Fue de este modo, cuando un viernes del mes de junio, a primera hora de la tarde, Garret Anderson hizo la maleta en su piso de Hampstead y llamó un taxi para que lo llevara a Waterloo.
No sería exacto decir que no sabía nada de la familia Barclay o de la casa en El Codo de Satán, lo que significa que tuviera alguna premonición sobre los acontecimientos a suceder.
Además, teniendo en cuenta el inexplicable asunto con Fay Wardour…
¡Fay, Fay, Fay! Tenía que olvidarla y apartarla de su mente por su bien.
¡Sosegarse!…
Hacía dos días, el miércoles por la tarde, que el teléfono había sonado en ese mismo piso, haciendo abandonar a Garret su máquina y maldecirlo como siempre hacía cada vez que su campanilleo venía a interrumpirlo en un párrafo difícil. Aunque su expresión fue cambiando a medida que contestaba.
—Mira, Garret —decía una voz animosa, vagamente familiar aunque no identificable al principio—. No quiero hacerte jugar a las adivinanzas. Soy Nick Barclay.
—¡Nick! ¿Cómo estás?
—Mejor que nunca. ¿Y cómo estás tú, ladrón de caballos?
—Quiero decir, ¿dónde estás?
—Estoy en Londres, por supuesto —contestó Nick—. No te estoy telefoneando sin razón a través del Atlántico, como otros acostumbran hacer en mi trabajo. Para ser más exacto, estoy en el Claridge’s.
—¿Se trata de una visita aérea a tu antigua patria?
—Bueno…
Garret Anderson clavó la vista en el teléfono.
—Hace cuatro años, por esta fecha, en el verano de 1960 —dijo—, después de no haber oído tu voz ni haberte echado un vistazo en casi veintiún años, desde que éramos ambos dos muchachos de dieciséis, me telefoneaste como caído de las nubes, tal como lo haces ahora. Estabas en Londres en el aeropuerto, tardaste el tiempo justo en llegarte a la ciudad a tomar un trago. Al punto, en medio de la animación, con un fotógrafo a remolque, partiste hacia Marruecos, a ver cómo los moros construían un nuevo país después de haber logrado su independencia en 1955, para publicarlo en el satinado periódico que hacía poco habías heredado. ¿Se llamaba Flash, no?
—Es una revista muy buena, Garret.
—Bien, ¿se trata de la misma breve visita aérea?
De nuevo Nick Barclay titubeó.
—No —dijo—. Es verdad que no puedo quedarme mucho tiempo, no más de una semana o dos de todos modos. Se trata de un asunto de familia bastante serio: cosas que no me gustan nada. Pero escucha, viejo hongo, ¿estás de tal manera enfrascado en escribir tus polvorientas historias que ni siquiera miras los periódicos?
—Leo los periódicos y, aunque no lo hiciera, veo noticias por televisión…
—Sí, siempre está la televisión, claro —Nick hablaba con un tono despechado—. Bueno, parece que has oído que heredé de mi padre y de Bill Williss, el hoy llamado imperio revisteril (que hoy no es más popular que la mayoría de los imperios) cuando mi padre cayó muerto en marzo de un ataque al corazón.
—Siento mucho la noticia de la muerte de tu padre, Nick.
—Gracias por la carta de condolencia; mucho me temo haber estado demasiado ocupado para haberte contestado.
De nuevo una nota de apremio surgió en su voz.
—Pero no estaba hablando de esto —añadió—. Concierne al viejo Clovis, mi abuelo, que recordarás murió a la madura edad de ochenta y cinco años en el mismo mes que mi padre. Ahora, parece que estoy metido en algo que no necesito ni deseo tener. Acontecimientos muy desagradables están en camino. Y de ninguna manera quiero que estallen por mi causa. No deseo que mi tío Pen vaya a suicidarse, ni a cometer ninguna tontería sangrienta por el estilo.
—¿Qué?
