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—¿Bien qué? —preguntó Garret.

—¿Cómo han ido las cosas?; desde que te vi la última vez, parece que te has convertido en un hombre famoso.

—Por razones equívocas.

—Eso a quién le importa. ¿Para qué discutir? La cabaña del Tío Tom, seas o no responsable de ello, es todo un espectáculo. La he visto dos veces, te felicito. ¿Cuándo la traerán a Londres?

—No lo sé todavía, tal vez nunca. Las autoridades no quieren dar permiso.

Garret llamó, para que les renovaran los Martini y ambos encendieron sus cigarrillos.

—Quién habría pensado que el viejo Macaulay fuese un gritón descosido. Recuerdo lo que Lytton Strachey escribió; Helo aquí, rechoncho, cuadrado y hablando incesantemente del Parnaso. ¿Qué es lo que el Lord Chamberlain de todos modos tiene contra él?

—En el segundo acto, si recuerdas, Macaulay desafía al Virrey de la India; primero en un largo parlamento sobre la democracia y después con una resonante canción cuyo título se me escapa ahora.

No los pisotee Virrey: ellos lo matarán. ¿Puedo silbar la tonada?

—No gracias.

—Pero no puedo entender todavía Garret, ¿qué es lo que le pica al Lord Chamberlain?

—El Virrey, en Tío Tom, está presentado como el más ocluido y odioso de los villanos, azotando y torturando a los hindúes para gloria del Raj. En la vida real todavía existen descendientes suyos. A menos que se lo describa bajo mi aspecto más ficticio, el Lord Chamberlain no puede permitir que lo representen.

—Mala suerte. Pero no es de esto de lo que quería hablarte. ¿Cómo va tu vida privada, viejo animal? ¿Todavía no te has casado?

—No, aún no. Tú sí te has casado. Por lo menos es lo que he oído.

Estuve casado —respondió Nick lanzando una bocanada de humo, con aire filosofal—. Estuve casado con Irma, pero no tuve éxito y rompí hace mucho. Desde entonces ando campeando. Amalas y déjalas es mi lema, aunque no muy original. Estoy entrando en años, Garret —dijo Nick casi con mal humor—, si no me cuido desarrollaré un corpachón; el pelo empieza a escasear en la coronilla como bien puedes ver. Pero , viejo mohoso, ¡estás estupendamente, flaco y derecho como una línea, con el cabello tan abundante como siempre, eres tres veces afortunado, hijo de mala madre!

De nuevo chocaron los vasos.

—¿Te crees muy fino, no, llamándome tres veces afortunado, hijo de mala madre —le replicó Garret—, Samuray Barclay, Monarca de Todos los Suministros?

—Puedo apropiarme de cualquier empalme —respondió Barclay—, y acallar cualquier historia sobre mí.

—Eso suena al Times.

Times, cubierta de revista o lo que sea. Sí, tal vez les ha lastimado de manera infernal que les sugiera un competidor, pero juegan limpio, como caballeros. Lo mismo sigo pensando que eres un burro, ¿estuviste en el estreno de La cabaña del Tío Tom?, ¿y por qué no me llamaste?

—Lo hice, pero me dijeron que no estabas en la ciudad.

—Sospecho dónde estaba. Eso fue a finales de 1962, ¿no fue en tiempos de la crisis con Cuba? A pesar de eso…

—Mira, ya pasó la oportunidad, olvídalo y vengamos a lo de ahora. Si algo te perturba tanto como me hiciste saber por teléfono, dado que fue una insinuación solamente, ¿por qué no me hablas de ello?

—Eso creo de verdad, ¿o vas a empezar a burlarte como acostumbras?

—No dudes de que es lo que pretendo.

Una abrupta seriedad transformó la expresión del rostro de Nick. Hacía mucho calor en el bar, con la calefacción muy fuerte como de costumbre. Un tardío rayo de sol se filtraba por el borde de una hoja de la ventana, iluminando el extremo del ojo izquierdo de Nick, que de manera forzada se sobrepuso, acabó su vaso y apagó la colilla de su cigarrillo aplastándola contra el cenicero.

