3

De este modo, temprano, en la tarde de aquel viernes de junio, Garret Anderson hacía sus maletas en su piso de Hampstead y después pedía por teléfono un taxi para dirigirse a la estación de Waterloo.

Viernes, 12 de junio.

La puesta de sol caía tibia sobre la ciudad cuando el taxi de Garret descendía por Roselyn Hill y Haverstock Hill; en Camden Town dobló a la izquierda, pasó el nuevo Euston, atravesó Russell Square y rodeó Aldwych en el Strand hacia la estación final de Waterloo.

Las calles, atestadas de tránsito a todas horas, imponían ese ritmo que impide llevar una marcha regular o doblar por la derecha o la izquierda, con las continuas detenciones obligadas delante de las luces rojas.

Garret no tenía la más mínima noción de esto. Pensaba preocupado en lo que le había dicho a Nick Barclay la noche del miércoles o, para ser más exactos, en lo qué no le había dicho ese miércoles. Enfrentado con el propósito de hablar a su amigo sobre Fay, se vio de pronto con la lengua tan torpe, que Nick interpretó que su inhibición debía cargarse en la cuenta de la discreción habitual de cualquier familia de abogados.

Pero ¿cómo hubiese podido explicarle todo, aun en el caso de haber querido? La verdad era que no supo cómo hacerlo.

En el taxi recordaba los hechos.

Había sucedido en el luminoso mes de mayo, hacía poco más de un año, una mañana temprano, mientras volaba sobre París. A su lado, junto a la ventanilla, estaba sentada una adormilada muchacha, absurdamente joven y de aire ingenuo (¿podía tener más de veintiún años?), que le preguntó algo sobre el vuelo.

La miró directamente a los ojos: azules oscuros, tímidos, de mirada huidiza, pero con cierta intensidad a través de su inocencia; admiró el aire de salud de su hermosa piel; la pesada mata de cabellos claros cayendo sueltos sobre los hombros, su figura ágil, pero firme, ceñida con elegancia por su traje de viaje de tweed, de color claro. Antes que el avión descendiese en Orly, los dos hablaban bastante animados, a pesar de la modorra.

Dijo que su nombre era Fay Wardour. Había dejado su trabajo (que no especificó cuál fuese) en parte gracias a un legado de una tía que le había permitido hacerlo. Estaba gastando la herencia en esa aventura por el exterior (diez días en París, una semana en Roma) antes de comenzar otro nuevo trabajo a su regreso en junio. Entonces descubrieron que se alojarían en hoteles muy próximos el uno del otro; él en el Meurice, su favorito, y ella en uno muy grande, si no muy importante, no lejos de la calle Rivoli.

—Hotel Saint James y d’Albany. Sic —dijo Fay con su pequeña risa—. ¡Suena muy absurdo!

—Como Gran Hotel, o Pequeña Mermelada o Universo.

—¡Sí! Siempre se usan esos nombres, ¿no? No es que conozca muchos, soy una persona muy ignorante y he viajado poco; mi francés es el espantoso y primitivo de una chica de colegio.

—¿Le importaría empezar a practicarlo yendo esta noche al teatro?

—¡Me encantaría!

De este modo comieron en Fouquet y fueron al teatro Sara Bernhardt, donde ambos se sintieron conmovidos con un espectacular melodrama de Sardou, representado con la convicción que sólo los actores galos pueden poner.

Así comenzaron diez encantadores días antes de que Fay partiera para Roma. Recorrieron los barrios. Observaron los muñecos de cera del Museo Grevin y del Punch-and-Judy, fuera de los Campos Elíseos. Fueron a la ópera no menos que a los strip-tease de los night-club. Comieron al aire libre, a la pálida luz filtrada entre las hojas de los castaños. Garret, abstemio por lo común, bebió más de lo que le convenía, y Fay, a su vez, no necesitó mucho estímulo para hacer lo mismo.

Sobre todo le encantaba Fay por sí misma, su buen humor, su seriedad, su inteligencia y sentido de lo cómico no menos que su simpatía y la gracia que parecía desprenderse de cada palabra suya. Podía andar millas a su lado sin quejarse, y nunca le permitió asumir aires de tío. Eso se puso de manifiesto cuando la llevó a hacer un recorrido por el viejo París, ese laberinto de calles grises de la Edad Media y el Renacimiento, de grandes piedras, en torno del Museo Carnavalet, en la calle Sevigné.