—Mira —dijo bruscamente Nick—, ¿podemos encontrar, nos y hablar?
—Sí, de cualquier manera. ¿Por qué no cenas conmigo esta noche?
—Con mucho gusto, Garret. ¿Cuándo y dónde?
—¿Qué te parece que me encuentres en el Thespis Club alrededor de las 7,30?
—¿Thespis?
—En Covent Garden; es el club teatral más viejo de Londres. Escucha Nick; es verdad que has estado en Norteamérica durante casi un cuarto de siglo, desde que tu padre te liberó del colegio y emigraste al comenzar la guerra, cuando estalló la camorra con tu abuelo. Pero no me digas que un líder periodista como tú no puede encontrar el Thespis Club en Covent Garden.
—Muy bien, viejo caballo. Gracias, y hasta luego.
Le divertía mucho a Garret Anderson ser socio del Thespis, cosa que encuadraba en la comedia irónica en que de pronto se había convertido su vida.
Garret, que estudiaba historia, había escrito biografías populares sobre Victorianos que habían destacado en política y literatura. Estos libros, que eran excelentes y no carecían de talento y profundidad, aunque le dieron muy buena reputación no tuvieron sino un modesto éxito financiero, hasta que a su agente norteamericano se le ocurrió la idea de hacer de uno de ellos, Macaulay, una revista musical de Broadway.
El famoso equipo de Halín y Peters, se encargó del espectáculo e hizo lo que quiso. Tomás Babingtom Macaulay, con libreto de Sidney Smith, se convirtió en el héroe romántico, cuya Historia de Inglaterra y en particular Leyes de la antigua Roma fueron inspiradas por su apasionado romance (ficticio) con la hija de un conde. Lady Holland, la formidable anfitriona de los primeros tiempos de la reina Victoria, se trasformó en un personaje travieso de la comedia; una de sus canciones, Leyó algún buen libro últimamente, casi cada noche conseguía interrumpir el espectáculo. La del mismo Macaulay, Pajarillo del Bough cantada a su amor, en la terraza de la Casa de los Comunes, hacía palpitar los corazones sentimentales. Y así, con el fondo literario y político del Londres de 1834, nació La cabaña del Tío Tom.
Manejado por quienes lo respaldaban, Garret vio desenvolverse las cosas de tal manera que no tuvo más remedio que firmar un contrato, impotente para poder impedirlo. A despecho de algunas protestas, los críticos se dejaron conquistar; y La cabaña del Tío Tom resultó un éxito triunfal.
—Pero ¿no le molestó —le preguntó más de una vez un amigo— que tergiversaran los hechos a derecha e izquierda?
—Sí, al principio, hasta que el ridículo se hizo más divertido que molesto. Si no se pueden cambiar las cosas, lo mejor es reírse de ellas.
Además, podía muy bien alegar que el fantástico éxito de La cabaña del Tío Tom le había librado de toda preocupación económica para siempre.
De este modo Garret Anderson, apenas pasados los cuarenta (aunque a veces debía confesarse a sí mismo que empezaba a sentir su edad) podía considerarse un hombre afortunado. No un hombre feliz, pero sí afortunado. Flaco, vigoroso, sin embargo mantenía un equilibrado sentido de la responsabilidad. Algunos amigos, inclusive, lo consideraban un poco adusto.
—Apuesto —solían decirle aquellos amigos—, que La cabaña del Tío Tom lo estorba más de lo que admite. En muchos sentidos, Garret, es un maldito Victoriano.
¿Victoriano? Si supiesen lo de Fay…
Pero no lo sabían, ni él tenía la menor gana de contárselo. El caso de la cabaña del Tío Tom podía descartarse como simplemente divertido.
No tan divertida era la situación de Nick Barclay ni de la familia Barclay, pensó Garret cuando recibió la llamada telefónica el miércoles 10 de junio, e invitó a Nick a cenar en el Thespis Club.
