ANTONIO IBARRA

Cuando llegó a México, Antonio Ibarra tenía los ojos oscuros y el pelo en desorden, tenía el deseo de hacerse al bálsamo y los hábitos de la tierra que lo recibió. No pensaba olvidar los cedros de su patria, tampoco quería quitar de su memoria el aroma a hierbabuena que toma el aire al atardecer, ni las higueras, ni el sonido de su idioma, pero quiso hundirse en la humedad de su nuevo país, seguro de que no tendría jamás otro.

Conoció a Guadía al volver de una tarde en la tienda donde unos paisanos le enseñaban a vender los encajes y el terciopelo que la gente del trópico usa cuando oscurece. La encontró en la puerta de una casa con barandales de madera, blanca como traje de novia. Se detuvo frente a ella y de la bolsa de su chaqueta sacó un fajo de cartas.

—Escoge una y mírala bien —le dijo en vez de saludar—. No me cuentes cuál es. Ahora revuélvelas y luego me las regresas.

Guadía le siguió el juego con la mitad de una sonrisa y sin decir palabra.

—¿La viste bien? —le preguntó Antonio. Ella asintió con un gesto y devolvió las cartas. Él las tomó de regreso y las hizo flotar de una palma a la otra barajándolas varias veces con sus dedos largos. Luego se las pasó por la cara, volvió a juntarlas y volvió a mostrárselas a la mirada impávida de Guadía. Sacó una carta del atado y la mostró sin abrir la boca. Con la cabeza negó que aquella fuera la elegida. Sacó otra y repitió la señal: esa tampoco era la carta.

Guadía empezaba a preguntarse si tanto circo iba a tener fin, cuando él abrió la boca y enseñó sobre su lengua un tres de espadas doblado por la mitad. Acercó su cara hasta sentir encima los ojos de cedro vivo que tenía ella. Se llevó a la boca el índice y el pulgar, jaló la carta y aseguró:

—Esta es.

—Turco tenías que ser —dijo ella riéndose.

—Libanés.

—Aquí es lo mismo, en la fama trae uno el nombre: tahúr. En mi casa está prohibido el juego —contó dejando caer la carta sobre su falda y cerrando las piernas para atraparla entre los pliegues.

Era una niña casi, pero las mujeres de entonces crecían antes. Las mujeres de entonces creían que no casarse en el tiempo anterior a sus dieciocho años era perder los mejores septiembres en imaginar una vida menos ardua de la que tendrían. Preferible encontrar a tiempo la mitad del infierno, que esperar para siempre la gloria de lo que no existiría. Lo miró como si fuera fácil descifrarlo.

Antonio había llegado desde El Líbano hasta la tierra caliente en que refugió su vida, tras un viaje largo y tortuoso que volvería a emprender sin la menor duda. Su país llevaba tantos años en guerra que no encontró ahí quien recordara los días en que hubo paz.

Ni sus padres, ni sus abuelos, ni siquiera sus bisabuelos supieron nunca sino de muerte y pérdidas. Él no quiso que le pasara lo mismo, y emigró en busca de la promesa que fue América para muchos de sus paisanos.

Salió de Trípoli un amanecer color sepia, a bordo de un barco que navegó cincuenta y tres días y se detuvo en dieciocho puertos antes de llegar a la dársena de agua transparente cerca de Mérida, en México. Para cuando bajó a ese lugar bullicioso de mañana y lánguido en las noches, iba cargado aún con el arrojo que guardan para siempre quienes huyen del miedo. Había dejado en El Líbano una guerra de tantas y en el camino se había hecho de otra casi tan temible: la fascinación por las barajas, los dados, la ruleta y todos los juegos que gobierna el azar.

No existió un hombre en el barco que no apostara desde su oro hasta sus zapatos con tal de no aburrirse en aquella travesía que pintaba la eternidad. Antonio había empezado apostando los aretes de su madre en un juego en el que ganó un reloj de poca monta, a partir del cual llenó una caja de cartón: primero con baratijas y calderilla de cobre y al final con monedas de oro y prendas finas. Su fama se había extendido por el buque. Era tan hábil y de tal modo lo socorría la fortuna que primero los pobres que viajaban con él en las literas de cuarta y, poco a poco, todos, hasta quienes jugaban en el casino de la primera clase, perdieron algo frente a sus manos.

