5

La luz del anochecer comenzaba a oscurecer el cielo, desvaneciendo los contornos de un auto que apenas sobresalía por encima de un seto. Un Bentley azul oscuro, de hacía seis años, que estaba situado a la izquierda del patio de la estación, en una desviación llamada Mili Lañe.

En el andén, casi disimulada en la sombra, los esperaba una mujer joven de cabellos castaños y ojos color avellana, el tipo de la muchacha deportiva, con pantalones negros y chaleco naranja.

A pesar de una cierta altanería dentro de su desenvoltura y de su eficiencia, Garret no pudo evitar que le gustara. Ella dio un pequeño respingo cuando Nick se le acercó a grandes pasos.

—¿Es la esposa de tío Pen, no?

—Sí, soy Deidre. Después de su saludo no pueden quedar dudas de quién es usted.

—Ninguna —dijo Nick extendiendo su mano, devolviendo la insinuación de una sonrisa—. Tía Essie me envió un retrato suyo, así que en ningún momento pensé que fuera a equivocarme. El problema es cómo llamarla: Mrs. Barclay, tía Deidre, sería un poco exagerado. Cómo me dirijo a usted sin otra relación excepto el matrimonio.

—¿Por qué no Deidre, simplemente? ¿No le parece bien?

—Me parece admirable, si me llama Nick.

—Gracias, Nick, trataré de recordarlo.

—Desde que las presentaciones se han hecho sin necesidad de mi intervención —dijo Andrew Dawlish—, no añadiré sino que este caballero es Garret Anderson, de quien hablé con Pennington por teléfono.

—¡Oh!, ¿es usted? —exclamó Deidre, desviándose casi con alivio de Nick—, el Garret Anderson que escribió…

—Si me lo permite, Miss Deidre —interpuso el abogado—, Mr. Anderson es responsable de La Casa de Tío Tom, es culpable de La Casa de Tío Tom, pero no escribió La Casa del Tío Tom, como le dirá con algún calor cuando se lo pregunte. Entretanto, ¿cómo está usted, querida? ¿Cómo andan las cosas en Greengrove?

—No muy bien, me temo. Aun si el joven Nicholas…, Nick, quise decir; disculpe…, realmente y de veras se propone lo que usted dijo que se propone…

—¡Oh, el dulce tañer de las campanas!, por supuesto que me propongo —bramó Nick—. Es muy bonita, tía Deidre, para no tener cuanto desee sobre la tierra. Los papeles estarán listos mañana, como le dije. ¿Qué puedo hacer para convencerla hasta que haya firmado el documento?

—Me ha convencido, Mr. Barclay, ya me ha convencido; muchas gracias. Pero convénzase también —y Deidre lo miró fijamente a los ojos— que no deseo poseer nada; nada material, esto es todo. Ahora, ¿quieren seguirme? Por aquí, por favor.

Con Deidre a la cabeza, a una velocidad que era casi una carrera, subieron la escalera de madera, cruzaron un puente por encima de otro andén y descendieron hasta el Bentley que esperaba en el patio de la estación. Acomodadas sobre el suelo, junto a él estaban las maletas de Nick y la pequeña de mano de Garret. Deidre empujó a Nick y a Garret hacia el asiento de atrás y abrió la puerta delantera izquierda para Dawlish.

Deidre Barclay se sentó al volante. A su lado, Andrew Dawlish, con la maleta sobre las rodillas. El enorme respeto de ella por él, no menos que la solicitud de él para con ella, conferían al abogado un aire tan solemnemente paternal que provocó en varias ocasiones que Nick Barclay, sentado atrás con Garret, ocultara su risa detrás de las manos.

Fay Wardour había desaparecido cuando Garret y sus dos compañeros regresaron de comer, tan copiosa como insulsamente, según había sido previsto. Con toda probabilidad estuvo escondida en alguna parte antes de descender; él no volvió a verla. Deteniéndose sólo en Winchester y en Southampton Central, el tren llegó a Brockenhurst a las 9,30 en punto.