En el sudeste de Inglaterra, donde las aguas del Solent se estrechaban doblemente entre la costa del Hampshire y la isla de Wight, está situada como una chata espuela, la tierra llamada El Codo de Satán, por razones que se pierden en la niebla de las centurias. Si bien ningún sentido siniestro estaba ligado al nombre de El Codo de Satán, una más dudosa reputación vino a rodear a la casa de campo, Greengrove, que un eminente, si bien discutido juez del Tribunal Supremo, Justice Wildfare, construyó allí, a mediados del siglo XVIII. El juez murió por esos días, tal vez de manera violenta; y los Barclay compraron la propiedad a sus herederos, convirtiéndose en amos de El Codo de Satán desde entonces.
No eran en realidad una vieja familia, según se entiende por ello.
Los primeros Barclay de que se tenía noticia cierta (eran hombres de negocio con no mucho sentido), venidos del norte alrededor de 1795, hicieron fortuna vendiendo botas a la Armada Francesa durante las guerras napoleónicas y, con juiciosas inversiones durante el siglo XIX, acrecentaron sus bienes de tal manera que, no obstante los aumentos de impuesto y las quiebras después de la segunda guerra mundial, el viejo Clovis Barclay, último de los patriarcas, seguía siendo un hombre rico.
Cuando todavía era muy joven, el viejo Clovis aumentó el patrimonio familiar, desposando a una pudiente muchacha. De este casamiento nacieron tres niños, dos varones y una mujer. Nicholas, nacido en 1900; Pennington, nacido en 1904 y Estelle nacida en 1909. La esposa de Clovis, alma gentil e inofensiva, abandonó este mundo a principios de la década de los veinte. Dejó todo su dinero a Pennington, el menor de los hijos, quien debía proveer a cualquier cosa que aconteciera.
De tal manera comienza la historia moderna.
Para el viejo Clovis, un tirano con toda la barba, mucho más por ser el cabeza de familia, se convirtió en una dura prueba. Si nunca había estado muy seguro de lo que quería, siempre lo había estado de lo que no quería. Su favorito entre sus hijos era el robusto y enérgico Nicholas, que fue con el tiempo el padre de Nick, el amigo del joven Anderson. A despecho de esta preferencia, o tal vez a causa de ella, el viejo Clovis y su hijo mayor discutían continuamente. Nicholas quería iniciarse en los negocios por su cuenta, y eso para su padre estaba mal. Se casó con una muchacha sin fortuna, otra equivocación. Nicholas deseaba conducir autos de carrera que el viejo tuvo que pagar; y haciéndolo, Nicholas se rompió una pierna de tan mala manera que nunca la pudo recuperar, sin que se dijera una sola palabra. Pero ¿independencia? ¿Luchar por sí mismo para sostener a su propia familia? ¡Eso, nunca!
Por otra parte, Clovis, no podía tolerar a Pennington, el artístico, y además el favorito de su mujer. Llamaba a Pennington débil, inútil, lo que no era verdad; pero quedó como cosa probada. Sobre Estelle, nacida solterona, de género infantil, que idealizaba a su padre al que siempre defendió, no pensaba ni bien ni mal.
—¿Essie? ¡Oh!, es una muchacha, los otros tendrán cuidado de ella; siempre estará bien, decía Clovis. Hasta que entró a tallar la joven generación.
El joven Garret Anderson y el joven Nick, que por aquel tiempo estaba lejos de ser un periodista, se hicieron íntimos amigos cuando estaban en Harrow durante el final de 1930. Entre Clovis y Nicholas, las viejas fricciones estallaban ahora abiertamente en riñas, en que las palabras hacían nacer hostilidades mortales. Billy Willis, un amigo norteamericano que reconoció la inmensa capacidad para los negocios de Nicholas, estaba preparando en Nueva York un modesto par de revistas, que con alguna suerte podían convertirse en varias. Escribió a Nicholas, urgiéndolo a reunirse con él. Su última carta llegó poco después que los nazis irrumpieron en Polonia; se declaró la guerra, las sirenas aéreas rugieron la mañana de un domingo de septiembre de 1939; y un día después, Nick, el mayor, se enfrentó al viejo Clovis.
