¿Anti clímax, o peor?
¡Dientes de Dios!, habría podido decir Nick.
Sin embargo, cuando abrió la puerta del compartimento y se dio de cara con Fay, tuvo la certeza de que su entrada le produjo una explosión emocional de alguna clase. Pudo haber reído. Ambos pudieron haber reído. Pero no lo hicieron.
Estaba sola, con un traje de verano azul y blanco, sin medias y con zapatos azules. Fay se encorvó atrás contra el rincón acolchado del asiento de la esquina hacia la ventanilla. Estaba más atractiva y deseable que en el recuerdo, pero parecía como si esperara un golpe físico. Con dedos temblorosos giró el cierre de su bolso de mano y lo dejó abierto. Aunque no se podía en un compartimento que no era para fumadores, de la cartera de Fay asomaba una cigarrera de carey que manoseaba tratando de abrirla como una manera de conjurar sus nervios. De pronto habían comenzado las cosas incongruentes.
Fuera, por donde su carro portaequipajes rodaba sobre el suelo de cemento, la figura de un próspero hombre de negocios atravesó rápidamente la ventanilla, con prisa hacia el tren; se detuvo, dio media vuelta y por alguna razón se encaminó en dirección contraria, a lo largo del andén. En ese mismo momento Fay abrió la cigarrera de carey. Garret no podría decir por qué causa, un cigarrillo con filtro voló como impulsado, hizo un arco en el aire y cayó en el asiento opuesto.
—¡Oh, querido! —exclamó Fay—. ¡Oh, querido!
Temblando, entrechocando las palabras casi en el borde de una risa histérica, se sentó de golpe. Con un gesto en cierta manera altivo, con la conciencia deliberada de sus propios nervios, Garret tomó el cigarrillo y se lo devolvió.
—Es tuyo, creo.
—Pero no lo quiero.
—¿Crees que yo lo quiero?
—¡Oh, que-querido! Esto es ridículo, ¿no es así?
—Ridículo no es la palabra, Fay, pero dejémoslo pasar. Ahora, dime querida…
—¡No, espera! Escúchame; por favor escúchame. ¿Quieres?
Ojos azules oscuros, una cabellera espesa sobre una hermosa piel, subyugaban e impedían razonar.
—¿Bien?
—Ese hombre mayor, justo detrás de ti… que te hablaba, aunque no podía oír lo que decía…
—¿Uno parecido a Macaulay?
—Sí. Es Mr. Dawlish ¿no?, el abogado. Entonces, el joven que estaba con él es…
—¿Joven?
—Sí, debe ser Nicholas Barclay, ¿no? Así lo pensé. Tú lo mencionaste alguna vez como un gran amigo tuyo y dijiste que habías estado en el colegio con él. Garret, ¿vas camino de Greengrove?
—Sí, voy. ¿Has estado alguna vez en Greengrove?
—Sí, ¿por qué me lo preguntas?
—¿Por qué te lo pregunto?
Un apagado ruido de puertas corrió a lo largo de la hilera de coches. Un silbato sonó. Deslizándose con suavidad, la poderosa máquina Diesel hizo rodar el tren fuera de la estación. Fay gesticuló nerviosamente hacia el sitio opuesto. Pero Garret no se sentó. Siguió parado frente a ella, un tanto inestable, pues el tren se movía, contemplándola como un maestro de escuela.
—Aunque no tienes la más remota idea de por qué te lo pregunto, trataré de aclarártelo. Pero hay otro interrogante, Fay, si es que realmente éste es tu verdadero nombre…
—¡Oh! ¡Claro que es mi verdadero nombre! Lo ha sido siempre ¿por qué no lo sería?
—Una vez dijiste…
—Estaba hablando de mi sobrenombre. También he adquirido el perfecto derecho legal a aquél, aunque puedas oír cualquier cosa en el futuro.
—¿Entonces tu primer nombre no es Deidre? ¿No eres la mujer de Pennington Barclay?