El automóvil se puso en marcha al primer contacto. Un pueblo gris, blanco y rojo fue quedando atrás a medida que atravesaban Mili Lane y entraban en campo abierto. El abogado había iniciado algún pronóstico profético cuando Nick lo interrumpió.

—Ahora —dijo sin ninguna clase de preámbulos— qué es ese barullo y bla-bla-bla acerca del fantasma. ¿Quién es, en todo caso, Mr. Justice Wildfare? ¿Qué porquería hizo en el siglo XVII o qué porquería le hicieron para que mantenga su rostro vuelto hacia el pasado y retorne de visita a los reflejos de la luna?

—Por décima vez Nicholas —Mr. Dawlish giró en redondo— debo repetirle que no sé nada o muy poco de lo que concierne a la historia del supuesto fantasma. ¿No tiene algún comentario para hacer, Mr. Anderson? Tal vez su reserva de antigüedades pueda ayudarnos.

—Mi reserva de antigüedades —contestó Garret— no ha ido muy dentro de las consejas del siglo XVIII. En cuanto a Sir Horacio Wildfare, lo he visto citado una vez en el Diccionario Biográfico Nacional.

—¿Con qué resultado, puedo preguntar?

—Nada muy informativo respecto a sus inclinaciones después de muerto. Bastante sobre su vida. Sir Horacio fue el más salvaje e inflexible de los caracteres augustinianos: un juez con horca, de mal carácter.

—Eran tiempos duros —dijo Mr. Dawlish sentenciosamente—, y con leyes duras para aplicar. ¿Podemos sorprendernos de que un juez sentado en su silla se contagiase de esa misma dureza?

—Posiblemente no. Pero la gran objeción sobre este juez en particular es, según parece, que en una ocasión no sé mostró tan duro.

—¿Entonces Mr. Anderson?

—En 1760, poco después de haber sido elevado Sir Horace a su sede, el hijo de un rico terrateniente fue llevado a juicio acusado de asesinato. Se trataba de un crimen particularmente brutal, por el degüello de una muchacha de doce años, a quien el hijo del terrateniente había violado. Mr. Justice Wildfare, en vez de colgar al prisionero y a los testigos del prisionero, como era su costumbre, se volvió violentamente en dirección opuesta. Se condolió del prisionero, desbarató la causa, intimidó a los testigos y acobardó tanto al jurado, que en medio de una tormenta de silbidos dieron un veredicto de no culpabilidad.

—Ahora me explico —dijo Nick— que no pudiera andar bien con nadie.

—No, no fue así —dijo Garret—. George III había ascendido al trono; la batalla entre whig-tory estaba caldeada. Sir Horace Wildfare, tory y hombre del rey, había sufrido el fuerte fuego del ataque de sus enemigos políticos; la multitud le gritaba en las calles y una vez arrojó alguien un perro muerto dentro de su coche. Se lo acusó de soborno, lo cual fue probablemente verdad. Hasta el discreto D. B. N. admite fuerte sospecha. Dos años después, todavía bajo encarnizados ataques, pero sin que nada se le probara, renunció a su sitial y se retiró a Greengrove, que había construido, tal vez sí o tal vez no, con dinero mal obtenido.

—Muy bien, ¿y qué más?

—Oficialmente, éste es el final de la historia. Murió en 1780. Pero no conozco las circunstancias ni nada concerniente a él, ni el motivo por el cual, como lo has dicho ahora, mantiene su rostro vuelto hacia el pasado.

—Bueno, yo sé algo —observó Deidre—, y si les es igual deseo que no insistan en el tema.

—Despacio, mi niña —dijo Nick con intención—, gentil tía, buena tía, que no es realmente una tía. ¿Está dando un respingo?

—No soy una persona nerviosa, o por lo menos nunca creí serlo. Pero hemos estado un poco trastornados, como sabe, y…

Deidre quedó en suspenso por un momento.