Así las cosas, no una fortuna, pero tampoco la completa pobreza bajó con él a Yucatán. Había estado en cien lugares, pero sólo en ese trozo de mundo quiso quedarse, y eso lo supo porque cuando miró a Guadía miró de frente la única patria que le interesaba tener.

Rosa, como se llamaba ella en español, era hija de un hombre con la piel de aceituna y la nariz de un águila, que también había dejado El Líbano por los años ingratos, unido a una mujer con las sienes tersas y los ojos abismados.

Pero no sólo por eso la fascinó Antonio, sino por otras cosas que sólo ella y el aire sabían bien. Se hicieron novios. Caminaban el pueblo, con Rosa dentro de un vestido azul, que tenía en la orilla de la falda una tira bordada.

Ella empezó a pensar que él era guapo aunque no lo fuera y él tuvo la certeza de que no había en el mundo mejor azúcar que su lengua. Se besaban todo el tiempo que tenían cerca, pero por entonces besarse no era cosa de juego y aire suelto, era de matrimonio y mortaja bajando del cielo, porque del cielo bajan. Así que se casaron y durmieron entre las mismas sábanas tantas veces y tanto que tuvieron cinco hijos en cuatro años. Uno tras otro quedaron acomodados en la casa, haciendo ruido en la mañana y en la noche, creciendo todos al mismo tiempo.

Luego de los primeros cinco, nacieron otros tres. Para entonces, hacía años que él había dejado la tienda de sus paisanos haciéndose de un negocio propio. Al principio cargaba una maleta llena de telas y todas las mañanas recorría las calles de la ciudad tocando de puerta en puerta. Apenas le abrían una rendija, él empezaba a hablar con la voz en alto que traía como una de las costumbres de su país. No había manera de negarse a comprarle algo. Vendía y cobraba en abonos y en un rato se hizo de un carrito, que empujaba por las calles de polvo, con diez veces más mercancía que la maleta. Una variedad de prodigios salían del carro y lo mismo podía comprársele a su dueño un mantel que un pañuelo, una lámpara que un cuaderno, un camisón que un martillo, un encaje que una muñeca.

«El cometa Libanés», llamó Guadía al carro aquel y dibujó el nombre en una de sus caras. Tal fue el éxito del negocio con ruedas, que Antonio tardó poco en hacerse de un local cerca del mercado. De sus ganancias sacó para comprar un terreno en el que construyó una casa de dos pisos. Abajo quedó la tienda y arriba el hogar para Guadía y sus hijos.

De ahí en adelante todo fue la sonrisa de la fortuna mezclada con su carácter conversador y sus ojos igual que dos chispas.

Rosa, como desde el principio la llamó su marido, empezó a pasar las mañanas en la tienda y él se echó a la búsqueda de negocios en otras partes. Ella, según la opinión de medio pueblo, debía sentirse en paz porque tenía en su casa un correcto jefe de familia y ocho tesoros. Pero según ella, que de seguro sabía más, a cambio de todo aquello había perdido la firmeza de sus pechos, la juventud primera y la cabeza. Porque sólo con la cabeza perdida podía vivir con un hombre que rompía a diario el único juramento que ella le pidió alguna vez: «Si dejas la baraja, me caso contigo», le habla dicho. Y él había dejado la baraja con tal de barajárselas con ella. Trabajó diez años del sol del amanecer a la luna de la noche tardía sin permitirse ni mirarlas de lejos. Pero en cuanto «El cometa Libanés», luego de muchas vueltas, brilló sobre la fachada de la nueva tienda, él sintió que tantísimo esfuerzo merecía una partida de cartas en el billar de su amigo Salim, un paisano de gesto apacible y barriga insaciable que se había hecho rico porque, como bien decía, vagos hay en todas partes y no empobrece nunca quien se dedica a entretenerlos.

—No me digas que te vas a arriesgar a que te echen de la casa —dijo Salim cuando lo vio entrar.

Se encontraban todas las mañanas en la tertulia del café y la historia de la única razón por la cual no había caído en la jugada la sabían todos tan bien como él mismo: tenía pánico a romper con su condición de abstemio, porque pánico le tenía a la furia con que su mujer le cerraría la puerta si lo notaba otra vez preso de aquel vicio.

Pero todo fue ir una vez, para que la fiesta del albur diario se le metiera de nuevo como cuando viajó desde El Líbano exorcizando, con las barajas y los dados, el tedio del mar abierto. Desde que salió de Trípoli y durante los dos meses que tardó en ir de ahí a Santander y de Santander a Cuba para por fin desembarcar en México, la jugada se le metió en el cuerpo para siempre, aunque hubiera conseguido engañar su pasión pasándola unos años a Guadía.

