CANA AL AIRE

Esa noche Natalia sintió su cuerpo envejeciendo y sintió el corazón cada vez más joven, más ávido, más triste. Más triste y más ávido que cuando era joven. Tenía el deseo como gajo de luna y tenía a su marido guapísimo. Más guapo, más dueño de sí y de sus talentos, de lo que estuvo nunca. Lo tenía ahí, estirando la mano, guardándose todo lo demás. En la televisión había un partido de basquetbol y ella estaba mirándolo con la cabeza y el alma toda en otra parte. El control remoto lo tenía él, ¿quién más?

Durante los comerciales cambió el canal y dejó que pasara por las narices de su mujer una película en la que otra mujer y un hombre se besaban, creyó Natalia, como ellos se besaban en otros tiempos. No alcanzó a saberlo bien porque los besos desaparecieron y regresó el basquetbol. ¿Los de la película se estarían despidiendo o saludando? ¿A punto de irse a la cama o justo antes de abandonarla? No quiso jugar a las adivinanzas. Tenía suficiente consigo misma y sus deseos como para andar preocupándose por los de quienes los actuaban en la tele. Quería que en lugar de dormir, su marido le contara una historia y luego le hiciera unos amores. Impensable. Lo miró delgado como fue y había vuelto a ser. No se había quitado el saco, sólo aflojó el nudo de su corbata y cruzó una pierna sobre la otra al mismo tiempo en que prendió la tele.

—Me relajé —había dicho antes de quedarse medio dormido. Se lo dijo a Natalia, que lo miraba tensa y urgida de él, que vivía con ella como vivir consigo mismo. Eso decía él, de donde ella derivaba que sólo porque tenerla cerca era tener cerca el café de las mañanas y las toallas en el baño y la fruta antes de cenar. Nada más. Imprescindible, pero no urgente. Lo imprescindible ahí está, pensó Natalia, nadie se pone a pensar qué pasaría si no estuviera. Lo imprescindible no protesta. ¿Quién ha visto protestar a una toalla?

Le puso un pie entre las dos piernas y lo movió suave para sentir, con la punta de los dedos, si su deseo tendría algún destino. Pero nada, debajo de ese pantalón no había nada para ella. Temió que la oficina de la que su marido volvía tuviera una extensión en quién sabe dónde, una casa o un hotel con otra mujer. ¿Otras mujeres? ¿Muchas mujeres? Sus amigas creían que sus maridos tenían otras mujeres y ella no creía nada. No al menos hasta esa noche en la que imaginaba que él podía haber pasado la tarde con una más joven o más lista, más bonita o más fea, más tonta o más vieja, más refinada o más bruta, más o menos lo que fuera que no le recordara el refrigerador, los hijos, las comidas familiares, el árbol de Navidad que ella no había puesto porque tenía mucho trabajo. Miró de nuevo los párpados de su marido exhausto, miró su camisa de todo el día y su pierna cruzada sobre la otra. Nada había ahí que no fuera el guiño fraterno de un ¿vas a cenar algo?

Metió los dedos por la pretina de su falda recta, que estaba quedándole algo floja, y los pasó por sus caderas, los juntó en medio, los movió y se desesperó frente al basquetbol, que había vuelto a aparecer en la pantalla, guiado por el control remoto que él tenía en sus manos. ¿Quién más? Sólo él, que entreabrió los ojos para revisar que estaba de regreso en el canal de los deportes y los volvió a cerrar como si lo arrullaran.

Por la ventana Natalia miró a la luna contra el cielo brillante y lamentó que el frío no la dejara salir a verla. Acomodó su mecedora bajo el rayo que se peleaba en la oscuridad con el centelleo intermitente de la tele y se durmió tras ver a un hombre, con cuerpo y alma de gacela, encestar una pelota. Su marido no alcanzó a ser testigo de semejante canasta.

En el corto sueño que pasó por su frente Natalia se dijo que quizá no debió casarse a los diecinueve años. Tener nietos a los cuarenta había sido una exageración del destino. Ya no son estos tiempos los de antes. Quién sabía si era buena la idea de tomar hormonas. Antes, las abuelas tenían el pelo blanco, estaban sentadas tejiendo chambras, no se movían de más, mucho menos salían a correr por el parque en las mañanas. A las abuelas no les daban vergüenza sus juanetes porque nunca se les hubiera ocurrido usar unas sandalias, ni trotar sobre unos tenis especiales para competir en un maratón de diez kilómetros. Dichas de ese tipo tuvieron sus abuelas, pensó. Ella tenía otras. Luego se fue perdiendo en el mismo sueño que la tenía en vela.

Despertó media hora después. No sabía dormir en sillones y vestida. En la tele habían pasado a los deportes de nieve, su marido se había puesto la piyama y dormía con la profundidad que ella sólo había visto en los bebés. Cuando estaba dormido tenía un aire apacible, como si su prisa de siempre anduviera en vilo, a su alrededor, pero sin tocarlo. De verdad era un hombre al que los años le habían hecho más bien que mal. Natalia aceptó para sí que no podría haberse casado sino con él.