—Otra vuelta, Fay…, ¿se siente cansada?

—¡No, por Dios! ¿Cómo podía estarlo cuando me cuenta estas cosas? Aquel último lugar donde Enrique IV encerró a… ¿cómo era su nombre? La casa al otro lado de la carretera ¡es fascinante! ¿Pero qué estaba diciendo?

—La próxima vuelta será por la calle de Simón el Franco, y la calle de Simón el Simple.

—¿Qué pensamos encontrar en la calle de Simón el Simple?

—Lo verá en un minuto, jovencita…

—Oh, no; por favor, no haga eso.

—¿No haga qué?

—No hable en ese tono, como…, como si no fuera lo bastante crecida.

—No es lo bastante crecida, ¿o acaso lo es?

—Sí lo soy, lo soy. Lo sabe bien.

Y en muchos aspectos debía admitir que tenía razón. No le podía contar a Nick Barclay el acontecimiento más importante de esos diez días de delirio, no podía contárselo a nadie. En el comedor del Thespis Club, con tantos retratos teatrales, no pudo sino apenas describir las perfecciones más obvias de Fay. Nick escuchaba con un aire de profunda sabiduría que le costaba esfuerzo aparentar.

—Mira —le dijo de pronto—, aparte de las cualidades que te gustaban en ella, esa Miss X tuya supongo que era atractiva fuera de lo común. ¿Condenadamente atractiva? ¿Físicamente atractiva?

—Sí, todo junto.

—En suma, todo un plato. Y tú eres un hombre completo y con experiencia, aunque pareces tan inhibido como si siguieras de pantalón corto.

—¿Cómo, hombre, esperas que te conteste una pregunta como ésa?

—Así que no quieres hablar, ¿eh? Eres un perfecto caballero, y no quieres hablar. Pero yo no soy un caballero; nunca lo fui. Hablaría hasta perder la cabeza, créeme, si un plato como ése cayera entre mis brazos sin decir mu. Muy bien, guárdate tus secretos. Pero yo saco mis propias conclusiones. Con París aplicando su medicina, como siempre suele hacerlo, me pregunto si ella no se habrá despojado de sus vestidos y lanzado a andar libre de ellos.

De hecho, Fay había procedido así. La aventura comenzó la primera noche, cuando Garret la acompañó a su hotel. No había tenido la menor intención de seducirla, o por lo menos creía que había sido así hasta que sucedió: le parecía tanta la diferencia de edades. Pero no pudo evitarlo. Fuera inspirado por el vino o porque París hacía el efecto de un filtro o por alguna razón más profunda, no bien la rozó, la timidez y la desconfianza de Fay se diluyeron en un entero abandono que lo asombró, tanto como lo sedujo y le dio vuelta a los sesos. Si alguna voz le aconsejó ser prudente, la ensordeció. Perdió la cabeza sin importarle nada. Tampoco parecía importarle a Fay. No era tanto lo que ella hiciera o dijese; en la intimidad esas cosas pueden exagerarse, sino los inequívocos signos físicos que daban prueba de la intensidad de sus emociones. Así comenzó un delirio que nunca dio señales de disminuir. A despecho de algunas casuales aventuras en el pasado, era como si una voz murmurase dentro de él: Era esto.

¿Y era? ¿No había sugerido que no estaba crecida del todo? En el acto del amor, al menos, Fay era tan experta y experimentada que más de una vez sintió el aguijón de los celos pensando en los otros que podía haber conocido.

Durante los días que siguieron ella pasó por diferentes y menos comprensibles estados de ánimo. Nunca permitió que la fotografiasen, ni siquiera esas cómicas fotografías en que se pasa la cabeza a través de un cartel y que hacen aparecer bajo las formas más tontas. La sola mención de la palabra boda le provocaba amargura, una especie de acidez, tanto más rara cuanto que parecía fuera de su naturaleza. A veces, además, le ocurría caer en un humor negro sin causa aparente. Podía sentirse alarmada, deprimida, y a veces deshacerse en un llanto desesperado.

—Querido —murmuró una vez—, supón que no fuese realmente quien pretendo ser.

—¿Quién pretendes ser?

—Si no me llamase como digo. Si estuviese envuelta en un sórdido y espantoso negocio, inocentemente, por ejemplo, pero que en realidad fuese una siniestra combinación que te hiciese odiarme.

—¿Te he preguntado algo? ¿Puedes imaginar que alguna de esas cosas pudieran establecer la menor diferencia, aun en el caso de que fueran verdad?