—¡Oh cielos! ¡Esto es horrible, es peor que todo lo que he soñado, y he soñado tantas cosas! ¡No, Garret! No soy la mujer de Pennington Barclay; no soy la mujer de nadie ni nunca lo he sido, gracias a Dios. ¿Quién te ha dicho que soy la mujer de Barclay?
—Nadie me lo dijo. Fue una loca casualidad. Oí una descripción de la mujer de Pen, que se ajustaba a ti. Mediana estatura, decía Dawlish, aunque tú eres más bien pequeña. Y además cabellos rubios.
—¡Por favor, Garret! Conozco a Dawlish; si algo tiene es que es preciso. ¿Ha dicho cabellos rubios exactamente?
—No, no lo dijo. Con un estricto sentido de historia detectivesca, ahora pienso que dijo: cabellos claros. Lo que tiene el mismo significado, ¿no?
—No, no exactamente. ¿Escucha, quieres? Deidre Barclay (era Deidre Meadows cuando la conocí) tiene cabellos castaños, un hermoso y atractivo tinte castaño claro. Es más alta que yo, tiene mejores maneras, buen carácter y desde luego, mucha, mucha más presencia. Mediana estatura, cabellos claros es una buena descripción de Deidre, pero no se ajusta tanto a mí. Si tú has pensado tales cosas…
—Si he pensado tales cosas, Fay, admite que he tenido razones para ello. Además, en materia de equívocos entre tú y la mujer de Pen, hay la disparidad de edades. Todavía, en apariencia, la edad no significa mucho en tu joven vida. Hace poco te referías a Nick Barclay como un joven, aunque tiene la misma edad que yo: sombríos, chatos, inequívocos cuarenta. Mientras que tú…
—Encanto, encanto —saltó Fay—. ¿Sabes la edad que tengo?
—Veintidós a lo sumo. Según mis cálculos hace un año tenías veintiuno…
—Tengo treinta y dos —exclamó Fay a modo de vindicación de ella misma—, y cumpliré treinta y tres en septiembre. Cualquier mujer te lo hubiera podido decir al mirarme, pero no sucede lo mismo con los hombres. Vosotros no sois capaces de ver o simplemente no deseáis enteraros. Mucho más en el caso de una mujer que no es horrible, y parece joven, y que tiene la posibilidad de usar sus… sus…
—¿Facultades?
—Bueno, sí. Engaña mucho. Eso convence a los hombres con nada. Pero esa es la verdad, soy una insípida, chata mujer de treinta y dos, y tal vez más vieja de alma y de espíritu. ¿Qué tienes que decir de esto?
Garret levantó su puño en el que había deshecho con violencia el cigarrillo recogido en el asiento.
—Digo, señora, que es la mejor noticia que oí en mi propia y avanzada centuria. Observo además que por alguna curiosa traición de su lengua, continúa dirigiéndose a mí con la intimidad de otros días. ¿Me permite sentarme a su lado?
—No podría impedirlo si insistieses, pero ¡por favor, no!
—¿Por qué?
—Porque no deseo que lo hagas. Aunque esto no es verdad. Estoy mintiendo de nuevo otra vez —sus manos se alzaron para esconder su rostro, y después descendieron—. Te deseo más que a nada, aun en este sofocante tren británico, y habiendo dejado atrás Clapham Junction. Pero no puede ser. Lo que estoy pensando no debe ocurrir; ¡no debe!
—¿Qué es lo que estás pensando?
—Lo mismo que tú, Garret. Pero no debe de ser. Te lo digo porque la situación es horrible y no puede sino empeorar. Podremos, seremos capaces de establecer algunas reglas entre ambos…
—De cualquier manera, si tú permites que discurramos.
—Está bien.
Fay se recostó, cruzó las piernas y se arregló la falda. A su lado, en el otro extremo del asiento, había un paquete envuelto en un papel con la etiqueta de un famoso librero del West End. Por un momento los dedos de su mano izquierda jugaron distraídos con la etiqueta. El color de su rostro subió, después empalideció. Garret se sentó en el asiento opuesto, observándola.