La vida en el pueblo a veces era tan plana como las calles blancas, como la playa cerca del puerto a la que su mujer quería ir todos los domingos con todos los hijos, a buscar su propio azar entre las olas. Guadía y los niños entraban en ese mar riéndose y a Ibarra lo divertía verla brincar como ellos. Pero él le temía al mar y no pensaba mojarse ahí aunque fuese el alivio del que ella presumía.

Así que los domingos esperaba a verlos salir del agua para acompañarlos hasta la casa y mientras ella se quitaba la ropa mojada, él le iba lamiendo la sal de las piernas, el pubis que sabía a ostras, la cuenca del ombligo que aún guardaba unas briznas de arena, los pezones todavía endurecidos. Hasta que ella se rendía sin más palabras a los modales de ángel desnudo que él tuvo siempre que se le acercaba al cuerpo, y cejaba en su promesa de no dejarse tocar mientras él siguiera manoseando barajas.

Después de esas dilecciones Guadía se quedaba profunda en la siesta, sin memoria que siempre le hizo falta a media tarde. Y tras un rato cerca de ella abrazándolo como si lo aprisionara, Antonio se atrevía a deslizarse despacio para salir sin ruido rumbo al negocio de riesgo ajeno del que comía Salim.

A la misma hora sus hijos mayores quedaban sueltos y corrían las calles aguzados como las lechuzas cuando buscan refugio. De ahí que en esos recorridos descubrieran que su padre huía de la siesta para reunirse con un grupo de hombres que hablaban con desconfianza escondidos tras un abanico de barajas.

Primero él iba nada más los domingos, pero al poco tiempo todos los días al salir de la tienda y hasta después de la medianoche. Volvía casi de madrugada, a veces cantando y a veces con las bolsas al revés. Cantando: se había ganado una tienda de abarrotes y un cocal en la isla de Cozumel. Con las bolsas al revés: había perdido las ganancias de seis meses.

—Te lo advertí —sentenció Rosa sin saber por qué no lo ponía en la calle—. Si tú no sirves para cumplir promesas, yo debería servir para cumplir amenazas.

Pero ni una cosa ni la otra. Y mientras la moneda andaba por el aire, al hacer las cuentas él siempre salía ganando y era cada vez más rico.

Como ella no pensaba celebrar tales logros y su voz fue volviéndose premonitoria, él, que no quería oírla, se dedicó a enamorarse al paso de quien iba queriendo. Porque no andaba su ánimo para estar detenido en la contemplación de una mujer que se había vuelto lengua larga y displicente. La quería bien, mejor que a nadie, aún sentía su olor a media tarde y no podía dormir sino con ella, pero de pronto detestó su voz previendo la catástrofe porque al nombrarla parecía llamarla, y de tanto llamarla él la vio llegar poco a poco dejándose caer sobre su vida con más violencia que todas las admoniciones de su mujer.

Por suerte para Guadía el juez que la casó había querido probar con ellos, par de pobres sin nada que perder, la ley que permite el matrimonio bajo el régimen de separación de bienes: lo que estaba a su nombre no se perdió. «El cometa Libanés» y la casa quedaron a salvo. Lo demás fue yéndose en el infortunio que se metió en sus vidas.

Por todas partes Antonio fue haciéndose de deudas y a todo el mundo le pidió prestado hasta que a todo el mundo le debía un mundo. No se atrevió a decírselo, y ella, que lo sabía como lo había sabido todo el pueblo, como sabía al dedillo lo que todos decían en torno de su trasnochado andar de puerta en puerta, lo dejó irse sin decirle adiós, preso de la tristeza y la vergüenza, pensando que si escándalo iba a dar, mejor en otros puertos que en aquel.

Así fue cómo una mañana de llovizna que Guadía recordó toda su vida como algo oscuro apretándole el pecho, él se fue de su vera y le dejó la casa, la memoria de mejores meses y la tienda en que lo mismo se vendían telas y aceite, que cuerdas y jarros, jabón y garbanzos. De todo había y de todo vendió ella en su negocio del barrio de San Cristóbal, hasta que los hijos crecieron y hubo que hacerse cargo primero de pagarles algún estudio y luego de solventar sus enlaces y acompañarlos en el trajín de alimentar a los nietos.