—Podrían serlo, querido. Tú piensas que no, tal vez, pero sé que pueden serlo.

—No podría ser, te lo repito.

—¡Oh, Garret! Entonces imagínalo. Terminaríamos con altura al menos.

—¿Terminar? ¿Qué quieres decir con terminar?

—Querido, ¿has olvidado que vuelo a Roma el lunes?

—Bien, si te vas, parto contigo.

—¡No puede ser! ¡No debes hacerlo! Daría cualquier cosa en la tierra porque pudieras, pero no debes. Voy a visitar a una antigua amiga de colegio y otra del mismo curso volará para unírsenos. Imagínate qué sucedería si tú llegases allí. No puede ser, Garret; se sentirían muy disgustadas. Es gente magnífica, pero fácil de escandalizarse. Debo guardar alguna apariencia de decencia, aunque desee pasar el resto de mi vida viviendo exactamente como ahora. Además no es en realidad un final; ¡por favor!, dime que no lo es. ¿Nos encontraremos en Londres, no es verdad?, tan pronto como regrese. Fijemos ya la fecha.

Estos eran los detalles que no diría a Nick Barclay. Bien podía contarle en cambio lo que siguió. En el comedor del Thespis Club, comiendo apresurado cualquier plato, pero fondeando en una botella de clarete, Nick asumía un aire del peor augurio.

—¿Te das cuenta —irrumpió— que ni siquiera me has dicho su apellido? Ese asunto, Miss X de nombre Fay, ha ido bastante lejos. Puesto que estás tan románticamente interesado por esta encantadora desaparecida, ¿qué gran daño podría hacerle que me dijeras su nombre?

—Ninguno. Pero es que no estoy siquiera seguro de saberlo.

—¿Un nombre falso? ¿Piensas que te quiso despistar?

—No sé qué pensar. Es penoso reconocerlo, dada la vanidad humana, pero…

—¿Nunca la volviste a ver, después que partió para Roma?

—Nunca. Se suponía que nos encontraríamos para comer en el Ivy el 24 de junio, y dentro de cuatro días se cumplirá el año justo. Después de esperarla dos horas más del tiempo que cualquiera hubiera necesitado para convencerse de que lo habían plantado, me di por advertido de que lo había sido ampliamente. Final de la comedia.

—¿Comedia, eh? ¿Has hecho algo para encontrarla?

—Su nombre no figura en la guía telefónica, además de que no estoy siquiera seguro de que viva en Londres. ¿Qué podía hacer?

—Eres amigo del diputado presidente del CID. Podías haber ido a la policía.

—¿Con qué información? Me hubieran dicho tan sólo que no era asunto suyo, y hubieran tenido razón. O me hubiesen ayudado a buscarla, ¿con qué resultado? Para gran confusión de Fay o tal vez algo peor.

—En el caso de que fuese casada, quieres decir.

—Tal vez. No lo sé.

—Hay detectives privados.

—Los hay, pero el resultado sería el mismo, para Fay…

—Y tú no deseas perjudicarla de ninguna manera. ¿No es verdad?

—Así es.

—Apuesto a que podré encontrarla para ti, si pongo a trabajar a muchachos capacitados para ello. Pero no querrás, ¿o sí?

—No, no quiero. Ya te lo dije, Nick, he tratado de pensar en cualquier explicación: he tratado de pensar que deseó volver, pero que hubo alguna razón que le impidió hacerlo. Me he torturado imaginando los accidentes que podían haberle ocurrido.

—¡Lo haces ahora, pobre diablo! Con seriedad —le dijo Nick—. Mira, Garret, vas por mal camino y tienes que intentar una salida. Sigue mi consejo. Consulta al oráculo.

—Es lo que estoy haciendo.

—Entonces el gran hombre hablará. Después de serias consideraciones sobre este relato, la sentencia es: que lo que te tiene preocupado es ni más ni menos que el simple y pasado de moda sexo.

—Muy bien, muy bien, y si así fuese, ¿qué hay de malo en ello?

—Oye, ¡criatura! Es tu tío Nick quien habla. No tiene nada de malo, por la gracia de Dios. Encuentros como el tuyo con Fay acontecen todos los días. Eso es todo. Regocíjate, disfruta retrospectivamente. Pero no lo tomes demasiado en serio, como ella tampoco lo hizo. No confundas la salida. No magnifiques una sana y saludable urgencia biológica convirtiéndola en una gran pasión sacada de una romántica novela victoriana. Si pudieras ver tu idilio en su verdadera perspectiva encontrarías que es lo mejor que ha podido sucederte.