—Soy la secretaria de Pennington Barclay —le dijo—. No soy su mujer, ni nada por el estilo. Soy su secretaria, y lo he sido durante casi un año. ¿No te dije que después de mis vacaciones regresaría a hacerme cargo de un nuevo empleo?
—Sí, pero fue cuanto dijiste.
—Bueno, Garret, si te hubieras interesado lo bastante para preguntarme…
—No, señora, esto no va a convertirse en una demostración lógica de cómo estuve equivocado. Cada vez que traté de este asunto, o que ensayé poner algo en claro, te ibas por las nubes y me decías que no era importante.
—Lo siento. ¡Lo siento tantísimo! Te dije seguramente que iba a Italia a visitar a una compañera de colegio y que una joven de nuestra misma edad iba a unírsenos.
—Sí, fuiste tan lejos como todo eso.
—La primera era Alice Willesden, que se casó con el Conde Carpi y vive ahora fuera de Roma. La otra era Deidre Meadows: Deidre Barclay, desde 1958. ¿No resulta ridículo, después de todo —una falsa burbuja de humor pretendió disimular la nerviosidad de Fay—, que esto no haya sido sino un caso de encuentros entre antiguos compañeros de colegio? Tú fuiste compañero de Nicholas Barclay al mismo tiempo que Deidre, Alice y yo…
»Ya lo ves, Garret, fue Deidre quien me consiguió este trabajo como secretaria de su marido. Lo había arreglado antes que nosotros partiéramos de Inglaterra el año pasado. Mr. Barclay, Mr. Pennington Barclay en realidad no sabía quién era yo. Deidre me conoce, nunca cree lo que le dicen, estaba empeñada en darme una oportunidad, es leal en todo. Mr. Barclay, lo repito, no sabe una sola cosa acerca de mí.
—Tampoco yo.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Dije que yo tampoco. ¿Quién eres Mrs. Esfinge sin razón? ¿Que decían acerca de ti que fuese tan terrible, y qué es ese revoltijo de cosas horribles en el que insinúas estar metida? En una palabra ¿cuál es el misterio y por qué estamos discutiendo?
»En verdad, Fay, ¿no es hora de que despejes esta tormenta en un vaso de agua hablando claro? ¡Por favor!, no te conduzcas como una heroína de novela victoriana, que por ninguna razón del mundo diría una palabra, cuando con dos frases se habría aclarado la mayor parte de las dificultades que comenzaron por eso: ¡por no decirlas!
»No quisiste ni oír que te acompañara a Roma, en razón del encuentro con tus amigas, cuando precisamente hubiéramos podido pasar por la más casual de las amistades o de compañeros de salida en París.
—Si eso hubiera sido todo Garret…
—¿No lo era?
—Si hubiese sido todo, o por lo menos la décima parte de todo —clamaba Fay en serio estado emocional—. ¿Crees que me habría importado lo que ellas o nadie pudieran pensar? No soy una doncella puritana, bien lo sabes.
—De acuerdo, ni por el nombre ni por el adjetivo.
—Además le conté a Deidre nuestro encuentro; es decir le conté lo que sentía por ti, y lo que pensábamos hacer. Deidre puede ser muy estricta, o como la gente piensa que es, pero es humana y comprensiva. Lo comprende todo, Garret. Ella no nos pondrá en descubierto. ¿Por qué querido no está todo aclarado?
—Sí, lo está.
—Pero ¿podía sospechar que habría de encontrarte aquí? ¿Pensaste que no quería que partieras para Roma? ¿Pensaste que no quería encontrarme contigo en Yvy como habíamos decidido? Yo sí lo pensé, ¡pensé cien veces sobre lo mismo! Decidí no volver a verte más (y cumpliré mi promesa, así que ayúdame, tan pronto como abandone Greengrove), porque no quiero que te veas enredado conmigo. No querría herirte. No querría que sufrieras por mi culpa, no querría verte enredado como te verías si lo nuestro se descubre.