A medida que la oscuridad aumentaba, los perfiles se hacían más claros excepto a lo lejos. El auto se deslizó a lo largo de una buena carretera que atravesaba un brezal, con vestigios de New Forest. Ponys pacían a los lados de la carretera, ociosos, sin preocuparse del tránsito, sin levantar siquiera la cabeza. A través de las ventanillas abiertas del auto entraba la fragancia de la hierba húmeda y la brisa jugaba con los cabellos de Deidre. Entonces los ojos castaños miraron con expresión indescifrable. Garret dedujo que ella sabía todo sobre él, puesto que Fay se lo habría contado, no porque diera la menor señal, o por lo que dejara traslucir, traicionándose, esta saludable y aparentemente sensible persona.

—¿Dijo, Mr. Anderson, que el juez murió en 1780?

—Sí.

—¿No es verdad que persiguió vindicativamente a sus enemigos, cosa común en aquellos días?

—Eso suele suceder también en nuestro tiempo, Mrs. Barclay.

—No de ese modo, espero, no de ese modo.

—Pen, mi marido, encontró un panfleto anónimo publicado en 1781 u 1782 —Deidre seguía dirigiéndose a Garret—. El panfleto se llama Muerto y condenado; resume la carrera del juez, y es el ataque más virulento que haya leído nunca. Dice que Sir Horace Wildfare fue peor aún en su vida privada que en su vida pública. Según el panfleto, murió de apoplejía mientras insultaba a uno de sus hijos —aquí Deidre miró a Mr. Dawlish—. Habló de él como si estuviera enfermo, pero parece que al final de sus días estuvo realmente afectado de una cierta clase de enfermedad de la piel. El panfleto dice, y cita testigos, que se convirtió en algo tan espantoso que después de aquello siempre usó, aun dentro de su casa, un velo negro de seda, con agujeros abiertos para los ojos. ¿No es esto bastante juicio sobre él?

Nick se inclinó hacia delante.

—¿Por aceptar soborno, quiere decir?

—Por aceptar soborno y algo más —dijo Deidre con una particular inflexión—. Cuando pienso…

De golpe aceleró. El Bentley desplegó su incontrolable pique.

Mr. Dawlish hizo una observación; entonces Deidre se controló y controló el auto.

—Me portaré bien —dijo a Mr. Dawlish—. No soy una persona sensiblera, como saben. Pero me pongo furiosa con sólo pensar en este fantasma o enmascarado o lo que sea: esa repulsiva figura vestida de largo y con un velo negro sobre la cara. Cuando me imagino a mí misma viéndolo, aunque nunca lo he visto, me lo represento siguiéndome por un corredor o adelantándome, y empujándome a un rincón antes de quitarse el velo para mirarme fijamente en la cara y…

—¡Ah, no! —interrumpió Nick; hablaba con gentileza, apoyando la mano izquierda sobre el respaldo del asiento junto a los hombros de Deidre—. Además de que usted se preocupa, cosa que no debe hacer, es aquí donde yo interpongo mi protesta contra esa historia que viola las leyes y protocolos de las buenas historias de fantasmas. Tiene demasiado color.

—¿Color?

—Es lo que he dicho. Un largo vestido, ¿eh?, y además lleva peluca. ¿Está tratando de decimos en serio, Deidre, que el fantasma de Mr. Justice Wildfare desfila por la casa en toda la grandeza de su púrpura y armiño judicial?

—¡No, no! No sea tonto. ¡Desde luego que no!

—Entonces, ¿qué es lo que está diciendo?

—El traje, según el panfleto, era un viejo traje que el juez usaba en vida y que le daba aire imponente cuando lo usaba en la casa. De todos modos, Mr…; de todos modos, Nick, es lo que la figura parece usar cuando ha sido vista.

—Seamos prácticos. ¿Quién la vio? ¿Cuándo?