—El sentido común te da la razón. El sentido común también está de acuerdo en que probablemente es lo mejor, dada la diferencia entre la edad de Fay y la mía. Pero lo mismo…

—Tienes que crecer, Garret. Vivirás para agradecerme esto. Y recuerda, viejo hijo —pontificó Nick, absorbiendo más clarete—, que estás empeñado en un encuentro de muy diferente género. El viernes por la noche, a menos que reniegues de tu promesa, estarás camino de Hampshire para ayudarme a resolver varios problemas que conciernen al suicidio mental del tío Pen y de su asustada mujer, a tía Essie y sus vapores, y a un supuesto fantasma que puede pasar a través de puertas cerradas sin dejar rastros.

El tren, había dicho Nick, confirmándolo después de hablar con Mr. Dawlish el día anterior, saldrá a las 7,30 de la tarde. Muchos pueblos y villas se agrupan dentro o alrededor de New Forest; Brockenhurst y Lymington, entre ellos. La estación era Brockenhurst, la siguiente parada después de Southampton Central. Llegaría a eso de las 9,35, podían comer algo en el tren, que no estaría demasiado lleno, pues el viernes por la noche toda clase de trabajadores desaparece. En Brockenhurst había advertido Dawlish que esperaría un auto para llevarlos siete u ocho millas a través del campo, a Lepe Beach y a El Codo de Satán. Con qué…

Waterloo barajaba bajo su techo de cristal un gentío desparramado. Garret compró su billete de primera y miró. Tal como había sido preparado, dos compañeros esperaban junto al puesto de libros.

—Querido Nicholas —comenzó a decir una voz pesada y grave.

—Mira —dijo Nick Barclay.

Nick, sin sombrero, con chaqueta y pantalones de sport, cargaba una pesada maleta de mano. Frente a él, con la espalda contra el puesto de libros, estaba parado un hombre, rechoncho, cuadrado (igual que Macaulay, no pudo evitar pensar Garret) con el Evening Standard en una mano y una maleta en la otra.

Andrew Dawlish, un viudo de sesenta años con un hijo ya crecido, que era ahora el otro miembro de Dawlish y Dawlish, lucía el uniforme profesional, de chaqueta corta, pantalones a rayas y hongo. A pesar de su gravedad, algo débil trascendía en él; sus cabellos apenas parecían teñidos de gris. Si sus maneras mostraban algo más que trazas de complacencia y pomposidad, podía tomarse no muy en serio, porque se presentía escondido debajo de ello una gran dependencia. Erguido, pontificaba como Nick el miércoles por la noche.

—He de confesar, Nicholas, que no te encuentro tan norteamericanizado como temía. Usas, es verdad, aquellos vulgarismos a que todos tienden bajo la influencia de la televisión, pero has preservado mucho la vieja entonación. Como decía…

—¡Firmes! —interrumpió Nicholas, girando en redondo—, aquí está Garret, aquí está el trovador errante, por fin. Rápidamente hizo las presentaciones. Ahora que toda la Sucia Junta está reunida, podemos partir.

—¿Puedo sugerirte, Nicholas, que bajes un poco la voz?

—¿No ha entendido lo que dije? Es Garret Anderson. Mi más viejo amigo. Todo cuanto tenga que decirme, también puede decírselo a él.

—¿Puedo, como te dije antes, sugerirte que no es necesario decírselo a toda la estación? Mr. Anderson —continuó el abogado, con un gran parecido a los retratos de Macaulay—, es un gran placer conocerlo. He leído varios de sus libros que me han gustado. Temo que nuestro joven amigo Nicholas me considere demasiado cauteloso y discreto. Pero uno tiene deberes que cumplir. Me halaga que haya seguido mi consejo, si puedo decirlo así.

—Sí, sí puede decirlo —dijo Nicholas—. Estoy en todo con el Deber, Hijo de la Voz de Dios, y seguiré su consejo cuando sepa cuál sea. Pero ¿querrá, en una palabra, contestar una pregunta, directamente, sin ningún rodeo o antedicho estipulado?

—¿En una palabra? —replicó Dawlish—. Sí.

