparte de esto durante un momento para tratar el caso del fantasma, de las impresiones digitales y de una idea que me pareció buena cuando se me ocurrió. ¿Quieren prestarme atención?

—Sí —dijo Mr. Dawlish.

—A continuación de la muerte de mi lamentado padre y después del descubrimiento de su segundo testamento…

—Acerca de ese testamento, tío Pen… —comenzó a decir Nick.

—¿Quieren prestarme su atención?

—Tienes razón, tío, prosigue.

—… según dicen el fantasma del último, no lamentado, Sir Horace Wildfare, con sus ropas negras y su negro velo estuvo dos veces en el mes de abril. Hasta hoy no había sido visto por nadie en casi cien años.

—Pero —interrumpió el abogado…

—¿Pero qué, Andrew?

—Nada, perdona la interrupción.

—El supuesto fantasma había sido visto por Estelle y por Mrs. Tiffin: en circunstancias que, me parece, se pueden explicar con un poco de ingenuidad. Pero si alguien había estado jugando al fantasma, según también me parecía, entonces debía apresurarme a jugar al detective.

»¿Cómo iba a proceder? No tengo experiencia sobre el trabajo policiaco. Mi información proviene tan sólo de la lectura de libros policíacos, que poseo en gran número.

—Escuchen, escuchen, escuchen —dijo Garret.

—En las historias de detectives, como saben, nunca se encuentran impresiones digitales, pero suele ocurrir de otro modo en la vida real. Esta biblioteca era hace doscientos años, la guarida y tela de araña del viviente Sir Horace Wildfare. Aquí, se revolvió con ira él y su desfigurado rostro. ¿Por qué tenía la cara desfigurada? ¿Era una enfermedad de la piel, algo como un eczema? ¿O una enfermedad más seria, como sífilis, pues parece haber sido algo así como un depravado gustador de mujeres muy jóvenes?…

—Pen, no, por favor —exclamó Deidre.

—¿O fue, porque, como se dice en un panfleto del año 1781, algún miembro de su familia le daba veneno? Pero, tienes razón Deidre, esto no importa. Lo que importa (o así lo pienso yo por lo menos) es la impostura del fantasma que en nuestros días se ocupa de encantar la biblioteca, y de dejar huellas de carne y sangre por todas partes. De acuerdo con estas nociones, he logrado algunas cosas. ¡Miren aquí!

Del espacioso cajón sacó algunos artículos que alzaba para mostrarlos a medida que los nombraba y volvía a guardar, con excepción del último.

—Este libro es un tratado sobre impresiones digitales. Esta botella con la etiqueta química de polvo-gris se usa para tales huellas. Este es el cepillo para esparcir el polvo; esto, casi no necesito explicarles, es un cristal de aumento. Finalmente tenemos un par de guantes de goma tales como los que usan las amas de casa en la cocina.

»Prosiguiendo con mis investigaciones durante un mes o algo así, me puse unos guantes parecidos a éstos —se los puso—. Deberían estar enrollados, pero los encontré en el mismo estado en que ahora los ven. Con esto en mis manos, con polvo, cepillo y cristal de aumento, recorrí las superficies de esta habitación.

»Había una buena colección de impresiones mías y de mi secretaria. Me sumergí en ello en el mejor estilo del doctor Thomdyke. Hasta que descubrí las de Phyllis y Phoebe no me di cuenta de lo fútil y absurdo de mi juego.

—¡Pen, por Dios! ¿Qué estás queriendo dar a entender? —exclamó Deidre—. La biblioteca es tu habitación; muy bien. Pero todos entramos en ella. ¿Qué prueba podría ser, qué diferencia podía establecer que se encontraran unas impresiones u otras?

—Ni pruebas ni diferencias, querida. Este fue el descubrimiento que hice. ¿Podía cantar victoria descubriendo impresiones que estaban donde tenían derecho a estar?