—Fay, ¡basta de condenadas insensateces!
—Insensateces. ¿Eso es todo lo que se te ocurre? ¡No me busques pelea, no seas cruel conmigo, por favor! Porque la verdad puede descubrirse, haga lo que haga. Si algo ocurre en esa espantosa casa, si Mr. Barclay se matara o llegara a dañarse de alguna manera…
De nuevo Fay calló en seco, tapándose la boca. A través del ruido de las ruedas del tren sobre las vías, del crujido y los tirones de los coches por el campo, se oyeron los pasos de alguien que se aproximaba por el pasillo. En la puerta apareció el traje gris y la cara soñolienta de un empleado del coche restaurante, que la abrió manteniendo las hojas separadas.
—La comida va a ser servida —dijo, con voz monótona—; la comida va a ser servida —como si no hubiera visto a nadie, la cerró de nuevo y se retiró y sus pasos se fueron apagando.
—Oyes, Fay, podemos…
—Sí, pero no podemos. ¡No debemos!
—¿Qué?, ¿no debemos comer?
—Garret, ¿no quieres entender? He comido antes de dejar la ciudad; no podría comer nada ahora. Pero no es eso lo que quiero decir. Vete y reúnete con los otros. Pero no les digas que estoy aquí; ni que has estado conmigo; y en el futuro no des la menor muestra de que nos hayamos conocido antes.
—Olvídalo, Fay, ¿estás fabricando más misterios todavía? Por otra parte, aunque quisiera simular que no estás aquí, ¿cómo podría hacerlo? Nos encontraremos obligatoriamente cuando descendamos en Brockenhurst.
—No, no nos encontraremos para nada. Yo bajaré en Southampton Central, veinte minutos antes de Brockenhurst y tomaré un autobús hasta Lepe Beach. Puedo decir que tomé otro tren, y dar cualquier excusa. De todos modos en Greengrove seremos presentados como si se tratase de dos extraños.
—¿Pero qué hay en ese hocus-pocus? ¿Qué siniestra razón había para que tú estuvieras en Londres hoy?
—No, ¡por la gracia de Dios! —Fay tocó el paquete que tenía al lado—. Mr. Barclay quería algunos libros, y me pidió esta mañana que fuera a comprárselos. Supongo que no podían mandárselos por correo; como se hace normalmente. Me pidió que fuera y así lo hice.
—Entonces, ¿por qué ocultarlo? En cuanto a lo de encontrarnos como dos extraños… Si tu amiga Deidre ya lo sabe…
—Sí, y ya que estamos en esto, quiero hacerte una tremenda pregunta, ¿has hablado con alguien de lo nuestro?
Esto le cayó un poco como si le golpearan en un ojo.
—Sí, se lo conté a Nick Barclay. Después de todo…
—Si yo puedo hablar de ti a una amiga, ¿por qué no podrías tú hablar de mí a un amigo? ¿Es eso lo que estás pensando?
—No exactamente en esos términos. Algo parecido, sin embargo.
—¡Garret!, ¿se lo has contado todo?, le has contado lo nuestro… que nosotros…
—No, no lo hice. Por nada en el mundo admitiré que ha habido un encuentro al modo de un cuento Victoriano. Las mujeres parece que sois menos reticentes en esta materia.
—¿Qué intención tiene lo que dices? ¿Te parece bonito? No quise decir eso, quise saber si en realidad es tu amigo y si puedes fiarte de él…
—Sí, tengo absoluta confianza en él. Y la puedes tener tú. Tan sólo que Nick tiene un particular sentido del humor. Pero es inteligente; sospecha bastante. Sobre todo cuando tuve la loca idea de que la esposa de Pennington podías ser tú, él pensó lo mismo.
—¿Qué pudo hacerle pensar eso?