—Tío Pen…

—¡Ah, sí, su tío Pennington! —contestó Dawlish desde un punto intermedio entre Nick y Garret—. Al comienzo esperamos grandes cosas de Pennington, confieso que yo esperé. Habló de nuevo de escribir una pieza, como se estilaba en los viejos días, aunque en la actualidad parece que lo único que hace es componer largas cartas para semanarios literarios, y dictarlas a su secretaria. Su salud… su corazón… el shock de estas semanas pasadas…

Nick movió una mano como hipnotizado.

—Ahora escúcheme. Comentarios de Blackstone, usted es cauteloso, muy bien. Y capaz de mantener la boca cerrada, aunque no lo haya observado así. ¿Puede el hombre que pregunta algo obtener una respuesta inmediatamente?

—Sí, le pido disculpas. ¿Cuál es?

—¡Bien! Todos estamos conformes, ¿no?

—Muy bien.

—¿Dijo a tío Pen que no sería expulsado como un viejo tubo de pasta dentífrica? ¿Qué puede permanecer en su amado Greengrove y conservarlo hasta el fin natural de sus días y más allá?

—Se lo dije tan detalladamente como me indicó. Me tomé además la libertad de informar al mismo tiempo a Miss Deidre. Miss Deidre, quiero explicarle —el abogado añadió para Garret— es actualmente Mrs. Pennington Barclay. El servicio comienza a llamarla así por instigación de Mr. Barclay (Mr. Barclay es desde luego el difunto Mr. Clovis) y algunos de nosotros, por supuesto, hemos contraído este hábito. Es una encantadora joven de quien Pennington debería estar orgulloso.

»Sé que Nicholas le ha informado. Pero es este un mundo malvado, por lo poco que he podido aprender. Los hombres se aferran con dedos voraces a las cosas que han heredado por ley, y Pennington no es por cierto de naturaleza confiada. Le di su mensaje; fue el suyo un gesto generoso. La cuestión es: ¿cree él que es eso lo que usted ha querido decir?

—¡Por la gracia de Dios!, claro que es eso lo que he querido decir.

—Yo lo creo, pero ¿lo cree Pennington? Es un hombre imprevisible, un imaginativo en cierto modo. ¿Cuál es exactamente, para usted, la definición de con todo derecho? ¿Y qué, por una desmañada terminología y todavía más desmañada intención, puede él considerar ser el fin natural de su vida? Si por azar…

—¡Necedades, Consejero! —rugió Nick—. ¡Necedades, disparates, salta a los ojos! Si está diciendo que tío Pen es lo bastante loco como para poder lastimarse él mismo…

—No digo eso. Nunca lo he pensado. Digo tan sólo que mi antiguo amigo es sombrío e imprevisible. Y digo más —Mr. Dawlish agregó con alguna premura—, debemos apresuramos si queremos alcanzar este tren.

—Sandeces, ¡hay tiempo de sobra!

—Con su perdón, no lo hay. Mire el reloj. No le quiero meter prisa, Nicholas, pero tenemos otra razón para no perder el tren y apenar a la casa. ¿Sabe qué día es hoy?

—Viernes.

—Es junio 12. ¿Y mañana?

—A menos que se esté jugando con el almanaque, mañana será 13 de junio.

—Como acaba de señalarlo, será 13 de junio. Y será el cumpleaños de su tía Estelle.

—La ceremonia, ¿eh? Todavía se respetan las ceremonias.

—Lo hacen.

—Recuerdas, Garret, que cuando alguien nacía, había ceremonia en el viejo lugar. Te lo conté.

—Sí, me lo contaste. ¿Qué clase de ceremonia es ésta?

—La noche antes del gran día la cocinera prepara una elaborada tarta, que es trasportada con gran pompa al comedor, hay un discurso y se hacen regalos. Esto sucede siempre a las 11 de la noche anterior. Tío Pen solía reclamar que debía hacerse a medianoche, pero tía Essie refutaba que esto tendría a los chicos levantados hasta muy tarde. Desde niño siempre me pareció insoportable aguantar hasta el final esta pesada costumbre… ¿Su cumpleaños, eh? No puedo imaginarme que Essie disfrute con él, teniendo cincuenta y cinco, que son los que lleva, ¿no? Pero tiene usted razón. No podemos decepcionar a la vieja muchacha. ¡Vamos!

Nick hizo señas a un mozo que pasaba por allí y le largó la pesada maleta a las manos.

—Aquí está, muchacho —dijo—, el nuestro es a las 7,15. ¿Por qué puerta?

—Número 11. Justo aquí. ¿Para Bournemouth?