Soltó hacia atrás la cabeza con la elocuencia que ese gesto le da a la memoria y se preguntó qué hubiera sido de ella casada con alguien más. Hizo el recuento breve de sus varios novios: el que quiso a los dieciséis se volvió un barrigón con anteojos y desencanto. Luego tuvo otros prospectos. ¿Cuál le gustaba más que ese al que la vida la condujo como la única compañía confiable que uno puede darse? ¿Cuál? ¿El rubio aquel de ojos azules al que ya no le quedaba un pelo? ¿El moreno que se las daba de muy inteligente y resultó más tonto que una moneda de a peso? ¿El simpático cuyos chistes seguían siendo los mismos? ¿El aburrido aquel que de tan rico se volvió un tacaño insobornable?

Lo bueno de crecer en una ciudad chica, a la que se vuelve sólo de vez en cuando, es que uno puede mirar, como por un agujero, en qué se convirtió una parte del pasado. Sin una sola duda, nadie mejor que el marido con el que tuvo tres hijas, una detrás de la otra, y un hijo diez años después, como el pilón tras el cual se ligó las trompas y se puso a trabajar en la tienda de cámaras fotográficas que le había heredado su padre como quien hereda un reino. Nadie mejor que su marido. Su dormido marido de aquella noche. No alcanzó ni a contarle la noticia que la desvelaba. Se levantó a despintarse y a tomar todas las cosas que las nuevas consejas aconsejan: tofu, para suplir las proteínas; vitamina E, para la piel y la memoria; complejo B, para los nervios álgidos; alga espirulina, ¿quién sabe para qué?; ácido fólico, para reducir los rigores de la menopausia; Condoitrín con glucosalina, para impedir que el dedo meñique se le siguiera torciendo y ¿cómo se llaman las semillas que se toman con un vaso de agua para quitarle la pereza al intestino? ¿Linaza?

—Quién sabe —dijo Natalia cerrando un cajón que hizo ruido.

—¿Qué tanto haces tú, chamaca? —le preguntó la voz de su marido desde la cama—. ¿Por qué das tantas vueltas antes de acostarte?

—Para no dormirme todavía —dijo Natalia, que había oído el «chamaca» con que la llamó su marido como si lo hubiera dicho la voz de un ángel.

—Andas tristeando, ¿verdad?

—No quiero hacerme vieja.

—Vas a ser una vieja bonita.

—Tu nieto Pablo vino hoy con una novia. Se pasaron la tarde dándose besos en el jardín.

—¿Sólo besos?

—¿A los trece años? ¿Qué más quieres? Apenas hace un parpadeo que nació.

—Un parpadeo él y dos su madre. ¿Eso te tiene triste? ¿Tienes miedo a volverte bisabuela? Vieras que yo ahora tengo una pena más grande que esa. Ven y te la enseño.

—¿Qué me enseñas? —le preguntó Natalia acercándose.

—Te la quiero enseñar desde hoy en la mañana, pero te fuiste mientras me bañaba. Por más que te llamé. Eso sí estuvo a punto de matarme. Es peor que un nieto dándose besos en el jardín. Te lo iba yo a decir en cuanto entré, pero no quise que se te quitara la cara de lunática con que me recibiste.

—Por eso mejor te quedaste dormido. ¿Qué pena tienes?

—Tengo una cana junto al pito —dijo él con una tristeza abismal.

—Déjamela ver —pidió Natalia, iluminada por algo más que la luna y la tele—. Déjamela ver —dijo con la voz sonriente que acompaña un alivio.

—Ni lo sueñes —dijo él—. Ahora ya no quiero enseñártela. Si acaso te la dejo sentir. Ven a la cama, bisabuela.

Natalia se metió entre las sábanas a medio quitarse el rímel, rodó sobre sí misma hasta el cuerpo de su marido y fue a poner la mano al lugar en que debía estar la famosa cana.

—Se siente regia —dijo.

Luego la cámara del que hubiera tomado la película, en el caso de que lo fuera, se cerró sobre la oscuridad. Al día siguiente, el marido se levantó de un salto y se fue a hacer la bicicleta mientras leía el periódico. Ella le silbó al amanecer, se puso los tenis, llamó al perro y salió rumbo al parque diez años más joven que la noche anterior. Cuando volvió a la regadera, su marido ya estaba dentro. Se quitó la ropa en un segundo y entró tras él, que estaba enjabonado de pies a cabeza.

—Bisabuela —dijo él como saludo.

—Joven —dijo ella bajando los ojos hasta el cerco de pelo negro que escondía la renombrada cana. El agua iba quitándole el jabón. Era una sola, un rizo de tantos. No dijo nada. Al rato se secaban uno frente a otro: él de prisa, ella con la lentitud distraída de todas las mañanas. Se agachó con el pretexto de secarse los pies despacio y de repente le quedaron los ojos justo frente a la cana. Buscó el lugar con la boca para darle un beso. La cana estaba en una orilla, antes de donde empieza la ingle. En efecto, era un rizo. La besó.

—¿Qué haces, loca?

—Me la comí —dijo ella.