—Mrs. Tiffin, la cocinera, dice que lo vio una noche, no hace mucho, después que encontramos el segundo testamento de Mr. Barclay. Lo vio en el vestíbulo de abajo una noche de luna. Estaba parado y mirándola; después de lo cual desapareció a través de la pared. Estelle lo vio hace poco después del mediodía; también en el piso bajo, pero en otra parte. Fue hacia ella en una actitud amenazante, ella gritó, entonces se dio la vuelta y salió a través de una puerta que estaba cerrada con llave desde hace tiempo. ¡No es que crea todo lo que la pobre Estelle diga!

Nick tocó el brazo del abogado.

—Todo esto es correcto, ¿no?

—Los testigos son honestos, estoy seguro de ello —dijo Mr. Dawlish—. Dijeron lo que vieron o lo que creyeron haber visto. El testimonio de mujeres confundidas y asustadas, sin embargo…

—Sí, es todo un problema. ¿Alguien más ha visto la figura, Deidre?

—No, que yo sepa, en absoluto…

—Usted ve que, de acuerdo con la mayor malicia de Muerto y condenado —prosiguió Deidre, que tenía los ojos puestos en la carretera—, el fantasma del juez aparece en seguida después de su muerte, porque odia al mundo en general y a su familia en particular.

—Mr. Justice Wildfare se parece un poco a mi abuelo, ¿no?

—Nicholas —protestó escandalizado Andrew Dawlish—. Puedo aceptar cualquier broma, pero siempre que sea de buen gusto. ¡Esto es demasiado! ¡Es injusto, falto de generosidad e indigno de usted!

—¿Qué es injusto? Eran un par de viejos bastardos, como todos han reconocido. Aunque Clovis, por lo menos, fue honesto; esto se lo concedo.

—Querido Nicholas, apenas puedo…

—¿Estaba diciendo, Deidre?

—Estaba diciendo que el fantasma, aun como fantasma, parece tener mucha consistencia. Hay una gran cantidad de libros con títulos tales como Casas encantadas de Gran Bretaña. Pen tiene uno, publicado en 1890 y escrito por alguien llamado J. T. Eversleigh; el libro proviene del anciano Mr. Barclay.

—¿Y bien, dulce tía?

—¡Bien! —Deidre echó una breve ojeada—. El fantasma apareció hacia finales del siglo XVII. Fue visto una o dos veces en la época victoriana, según recuerda J. T. Eversleigh. En apariencia, al menos, ha estado perdido, hasta que de pronto vuelve a aparecer para asustar a Estelle y a Mrs. Tiffin. ¿Por qué aparecería ahora?

—Ahora y aquí —declaró Nick con aire de inspirado— es la misma pregunta que le formulaba a mi viejo amigo Garret cuando le decía lo poco que sé. El siglo XVIII y no después, hasta… Miren, sin embargo… Me parece recordar que mi padre mencionaba…

—¿Mencionaba qué, Nick?

—Mencionaba otra aparición —Nick lanzó su puño con suavidad contra la oreja del abogado— años atrás, cuando mis padres vivían, y estuvimos un poco asustados. Entonces los tres vivíamos en Greengrove. ¿No será ésta una nueva visita?

—Procedemos con muy poco sentido —replicó Mr. Dawlish—. Sin embargo, estoy autorizado para manifestar que algo apareció.

—¿Cuándo? ¿Cómo? ¿A quién?

—Mi querido Nicholas, no puedo contestar a todo esto. En lo que a la fecha se refiere, puedo consultar mi diario para cualquier año que fuese. Llevo un archivo completo de tales acontecimientos día por día; son muy útiles en materia de negocios. Fue hace años, como ha señalado. Yo era un hombre joven, estudiaba mi profesión bajo la dirección de mi padre; no tenía ningún motivo para recordarlo particularmente y sólo lo anoté porque…

—¿Sí? ¿Coke y Littleton? ¡No se pare allí!