—Estoy fuera de esto, usted lo sabe, declaró sosteniéndose sobre su bastón a lo largo de la polvorienta biblioteca de Greengrove. Esta condenada pierna me impide hacer servicio activo, que es el único servicio posible aquí. Si algo bueno puedo hacer es irme con Bill. Deme mil libras como todo riesgo, que recibirá dentro de seis meses, y veremos. ¿Qué le parece?
El viejo Clovis cumplió a su modo. No contestó en seguida, ni le extendió un cheque. Durante un mes maduró la idea. Retiró del banco de Brockenhurst las mil libras en billetes, que dividió en cinco gruesos paquetes atados con gomas. Después citó a Nicholas en la biblioteca. Ni siquiera le arrojó el dinero sobre la mesa, ni a los pies. Le tiró con toda su fuerza los paquetes de billetes a la cara.
—¡Ahí está tu dinero! —le gritó—. Y ahora ¡vete! ¿Qué tienes que decir?
Nicholas tampoco titubeó, lo que arrojó a la cara de su padre, en compensación, fue el contenido del tintero que estaba sobre la mesa de la biblioteca.
—Váyase al infierno y quédese en él —le rugió a su vez.
Y salió dando un portazo. Veinticuatro horas después, Nicholas, su mujer y su hijo estaban a bordo del Yllyria, embarcados desde Southampton a Nueva York.
Muchas gentes saben lo que pasó después. Guerra o no guerra, los negocios de Willis y Barclay prosperaron en seguida. Nicholas, útil al comienzo, se hizo indispensable Al terminar las hostilidades eran socios; dos modestas revistas se habían multiplicado en cuatro. A comienzos de los años cincuenta, compró la parte de su socio, que quería retirarse. Nicholas controlaba media docena de importantes periódicos como único titular, encabezados por Flash, gruesa publicación de noticias ilustradas, y Pueblo, cuyas intromisiones en la vida de hombres y mujeres eminentes eran siempre tan íntimas como para resultar desagradables.
—Sé que tiene que hacerlo —decía Nick hijo.
Era también la época de la prosperidad de Nick. Habían enviado a Nick a otro colegio: American Harrow, en Gottsburg, en Pensilvania y ahora a Princeton. Después, como compartía la pasión de redactor de su padre, y viendo aquél que llevaba ya varios años de experiencia rodando por distintas redacciones, lo incorporó al cuerpo estable de Flash.
Nick se hizo en cierto modo un nombre como corresponsal especial. Fue enviado a todas partes para observar de todo. De buena índole, rápido y simpático, presumiendo de un cinismo que estaba muy lejos de su naturaleza, no tardó en situarse como periodista.
Entretanto en Inglaterra y en El Codo de Satán…
Un amargado viejo Clovis, después de la partida de Nicholas, se portaba como era de esperar. No estaba enfadado con el hijo, que no mantenía más comunicación con el patriarca que la devolución de las mil libras prestadas, añadidos los intereses, a la cuenta corriente de su banco. En apariencia Clovis conservaba su dureza. El nombre de su hijo mayor no se mencionaría nunca más. No tenía hijo mayor. Sobre todo porque debía disgustar al suave, bondadoso, altamente civilizado Pennington. No obstante las posesiones de Barclay debían permanecer en manos de Barclay. Convocó en Greengrove, a Andrew Dawlish, el terco si bien impresionable procurador que durante años había servido a los Barclay tan fielmente como antes su padre y su abuelo durante casi una centuria. Aunque de la misma edad que Pennington, Dawlish tenía una gravedad que se aparejaba con la del patriarca. El testamento del viejo Clovis, lleno de comentarios que en vano el procurador trató de suprimir, dejaba todo, sin excepción, a Pennington. La fiel Estelle ni siquiera era mencionada.