De los ocho hijos, tres mujeres y cinco hombres, que le dejó Antonio como quien deja lo mejor de un huerto, todos salieron buenos y trabajadores y todos fueron fieles a la tajante prohibición con que su madre los alejó de la baraja. No sabían ellos si para bien o para mal, porque la única vez en que el segundo de los hombres se acercó a una partida de cartas y se puso una borrachera de juego que duró cuatro días salió de la parranda con la ganancia más promisoria que pudo encontrar: el derecho a la distribución de la Cerveza Yucateca en todo el país.

Guadía puso el grito en el cielo y le exigió que devolviera la ganancia. Su hijo la devolvió en el acto, pero el hombre bajito y solemne que la había perdido se negó a aceptarla de regreso, amparado en la célebre sentencia de que las deudas de juego son deudas de honor y el que no las cobra peca tanto como el que no las paga.

Así que Guadía aceptó el nuevo negocio con la condición de que los ingresos se distribuyeran entre todos los hermanos menos el que había ganado la concesión rompiendo una norma que de ningún modo debería volver a romperse.

Esa fue una de las escasas decisiones que sus hijos se negaron a acatar. Todo fue para todos, incluido el pecador, porque los hijos la convencieron de que semejante premio no era sino el regreso de algo de todo aquello que su padre había perdido en los mismos tugurios y entre la misma gente.

El dinero entró mejor que nunca en los negocios de cada uno y el clan Ibarra volvió a ser rico. Unos y otras fueron casándose con gente de apellidos locales y corrió su fortuna por buena parte de la ciudad.

Hasta entonces, Guadía soltó el cuerpo y se compró una casa de piedra con un jardín inmenso, en el que los antiguos dueños habían sembrado higueras y parras movidos por la nostalgia del mismo pueblo en que ella fue concebida y del que tantos otros como sus padres tuvieron que huir.

Guadía no tuvo nunca ni siquiera la curiosidad de ver El Líbano, mucho menos de emprender un regreso a la tierra de sus padres. Su país, su lugar, su mundo todo cabía de sobra en la Mérida caliente y húmeda que abrigó a su familia y la dejó hacerse de ahí. Sin embargo, como tributo a sus antepasados, en su patio sembró garbanzo y berenjenas y en la fiesta con que se celebraron sus setenta y cinco años sirvieron a un tiempo carnero asado, kibi frito, puerco en achiote, hojas de parra, frijol negro, marhú, panuchos, jocoque, tortillas de maíz y chile habanero.

Ella sola, pensó a la mañana siguiente mientras removía la tierra de una maceta con orégano, era la matriarca de una familia de más de cien mexicanos con sangre, nariz y ojos libaneses.

Uno de sus nietos resultó idéntico a Antonio. Tenía la barba partida, la sonrisa de media luna y los ojos hundidos en un misterio. Mirándolo crecer se preguntaba ella dónde andaría aquel hombre que tan sabio había sido en su cama como idiota en los palenques del mundo. ¿Viviría? ¿De qué? Igual y le había tocado la suerte y otra vez era próspero como antes de su debacle. Igual y había encontrado a una mujer menos arisca que lo acompañaba en su vicio y le daba gusto en su desorden. Igual y tenía otros hijos, en otra ciudad menos ardiente que aquella.

A veces le llegaban rumores: que si vivía en el centro del país y se dedicaba a jugar dinerales en garitos prohibidos, que si lo habían matado tras una pelea de gallos cerca de un ingenio azucarero en la isla de Santo Domingo, que si estaba en Belice viviendo con una mulata de hierro forjado dueña de las nalgas más hermosas del mundo, que si tenía en Panamá una cadena de boticas, otra de abarrotes y una de burdeles disfrazando casinos.

Ella oía de reojo, como quien no se entera, mientras pensaba que todo era posible, que Antonio siempre fue buscador de andanzas y que en eso no la había engañado jamás.

El mundo le quedaba chico para cambiar de quehacer y de rumbos, eso Guadía lo supo desde que aceptó casarse con él y trató en vano de hacerlo a la vida sedentaria de quienes en vez de temerle a la costumbre, enfrentan el desafío de no aburrirse viviendo en ella como en mitad de una tormenta.

Todo cuanto oía le sonaba creíble, lo único que no lograba responderse, cuando se dejaba caer en la tentación de preguntárselo a media tarde, era qué había hecho él con los recuerdos, en dónde los habría dejado, si se le habían caído el mismo día en que se fue, si los había tirado desde antes o ni siquiera los había guardado nunca.