—Te lo contaré, la mayor parte de las personas acaban por convertirse en extraños después de veinticinco años, pero yo no te siento un extraño. Tengo confianza en ti. Dime; ¿puedo confiar en Andrew Dawlish…?

—Es el abogado de la familia, ¿no?

—Sí, todavía lo es. Y aunque soy un tipo desconfiado, tú eres justo la clase de persona de quien puedo fiarme.

Es verdad, hay dificultades. Cosas que han sucedido en Greengrove, y fuera de allí, es tío Pen, es tía Essie, es todo a la vez; espero ser capaz de manejar las cosas.

—Bueno, ¿qué es lo que ha ocurrido en Greengrove?

—Fantasmas —dijo rápidamente Nick, poniéndose de pie.

—¿Fantasmas?

—Un supuesto fantasma, por lo menos. Pero eso no es todo. Un nuevo testamento. Mujeres misteriosas, de carne y hueso, que aparecen durante un tiempo y se desvanecen como si nunca hubieran existido.

—¿Qué diablos quieres decir —preguntó Garret con la misma brusquedad— con eso de mujeres de carne y hueso apareciendo y desapareciendo como si nunca hubieran existido?

—¿Qué, quién? —contestó Nick con la voz encordada—. Te impresioné, ¿no?

—¿Qué es lo que quieres decir?, es lo que te pregunto.

—El hecho es, don Juicioso, que pensé que te ponías un poco raro cuando te pregunté si estabas casado. ¿Es posible, pongamos por caso, que como otros amigos tuyos del mundo del espectáculo hayas encontrado una dama?

—Bueno…

—¿Es rubia, Garret? ¿Te acuerdas de la pequeña Milly Stevens, que vivía cerca de ti, en Wartford? Estabas tan prendado de ella como se puede estar a los quince años. Milly era rubia, y tú jurabas…

—Cualquiera, fuese la que haya encontrado o que haya tenido, no veo qué relación puede tener con el presente problema. ¿Qué pasa, Nick? ¿Qué es lo que te preocupa tanto? ¿Tomamos otro trago?

—No, gracias. No me siento en forma, no he comido mucho en todo el día y no quiero estar duro antes de cenar.

—Como quieras; siéntate y cuéntame.

—Te conté una vez —continuó Nick arrellanándose en la silla y buscando sus cigarrillos— que no había ninguna comunicación entre mi familia y mi abuelo desde que mi padre rompió el tintero y partió. Te lo conté, ¿no?

—Sí.

—No estaba seguro. Mi padre nunca escribió a Clovis, excepto para mandarme el dinero y su interés, y Dios sabe que tampoco lo hice yo. Pero a veces tía Essie solía mandar unas líneas a mi madre, quien le respondía con toda puntualidad. No sucedía a menudo (una vez al año, tal vez, con un año por medio), pero establecía un modo de relación con la feliz y querida casa ancestral. El viejo Clovis, de quien cuanto menos se hable, mejor…

—Lo encontré en una ocasión, hace mucho, y no me Pareció tan mal como todo eso.

—Ni la mitad, siempre que no te hayas cruzado en su camino o no lo hayas molestado de alguna manera. Si es que existe alguien de quien no se pueda decir otro tanto.

Encendiendo un cigarrillo, Nick clavó la vista sobre la mesa con extraordinaria intensidad.

—Era terrible. Te lo aseguro. Éramos un grupo, Garret, inestable y tal vez no del todo equilibrado, pero mi abuelo era un excéntrico. Aparte de una pequeña costumbre sentimental, cuando se producía un nacimiento (no tienes la menor idea de cuál era esa costumbre, que por todo lo que sé, se conservó), Clovis permanecía en su sitio, furioso, con alternativas de modorra e ira. Fue tremendo en el tiempo en que mi padre y mi madre y yo vivíamos en Greengrove. ¡Y después! Tenías que haber leído entre líneas de las cartas de la tía Essie; creía que el viejo era Dios Todopoderoso, y aun así no puedes hacerte una idea. Jugaba a endemoniar a todo el mundo, pero en particular y sin cesar a tío Pen.