—… porque fue Mr. Barclay mismo quien lo vio cuando apareció. Telefoneó y se quejó de ello a mi padre.

—¿El anciano Mr. Barclay vio algo? —interrumpió Deidre—. Pen nunca me lo dijo.

—Tal vez. Pennington nunca lo supo. Sin embargo, podré establecer el momento y las circunstancias según recuerdo, corroborándolos con otras fechas y otras circunstancias cuando encuentre el diario correspondiente a ese año.

—A pesar de haber heredado Mr. Clovis Barclay la gran biblioteca de Greengrove, casi nunca abrió un libro. Pero él había leído Casas encantadas en Gran Bretaña. No necesito recordarle, Miss Deidre, las dos grandes ventanas que miran al oeste en la biblioteca. Es posible, Nicholas, que pueda recordar esas dos ventanas.

—No he estado en la casa desde hace casi veinticinco años. Pero creo que las recuerdo. Sí.

—Ventanas victorianas como las otras de ese lado, estirándose hacia el suelo, que destruyen en cierto modo la línea georgiana de la casa. Opuesto a ellas, a unos veinte metros más allá del campo de tenis, hay…, ¿qué?

—Un amplio y sombrío jardín —respondió Nicholas—, con avenidas entrecruzadas y con cercos de tejas de cuatro metros de altura. Una entrada al jardín está frente a la ventana de la izquierda si se mira hacia fuera desde la biblioteca.

—Una apacible tarde, al caer la noche, así como ésta —prosiguió el abogado—, Mr. Clovis estaba asomado a esa ventana de la izquierda. La ventana estaba abierta, como están la mayoría de las ventanas en los días hermosos.

Todo el día, como lo reconoció después, había estado de mal humor por alguna causa que hoy se me escapa de la memoria. Estaba parado delante de la ventana, sin duda respirando hondo, cuando algo emergió del jardín. Él no podía decir qué fue lo que salió del jardín y se desplazó cruzando el campo de tenis, y entonces, al verlo, se lanzó contra él como si tuviera malas intenciones. No quería contarnos, les repito…

—No, no hubiera querido contarlo —estalló Nick—, y espero que lo haya espantado. ¡Oh, Judas! ¡Espero que le haya hecho perder los pantalones!

—Yo también —suspiró Deidre—. No querría admitirlo.

—La expresión que usa, Nicholas, es a la vez de mal gusto e inexacta. Dirigida a Miss Deidre es poco menos que ofensiva. No, Nicholas, su abuelo no se sintió tan afectado. Estaba mucho más enfadado que atemorizado, como explicó por teléfono. Se retiró precipitadamente, es verdad, y tuvo algo como una conmoción. No creía en ese fantasma. Pero ¿quién de nosotros podría estar del todo libre de temor o liberarse de las supersticiones acumuladas durante siglos?

Una voz susurró: Hay otras cosas

—¿Hay más cosas? —añadió Nick cuando el otro se interrumpió—. No nos preocupemos y veamos si podemos dar con una respuesta. Querría que un hombre llamado Gideon Fell estuviera aquí para que se ocupara de ello. De cualquier manera debemos hacer todo lo que podamos.

Tal vez quedaron preocupados, pero permanecieron silenciosos durante algún tiempo. Después, coronando una subida en un cruce de carreteras, descendieron hacia el pueblo de Beaulieu, cuya abadía cisterciense es más antigua que la Carta Magna. Por otra buena carretera, con el río de Beauilieu rebrillando a la derecha y a la izquierda, los restos de la Abadía de Beaulieu y las modernas formas del Museo Montagu de automóviles antiguos, abandonaron el pueblo recorriendo varios kilómetros bajo altos árboles, a través del crepúsculo y del suave aire nocturno.

Entonces Deidre, que había encendido las luces del auto, se volvió bruscamente hacia Mr. Dawlish.