¿Cómo él, cómo alguien puede girar sus pies y olvidarla todo?, pensaba. Todo, no sólo algunas cosas prescindibles que ella recordaba al detalle, porque lo que mejor recordaba ella eran los detalles. No sólo las grandes ocasiones, porque esas es fácil olvidarlas: el día en que se casaron, por ejemplo, la fiesta fue un escándalo de pobres lleno de abrazos y carcajadas. Eso puede uno confundirlo con cualquier otra fiesta, pero la noche en que sus cuerpos le apostaron todo al futuro, o el color de las mil tardes en que fueron pagando aquella apuesta, o la risa primera del último de sus hijos, o el susto último que les dio el primero, o la mañana en que una de las hijas dijo papá antes de haber dicho mamá, ¿eso, cómo se le había podido olvidar? Ella no lo entendía, no lo iba a entender nunca y no estaba segura de que podría morirse habiendo perdonado aquella desmemoria.

Que él fuera un trotamundos cabal, que no hubiera tenido paciencia para aguantar las misas de difuntos de todos sus paisanos, que lo hubieran cansado tantos hijos y tanta adoración puesta sin más en ellos, que su vanidad no hubiera soportado esconderse y ser un mantenido, ir a dar a la cárcel o, peor aún, mirar a su mujer ir pagando sus deudas una a una como ella las había pagado, todo tenía su lógica y su perdón y su olvido. Pero que él no escribiera nunca, ni la hubiera llamado para decir no estoy muerto y cómo estás de ánimo y podrás tú con todo o podré yo sin ti, que no hubiera pensado que lo de uno era del otro y que el día a día de la tienda era también para él, porque ella no querría nunca abandonarlo a su mala suerte, eso todavía era su reconcomio. Y aunque no hablara con sus hijos del asunto, aunque desde que murió su hermana no lo hablara con nadie, eso aún le dolía entre ceja y ceja por más años de razones y rezos que pudieran pasar en el calendario.

No supo ni cómo había logrado que cada uno de sus hijos se hiciera de provecho y resultara celebrado en algún lugar. Uno de ellos era Premio Nacional de Medicina y otro se metió a la política, única apuesta que Rosa no pudo prohibirle a la familia. Les iba bien, igual que a los tres dedicados a los negocios, igual que a las dos hijas dueñas de una fábrica de telas, igual que a la más chica, que se casó con un recién llegado que ni español hablaba y se fue con él a Puebla en busca de unos parientes con los que puso un negocio dedicado a vender carne, guisada como en El Líbano, puesta en pan de trigo y liada para hacer con eso unos tacos inmensos que al poco tiempo se instalaron entre los platillos más representativos de la cocina poblana típica. Ni para decirlo en voz alta, pero lo que se llamó taco árabe tenía bajo los volcanes casi la misma alcurnia que el mole colorado.

Una vez creyó aquella hija suya que había visto a su padre metido tras la baraja en el escondite para jugar que era la casa de su suegro. No resultó cierto que fuera su padre, pero sí que la casa era escondite. Porque aunque nadie lo creyera y tantos lo contradijeran, en el país estaba prohibido el juego como prohibido estaba robar o ponerse en contra del gobierno. Unas cosas escritas, otras no, pero todas sabidas como la luz del día. Tan bien como no sabía Rosa en dónde estaba su marido.

Se oía raro que así lo llamara, pero así era: su marido. Aunque en las bodas de los hijos haya estado su ausencia como un enigma, aunque no presidiera ninguna mesa los domingos, aunque la tuviera durmiendo sola tantos años que sobre ella había dado vueltas el tiempo y hacía mucho tiempo que usaba anteojos y que oía a saltos, que dormía cinco horas en vez de ocho y que había dejado en manos de sus hijos casi todas las cuentas menos la que no quitó nunca de su cabeza: trece mil ochocientos sesenta y cuatro días corrieron por su piel y sus enojos sin que ella perdiera el recuento de cada hora que el sinvergüenza aquel llevaba fuera de su rumbo.