—No obstante —interpuso Garret—, tengo entendido que le dejó todo a tu tío Pen.

—Sí, por un testamento abierto y depositado bajo la custodia de Andrew Dawlish. Clovis no lo guardó en secreto. No lo mereces, Pennington, pero eres mi hijo. Hasta Essie sabía la existencia del testamento y comentaba que Pen no lo merecía.

Nick calló, echó una bocanada de humo y se sacudió las cenizas.

—Me gusta tío Pen —dijo como defendiéndose—. Lo he querido y aún ahora lo quiero. Tiene una suerte loca, y siempre la tuvo; no lo concibo burlado ni estafado por nadie.

—¿Y de qué modo ha sido burlado o estafado?

—¿No puedes esperar?

—Bien, prosigue.

Quiero a tío Pen, me gusta —repitió Nick—. Tal vez es un poco teatral. Con su pasión por el teatro habría dado cualquier cosa por ser miembro de este club. Pero en aquellos días me trataba como si fuera una persona mayor, que es la manera más segura de ganarse a un chico. Siempre tenía tiempo para hablar; y ¡Dios mío, cómo podía hablar tío Pen! Me contaba cuentos, la mayor parte de fantasmas, a menudo aterradores. No creía en lo sobrenatural; desdeñaba cualquier creencia sobre un retorno después de la muerte, y, sin embargo, lo mismo que mucha gente como él, vivía fascinado por lo inexplicable.

»Todavía puedo verlo como era entonces: más delgado que tú, pero frágil como tú no eres, y nunca sano del todo. Lo veo paseando por el jardín, recitando poemas, aunque mi idea sobre la poesía temo mucho que en aquel tiempo se reducía a Kipling o algún otro Horacio sobre el puente, de tu amigo Macaulay. Pero la de él era verdadera poesía: Keats, Donne, Shakespeare. Clovis odiaba la poesía tanto como el teatro. Secretamente nos dábamos cuenta de que el viejo admiraba a mi padre por ser capaz de enfrentársele.

—¿Se le enfrentó alguna vez tu tío Pen?

—Esto es algo difícil de contestar. Los adolescentes oyen un montón de cosas de los suyos, desde luego, pero no comprenden a los adultos de su propia familia, cuando son imprevisibles o raros. Fue mucho tiempo antes de que se le ocurriera pensar en ello para poder pedir datos a mi padre o a mi madre.

»Años atrás parece que Pen había dado el gran paso por una vez. En la primavera de 1926, siendo yo todavía un niño, y cuando tío Pen no podía haber pasado de sus tempranos veinte años. Mi abuela murió en 1923, dejándole una cantidad de bienes convertibles si él se hubiera tomado el trabajo de gastarlos. Un día después de un ataque de humor de mi abuelo y de una pelea con tía Essie, tío Pen, tranquilamente, hizo sus maletas y se fue. Lo primero que se volvió a saber era que había alquilado una villa en Brighton, donde vivía con una pequeña actriz cuyo nombre he olvidado, si es que alguna vez lo supe.

»¡Jesucristo! —exclamó Nick, alzando las manos—, ¿puedes imaginarte el pío horror de Clovis y la desesperación de tía Essie? Pero no duró mucho. La atracción de la casa solariega o algo así fue más fuerte. En septiembre del mismo año volvió temporalmente a Greengrove con su capricho y su pequeña actriz olvidada.

—¿Temporalmente?

—Si se puede decir así. Tenemos que saltar un gran número de años: treinta, para ser más exacto, hasta el verano de 1958. Clovis había hecho su testamento hacía mucho. Si la situación en Greengrove no había mejorado por lo menos parecía estabilizada, cuando de pronto, a la madura edad de cincuenta y cuatro años, tío Pen, de manera inesperada y con gran secreto, se casó.

—¿Se casó?

—Como te lo digo. Con una novia veinte años menor que él.