—¿Debo mantener mi dignidad? Siempre, siempre, siempre…

—Es aconsejable, pienso.

—Deseo, Nick, que no sigamos hablando de fantasmas ni tampoco sobre lo que se haya escrito de ellos, Muerto y condenado, Casas encantadas en Gran Bretaña. Realmente, no soy muy lectora, aunque debiera serlo como esposa de Pen. Fay podría contarle mucho más que yo. ¿Y dónde está Fay, a todo esto?

—¿Fay? —exclamó Nick incorporándose. Este nombre de algún modo le trajo alguna reminiscencia—. Por la salud de todos, Deidre, ¿puedo preguntarle quién es?

—Fay Wardour, la secretaria de Pen. La mandó a la ciudad hoy para que le trajese algunos libros. Pensé que regresaría en el mismo tren que ustedes, pero no ha sido así.

—No, evidentemente. ¿Hace mucho que Miss Wardour es la secretaria de tío Pen? Y ¿es rubia, por casualidad?

—Sí, es rubia y muy dulce, aunque sueña demasiado con los libros y sus autores. No ha estado con nosotros mucho tiempo, pero es una vieja amiga; la conozco desde hace años. Como le dije en Roma el último verano…

—Bien, bien, bien —musitó Nick, evitando mirar a Garret—. En Roma, donde llevan todos los caminos. ¿Y fue el último verano? No siendo un hombre, sino una condenada vieja amiga, me pregunto por qué el nombre de una mujer origina tal recuerdo…

¡Mejor que no!, pensó Garret con algún rencor.

—Y todavía, de todos modos, me inclino a querer saber dónde vamos.

Dejaron a la izquierda otro cruce de carreteras, pasaron dejando a la derecha una tienda de pueblo con una cabina de teléfono exterior.

—Esto es Exbury —dijo con energía Mr. Dawlish, señalando un letrero metálico a la derecha de la carretera—. Por el momento, en el sentido literal de su pregunta, nos dirigimos a El Codo de Satán y a Greengrove.

—Mi pregunta requería ser entendida literalmente, amigo Blakstone.

—Estamos, pues, a casi dos kilómetros de nuestro destino. ¿Puedo sugerir, Nicholas, que sería oportuno y de buen gusto mantener un discreto silencio?

De nuevo Deidre pisó el acelerador. El campo abierto donde pastaban algunas vacas irreales, como de fantasía, quedaba atrás. La carretera, después de bajar por una hondonada, subía por la izquierda hasta una cumbre no muy alta, rodeada de árboles. Pasados este altozano y dos cuadrados pilares de una entrada con un cartel donde se leía Lepe House-Privado, pudieron ver agua, por fin.

A la derecha y bien abajo, siguiendo la curva de Lepe Beach, el Solent lanzaba débiles reflejos contra un cielo oscuro. La brisa soplaba fresca del oeste, las olas aparecían blancas. En la calma de la tarde, por debajo del ronroneo del motor, podían oírse las cachetadas del oleaje sobre la pedregosa playa. Fue Andrew Dawlish quien rompió el silencio.

—Bien, Nicholas, ¿te parece familiar lo que ves?

—Empieza a ser así —Nick sacó su brazo a la derecha, hacia el sur—. ¿Es la isla de Wight lo que asoma a través de aquello, no?

—Es la isla de Wight, a cinco kilómetros de aquí, aunque parece cerca. Y más lejos donde el promontorio sobresale justo en el ángulo derecho más allá de la terminación de Lepe Beach, puedes ver el techo de Greengrove. Ya casi estás en casa.

—Es verdad —dijo Deidre con un curioso tono de voz—. No había pensado en ello de manera tan definitiva, supongo. Pero está en su hogar, Nick. ¿No es así?

—¿Hogar? Por la salud de San Pedro —rugió aquél.