—Y esto —dijo de pronto Mr. Dawlish—, nunca se le ocurrió hasta…

—No. Más allá del destino de un hombre que se considera inteligente, pero que no deja de pensar. Mi única esperanza era agarrar al fantasma en persona, vestido, con máscara y todo. Pero el fantasma hasta esta noche, se mostró singularmente cuidadoso de no aparecérseme. Y cuando lo hizo…

»Bien, reconstruiremos el escenario. En una nueva exhibición del cajón, permítanme que atraiga su atención sobre esta caja de cartuchos del Ives-Grant veintidós. Abro la caja, como ven, sin moverla del cajón; ¡observen de nuevo!

Un pequeño ruido se produjo al echar las seis pequeñas balas dentro del cajón. Con alguna torpeza, a causa de los guantes de goma, llenó el cargador con las seis municiones de la caja de cartón.

Finito —dijo Pennington, cerrando el cilindro con una presión—. Aquí está la pistola tal como creía que estaba esta noche. La pondremos… no, no en el cajón. Para poner en su punto el drama, que fue un desagradable dolor, en su sentido más literal, pongo el arma a un lado de la mesa. Ahora, imagínense que es después de las 10. Estaba sentado en el sillón junto a la mesa, aquí, dando la cara a la hoja izquierda descubierta de la ventana. ¿Tiene alguno inconveniente en ocupar el mismo sillón? ¿Andrew?

—Gracias, no. Una total reconstrucción no es necesaria.

—No, no es necesaria, estoy de acuerdo. Y no se lo pediría, por cierto, a Deidre cuyo plácido exterior está un tanto fuera de lugar. Sin embargo trataremos de reproducir las otras condiciones apagando la luz.

—¡No! —irrumpió Deidre corriéndose hacia Mr. Dawlish—. Está completamente oscuro fuera ahora; y no estaba del todo oscuro en ese momento, ¿no es así?

—No estaba del todo oscuro, no. Podía ver muy bien el perfil, o hubiera podido verlo de haber prestado atención. Pero no lo hacía; estaba ensimismado. Y entonces…

—Se me ocurre tío Pen —dijo Nick—, que es igual a cuando solías contarme historias de fantasmas.

—El mismo pensamiento, muchacho, se me ocurrió a mí. Tú mismo no eras flojo de carácter en aquellos días; veo que no has cambiado. ¡Bueno! Me senté allí pensativo. El tenor de mis pensamientos no tiene mayor importancia. Estaba muy deprimido y abatido, debo confesarlo. No obstante yo…

No tomes el arma, tío Pen, por el amor de Mike, no

—Te pido disculpas, Nick, el movimiento fue involuntario. Mi mano en realidad no toca el revólver. Vamos a poner este diario sobre él, con tu permiso, para ocultar de la vista este horrible mecanismo.

»Estaba sentado, perdido en mis propios pensamientos, y no sentí ni vi aproximarse a nadie. No puedo decir qué atrajo mi atención. Pero levanté la vista; me desperté. Y alguien estaba detrás de la ventana mirándome.

—Está muy bien, sin duda —dijo Mr. Dawlish—. ¿Quién estaba mirándolo?

—No puedo decirlo, solamente que era una figura con ropa negra, con lo que parecía ser un antifaz oscuro o un velo sobre la cara. Podía tener agujeros para los ojos, no estoy seguro.

—Bien, trate de ser preciso acerca de la figura. ¿Alto o bajo? ¿Gordo o flaco? ¿Qué?

—La única palabra que se me ocurre es médium. Y no estoy haciendo una mala reseña del fantasma. También se me ocurre —dijo Pennington Barclay con un gesto forzado— que estaba adoptando una altiva o desdeñosa conducta hacia nuestro visitante. Pero no fue el caso, créanme, cuando lo vi. Me di cuenta de que era una figura humana; sentí que era humana. Y si pretendiera que no sufrí ningún sobresalto, porque he tenido experiencias de shock en mi vida, sería lo que en el idioma yankee de Nick se titularía un engreído mentiroso. Pero iba a sentir un shock peor. Temo que le grité a mi visitante: ¿Quién es usted? ¿Qué quiere?, o cualquier cosa por el estilo. No puedo recordarlo. Fue entonces cuando oí a lo lejos el ruido del auto. Me di cuenta que Deidre regresaba de Brockenhurst. Y llego a la parte de la historia sobre la cual puedo ser muy preciso.