Estas palabras, aunque bastante comunes, golpearon con fuerza en lo más secreto del pensamiento y del corazón de Garret Anderson. Fue como si de pronto las paredes del cargado pequeño bar se estrecharan, apretándolo.

—¿Veinte años más joven? —repitió y en seguida—: ¿Quién es la muchacha, Nick? ¿Qué tal es?

—¿Cómo diablos quieres que la conozca? ¿Acaso he hablado o me he escrito con alguien de mi familia?

—¡Cálmate, Nick!

—Se llama Deidre —Nick aplastó su cigarrillo—. Cuanto puedo decirte es que pertenece a una muy buena familia. Sin dinero, pero enteramente aceptable en todos los sentidos; esto lo admite hasta el viejo Dawlish. Una encantadora joven —dice— y muy tratable. Ha sido un gran bien para Pennington, si es que se puede aventurar tanto, y ha ejercido también una buena influencia sobre su abuelo. Por lo que pude colegir, tío Pen la conoció en un concierto o algo por el estilo, hicieron una boda rápida en el registro civil, tal como mi padre hizo con mi madre veintidós años antes, después de lo cual Pen la llevó a vivir a su casa.

—¿Y qué dijo el viejo Clovis?

—Qué podía decir. No podía portarse con la joven como un gallo de pelea, como tampoco podía con el mismo Pen. Si crees, sin embargo, que las cosas podían suavizarse y hacerse llevaderas, es porque no conoces a Clovis. Parece, de todos modos, que ella le agradó y que, gracias a ello, se hizo un poco menos insoportable al final. Pudo darse el lujo de esperar. A nosotros nos toca ahora asistir al último acto y a la explosión.

»¿No te conté que el 20 de marzo de este año mi padre sufrió un ataque en el gimnasio de su club y murió en el Sanatorio Presbiteriano una hora después? En las semanas siguientes estábamos ocupados con el funeral y poniendo en orden las cosas cuando llegó la última carta de tía Essie para mi madre.

»Siento decirte —decía más o menos— que el pobre papá ha muerto el martes por la noche. Pero no te lamentes, está en paz. ¡En paz!, ¿qué te parece? Clovis había estado trabajando con viento este, furioso y con la cabeza desnuda, en no sé qué labor de jardín. A pesar de las maravillosas drogas de nuestros días, una bronconeumonía no es un juego a los ochenta y cinco años. Así que de todos modos…

—¿Y bien?

—Clovis terminó de fastidiar, o por lo menos así lo creímos. Hasta que se produjo la explosión. Fue a mediados de abril, cuando llegó otra carta de Inglaterra. No para mi madre esta vez, sino para mí. No una efusiva de tía Essie, sino una misiva muy formal de Dawlish y Dawlish de Lymington. Fue necesario un intercambio de correspondencia regular para poner por fin los negocios en claro. Las cosas no andaban muy bien en Greengrove, donde se había descubierto un nuevo testamento.

—¿Un nuevo testamento?

—Un testamento hológrafo, realizado por Clovis, sin testigos, pero sin ninguna duda de su puño y letra, e incontestablemente legal. Como ves, Clovis no había terminado de embrollar; lo había hecho en secreto. Escribió el testamento, y lo escondió en la casa en un lugar donde tarde o temprano tenía que ser descubierto. El descubrimiento del testamento, parece, desencadenó una dramática historia, de la que todavía no conozco todos los detalles.

»De cualquier manera, fechado, más o menos, en 1952, el nuevo testamento revocaba el anterior. Tío Pen había sido dejado de lado y tía Essie ni siquiera era mencionada. Todo cuanto pertenecía a Clovis en dinero, seguros, propiedades, incluso por supuesto Greengrove, era legado incondicionalmente a su hijo mayor Nicholas Barclay, o si el dicho Nicholas no estuviese vivo, quedaba lo mismo incondicionalmente a… a…».

—¿A quién?

—¡A ! —exclamó Nick—. A mi querido nieto Nicholas Arden Barclay hijo, en la esperanza de que pueda mostrarse más fuerte y vigoroso que su tío. ¡Por la gracia de Dios, es posible soportar tal cosa! ¿Has oído alguna vez algo semejante?