—Sí, ha dicho cosas duras acerca del anciano Mr. Barclay. Tal vez yo también las haya dicho, o tan buenas como las dijeron los demás. Pero debe de estar agradecido, ¿o acaso no? ¡Le dejó la casa y todo lo demás!

—Mi bonita casa no es sino un apartamento del lado este, en la calle Sesenta y Cuatro, o el viejo Willis Building en Madison cuarenta y ocho. Este condenado viejo lugar, delante de nosotros, donde las corrientes de aire bajan por la nuca de cualquier lado que se vuelva la cabeza, no es mío ni nunca lo será. ¡Cuántas veces deberé repetir que no la quiero…!

—Esto no cambia los hechos en lo más mínimo. ¡Es suya! Mientras que el pobre Pen…

—¡Vamos, vamos! —terció Mr. Dawlish, que parecía estar contemplando la torre—. Le puedo recordar, Miss Deidre, que Pennington no está exactamente desposeído en un mundo frío. Aun fuera de lo que su joven sobrino con tanta generosidad propone.

—Puede permitirse ser generoso, ¿osaré decirlo?, con algo que no desea tener. ¿Pero por qué tengo que aceptar esta caridad y estarle agradecida? ¿O qué otra cosa quiere decir esto? Cuando pienso en Pen…

El altozano arbolado asomaba más adelante. Deidre giró el volante hacia la derecha. A muy reducida velocidad dirigió el auto por una mal pavimentada carretera, entre los pilares de piedra de una portada que tenían un dibujo heráldico en la parte alta y ascendió por un sendero arenoso bordeado de árboles y rododendros. Casi más de cien metros delante, apenas visible, se alzaba una ancha casa de piedra rectangular, con larga fachada principal al norte, en dirección a ellos.

—Debo recordar —dijo Deidre— que soy la mujer de Pen, después de todo. ¡Pobre Pen! No puedo dejar de pensar en su revólver calibre veintidós. Dando vueltas con el revólver en el bolsillo de su chaqueta de smoking. Pensando y pensando, como dice Mr. Nick Barclay —su voz destiló amargura—, qué debemos hacer. ¡Y diciéndose a sí mismo lo que nadie podrá saber!

—El revólver fue un error —dijo Mr. Dawlish—. Nunca debió permitirse comprarlo, menos aún hacer ostentación de él. ¿De veras teme que pueda dañarse a sí mismo? ¿O disparar para asustar al supuesto fantasma? ¿O herir a algún otro? Es posible, desde luego…

—¡No, no, yo sé que no! —exclamó Deidre—. Pen es demasiado sensible. No está bien y está sumido en los más amargos pensamientos. Sabe la razón, mucho más que lo que los demás sospechan. Pero no puede, además he tomado precauciones para que no pueda. De todos modos no quiere. Estará esperándonos en la biblioteca, ya lo verán. No hay la menor, la más pequeña posibilidad de que…

Se detuvo en mitad de la carretera. El ruido que oyeron, aunque apagado, sonó agudo e inconfundible en el atardecer. Fue como si un nervio se hubiera desgarrado en el tobillo izquierdo de Deidre. Su pie se deslizó fuera del pedal, el auto dio un salto y se paró.

—Señoras y señores —comenzó Nick Barclay—, hemos topado con la gracia de lo fantástico. O un negro látigo ha restallado para divertir a los visitantes o alguien ha disparado un veintidós. Puedo hacer otras sugerencias, pero no las necesitan.

Abrió de golpe la portezuela a mano derecha y se echó hacia atrás antes de saltar. Durante unos segundos nadie se movió.

—¡Oh Dios! —dijo Deidre.

Nick saltó fuera seguido por Garret. Andrew Dawlish, sujetando su hongo, descendió más lentamente del otro lado. El auto estaba detenido a unos veinte metros de la casa. Nick, que corría, se detuvo una vez que llegó al final del túnel de árboles, no muy lejos y frente a la puerta principal.

Los otros se apresuraron a unírsele.