Los años pasaron; Clovis, a medida que contraía más intimidad con la idea de la muerte, se hacía aún más reservado y gruñón. Y entonces…
En Nueva York, a comienzos de la primavera de 1964, Nicholas Barclay, que no se cansaba de alardear de su salud y fortaleza, mientras subía por una cuerda en el gimnasio de Apex Club, sufrió un ataque al corazón, que lo mató pocos meses después de cumplir sesenta y cuatro años. A su vez el viejo Clovis, haciendo plantaciones en Greengrove bajo los embates del viento de marzo, contrajo bronconeumonía. Fue a reunirse con sus antepasados en el patio de la iglesia de Beaulieu. Aquello no fue un final; sino tan sólo un principio.
Garret Anderson se enteró en Londres de ambas muertes. La muerte de Nicholas causó sensación en la prensa británica, mientras que la de Clovis ocasionó apenas una modesta crónica fúnebre en The Times. Murmullos chismosos informaron a Garret que Pen, el tío de Nick, había heredado no solamente el dinero de Clovis, que no necesitaba, sino además Greengrove, que Pen quería y cuidaba, así como que Nick había heredado las empresas de su padre y se había convertido casi en un magnate del periodismo a los años cuarenta.
Garret nunca pudo comprender la devoción de Pennington Barclay por la casa de El Codo de Satán. Durante una visita, que años atrás hiciera un día como invitado de Nick, el lugar lo deprimió y lo inquietó. A despecho de las comodidades y mejoras modernas que ofrecía, a despecho de la belleza de los alrededores, Greengrove era sombrío y triste.
Siempre se sentía la necesidad de echar una ojeada por encima del hombro en la oscuridad. Aposentos y galerías, fríamente lujosos, estaban recorridos por molestas corrientes de aire que no parecían actuales.
No era asunto suyo, se dijo a sí mismo Garret, no era sino un muchacho de su tiempo, tal vez equivocado; y de todos modos, ¿quién era para hacer juicios confidenciales de esa naturaleza?
De todos modos, cuando Nick en forma inesperada le telefoneó ese miércoles 10 de junio, Garret sintió como una punzada de inquietud por causas más tangibles. Tenía pocas noticias de lo que había ocurrido en Greengrove durante los años transcurridos. Pero Nick, el pretendido cínico, tenía evidentemente algo en la mente y, a juzgar por sus palabras, nada bueno. Garret resolvió no llegar tarde a su cita para cenar. Tomó su auto con tiempo suficiente para llegar a Covent Garden, dio interminables vueltas (como siempre ocurre en Londres) antes de encontrar sitio para estacionar, y entró en el Thespis Club pocos minutos después de las 7,30.
Su huésped no había llegado aún. Eran las 7,45 cuando Nick Barclay irrumpió en el pequeño bar del piso bajo en el que los retratos de actores del siglo XVIII (¿un homenaje?), se alineaban formando una ancha franja en torno de las paredes.
Fuera de ellos y del barman, el lugar estaba desierto. Aunque Garret no había visto a su amigo sino una vez en veinticinco años, sintió de nuevo que habría reconocido al recién llegado donde fuera. Todavía Nick encargaba sus trajes a Londres. De cabellos negros, mentón ancho, ojos alertas, estaba bien para su mediana edad. A semejanza de su abuelo y de su padre y hasta de su tío, comenzaba a hacerse corpulento.
—¡Oh! —dijo Nick.
Se estrecharon las manos cordialmente y se insultaron con verdadero gusto. Garret pidió dos Martini, llevándose las bebidas a la mesa, donde se acomodaron uno frente al otro. Después de chocar los vasos en un brindis, bebieron sus cócteles, casi de un trago. Nick se sentó muy derecho con una cierta expresión de angustia marcada en las líneas de debajo de sus ojos, y se quedó mirando fijamente a su compañero.
—¿Y bien? —le dijo.