—Lo mismo que me hizo sospechar a mí; la descripción que hizo Mr. Dawlish de la mujer de Pen, como una persona de cabellos claros. En cuanto lo oyó, Nick estalló en exclamaciones acerca de las rubias y me preguntó qué pasaba por mi cabeza, con una amplia explicación de lo que pasaba en la de él.
—¿Pensó que Deidre podía ser rubia? ¡Oh!, eso es imposible, no puede ser.
—Lo gritó estando en el andén, si tú estabas en la ventanilla, has podido oírlo.
—No digo qué palabras usó, sólo digo…
Fay alzó la cabeza para hacer frente a Garret. El tren en una brusca acelerada casi los lanzó al uno en brazos del otro. Ambos titubearon, ambos se echaron atrás y se acomodaron de nuevo.
—Él no podía pensar eso, te aseguro —insistió Fay—. Tampoco estoy haciendo misterios de nuevo. Estelle Barclay se escribía a veces con la madre de Nick.
—Sí, lo había oído. ¿Y qué?
—Cuando llegué, por esta fecha en el último verano, el viejo Barclay vivía todavía.
—¿El abuelo Clovis? Era alguien aterrador, ¿no?
—Podía ser terrible si no se lo sabía manejar. Por lo común era manso como un pollito con Deidre y conmigo. Se volvía contra todos los demás, sobre todo contra Pennington y Estelle, y no frenaba su lengua de ninguna manera. Pero este no es el problema. El último año hizo un otoño magnífico, hasta parecer verano. Tomé mi cámara, saqué varias fotos muy buenas en color. Una de Deidre y su marido en el jardín; otra de Miss Barclay. Miss Barclay me pidió que le hiciera una copia de ambas. Se las hice y las envió… a…
—¿A la madre de Nick?
—Sí, unos días después mientras escribía a máquina una de las cartas usuales de Mr. Barclay para el Spectator o Time and Tide, llegó con las copias y me dijo: Creo que a mí querido sobrino le podrían agradar estas fotografías. No vale la pena escribirle una nota, porque no la contestaría. ¿Quiere, por favor, escribir a máquina la dirección que le voy a dar en un sobre y enviárselas? Así lo hice. Detrás de una de ellas decía Pen y Deidre, 1963, y en la otra Essie también con la fecha. La fotografía de Deidre era particularmente nítida. Por lo tanto su amigo Nick conoce el color de su pelo, ¿no? No puede haber pensado que era rubia.
—No lo sé, Fay. Nick es un hombre muy ocupado. Si esas fotografías se extraviaron en el correo, o las enviaste a la dirección de Willis-Barclay-Publicaciones…
—No, no las mandé allí, las envié a su piso, recuerdo que Essie me dio las señas al estilo norteamericano: Mr. Nicholas Barclay, hijo, 52 East, calle Sesenta y Cuatro, Nueva York y el número de la zona. Y ¿cuándo se extravían las cartas por correo?
—De todos modos, hay muchas explicaciones.
—Me atrevo a decir, Garret, que no supondrás…
—¿Suponer que?
—A menos que este hombre sea un impostor, como Tichborne Claimant, y no sea para nada Nick Barclay.
—Por Dios, mujer. ¡Quién puede pensar semejante locura! ¡Fui al colegio con él!
—Después de todo no lo has visto en mucho tiempo…
—Lo vi hace cuatro años, cuando se detuvo en Londres, camino de Marruecos. Es el verdadero Nick Barclay y no otro. Te doy mi palabra y está aquí para dar total posesión de la propiedad a su tío Pen y a su tía Essie. ¿No lo habías oído?
—Sí lo oí. El abogado se lo dijo a Mr. Barclay. Y además se lo contó a Deidre y ella a mí.
—¿Entonces?