No había ninguna luz en la fachada. Dos pisos principales, coronados por una mansarda perforada por ventanas más pequeñas en el piso de los servidores, delineadas de acuerdo con el siglo XVII, con los marcos pintados de blanco. Un par de escalones de piedra llevaban a la puerta principal. El camino de arena doblaba a la izquierda. Viejos olmos, que Garret no veía desde hacía veinticinco años, volvieron a su memoria en cuanto los vio. También Nick que estudiaba la casa dio un brusco salto atrás.

—¡Despacio, Garret! ¡Despacio, viejo caballo!

—¿Qué quieres decir con despacio? Eres tú quien ha tropezado conmigo. ¿Qué hacemos ahora? ¿Entramos por la puerta principal?

—No, creo que no. Está esperándonos en la biblioteca —dijo Deidre—. Mire, Garret, estuvo aquí de visita una vez, si la memoria sirve, ¿puede recordar algo acerca de este lugar?

—No, no mucho. Por un minuto creí que sí cuando alguien habló de las altas ventanas de la biblioteca. Pero se me ha borrado.

—La biblioteca —dijo Nick abriendo los brazos—, es la última habitación al final de este lado, enfrente, con sus altas ventanas dando la vuelta la esquina. Bien, ¿entramos a ver si están abiertas o no? ¿Qué diablos nos detiene? Vamos.

Una vez más se adelantó en una carrera. Garret y Mr. Dawlish se apresuraron detrás de él, sobre mullido césped, resbaladizo por la humedad. Siguiendo a Nick dieron la vuelta a la casa por ese lado.

Separadas por una amplia, saliente y recia chimenea de piedra, dos largas ventanas de guillotina hasta el suelo miraban al oeste, hacia un oscuro jardín. La ventana más alejada, estuviese abierta o cerrada, tenía corrida la cortina. Pero la ventana más próxima estaba abierta de par en par, su marco se mostraba por entero con las cortinas recogidas. Nick apenas introdujo la cabeza, espiando dentro.

Al oeste, hacia la boca del Solent, una última pincelada teñía de rojo el cielo. Además siendo las diez pasadas, apenas había luz para poder ver algo. En algún lado el viento silbaba entre las hojas. Garret, mirando por encima del hombro de Nick, pudo ver la figura de un hombre sentado inmóvil en un sillón junto a un gran escritorio colocado a cuatro metros más atrás de lo que podía ser el hogar, entre las ventanas.

El hombre del sillón se puso de pie. Una voz habló. Parecía sonar casi sin aliento, a causa de una emoción mental o física. Lo cólera se percibía claramente en ella. Pero no obstante, seguía siendo una voz melodiosa (llena, redonda, resonante), de alguien que sabía cómo usarla.

—¿Quién está allí? —preguntó—. ¿Ha vuelto de nuevo a la ventana?

—¿De nuevo a la ventana? Pero si estoy aquí. Soy Nick, Nicholas Barclay. ¿Eres tú, tío Pen? ¿Estás bien?

—Soy yo, sin duda —respondió la voz—, y estoy todo lo bien que se puede estar según las circunstancias. ¿El joven Nick, dices? Entra por favor, eras esperado. ¿No está alguien allí contigo?

—Yo estoy con él, Pennington —dijo Mr. Dawlish, sin decir nada de los otros—. ¿Qué ha sucedido aquí? Hemos oído algo muy parecido a un disparo de revólver.

—¿Andrew Dawlish? Su perspicacia nunca falla. Fue un disparo de revólver.

—¡Vamos entonces! —dijo el abogado, más emocionado de lo que habría admitido—. Puesto que usted, por lo menos, está vivo y no se ha hecho ningún daño, ¿qué ha ocasionado el ruido? ¿Estaba disparando al discutido fantasma?

—Bien, no —replicó Pennington Barclay— en realidad, Andrew, ha sucedido que el discutido fantasma ha disparado contra mí. Con un cartucho vacío.