La polvorienta habitación y su friso de retratos, los polvorientos astros de Covent Garden temblaron ligeramente con el rugido de un jet en lo más alto del cielo. Nick Barclay se puso de pie. Recobrando su dominante garganta, hizo un gesto hacia los vasos vacíos.

—Oye, Garret, puedo pagar bebidas en cualquier club y además puedo pedir otras dos, aunque en consideración a tu ofrecimiento de hace un rato…

—Sí, disculpa, dos más de lo mismo —pidió.

El barman mezcló los Martini, llenó los vasos y discretamente se esfumó. Nick, con su aire de buena persona, con seriedad, extendió la mano hasta el mostrador y tomó su vaso y el otro.

—¡Abajo las maquinaciones!

—Buena suerte.

—¿Lo ves, Garret?, el zopenco me dejó Greengrove, a mí que no lo necesito ni lo deseo, y ésta es la razón por la que estoy aquí, para poner las cosas en claro.

—Me doy cuenta, pero ¿cómo pondrás las cosas en claro?

—Campanas infernales, ¿qué clase de bastardo piensan que soy? Tío Pen tendrá su herencia, una vez que a tía Essie se le dé lo suyo. Pen, a despecho de cualquier cosa que digan, no es ni sórdido ni avaro. Cuando todavía se consideraba el único heredero, durante casi un mes estudió la manera de asegurar a tía Essie una renta de tres mil libras al año durante toda su vida. Esto bastaría para probarlo. Pen tendrá, además del grueso de los bienes, y por encima de todo, Greengrove. Vive en el pasado; razón por la cual quiere tanto ese lugar. El testamento exigirá una serie de tretas legales según dice Dawlish. Bueno, se harán.

—Entonces ¿has hablado con Dawlish?

—Esta mañana le telefoneé desde larga distancia. Hemos cambiado una abundante correspondencia aérea. Vendrá a la ciudad mañana para informarme de la historia. Dime, Garret, ¿podrías acompañarme a Greengrove, a pasar el fin de semana, en el tren que sale de Waterloo el viernes por la noche? Me prestarías un verdadero apoyo moral.

—Sí, con mucho gusto, pero ¿hay alguna razón especial para que necesites apoyo moral?

—Temo que sí. Ha habido que pagar una infinidad de cosas desde que descubrieron el testamento en un jarrón lleno de tabaco. Essie lo encontró. Tío Pen no está bien. Deambula por la casa vestido con una de esas chaquetas de fumar pasadas de moda que la gente usaba hace sesenta años; sometido a cuidado médico. Y cuando se enteró de que en apariencia no era el dueño de la finca después de todo, la noticia le cayó como un golpe de taladro.

»Ten en cuenta —agregó Nick como pensando cuidadosamente sus palabras— que lo de tío Pen puede ser algo neurótico; estos temperamentos nerviosos siempre lo son. En mi opinión lo es más intensamente de lo que nadie sospecha. Es capaz de llevar las cosas muy lejos y hacer cualquier locura, tal como meterse una bala en la cabeza, si piensa que puede ser echado de Greengrove con sus maletas. La primera cosa que escribí a los abogados, semanas atrás, fue que le dijeran a tío Pen que debía permanecer en Greengrove, como le correspondía. Así que espero que eso ya esté aclarado. De todos modos, si la mujer de tío Pen ha temido por él, ¿qué puedo reprocharle?

—Nada.

—Pero tampoco es esto todo lo que ha ocurrido.

—¿Qué ha ocurrido?

—¿No te lo he dicho aún? Un llamado fantasma. Alguien ha andado rondando y haciendo esa clase de horrible e inexplicable treta, desde que se encontró el segundo testamento de Clovis.

—Un minuto, Nick, ¿no estás sugiriendo que el propio viejo Clovis ha salido de su tumba y anda errante?

—¡No, por Dios!

—¿Entonces?

Nick señaló con su vaso el retrato de Garrick representando a Macbeth.