—Todavía no he conseguido entenderlo bien, mucho me temo. No es lo que uno quiere decir, es lo que los demás entienden que uno dice. Este amigo tuyo, el verdadero heredero, puede tener las mejores y más bondadosas intenciones, no lo dudo, puesto que tú lo afirmas, pero ¿cree su tío una sola palabra suya? No, no lo cree. «El joven Nick, Miss Wardour —Fay imitaba su manera lenta de hablar— era una persona muy decente cuando lo conocí. En lo que puede haberse convertido entre tanto desenfadado yankee, es otro asunto. Estoy en medio de su camino, siempre he estado en el camino de los demás».
—¿También tú dices esto?
—¡Lo digo yo, lo dice Deidre, lo dice Mr. Barclay!
—No solamente tú. Todos, casi sin excepción, han estado interpretando y dramatizando los hechos.
—No hablarías de interpretar ni de dramatizar si estuvieses allí y hablases con ellos. Mr. Barclay es un hombre raro. Mientras Clovis Barclay vivía nunca le sometió como la gente parecía creer; podía haber cometido algunos desafueros que el anciano nunca pudo entender. Desde luego nunca… nunca me hizo insinuaciones, esto es absurdo y ridículo. Pero es un hombre extraño. Está convencido de que todos, en especial los de su familia, están unidos contra él y que siempre ha sido así. Pienso que se sentiría feliz si pudiera hacerles daño de alguna manera. Tiene la misma enfermedad de corazón que mató a su hermano y mantiene al doctor Fortescue como huésped permanente. Viste chaqueta de smoking eduardiano; y habla constantemente de la obra de teatro que nunca se decide a escribir. Con todo parecía bastante feliz hasta la tarde que descubrieron el segundo testamento del anciano Mr. Barclay. Entonces explotaron todas sus rarezas.
—¿Te enteraste de cómo fue descubierto el segundo testamento?
—¿Enterarme? Estaba allí.
Por un momento Fay se asomó a la ventanilla con la mirada suspendida sobre el campo.
—Fue el 1 de abril —prosiguió—, estábamos todos en la biblioteca. Aunque no recuerdo por qué estábamos en la biblioteca. Después del funeral del anciano Mr. Barclay, su hijo acostumbraba ir allí. Me estaba dictando, andaba despacio de un lado a otro y me dictaba como hace habitualmente. Deidre estaba allí mirando hacia fuera. El viejo doctor Fortescue estaba allí; no sé por qué se me ocurre llamarlo viejo. No es viejo, en realidad, pero tiene algo en sus maneras que hace pensar así. Mr. Dawlish también estaba allí. No suele ir mucho a pesar de su amistad con la familia. Pero Deidre quería consultarle algo. Deidre tiene absoluta confianza en él, lo mismo que su marido, y creo que tienen razón. Entonces Miss Barclay asomó la cabeza diciendo que creía haber olvidado allí su labor. Era una tarde oscura y ventosa. Ninguno, lo juro, había pensado ni por un minuto en los dos jarrones que estaban sobre la repisa de la chimenea. Debo explicarte que en cada extremo de la repisa Mr. Clovis tenía un par de trabajados jarrones chinos con tapa. El de la izquierda contenía cigarros y el de la derecha tabaco de pipa. El anciano no fumaba pero los tenía para sus huéspedes. El doctor Fortescue dijo que era una extraña manera de tratar el tabaco, ponerlo en un jarrón chino sin humedad, que acabaría por secarse hasta hacerse infumable. No entiendo de eso. Acostumbro a tener siempre cigarrillos conmigo porque me siento menos nerviosa; los demás, con excepción de Fortescue y de Dawlish, solamente fuman cigarrillos. Mr. Dawlish, que fuma en pipa, nunca hubiera soñado servirse tabaco de lo que él 11amaba la casa de la muerte. Y puedo asegurarte que aquel día olía a casa de la muerte cuando tía Essie asomó la cabeza preguntándonos por su labor. No tenía ningún sentido… —Fay se interrumpió para preguntar—. ¿No estoy divagando como es mi costumbre?