»Mi visitante parecía tener un bolsillo en el lado derecho de su traje. Él o ella, fuese lo que fuese, tenía guantes puestos y sacó un revólver. No me pregunten cómo lo reconocí, porque ¡era mi revólver! No me pregunten tampoco cómo podía estar seguro de que llevaba guantes. Pero como que Dios es mi juez, Andrew, estaba seguro.

—¿Qué clase de guantes eran? ¿Guantes de goma como los que usted tiene puestos?

—No, de otro color, por lo pronto. Y no eran de cabritilla ni de gamuza como los que usamos comúnmente, diría que eran muy finos y muy ajustados, cerrados, de nylon gris: los dedos de mi visitante no chapuceaban con el disparador. Lo que hizo fue levantar el revólver y dispararme derecho desde una distancia de casi cuatro metros.

»Una llamarada, un trueno, un rudo golpe en la región del corazón. Mis pensamientos, si es que tuve alguno, fueron solamente: ¡Es esto entonces, vino a matarme! El visitante no dijo una palabra. Tiró el revólver sobre la alfombra y se alejó de la ventana corriendo ambas cortinas.

—Y presumiblemente —cortó Mr. Dawlish escondiendo su cabeza bajo el marco de la ventana abierta—, puesto que estamos de acuerdo en que no existe ningún fantasma, debe de haber hecho esto.

—¡Andrew! ¡Andrew!

—¿Y bien?

—Sí, supongo que hizo esto, a menos que, después de todo, fuese una persona pequeña. No recuerdo haberlo visto escondiendo su cabeza. Pero en estas ventanas hay un buen pie o dieciocho pulgadas entre la línea de la cortina y el cristal de la ventana. Lo único de que puedo dar testimonio es que vino hasta las cortinas y las corrió.

—¿Qué hizo usted?

—Quedé anonadado al encontrarme todavía sentado aquí: asombrado, estúpido, pero vivo y respirando. Algo había caído en el sillón junto a mi mano izquierda. Lo reconocí en cuanto lo toqué, era el taco de cartón del cartucho; cuando era muchacho usaba cartuchos vacíos en las noches de fogatas. Este disparo fue hecho a una distancia lo bastante lejana como para no quemar con pólvora o como para no cortar por lo menos mi chaqueta de smoking. Pero el taco me golpeó como una bala perdida. Perdonen mi insistencia, pero tengo mis razones para preguntar: ¿qué hubieran hecho en aquel momento? Yo me levanté y fui hasta la ventana de la derecha, de este lado; y arrojé la execrable envoltura de cartón, fuera, sobre el césped.

—¿Por la ventana de la derecha? ¿No por la de la izquierda? ¿No se le ocurrió pedir socorro o darle caza?

—No, no lo hice. Primero, estaba demasiado conmovido, indignado y, permítaseme confesarles, desconcertado. Segundo, oí detenerse el auto, oí voces y después de una pausa, más voces y pies que corrían. No quise escandalizar, ni alborotar, detesto ambas cosas, detesto armar líos. Volví a mi silla, me senté y los esperé.

Fue Nick Barclay quien habló. Apartándose de la chimenea, se acercó a la ventana de la izquierda, corrió la larga cortina y se volvió:

—¡Tío Pen!, por la gracia de Dios. ¿Por esta ventana salió?

—Por esa.

—Pero la ventana está cerrada. ¡Mira!

—Mi visitante pudo haberla cerrado al salir. Aquellas ventanas se deslizan fácilmente por sus estrías y además ustedes hicieron mucho ruido.

—Tío Pen, mira. ¿No podía el intruso haberse escondido detrás de las cortinas y esperar un momento para deslizarse a través de la habitación cuando no lo vieras?

—No, Nick. No podía. Hazme el favor de aceptar mi palabra sobre esto. Es difícil describir la impresión de consumada maldad que aquella figura comunicaba. Espero su probable regreso. Tengo su regreso. ¿Pero, qué te pasa?

Nick dio un paso hacia él.

—Te diré cuál es el problema. O bien estabas soñando, tío Pen, o hemos entrado en la cosa más retorcida que he conocido en mi experiencia de periodista —en ese momento Nick se volvió—. Esta ventana tiene el cerrojo echado desde dentro.