—No vamos tan lejos como Bournemouth, pero sí en el mismo tren. Acomoda esto en el primer salón de fumar de primera clase que encuentres vacío.

—¿Tomó su billete? Enfrente está la parte mejor. Aseguraré la maleta y lo sigo.

—Rápido, ¿qué hacen ustedes? ¡Por los dientes de Dios, vamos!

Una vez decidido se zambulló. Pasó la barrera esgrimiendo su billete, se encaminó con gran prisa casi corriendo a lo largo del andén. Dawlish, a pesar de su solemnidad, podía moverse con agilidad cuando se decidía. Trotó a su lado sujetando la maleta. Garret trepó al último coche.

El sol desapareció detrás de una nube; el andén y el tren de la derecha (uno largo, color crema y chocolate de sorprendente nitidez de línea) quedó en la sombra, frío bajo un cielo barroso. Se encaminaron hacia el extremo del andén, a través de los pequeños nudos que era lo que parecían los pasajeros que subían al tren. Pasaron al coche restaurante, donde la cara desconocida de un desconocido miraba a través de la barra de la ventanilla. Llegaron al primer coche, donde se detuvieron a esperar al mozo, cuando Barclay volvió a hablar.

—No será precisamente una fiesta, estando las cosas como están. Había olvidado el cumpleaños de la vieja muchacha, si es que alguna vez supe la fecha, y ahora no hay tiempo para comprarle un regalo.

—Por el contrario, Nicholas. Le llevas el más precioso y bienvenido de los obsequios. ¿Necesito decir que me refiero al arreglo? Pennington lo propuso, tú lo confirmas; y Estelle no tiene motivos para dudar de tu buena fe. Las cosas se encaminan bastante apacibles. Pienso que por lo que respecta a ti y a Pennington sobran los comentarios. Miss Deidre es la más ansiosa porque las cosas sigan placenteramente. ¿Habló usted Mr. Anderson?

—Sí —dijo Garret, que estaba a diez pasos de él—. Perdone la intromisión, pero la persona que menciona, Mrs. Pennington Barclay, ¿cómo es?

Detenido en su camino, Dawlish contestó con la cabeza medio vuelta.

—No hay duda que cargaré con gusto la responsabilidad de aclararle ese punto. Mrs. Pennington es encantadora en todo sentido. A pesar de la diferencia de edades…

—Sí, desde luego, pero no es esto exactamente lo que quiero saber. ¿Cómo es? ¿Cómo podría describirla?

—Una pregunta difícil, señor.

—Sí, pero…

—El más cauteloso crítico —declaró Dawlish—, estaría obligado a conceder que es muy bonita. Miss Deidre parece más joven de lo que es, todavía ahora. Es de mediana estatura, de cabellos claros, con hebras graciosas y finas que…

Nick Barclay lo paró en seco.

—¿Es rubia? —después, dándose la vuelta—: ¡Por todas las paganas ironías no puede ser rubia! Por los dientes de Dios, Garret, ¿qué va a pasar en tu cabeza ahora?

—¡Nada, nada en absoluto!

Fue Garret quien esta vez se paró en seco. Conducidos por el mozo que había abierto la puerta en el otro extremo del coche, otros dos subieron a él. Una pequeña agitación animó el andén, Garret permaneció sin moverse y sin pensar, cuando alguien le tocó el codo desde atrás. Era otro mozo, macizo y con aire de conspirador.

—Disculpe. Pero la señora dice…

—¿Qué señora?

—En el último compartimento sobre el corredor del otro lado. Si quiere ir a ese compartimento puede entrar por la puerta de la derecha, siguiendo más allá, hasta dar la vuelta por la esquina de la izquierda. Antes de seguir con los otros señores, la señora le ruega, que por favor se detenga y la vea durante un minuto.

—Gracias —Garret le entregó su pequeña maleta con media corona para obtener un servicio rápido y efectivo—. Lleve esto al compartimento donde van los otros. Dígales que no tengo la menor intención de perder el tren y que estaré con ellos en cuanto pueda.

¡No era posible, desde luego y sin embargo!… Echó una mirada alrededor. Después se volvió apresuradamente.

Contra la ancha ventana, en la sombra se veía un triángulo rojo con letras blancas “No fumadores”. Alguien dentro se daba la vuelta para mirarlo. De pie, una mano en la ventana, pero con la cabeza desviada como para no ver, estaba Fay Wardour.