—Tienes muy buen sentido cuando te limitas a narrar —le respondió Garret—. Prosigue, la buena de tía Essie asomó la cabeza preguntando, y ¿qué pasó después?
Fay hizo una mueca de disgusto.
—Mr. Barclay interrumpió su dictado para decir: Parece, Estelle, que está sobre la chimenea, llévatela por favor. Sí, sí, contestó Miss Barclay. Entonces se oyó un ruido que nos hizo saltar a todos. Al tomar su labor, empujó el jarrón de la derecha, que se hizo añicos. En medio del tabaco apareció el borde de un sobre, que había estado escondido allí, un largo sobre sellado con un nombre escrito encima. Yo estaba sentada en una silla cerca de la chimenea con un lápiz y un bloc; pude ver la dirección: Para Dawlish, Esq. Miss Barclay gimió: Es la letra de mi padre, es la letra de mi padre, y se inclinó a recogerlo. Pero el doctor Fortescue se le anticipó y tomando el sobre lo leyó. Esto parece ser para usted, le dijo a Mr. Dawlish. Es para mí (contestó el que según tú se parece tanto a Macaulay) y creo que lo mejor es llevármelo. ¿Y ponerlo lejos de la tentación de alguno, eh?, preguntó Fortescue. Haré mejor en tomarlo con el permiso de usted, Pennington, quise decir. Tía Essie lloraba. ¿Qué contiene, qué contiene? Mr. Barclay parecía fuera de la cuestión aunque por un momento ensombreció como herido por un rayo. Con mi bendición, Andrew.
»Ella ha hecho un desgarrón en el sobre, dijo Mr. Dawlish. Discúlpeme. Metió el sobre dentro de su bolsillo y se dirigió a su auto. Esa misma noche regresó para informar del contenido, un nuevo testamento. Lo único que dijo Pennington Barclay fue que sospechaba que el viejo demonio (se refería con ello a su padre) hubiese sido capaz de una trampa tal. Allí comenzó lo peor. La tensión, la depresión, el horrible humor suicida, que apenas puedes sospechar, se iniciaron en ese mismo minuto. Entonces, cuando el fantasma comenzó a andar y fue visto por Mrs. Tiffin y también por Miss Barclay…
El tren había tomado una curva que los hizo moverse en su mismo sentido, el sonido agudo del silbato quedó atrás.
—Sí, ¡el famoso fantasma! —interrumpió Garret—. ¡Mr. Justice Wildfare escapado del siglo XVIII! ¿Lo has visto tú también? ¿Y quién es Mrs. Tiffin?
—Mrs. Tiffin es la cocinera. No, yo no lo vi ni lo deseo.
Fay se puso de pie de un salto, dándose la vuelta como si fuese a escapar del compartimento, sujetándose con una mano en el respaldo del asiento. Miró por detrás de su hombro con ojos atentos y la boca roja temblorosa.
—¡Oh! Garret, sé que es alguien disfrazado, o por lo menos así lo creo. Pero te aseguro que de todos modos no es agradable. La horrible y perversa malicia de alguien que desea justamente aterrorizar a la gente. Y el efecto del nuevo testamento sobre el pobre Mr. Barclay, que finge reír, ja-ja, pero que no puede controlarse como para reír del todo. ¿Sabes que ha comprado un revólver?
—¿Pennington Barclay?
—Sí. Cuando hizo la petición de licencia dijo que era porque temía a los ladrones. Pero no se trata de ladrones para nada. Si el fantasma se le llega a aparecer, va a hacerle un agujero en su cuerpo espectral. No es sino un pequeño revólver, un veintidós. Pero así y todo hará mejor en no disparar al supuesto fantasma, ¿no te parece?