Cuando estaba sola se acompañaba con el radio. Oía de todo, desde una estación en la que aún tocaban boleros y tangos hasta una en que la música era en inglés y con ella deshacían sus nietos un baile de brincos que parecía un delirio de la modernidad. Iban caminando los años sesenta y había un grupo de cuatro despeinados que cantaba una canción tristísima de la que ella no entendía ni una palabra, sino hasta que Antonio, su nieto mayor le resolvió el enigma. «Yesterday quiere decir ayer», dijo ilustrándola con su conocimiento del idioma que se puso de moda en las escuelas. Yesterday. A Guadía le gustaba tararearla y permitirse la nostalgia una que otra tarde, a la hora de la siesta, antes de volver a la tienda que seguía vigilando más que por urgencia para no perder el hábito de trabajar hasta que estaba oscuro el cielo.

Se acostumbró a oír el radio tanto y tan sin tregua que se quedaba dormida con la boruca de un tango o la llovizna triste de la trova yucateca en una estación a la que la gente podía llamar para pedir canciones o contar historias. A veces la despertaban las penas de otros: gente que llamaba para pedir ayuda o para que alguien se la ofreciera, una señora que necesitaba dar aviso de que había perdido a su perro, una viejita desamparada que buscaba asilo, un hombre urgido de leerle a una novia anónima unos versos escritos a escondidas.

El conductor del programa solía abrirlo con tres frases anticipando el chisme que llevaría hasta oídos ajenos. «El día de hoy nos conmueve e intriga la historia de» y ahí entraba la voz de una persona diciendo su nombre y dando el resumen de su desgracia.

Guadía estaba medio dormida cuando tras una de esas entradas oyó la voz de su marido diciendo carcomida: «No recuerdo mi nombre, mi familia vive en Mérida. Mi mujer se llama Rosa. Tuve una tienda y ocho hijos, nací en El Líbano».

El dueño de la voz estaba en un lugar nombrado Agua Dulce, era un hombre perdido de Dios y de los hombres, lo habían asaltado en un camino en las orillas del pueblo al que había ido a jugar todo lo que tenía, que era poco de todo. Por única vez en muchos años algo pudo ganar en aquella jugada, pero hasta el último centavo le robaron cerca del panteón en que lo dejaron amarrado a un ciprés, viendo hacia las tumbas de colores que en esos pueblos de sol arrebatado juegan a iluminar el mundo de los muertos que cobijan. Muy alta la mañana lo encontraron dos enterradores, le dieron agua y lo llevaron con una doctora para que limpiara sus golpes y tratara de sacarle las palabras que al parecer tenía atoradas, porque no era capaz de balbucir ni su nombre.

La doctora lo curó en medio de muchas preguntas, hablando tanto que algo logró entender de lo que el hombre iba diciendo. Ella fue la que llamó al programa, ella la que pensó que una Rosa con ocho hijos y una tienda podía ser la señora que le vendía el alcohol, las vendas, las aspirinas, el pan y las veladoras que compraba cuando iba a Mérida. Ella la que contó la desolación que veía en ese hombre que en medio de sus mil males no dejaba de repetir que su mujer tenía razón y que él no quería morirse sin decirle que por fin había entendido lo que ella le repitió durante media vida: «Todo lo empedernido es vicio, hasta el trabajo, hasta el amor, ni se diga el juego».

—Pobre hombre —dijo Guadía—, adivinar qué habría sido de sus ojos. Porque si hasta la memoria había perdido, si ni su nombre recordaba, ¿qué de todo lo que tuvo le quedaría?

Se levantó sin dudas, rápido como aún sabía moverse, delgada como se fue volviendo con los años. Llamó a la estación de radio.

—El señor ese debe de ser mi marido —dijo.

Al día siguiente mandó por él. Era domingo. Invitó a comer a toda su descendencia. Su nieto mayor fue por el abuelo del que tanto le habían hablado y entró con él al huerto de higueras. Aún tenía la media luna del oriente en los labios y andaba erguido como en los buenos tiempos, pero miraba todo como si nada viera.

Guadía se levantó a encontrarlo custodiada por el pasmo de sus hijos. Llevaba en las manos un atado de cartas, lo barajó entre sus dedos como si fuera una maga de circo. Luego eligió una baraja y se la extendió a su marido:

—Te llamas Antonio, yo soy Rosa y este es un tres de espadas. Dime que lo recuerdas.

—Sobre tu falda —dijo él.

Una sonrisa de antes le cayó encima a Rosa.

Su marido la miró como algún atardecer a la hora de la siesta:

—¿Quieres que te pida perdón? —preguntó.

—Hace ya mucho rato que no quiero imposibles —dijo Rosa. Y lo dejó quedarse.