INUNDACIÓN
Tras darle más guerras que el Oriente Medio, el marido de Cruz lleva unos años portándose muy bien y a la larga ha llegado a compensar el agravio. Así que ahora ella, que siempre tuvo la lengua despierta para contar sus ofensas, anda gustosa contando el más reciente desagravio.
Un sábado de agosto se inundó su casa tras la tormenta más grande de la que han tenido noticia los escalones bajo su puerta. Horas y horas de lluvia y granizo le cayeron a la colonia de barro que aún hay por el rumbo de su casa, al norte de la ciudad a la que acude a trabajar todos los días. El agua subió como un metro en la calle y como veinte centímetros lograron meterse bajo el umbral.
Cuando Cruz vio que un hilo de agua empezaba a entrar, corrió por toallas y las fue poniendo contra la rendija. Pero en minutos el hilo se hizo un chorro y luego un torrente. Ella y su hija, que estaba de visita, alcanzaron a llenar cinco tinajas con el agua de las toallas que iban exprimiendo, pero la realidad se hizo más fuerte que sus fuerzas y Cruz se hizo al ánimo de dejarla entrar como al destino: hasta donde se le diera la gana. Entonces subieron a la azotea para buscar unos tabiques que ahí tenía siempre su marido, por si las dudas, que sólo hasta esa tarde se supo cuáles eran.
Los pusieron en el suelo para hacer cuatro columnas y encima acomodaron una de las cuatro patas de la mesa del comedor. Ahí treparon los dos sillones y sobre los sillones, con mucho cuidado, equilibraron las seis sillas que justo acababa de barnizar el omnipresente santo en que se fue convirtiendo Raúl, su marido.
—¿Por qué no llevaron las sillas al piso de arriba? —le preguntó una amiga suya.
—Porque Raúl está echando un piso nuevo, todo parejo, para luego alfombrar.
—¿Qué no había firme de cemento desde siempre?
—Sí —dijo Cruz—, pero como lo fuimos echando por cuartos no estaba parejo. Y ahora Raúl lo quiso dejar bien para poner madera en el pasillo. Así que estamos todos apretados en dos cuartos.
—¿Y a qué horas sacaste el agua?
—Hasta como a las doce de la noche, que vino llegando el Raúl y se hizo útil —dijo Cruz.
Raúl, el ahora dueño de la boca con que Cruz dice su nombre, llegó tarde porque cuando empezó la tormenta aún estaba poniendo yeso en las paredes de unas oficinas por el rumbo del aeropuerto. Cruz le habló para que no fuera a volver por la calle de Indios Verdes, una avenida larga y hostil que debe su nombre a un monumento en honor a unos aztecas pintados de verde. Le dijo que mejor diera la vuelta y entrara hasta por la avenida Cien, una calle igual de arisca, pero más lejana, que no solían transitar sino en ocasiones tan inevitables como aquella de la inundación, porque ahí había perdido la vida su perro. Con todo él hizo dos horas, pero alcanzó a llegar hasta la casa. Al entrar encontró a una mujer exhausta, sentada en un banco de aluminio junto a la estufa. Tenía en las piernas a su nieta, que no entendía las razones por las cuales era mejor no chapotear en aquel lodazal tan atractivo para sus cinco años.
Cerca de su casa, hace como dos décadas, compraron un terreno en el que Raúl guarda sus herramientas y los triques que va usando según las circunstancias. Ahí él tenía guardada una pequeña bomba vieja y fue a buscarla saltando entre los charcos. Volvió con el trofeo en la mano, lo conectó en el enchufe para la licuadora que está en alto y aunque parezca increíble, hubo luz y arrancó. Con eso que Raúl también tenía, por si las dudas, como acostumbra tener clavos y alambre, tornillos y una pala, el agua fue bajando despacio junto con la catástrofe que todo mojó.
Era la una de la mañana cuando se pudo abrir la puerta. A esas horas llegó el marido de la hija, que apenas pudo fue a recogerla. Mucha gente había salido a espabilarse fuera de sus casas todavía inundadas. Cruz supo entonces que a ella le había ido mejor que a otros. A la señora de la farmacia le llegó el agua como a medio mostrador, y a su vecina se le metió hasta por las ventanas del segundo piso.
Cruz vio a su familia y una suerte de paz le entró en el alma como por todos lados se había metido el agua. Al fin de cuentas no había estado mal que se hubiera aguantado las ganas de medio matar a Raúl cuando anduvo metido entre las faldas de otra vieja.
Le dio un beso a su nieta, otro al yerno y dos a su hija.
—Mamá, pobre de ti. Siento feo de dejarte con este tiradero —le dijo.
—No te preocupes, hija, tengo suerte —dijo Cruz—. Tantos de aquí cerca con casa chiquita, de un solo cuarto, en un solo piso. Van a tener que dormir con el agua al borde del colchón, sin bajar ni los pies al suelo. Como flotando. Yo tengo suerte, ahorita me subo y allá arriba todo está limpio. Tengo mi cama seca y mis cobijas calientes. Yo me subo y me olvido, ahí que se quede todo aquí abajo así botado, ya mañana veremos.
Y sí, durmieron de maravilla. Y sí, todo el domingo fue recoger mugre. El lunes Cruz amaneció con una ilusión en el bolsillo: había quedado su casa limpia y en cinco días Raúl iba a poner el nuevo piso para que todo estuviera listo el viernes que llegaría su hermana de Los Ángeles, con todo y sus dos niñas y su marido gringo, que gringa la hizo casándose con ella.
De vez en cuando, pensó, sí sirven de algo los maridos.