—No debería, ciertamente. Si le da en la cabeza o en el corazón, quieras o no, un revólver pequeño puede matar tan efectivamente como un cuatro-cinco que salpica la víctima sobre los muebles. Por el acto homicida en 1957…
—¿Homicida, querido? ¡De otra cosa tengo miedo! Lo sé como lo sabe Deidre, mucho más, porque ella no quiere confesarlo. Mr. Barclay no debería encerrarse en un mutismo tan negro; este sobrino parece tener buenos propósitos. Un estado de ánimo como el suyo es salvaje, grotesco y estúpido, tanto como el fantasma. Pero los sentimientos no son menos fuertes porque sean locos o irrazonados. ¡No puedo soportarlo más! Con un motivo u otro, Dios nos proteja, ¿no han habido bastantes muertes?
Tensa por la emoción, leve en su vestido blanco y azul, medio vuelta hacia él, con los reflejos del sol iluminándole los cabellos y la cara, estaba tan hermosa que Garret solamente deseó tomarla en sus brazos y decirle que olvidara esos pensamientos absurdos. Cuando de pronto fueron interrumpidos de nuevo.
Otra vez sonaron pasos en el corredor desde la parte delantera del tren. Evidentemente eran los pasos de dos hombres en busca del coche restaurante; impresión que las palabras confirmaron un momento después.
—De todas maneras —decía la voz inconfundible de Mr. Barclay— espero que tengamos una comida decente. ¿Dónde cree que puede estar Garret?
—Es inverosímil —dijo otra voz, también inconfundible— que los restaurantes de los ferrocarriles británicos tengan tan poca cabida para los gourmets. En cuanto a Mr. Anderson…
—¡Con cuidado! ¡Condenado tren!
—No trastabille, Nicholas; agárrese del borde de la ventanilla. En cuanto a Mr. Anderson, el mozo que traía su maleta dijo que había sido llamado por una señora desde otro coche. Una buena comida concedamos que sería un encomiable milagro. Tan increíble como que su distinguido amigo hubiese podido encontrar alguna relación camino de Bournemouth en jimio. No hay duda que estará con nosotros dentro de un rato.
Pasaron la puerta, Andrew Dawlish delante, sin sombrero y con la cabeza alta de manera agresiva. Nick lo seguía uno o dos pasos detrás, exagerando el balanceo del tren. Sus voces sonaron más fuertes; sin mirar ni a derecha ni a izquierda, pasaron y se perdieron. Fay, que había olvidado sus temores y se había cubierto el rostro con el brazo, se volvió con un suspiro de alivio.
—¡No nos vieron! ¡Después de todo no nos vieron!
—No, cuando la gente anda por un tren, ¿te has fijado?, mira en todos los compartimentos excepto en el que queda al final del coche.
—No tendrán otra oportunidad, Garret, créeme. Vete y reúnete con ellos, ¿quieres? Te han dado tu excusa, ¿los oíste, no? Soy una vieja conocida tuya; voy camino de Bournemouth, y has venido a saludarme. ¿No es bastante gracioso?
—Hubiera deseado otra cosa de mi vieja amiga.
—Querido, no estoy bromeando. Algo tremendo puede suceder en Greengrove, algo peor para ambos que cualquier malentendido, a menos que nos separemos y nos encontremos como extraños esta noche, más tarde. ¿No quieres hacer esto por mí? ¡Te lo ruego! ¡Por favor!
Garret no contestó, aunque profano se trazó una fina y clara cruz sobre el pecho. Pero no pudo hacer que los ojos de Fay se encontraran con los suyos. Medio enfadado, algo turbado, corrió las hojas de la puerta, salió al corredor y siguió a los otros dos.
Nick Barclay no había exagerado el movimiento del tren. La puerta del siguiente coche estaba obstinadamente dura de abrir. Cuando volvió a oír voces delante de él apretó el paso hacia el restaurante.
Era probable que lo que Fay le contó no fueran sino hechos absurdos. Pero al mismo tiempo se presentían siniestras implicaciones detrás de las cosas que medio insinuaba, o que pasaba por alto. La única objeción real a la llamada intuición femenina es que da en lo cierto más a menudo de lo que la gente suele admitir. ¿Qué pasaba en aquella casa de El Codo de Satán?