—¡Siglo XVIII! —dijo—. Sir Horacio Wildfare, el perverso juez que construyó la casa hace doscientos años. Aunque ¿cómo podría andar rondando ahora? Tus dudas son tan legítimas como las mías.

—¿Tú no crees en este fantasma, verdad?

—Por supuesto que no; no más de lo que tío Pen o Dawlish creen. Alguien se disfraza, y eso es todo. Pero ¿quién?, ¿por qué?, y ¿cómo lo hace? ¡Filtrándose entre sólidas paredes! ¡Pasando a través de puertas cerradas! Espero que esto no se convierta en un caso para tu viejo doctor Gideon Fell, sobre quien acostumbrabas a escribir cartas.

Y de paso, ¿cómo anda tu doctor Fell?

—Envejecido, como todos nosotros, pero no más sometido. Él y su amigo Elliot, que es ahora diputado presidente del CID, me hacen el honor de caer de vez en cuando a charlar conmigo un rato.

—De todas maneras así están las cosas. La cocinera y la doncella amenazan con irse. Deidre está sinceramente conmovida; tía Essie gimotea. Abreviando, por uno u otro motivo…

—Lo comprendo. ¿Un último trago antes de sentarnos a la mesa?

—¿Por qué no? Puedo muy bien apreciar lo que coma sintiéndome como estoy ahora. ¡Fred!

Con discreción el barman acudió apresurado, mezcló las bebidas, las sirvió y desapareció. El humo del cigarrillo aumentó en tomo al mostrador del bar.

—Y tú me preguntas —prosiguió Nick, sorbiendo con prisa su vaso— por qué necesito apoyo moral. No se trata de un fantasma imaginario. Hay algo en todo este asunto que me revuelve el estómago. Tengo que ir a esa casa, que después de todo es la casa de otro, para jugar al señor magnánimo…

—Es algo decente que debe hacerse, Nick.

—Desde luego. Es de mera justicia. Tú sabes muy bien, Garret, que no puedo hacer otra cosa. El dinero no significa nada para tío Pen; es sin duda suficientemente altivo. Pero no puedo quitarle su amado Greengrove, aunque… —Nick calló de pronto.

—Aunque ¿qué?…

—Nada, olvídalo, es charla de borracho.

—No creo para nada que sea charla de borracho, Nick; ¿qué es lo que te da vueltas en la cabeza hasta el punto de que ni siquiera quieres mencionarlo? ¿Qué anda mal?

—No, Garret, no puedo tolerar…

—¿Qué no puedes?…

—No, no puedo. Tú eres quien tienes algo en la cabeza. Lo sospeché cuando olfateaste lo de las mujeres misteriosas, pero tuve la certeza cuando hablé de la diferencia de edad de tío Pen con su mujer. Algo te mordía por dentro; estaría bien que lo dijeras. ¡Dilo, vieja musa de la historia y de la biografía! ¡Suéltalo, musgoso, Victoriano con toda la potencia de mil helios! ¿No tienes ningún mensaje para ?

Garret se quedó mirando más allá.

—Sí, es posible que lo tenga. Esto en la mayor confianza, espero.

—Lo sabes bien, Garret. ¿Cuál es el perro muerto?

—No es lo que se pueda llamar un perro muerto, precisamente…

—¡Muy bien!, ¿qué es?

Invisibles demonios azules se agrupaban para atormentar los sueños de David Garrick, Mrs. Siddons y toda la corte de celebridades teatrales desde el siglo XVIII hasta el final de la era victoriana que se alineaban en torno, como mudos testigos en sus poses hieráticas. El centelleo del fósforo que encendió Garret puso un breve rayo de luz en la penumbra del bar.

—No es mucha cosa, creo, pero en el momento significó bastante. En mayo del año pasado, aliviado con la terminación de Disraeli, fui a París para tomarme unas breves vacaciones.

—Bastante oportunas. ¿Y…?

De nuevo Garret se quedó mirando al vacío.

—Bueno, como sugeriste antes, encontré una dama.